Capítulo 22

Los crímenes del monograma

Al día siguiente, a las cuatro y cuarto de la tarde, Poirot y yo estábamos de pie en un extremo del comedor del hotel Bloxham, esperando a que todos ocuparan sus puestos en las diferentes mesas. El personal del hotel había llegado puntualmente a las cuatro, tal como había prometido Luca Lazzari. Sonreí a las caras familiares: John Goode, Thomas Brignell, Rafal Bobak… Ellos me devolvieron el saludo con una nerviosa inclinación de la cabeza.

Lazzari estaba junto a la puerta, gesticulando como loco con los brazos mientras hablaba con el agente Stanley Beer, que se veía obligado a retroceder o a agacharse de vez en cuando para no recibir un golpe en plena cara. Yo me encontraba demasiado lejos para oír la mayor parte de lo que decía Lazzari, y además había mucho ruido en la sala, pero más de una vez lo oí decir «los crímenes del monograma».

¿Habría decidido llamarlos de esa forma? Todo el resto del país los conocía por el nombre que les habían puesto los periódicos desde el primer día: «los crímenes del hotel Bloxham». Era evidente que Lazzari se había inventado una alternativa más imaginativa, con la esperanza de que su amado establecimiento no quedara mancillado para siempre por asociación. Me pareció tan transparente su intención que hasta la encontré irritante, pero sabía que mi estado de ánimo estaba teñido por mi fracaso en el frente de las maletas. Soy perfectamente capaz de hacer mis propias maletas antes de un viaje, pero eso se debe a que siempre llevo lo mínimo. En cambio, la ropa de Ida Gransbury parecía haberse expandido durante su breve estancia en el Bloxham. Pasé un rato exasperante tratando de comprimir y de compactar las prendas con todo mi peso, y aun así no conseguí que todas cupieran en la maleta. Supuse que las mujeres tendrían para esas cosas una habilidad especial, que los hombres bastos como yo nunca podríamos igualar. Fue un alivio enorme cuando Poirot vino a decirme que dejara lo que estaba haciendo y bajara, a las cuatro en punto, al comedor del hotel.

Samuel Hobben, con un elegante traje gris de franela, llegó a las cuatro y cinco, acompañado de una pálida Jennie Hobbs, aferrada a su brazo. Dos minutos después se presentó Henry Negus, el hermano de Richard, y diez minutos más tarde, un grupo de cuatro personas: un hombre y tres mujeres, una de las cuales era Nancy Ducane. Tenía los ojos llorosos y la piel de los párpados enrojecida. Cuando entró en la habitación, intentó sin éxito disimular el rostro detrás de un pañuelo de tela traslúcida.

—No quiere que la gente note que ha estado llorando —le susurré a Poirot.

—No —dijo él—. Usa el pañuelo para que no la reconozcan, y no porque se avergüence de las lágrimas. No hay nada reprensible en la expresión de un sentimiento, al contrario de lo que piensan ustedes los ingleses.

No quise que la conversación se desviara hacia mí y mis compatriotas, cuando estábamos hablando de Nancy Ducane, que me parecía un tema mucho más interesante:

—Supongo que lo último que desea es que la asalte una muchedumbre de admiradores, todos dispuestos a caer rendidos de adoración a sus pies.

Poirot, que también es bastante famoso y no encuentra nada objetable en ser el blanco de adoración de un enjambre de admiradores, pareció a punto de hacer un comentario personal al respecto.

Lo distraje con una pregunta:

—¿Quiénes son las tres personas que han venido con Nancy Ducane?

—Lord Saint-John Wallace, lady Louisa Wallace y Dorcas, su sirvienta. —Miró el reloj y negó con la cabeza—. ¡Tendríamos que haber empezado hace quince minutos! ¿Por qué no puede llegar la gente a su hora?

Observé que tanto Thomas Brignell como Rafal Bobak se habían puesto de pie, como si los dos quisieran decir algo, aunque la reunión aún no había comenzado oficialmente.

—¡Siéntense, por favor, caballeros! —dijo Poirot.

