Capítulo 23

La verdadera Ida Gransbury

Samuel Hobben soltó una risita y se volvió hacia el público, para que más gente pudiera verlo.

—Señor Poirot —dijo—, para estar tan orgulloso de su capacidad de deducción, no lo veo yo muy agudo. No me negará que yo he oído hablar a Jennie de este asunto bastante más que usted. El plan no era que esa gente muriese después de las siete y cuarto. ¡No sé de dónde habrá sacado usted esta idea! El plan era que muriesen poco después de las seis. Y lo de pedir toda esa comida a las siete y cuarto tampoco formaba parte del plan.

—Es verdad —dijo Jennie, que gracias a la agilidad mental de su antiguo prometido había visto una salida y pareció recuperar la compostura—. Imagino que el retraso se produjo porque yo no llegué a las seis, como estaba previsto. Los otros habrán querido analizar los motivos de mi ausencia. En su lugar, yo lo habría hecho. Probablemente la conversación les llevó cierto tiempo.

—Ah, bien sûr. Sin embargo, usted no me ha contradicho hace unos instantes, cuando he afirmado que las muertes se habían producido según el plan: entre las siete y cuarto y las ocho. Ninguno de los dos ha dicho que la idea de pedir el té de la tarde a la hora de la cena no formara parte del plan.

—Lo siento. Debería haberlo corregido —dijo Jennie—. Estoy… Yo… Todo esto es bastante abrumador.

—¿Afirma ahora que el plan establecía que las tres muertes se produjeran a las seis?

—Sí. Todo tenía que haber acabado a las siete menos cuarto, para que yo pudiera llegar al Pleasant a las siete y media.

—En ese caso, tengo una pregunta diferente que hacerle, mademoiselle. ¿Por qué requería el plan que el señor Hobben esperara una hora entera después de las muertes de Harriet, Ida y Richard, y de que usted saliera del hotel, para ir a dejar la nota en el mostrador de la recepción? ¿Por qué no habían acordado ustedes que el señor Hobben la dejara, por ejemplo, a las siete y cuarto o incluso a las siete y media? ¿Por qué a las ocho?

Jennie retrocedió como si hubiera recibido un golpe.

—¿Y por qué no a las ocho? —dijo desafiante—. ¿Qué mal podía haber en esperar un poco?

—Hace usted unas preguntas bastante ridículas, señor Poirot —intervino Sam Hobben.

—Ningún mal en esperar, mademoiselle. Estoy totalmente de acuerdo con usted. Por lo tanto, debemos preguntarnos: ¿para qué dejar una nota? ¿Por qué no aguardar a que las limpiadoras del hotel hallaran los tres cuerpos a la mañana siguiente? No mire a Samuel Hobben, Jennie. ¡Mire a Hércules Poirot! Responda a mi pregunta.

—Yo… ¡No lo sé! Quizá Richard…

—¡No! ¡«Quizá Richard», no! —la interrumpió Poirot—. Si no va a responder a mi pregunta, permítame que lo haga yo. Usted le pidió al señor Hobben que dejara la nota sobre el mostrador poco después de las ocho, porque siempre formó parte del plan aparentar que los asesinatos se habían cometido entre las siete y cuarto y las ocho.

Poirot se volvió una vez más hacia la audiencia, que seguía su explicación con los ojos muy abiertos.

—Pensemos ahora en el té para tres, encargado y entregado en la habitación 317, la de Ida Gransbury. Podemos imaginar que nuestras tres víctimas voluntarias, desconcertadas por la ausencia de Jennie Hobbs y sin saber muy bien cómo continuar, se reunieron en la habitación de Ida Gransbury, para deliberar. Catchpool, si usted estuviera a punto de dejarse ejecutar por un pecado cometido hace años, ¿pediría pastelitos poco antes de la ejecución?

—No. Estaría demasiado nervioso para comer o beber.

—Quizá nuestro trío de verdugos creyó importante fortalecerse para la importante tarea que les esperaba —especuló Poirot—. Y después, cuando llegó la merienda, ninguno de los tres logró probarla. Pero si sucedió así, ¿adónde fue a parar toda la comida?

—¿Me lo está preguntando a mí? —dijo Jennie—. ¿Cómo voy a saberlo? ¡Yo no estaba allí!

