Todos los demonios están aquí
Aparte de decirme dos veces que debíamos viajar sin demora a Great Holling, Poirot permaneció en silencio durante todo el camino a casa. Parecía preocupado y era evidente que no quería hablar.
Cuando llegamos a nuestra casa de huéspedes, encontramos al agente Stanley Beer, que nos estaba esperando.
—¿Qué pasa? —le preguntó Poirot—. ¿Ha venido a hablar de la obra de arte que le envié?
—¿Disculpe, señor? ¡Ah! ¿Su escudo? No, eso estaba bien, señor. De hecho… —Beer sacó un sobre del bolsillo y se lo entregó—. Aquí encontrará la respuesta.
—Gracias, agente. Entonces debe de haber ocurrido algo, ¿no? Parece usted ansioso.
—Sí, señor. Hemos recibido una llamada en Scotland Yard de parte de un tal Ambrose Flowerday, médico de Great Holling. Pide que el señor Catchpool acuda de inmediato. Dice que es necesaria su presencia en el pueblo.
Poirot me miró y después se volvió hacia Stanley Beer.
—Teníamos intención de ir al pueblo de inmediato. ¿Sabe por qué razón desea ver a Catchpool el doctor Flowerday?
—Me temo que sí. No es un asunto agradable, señor. Una mujer llamada Margaret Ernst ha sido atacada. Está agonizando…
—Oh, no —murmuré.
—… y dice que necesita ver al señor Catchpool antes de morir. Después de lo que me ha dicho el doctor Flowerday, yo le aconsejaría que se dé prisa, señor. Hay un coche en la puerta para llevarlo a la estación.
Pensando en la índole metódica de Poirot y en su rechazo de toda acción precipitada, dije:
—¿Tenemos media hora para prepararnos?
Beer echó un vistazo al reloj que llevaba en la muñeca.
—Cinco minutos, diez como máximo, señor…, si no quiere perder el próximo tren.
Debo reconocer con cierta vergüenza que Poirot bajó de su habitación con la maleta preparada mucho antes que yo.
—¡Dese prisa, mon ami! —me instó.
En el coche, decidí que necesitaba hablar, aunque Poirot no se sintiera particularmente locuaz.
—Si yo no me hubiera acercado a ese pueblo infernal —dije en tono sombrío—, no habrían atacado a Margaret Ernst. Alguien me vería entrar en su casa y se fijó en el tiempo que estuve dentro.
—Se quedó lo suficiente para que ella le contara todo, o casi todo. ¿Qué sentido tiene tratar de matarla ahora, cuando ya le ha contado a la policía todo lo que sabía?
—Venganza… Castigo… Aunque, francamente, no tiene sentido. Si Nancy Ducane es inocente, y Jennie Hobbs y Samuel Hobben están detrás de todo esto (es decir, si no hay ninguna otra persona viva que esté detrás de todo esto), entonces ¿por qué querrían Jennie y Hobben matar a Margaret Ernst? Ella no dijo nada que pudiera incriminarlos y tampoco les hizo ningún daño a Patrick ni a Frances Ive.
—Estoy de acuerdo. Hasta donde yo sé, Jennie Hobbs y Samuel Hobben no deberían tener ningún motivo para asesinar a Margaret Ernst.
La lluvia azotaba las ventanas de nuestro coche. Costaba trabajo oír la conversación y también concentrarse.
—Entonces ¿quién fue? —pregunté—. ¡Y pensar que creíamos tener todas las respuestas!
—¿No me dirá que usted lo creía, Catchpool?
—Claro que sí. Supongo que ahora me dirá usted que estaba equivocado, pero todo parecía cuadrar, ¿verdad? Todo resultaba bastante sencillo y directo, hasta que nos enteramos del ataque que ha sufrido Margaret Ernst.
—¡Sencillo y directo, dice! —exclamó Poirot, con la cara vuelta hacia la ventana del coche, salpicada de lluvia.
—Bueno, a mí me lo pareció. Todos los asesinos están muertos. Ida mató a Harriet, con su consentimiento, y Richard Negus la mató a ella, también con su autorización. Entonces Negus, al ver que Jennie no se presentaba a la hora acordada para matarlo, se suicidó. Jennie Hobbs y Samuel Hobben no han matado a nadie. Por supuesto, ellos participaron en la confabulación para causar esas tres muertes. Pero, en mi opinión, no podemos considerarlas como asesinatos, sino más bien como…
—Ejecuciones con el consentimiento del reo.
—Exacto.
—Habían preparado un buen plan, ¿verdad? Harriet Sippel, Ida Gransbury, Richard Negus y Jennie Hobbs. Si por el momento los llamamos A, B, C y D, apreciaremos con más claridad la perfección de su plan.
—¿Por qué no podemos llamarlos por sus nombres? —pregunté.