—Pero, señor Poirot, yo tengo que…

—Pero yo…

—No se inquieten, messieurs. ¿Tienen cosas que contarle a Poirot? Pueden tener la certeza de que ya las sabe y de que está a punto de explicárselas a ustedes, y a todas las personas reunidas en esta sala. Tengan paciencia, se lo ruego.

Apaciguados, Bobak y Brignell se sentaron. Me sorprendió ver que la mujer de pelo negro que estaba sentada junto a Brignell lo cogía de la mano. Él entrelazó los dedos con los de ella. Vi la mirada que intercambiaron y no necesité saber nada más: tenían una relación sentimental. Sin embargo, esa no era la misma mujer que yo había visto en actitud amorosa con Brignell en los jardines del hotel.

Poirot me susurró al oído:

—La mujer que Brignell estaba besando en el jardín, junto a la carretilla, era rubia, ¿no? Y llevaba un abrigo marrón, ¿verdad?

Me miró con una sonrisa enigmática.

Después se volvió hacia la gente reunida y dijo:

—Ahora que todos han llegado, ¿puedo pedirles silencio y atención, por favor? Gracias. Muy agradecido a todos.

Mientras Poirot hablaba, yo recorría con la vista los rostros de las personas presentes en la sala. ¿No era esa…? ¡Cielo santo! ¡Sí, era ella! Fee Spring, la camarera del Pleasant, estaba sentada al fondo del comedor. Al igual que Nancy Ducane, se había esforzado por cubrirse la cara (en su caso, con un sombrero bastante curioso); pero lo mismo que Nancy, había fracasado. Me hizo un guiño, como diciendo que nos estaba bien empleado a Poirot y a mí, por entrar un minuto en su establecimiento a tomar un café y decirle adónde pensábamos ir a continuación. ¡Diantre! ¿Por qué no se quedaba esa descarada en el café, que era el sitio que le correspondía?

—Hoy tendré que rogarles que sean pacientes —dijo Poirot—. Hay muchas cosas que necesitan saber y entender, que en este momento desconocen.

Pensé que esa frase era un resumen perfecto de mi situación. Yo sabía apenas un poco más que las limpiadoras y los cocineros del Bloxham. Incluso era posible que Fee Spring tuviera mejor comprensión de los hechos que yo. Probablemente el propio Poirot la habría invitado a asistir al gran acontecimiento que había organizado. Debo decir que yo no entendía, ni creía que fuera a entender nunca, para qué necesitaba Poirot un público tan amplio. ¡No era una función de teatro! Cuando yo resolvía un caso, y de hecho había tenido la suerte de resolver varios sin la ayuda de Poirot, me limitaba a presentarle mis conclusiones a mi jefe y acto seguido arrestaba al malhechor en cuestión.

Me pregunté, demasiado tarde, si no habría sido mejor exigirle a Poirot que me lo explicara todo a mí, antes de montar ese espectáculo. Ahí estaba yo, supuestamente a cargo de la investigación, sin la más remota idea de la solución al misterio, que mi amigo estaba a punto de presentar.

«Sea lo que sea lo que piensa decir, ¡por favor, que sea brillante! —recé en silencio—. Si todo sale bien y yo estoy a su lado, nadie sospechará que a estas horas del día yo sigo tan confuso como estoy ahora».

—La historia es demasiado larga para que pueda contarla sin ayuda —dijo Poirot, dirigiéndose a la sala—. Me quedaría afónico. Por lo tanto, les voy a pedir que escuchen a otros dos oradores. En primer lugar, hablará la señora Nancy Ducane, la famosa pintora de retratos, que nos ha hecho el honor de estar hoy aquí.

Fue una sorpresa, pero no para la propia Nancy, como pude observar. Por su expresión, era evidente que ya sabía que Poirot la llamaría. Los dos lo habían acordado de antemano.

Susurros de admiración llenaron la sala, mientras Nancy, con la cara velada por el pañuelo, se situaba junto a mí en el estrado, a la vista de todos.

—Ahora ya no podrá esconderse de sus admiradores —le susurré a Poirot.

Oui —sonrió él—. Aun así, sigue cubriéndose la cara con el velo mientras habla.