—Volviendo a la hora de las muertes —dijo Poirot—. Según el médico forense, los decesos se produjeron, en los tres casos, entre las cuatro y las ocho y media. Después, las pruebas circunstanciales estrecharon esos márgenes y situaron la hora de las defunciones entre las siete y cuarto y las ocho y diez. Eh bien, analicemos entonces esas pruebas circunstanciales. El camarero Rafal Bobak vio a las tres víctimas con vida a las siete y cuarto, cuando llevó el té a la habitación 317, y el señor Thomas Brignell vio a Richard Negus vivo a las siete y media, en el vestíbulo del hotel, cuando Negus elogió a Brignell por su eficiencia, le ordenó que cargara el té y los pasteles en su cuenta y le pidió una copa de jerez. Todo eso indica que ninguna de las muertes pudo producirse antes de las siete y cuarto, y que Negus no pudo morir antes de las siete y media.

»Sin embargo, hay un puñado de detalles que no encajan en el panorama completo. Tenemos, en primer lugar, la comida desaparecida, que, como ya sabemos, no consumieron Harriet Sippel, Ida Gransbury y Richard Negus. No creo que nadie que esté a punto de matar por primera vez a un semejante pueda concebir la idea de comerse antes un pastelito. Entonces ¿por qué encargar comida que nadie tenía intención de comer, a menos que alguien quisiera dejar constancia ante los ojos de un testigo de que esas personas estaban vivas a las siete y cuarto? Se me ocurre una sola explicación posible, que sea coherente con la historia de Jennie Hobbs. Si nuestros conspiradores habían averiguado de alguna forma que Nancy Ducane no tendría ninguna coartada creíble para el período entre las siete y cuarto y las ocho y cuarto, entonces tiene sentido que quisieran crear la impresión de que las muertes se habían producido entre estas horas. Sin embargo, Nancy Ducane tiene una coartada muy sólida para ese período, ¿no es así, lady Wallace?

Louisa Wallace se puso de pie.

—Sí, en efecto. Estaba cenando en mi casa, conmigo y con mi marido, y se quedó más o menos hasta las diez de la noche.

Merci beaucoup, madame. Alors, no se me ocurre más que una sola razón para que sea de vital importancia aparentar que las tres muertes se produjeron entre las siete y cuarto y las ocho y diez, y esa razón es que, en ese intervalo, Jennie Hobbs tiene una coartada indestructible. Yo, Hércules Poirot, sé positivamente que no pudo estar en el hotel Bloxham a esas horas, porque estuvo conmigo, en el café Pleasant, entre las siete y treinta y cinco, y las siete y cincuenta, y ya he mencionado el tiempo necesario para el desplazamiento.

»Pero combinando todo esto con mi convicción de que las tres muertes no se produjeron entre las siete y cuarto y las ocho y diez, empiezo a preguntarme: ¿por qué querría alguien tomarse tanto trabajo en crear la apariencia de que Jennie Hobbs no ha podido cometer esos asesinatos, a menos que realmente los haya cometido?

Jennie saltó de la silla como impulsada por un resorte.

—¡Yo no maté a nadie! ¡Le juro que no maté a nadie! ¡Está claro que murieron entre las siete y cuarto y las ocho de la noche! ¡Usted es el único que no quiere verlo!

—Siéntese, señorita Hobbs, y no hable, a menos que yo le haga una pregunta —dijo Poirot con frialdad.

La expresión de Samuel Hobben era una crispada mueca de rabia.

—¡Se lo está inventando todo, señor Poirot! ¿Cómo sabe que no pidieron esa comida porque tenían hambre? Puede que usted o yo no tuviéramos apetito en una situación similar, pero eso no quiere decir que ellos no lo tuvieran.

—Entonces ¿por qué no se comieron lo que habían pedido, señor Hobben? —pregunté yo—. ¿Adónde fueron a parar todos esos sándwiches y pastelitos?

—¡Los mejores de Londres! —murmuró Luca Lazzari.

—Yo le diré adónde fueron a parar, Catchpool —dijo Poirot—. Nuestro asesino cometió un error en relación con ese té, uno entre muchos. Si la comida hubiera quedado en los platos, en la habitación 317, no habría misterio. La policía habría deducido simplemente que el asesino había interrumpido la amable reunión antes de que los comensales empezaran a comer. Pero el asesino pensó que toda esa comida sin consumir despertaría sospechas. No quería que nadie se preguntara: «¿Por qué pidieron comida, si no tenían intención de consumirla?».

—¿Qué pasó entonces con los bollitos y los sándwiches? —pregunté—. ¿Por qué desaparecieron?