Poirot no prestó atención a mi pregunta.
—A, B, C y D viven atormentados por el sentimiento de culpa y ansían la redención de su alma. Reconocen que deben pagar con su vida un pecado cometido en el pasado y preparan un plan para matarse mutuamente: B mata a A; después C mata a B, y a continuación D mata a C.
—Solo que D no mató a C, ¿no es eso? D es Jennie Hobbs y ella no mató a Richard Negus.
—Quizá no, pero se suponía que debía matarlo. Era el plan. Además, D tenía que permanecer con vida para conseguir que E (Nancy Ducane) fuera condenada por los asesinatos de A, B y C. Solo entonces, D… —Poirot se interrumpió bruscamente—. D —repitió—. «Deceso». Es la palabra correcta.
—¿Qué?
—Para su crucigrama. Una palabra de seis letras que significa «óbito». ¿Se acuerda? Le sugerí «muerte», pero usted dijo que solo serviría si «muerte» empezara con…
Se interrumpió otra vez, negando con la cabeza.
—Si «muerte» empezara con D. Sí, lo recuerdo. ¿Se siente bien, Poirot?
Sus ojos tenían ese extraño fulgor verde que adquieren a veces.
—Comment? Mais bien évidemment! ¡Si «muerte» empezara con D! ¡Por supuesto! ¡Eso es! Mon ami, ¡no sabe cuánto me ha ayudado! Ahora creo que… sí, eso es. Tiene que ser así. El hombre joven y la mujer mayor… ¡ah, ahora todo encaja!
—Explíquemelo, por favor.
—Sí, desde luego. Cuando esté listo.
—¿Por qué no está listo, ahora? ¿A qué espera?
—Tiene que concederme más de veinte segundos para componer y ordenar mis ideas, Catchpool. Es necesario, si tengo que explicarlas a alguien como usted, que no entiende las cosas. Sus palabras me demuestran que no ha comprendido nada. Habla de tener todas las respuestas, pero ¿no se ha dado cuenta de que la historia que nos contó Jennie Hobbs esta mañana era un complejo entramado de mentiras? ¿No lo ha notado?
—Bueno…, en realidad…, hum…
—¿Richard Negus presta oídos a Harriet Sippel y se convence de que quizá Nancy Ducane debería ser ahorcada por tres asesinatos que no cometió? ¿Está dispuesto a dejar que el destino de Nancy lo decida Jennie Hobbs? ¿Richard Negus? ¿El líder, la figura de autoridad? ¿El mismo Richard Negus que durante dieciséis años vivió bajo el peso de la culpa por haber condenado de forma injusta a Patrick Ive? ¿El mismo que comprendió demasiado tarde que era un error censurar y perseguir a un hombre por sus comprensibles debilidades humanas? ¿El mismo hombre que puso fin a su compromiso con Ida Gransbury, porque ella insistía dogmáticamente en que cada transgresión debía ser castigada con la mayor severidad? ¿Cree usted que ese mismo Richard Negus habría concebido por un momento la idea de permitir que Nancy Ducane, cuyo único delito había sido amar a un hombre casado, fuera condenada por un tribunal y acabara quizá en el patíbulo por tres asesinatos que no había cometido? ¡No! ¡No tiene sentido! No hay coherencia en la historia. Es una fantasía fabricada por Jennie Hobbs para engañarnos una vez más.
Yo escuché la mayor parte de su discurso con la boca abierta.
—¿Está seguro, Poirot? Tengo que decirle que yo le creí.
—¡Claro que estoy seguro! ¿Acaso no nos dijo Henry Negus que su hermano Richard pasó dieciséis años recluido en su casa, sin ver a nadie y prácticamente sin hablar? Sin embargo, según Jennie Hobbs, habría pasado esos mismos años intentando convencer a Harriet Sippel y a Ida Gransbury de que eran responsables de las muertes de Patrick y de Frances Ive, y de que debían pagarlo con su vida. ¿Cómo logró hacer Richard Negus ese trabajo de persuasión, sin que su hermano Henry advirtiera sus frecuentes contactos con dos mujeres de Great Holling?
—En eso tiene usted razón. No lo había pensado.
—Es un detalle menor. ¿No ha notado otros errores más sustanciales en la historia de Jennie?
—Sembrar pruebas falsas para culpar de asesinato a un inocente no deja de ser un error espantoso.
—¡Catchpool! No le estoy hablando de errores morales, sino de hechos materialmente imposibles. ¿Así me obliga usted a explicarle las cosas antes de estar listo? ¿Exasperándome? Bien, le señalaré un detalle, con la esperanza de que quizá le sirva para encontrar otros por sí mismo. Según Jennie Hobbs, ¿cómo acabaron las llaves de las habitaciones 121 y 317 del hotel Bloxham en el abrigo azul de Nancy Ducane?