Todos escucharon, absortos y fascinados, la historia de Patrick Ive contada por Nancy Ducane: el amor prohibido que ella le profesaba, sus visitas ilícitas a la vicaría por la noche y la vil calumnia que acusaba al reverendo de aceptar dinero de los fieles, a cambio de ponerlos en contacto con sus seres queridos en el más allá. Cuando habló del rumor que había puesto en marcha la tragedia, no mencionó a Jennie Hobbs por su nombre.

A continuación, describió su declaración en el King’s Head Inn, donde había revelado a los vecinos de Great Holling su relación sentimental con Patrick Ive, que no había sido casta, aunque en aquel momento hubiera afirmado lo contrario. Le temblaba la voz mientras hablaba de las trágicas muertes por envenenamiento de Patrick y de Frances Ive. Observé que solo decía eso acerca de la causa de las defunciones: envenenamiento. No especificó si habían sido suicidios o muertes accidentales. Me pregunté si Poirot le habría pedido que no dijera nada concreto, para proteger a Ambrose Flowerday y a Margaret Ernst.

Antes de sentarse, Nancy dijo:

—Sigo queriendo a Patrick como el primer día. Nunca dejaré de amarlo. Y sé que algún día volveremos a reunirnos.

—Gracias, madame Ducane —dijo Poirot con una inclinación de la cabeza—. Debo comunicarle sin demora algo que he descubierto recientemente y que creo que puede resultarle reconfortante. Antes de morir, Patrick escribió… una carta. En esa carta, pedía que le hicieran saber a usted que la amaba y que nunca dejaría de amarla.

—¡Oh! —Nancy se tapó la boca con las dos manos y parpadeó varias veces—. ¡Monsieur Poirot, no imagina lo feliz que me hace!

Au contraire, madame. Lo imagino sobradamente. Un mensaje de amor, transmitido después de la muerte de la persona amada… Parece un eco de los falsos rumores que circularon acerca de Patrick Ive, ¿verdad?, los que afirmaban que transmitía mensajes de los difuntos. ¿Quién no querría recibir un mensaje de una persona muy amada que ya no está entre nosotros?

Nancy Ducane se dirigió otra vez a su silla y se sentó. Louisa Wallace le dio unas palmaditas en un brazo.

—Y ahora —dijo Poirot—, hablará otra mujer que conoció y amó a Patrick Ive: la que fue su sirvienta, Jennie Hobbs. Mademoiselle Hobbs, si me hace el favor…

Jennie se levantó y se situó en el mismo lugar que antes había ocupado Nancy. Tampoco pareció sorprenderse de que Poirot la llamara. Con voz temblorosa, dijo:

—Yo amé a Patrick Ive tanto como Nancy. Pero él no correspondía a mis sentimientos. Para él, yo no era más que su fiel doncella. Fui yo quien inició esos viles rumores. Yo conté la mentira imperdonable. Estaba celosa, porque él quería a Nancy y a mí no. Aunque no lo maté con mis propias manos, estoy convencida de que con mis calumnias causé su muerte. La culpa fue mía y de otras tres personas: Harriet Sippel, Richard Negus e Ida Gransbury, los tres que murieron en este hotel. Con el tiempo, los cuatro nos arrepentimos de lo que habíamos hecho. Nos arrepentimos profundamente. Y preparamos un plan para hacer justicia.

Observé las caras de asombro del personal del hotel Bloxham, mientras Jennie describía el mismo plan que nos había explicado a Poirot y a mí en casa de Samuel Hobben, así como las causas por las que había salido mal. Louisa Wallace chilló de horror cuando Jennie habló de incriminar a Nancy Ducane por los tres asesinatos, para asegurarse de que acabara en la horca.

—¡Confabularse para que una mujer inocente sea ejecutada por tres asesinatos que no cometió no es hacer justicia! —exclamó Saint-John Wallace—. ¡Es la peor depravación!

Nadie lo contradijo, al menos en voz alta. Advertí que Fee Spring no parecía tan conmocionada como la mayoría de los presentes. Me dio la impresión de que escuchaba con atención.

—Yo no quise incriminar a Nancy —dijo Jennie—. ¡Nunca! Pueden creer lo que quieran, pero yo no la quise incriminar.