—Los conspiradores los eliminaron de la escena. ¡Oh, sí, señoras y señores, estoy convencido de que hubo una conspiración para cometer esos tres asesinatos! Por si no lo he dejado suficientemente claro, Harriet Sippel, Ida Gransbury y Richard Negus ya estaban muertos mucho antes de las siete y cuarto de aquel jueves.

Luca Lazzari dio un paso al frente.

—Monsieur Poirot, disculpe la intromisión, pero debo decirle que Rafal Bobak, el más leal de mis camareros, jamás le mentiría. Él vio a las tres víctimas con vida, cuando llevó el té a su habitación, a las siete y cuarto. ¡Las vio vivas y en perfecto estado de salud! Lo siento, pero se equivoca usted.

—No me equivoco, aunque en cierto sentido, usted tiene razón: su camarero Rafal Bobak es, efectivamente, un testigo ejemplar. Es cierto que vio a tres personas en la habitación 317 cuando llevó el té, pero esas personas no eran Harriet Sippel, Ida Gransbury y Richard Negus.

Por toda la sala se extendió una oleada de exclamaciones de asombro. Yo mismo tuve que contener una, mientras me exprimía el cerebro pensando quiénes podían ser esos tres. Jennie Hobbs, no, porque a esas horas debía de estar en camino hacia el café Pleasant. ¿Quiénes eran, entonces?

—Poirot —dije con cierto nerviosismo—, ¿nos está diciendo que tres personas se hicieron pasar por las tres víctimas, para que pareciera que estaban vivas cuando llegó el té a la habitación?

—No, no exactamente. En realidad, dos personas se hicieron pasar por dos de las víctimas. La tercera persona, Ida Gransbury… no era una imitación, lamento decirlo. Por desgracia, era la auténtica Ida Gransbury. Señor Bobak, ¿recuerda lo que me dijo acerca de lo que vio y oyó cuando llevó el té a la habitación 317? Yo recuerdo cada palabra, porque me describió dos veces la escena. ¿Le importaría si repito aquí esas palabras, para que las oigan todos los presentes?

—Al contrario, señor.

Merci. Cuando usted llegó, encontró a las tres víctimas aparentemente vivas y hablando de gente que conocían. Oyó que Harriet Sippel (o la mujer a quien el hombre presente en la habitación daba ese nombre) decía: «Ella no tenía otra opción, ¿no? Él ya no confía en ella como antes. ¿Cómo quieres que esté interesado en ella ahora? ¡Ha dejado de cuidarse y tiene edad suficiente para ser su madre! No, no. La única manera de averiguar lo que él está pensando era recibir a la mujer en quien él confía ahora y hablar con ella». En ese momento, el hombre que estaba en la habitación dejó de prestarle atención a usted y al té, y dijo: «¡Oh, Harriet, no es justo lo que dices! Ida se escandaliza fácilmente. Modérate, por favor». ¿Es correcto lo que estoy diciendo hasta ahora, señor Bobak?

—Lo es, señor.

—Después me contó usted que una de las dos señoras, Ida o Harriet, dijo algo que usted no podía recordar, y que el hombre que usted tomó por Richard Negus replicó: «¿Su cerebro, dices? ¡Yo diría más bien que no tiene cerebro! Y rechazo tu argumento de que ella tenga edad suficiente para ser su madre. Lo rechazo rotundamente». En ese momento, la mujer que se hacía llamar Harriet rio y dijo: «¡Como ninguno de los dos puede demostrar que está en lo cierto, dejémoslo así!». ¿Correcto?

Rafal Bobak confirmó una vez más que Poirot lo había repetido de manera correcta.

Bon. ¿Me permite sugerirle, señor Bobak, que ese comentario que usted no recuerda si fue de Ida o de Harriet a la fuerza tuvo que ser expresado por Harriet? Estoy convencido, ¡absolutamente convencido!, de que usted no pudo oír ni una sola palabra de labios de Ida Gransbury mientras estuvo en esa habitación, y de que tampoco pudo verle la cara, porque estaba sentada de espaldas a la puerta.

Bobak frunció el ceño, con expresión de gran concentración. Al cabo de un momento, dijo:

—Creo que tiene razón, señor Poirot. No, no vi la cara de la señorita Ida Gransbury. Y… tampoco creo que la oyese hablar, ahora que usted lo dice.

—Usted no la oyó hablar, monsieur, por la sencilla razón de que Ida Gransbury, apoyada en el respaldo de un sillón y de espaldas a la puerta, ya había sido asesinada a las siete y cuarto. ¡La tercera persona que usted vio en la habitación 317, cuando subió a llevar el té, era un cadáver!