—Señor Negus —dijo Poirot—, señor Henry Negus, ¿le parece creíble que su hermano Richard urdiera un plan como el que acaba de oír?

Henry Negus se puso de pie.

—No sabría decirlo, monsieur Poirot. El Richard que yo conocí jamás habría soñado con matar a nadie, desde luego que no; pero el Richard que vino a vivir conmigo en Devon, hace dieciséis años, no era el Richard que yo conocía. El físico era el mismo, sí, claro, pero por dentro no era el mismo hombre. Me temo que nunca llegué a conocer a la persona en que se había convertido. Por lo tanto, no puedo pronunciarme sobre la probabilidad de que se comportara de una manera o de otra.

—Gracias, señor Negus. Y gracias también a usted, señorita Hobbs —añadió Poirot con notoria falta de entusiasmo—. Ya puede sentarse.

Se volvió hacia el público.

—Como ven, damas y caballeros, la historia de la señorita Hobbs, de ser cierta, nos deja sin ningún asesino que arrestar y condenar. Ida Gransbury mató a Harriet Sippel, con su consentimiento. Richard Negus mató a Ida Gransbury, también con su permiso, y después se suicidó, al ver que Jennie Hobbs no se presentaba para matarlo, como habían acordado. Se quitó la vida, pero antes cerró la puerta por dentro, escondió la llave detrás de una baldosa floja de la chimenea y abrió la ventana, para que su muerte pareciera un asesinato. El plan era hacer pensar a la policía que el asesino (o en este caso la asesina, Nancy Ducane) se había llevado la llave y había escapado por la ventana abierta, bajando por un árbol. Sin embargo, según Jennie Hobbs, no hubo ningún asesino. ¡No hubo nadie que matara a nadie sin el permiso expreso de la víctima!

Poirot recorrió la sala con la mirada.

—Ningún asesino —repitió—. Sin embargo, aunque eso sea cierto, aún quedarían dos criminales con vida, que merecerían un castigo: Jennie Hobbs y Samuel Hobben, que conspiraron para incriminar a Nancy Ducane.

—¡Espero que los encierre a los dos, monsieur Poirot! —exclamó Louisa Wallace.

—Yo no tengo la llave de la prisión, madame. De eso se encargan mi buen amigo Catchpool y sus colegas. Solo tengo la llave que abre la puerta de los secretos y de la verdad. Señor Samuel Hobben, le ruego que se ponga de pie.

Ostensiblemente incómodo, Hobben se incorporó.

—Su parte del plan consistía en dejar una nota en el mostrador de la recepción del hotel, ¿no es así? «QUE NUNCA JAMÁS DESCANSEN EN PAZ. 121. 238. 317».

—Sí, señor. Así fue, tal como ha dicho Jennie.

—Tengo entendido que Jennie le había dado antes la nota, para que pudiera dejarla en el mostrador cuando llegara el momento. ¿Es así?

—Sí. Me la dio ese mismo día, por la mañana.

—¿Y a qué hora debía dejarla usted?

—Poco después de las ocho, señor, como ha dicho Jennie. En cuanto dieran las ocho, tenía que dejar la nota lo antes posible, cuando no hubiera nadie mirando.

—¿Quién le había dado esas instrucciones? —preguntó Poirot.

—Jennie.

—¿También Jennie le había indicado que deslizara las llaves de las habitaciones en el bolsillo de Nancy Ducane?

—Así es —dijo Hobben con gesto huraño—. No sé para qué me pregunta todo esto, cuando ella acaba de contarle toda la historia.

—Se lo explicaré. Según el plan original que nos acaba de exponer Jennie Hobbs, las llaves de las tres habitaciones (la 121, la 238 y la 317) estaban en la habitación de Richard Negus. Jennie tenía que llevárselas consigo cuando hubiera matado al señor Negus, para después entregárselas a Samuel Hobben, quien se ocuparía de ponerlas en un lugar que incriminara a Nancy Ducane: en este caso, en el bolsillo de su abrigo. Pero Jennie Hobbs no fue al hotel Bloxham la noche de los asesinatos, según ella misma acaba de decirnos. No tuvo valor. Por lo tanto, yo le pregunto, señor Hobben: ¿cómo consiguió usted las llaves de las habitaciones 121 y 317?

—¿Cómo… cómo conseguí las dos llaves?

—Sí, es la pregunta que le he formulado. Le ruego que responda.

—Yo… Bueno, si quiere que se lo diga, tuve que ingeniármelas para hacerme con esas llaves. Hablé en confianza con un empleado del hotel y le pedí que me diera una llave maestra. Me la dio y yo se la devolví después de usarla. Con mucha discreción.

Yo estaba suficientemente cerca de Poirot para oír su resoplido de reprobación.

—¿Qué empleado, monsieur? Todo el personal del hotel está aquí, en esta sala. Señale a la persona que le dio esa llave maestra.

—No recuerdo quién era. Solo puedo decirle que era un hombre. Tengo una memoria terrible para las caras.

Mientras decía eso, Hobben se frotaba los arañazos rojos de la cara con el pulgar y el índice.

—Entonces, con esa llave maestra, ¿entró usted en las tres habitaciones?

—No; únicamente en la 238. Allí tendrían que haber estado las tres llaves, para que Jennie fuera a recogerlas, aunque solo encontré dos. Como usted ha dicho, una de ellas estaba escondida detrás de una baldosa floja de la chimenea. Pero no busqué la tercera llave, porque no me gustaba la idea de ponerme a registrar la habitación, con el señor Negus ahí tirado, de cuerpo presente.

—Está mintiendo —le dijo Poirot—. No importa. A su debido tiempo comprobará que no puede salir de este aprieto a fuerza de mentiras. Pero sigamos adelante. No, no se siente. Tengo otra pregunta para usted… y también para Jennie Hobbs. ¿Formaba parte del plan que Jennie fuera a contarme su historia de pánico mortal al café Pleasant, poco después de las siete y media, el día de los asesinatos?

—Así es —respondió Jennie, que no miraba a Poirot, sino a Samuel Hobben.

—Perdóneme, entonces, pero hay algo importante que no entiendo. Dice que no tuvo valor para ejecutar el plan y que por lo tanto no se presentó en el hotel a las seis en punto. Sin embargo, por lo visto, el plan siguió adelante sin usted. La única desviación fue el suicidio de Richard Negus, ¿no es así? Él mismo se echó el veneno en la bebida, en lugar de que se lo echara usted. ¿Es correcto todo lo que he dicho hasta ahora, mademoiselle?

—Sí, lo es.

—En ese caso, si el único detalle alterado fue que Richard Negus se suicidó, en lugar de que lo matara otra persona, entonces podemos concluir que las muertes se produjeron tal como estaba planeado: después de pedir los sándwiches y los pastelitos para el té, entre las siete y cuarto y las ocho en punto. ¿Es así, señorita Hobbs?

—Sí, así es —dijo Jennie, que ya no parecía tan segura como unos minutos antes.

—Entonces, si me permite que se lo pregunte, ¿cómo puede haber formado parte del plan que usted matara a Richard Negus? Acaba de decirnos que su intención era encontrarse conmigo en el café Pleasant poco después de las siete y media de ese mismo día, porque sabía que yo acostumbraba ir a cenar a esa hora todos los jueves. Nadie puede desplazarse del hotel Bloxham al café Pleasant en menos de media hora. Es imposible, independientemente del medio de transporte que se utilice. Por eso, aunque Ida Gransbury hubiera matado a Harriet Sippel y hubiera muerto a manos de Richard Negus muy poco después de las siete y cuarto, usted no habría tenido tiempo de matar a Richard Negus en la habitación 238 y aun así llegar al Pleasant a la hora prevista. ¿Debemos creer que, a pesar de toda su meticulosa planificación, ninguno de ustedes pensó en esa imposibilidad práctica?

La cara de Jennie se puso blanca como el papel. Supuse que la mía también, aunque no podía verla.

¡La incongruencia que había señalado Poirot en la explicación de Jennie era muy evidente! Y sin embargo, yo no la había advertido. Sencillamente, no lo había pensado.