—Las puso allí Samuel Hobben. Para incriminar a Nancy.
—¿Se las deslizó en el bolsillo por la calle?
—Sí, supongo que habrá sido bastante fácil.
—Muy bien, pero ¿cómo consiguió las llaves el señor Hobben? Se suponía que Jennie tenía que recogerlas, junto con la llave de la habitación 238, cuando fuera a matar a Richard Negus. Según el plan, tenía que darle las tres llaves a Samuel Hobben, una vez que hubiera cerrado la puerta de la habitación 238. Sin embargo, de acuerdo con su versión, ella no fue a la habitación de Richard Negus. Ni siquiera se presentó en el hotel Bloxham la noche de los asesinatos. El señor Negus cerró su puerta desde dentro y se suicidó, después de ocultar la llave detrás de una baldosa floja de la chimenea. ¿Cómo consiguió Samuel Hobben hacerse con las otras dos llaves?
Esperé un momento, por si se me ocurría la respuesta. Pero no se me ocurrió.
—No lo sé.
—Quizá al ver que Jennie Hobbs no llegaba, Samuel Hobben y Richard Negus improvisaron: Hobben mató a Negus y se llevó las llaves de Harriet Sippel y de Ida Gransbury, que encontró en la habitación. Pero en ese caso, ¿por qué no se llevó también la llave del señor Negus? ¿Por qué la escondió detrás de la baldosa floja de la chimenea? La única explicación razonable es que Richard Negus quería que su suicidio pareciera un asesinato. Pero para eso, mon ami, habría sido mucho más sencillo pedirle a Samuel Hobben que se llevara la llave de la habitación. No habría sido necesario dejar la ventana abierta, para crear la impresión de que el asesino había huido de esa forma.
Comprendí la fuerza de su argumento.
—Puesto que Richard Negus había cerrado su puerta desde dentro, ¿cómo consiguió Samuel Hobben entrar en la habitación 238 y recoger las llaves de las habitaciones 121 y 317?
—Précisément.
—¿No se habrá metido por la ventana abierta, después de trepar por el árbol?
—¡Piense, Catchpool! Jennie Hobbs ha dicho que ella no fue al hotel Bloxham esa noche. Por lo tanto, hay dos posibilidades: o bien Samuel Hobben se puso de acuerdo con Richard Negus y colaboró para que el plan funcionara sin Jennie, o bien los dos hombres no colaboraron. Si no hubo cooperación entre ellos, entonces ¿por qué iba a meterse el señor Hobben por la ventana de la habitación del señor Negus, para llevarse las dos llaves? ¿Qué razón iba a tener para hacerlo? Y si los dos hombres estaban de acuerdo, entonces Samuel Hobben tendría que haberse llevado tres llaves, para ponerlas en el bolsillo de Nancy Ducane, y no dos. Además, si es cierto que Richard Negus se suicidó, como usted cree ahora, y el gemelo le rodó hasta la garganta, entonces ¿quién colocó su cuerpo en línea perfectamente recta? ¿Le parece posible que un hombre ingiera veneno y después consiga dejar su cadáver en una posición hasta tal punto ordenada? Non! Ce n’est pas possible.
—Tendré que pensarlo con más calma en otro momento —repliqué—. Ahora mismo me da vueltas la cabeza. Y la tengo llena de un remolino de preguntas que antes no me había planteado.
—¿Por ejemplo?
—¿Por qué pidieron sándwiches y pastelitos para el té nuestras tres víctimas, y después no los comieron? Y si no comieron lo que habían pedido, ¿por qué no estaban llenos los platos, en la habitación de Ida Gransbury? ¿Qué pasó con la comida?
—¡Ah! Ahora piensa usted como un auténtico detective. ¡Hércules Poirot le está enseñando a utilizar la materia gris!
—¿Usted ya había pensado en esa… discrepancia respecto a la comida?
—Bien sûr. Entonces ¿por qué no le pedí a Jennie Hobbs que lo explicara, cuando le pregunté por otros muchos detalles que no encajaban? No lo hice, porque prefería que pensara que nos habíamos creído toda su historia. Por lo tanto, no podía hacerle una pregunta que ella no pudiera responder.
—¡Poirot! ¡La cara de Samuel Hobben!
—¿Dónde, mon ami?
—No, no quiero decir que haya visto su cara, sino que… ¿Recuerda que la primera vez que habló con él, en el Pleasant, se había hecho un corte en la cara mientras se afeitaba? ¿Recuerda que tenía un tajo en una pequeña área afeitada de la mejilla, mientras que el resto de la cara estaba cubierto de barba de varios días?
Poirot asintió.
—¿No podría ser que no se hubiera hecho el corte al afeitarse, sino al rozarse con la rama puntiaguda de un árbol? ¿Y si Samuel Hobben se hizo una herida en la cara mientras trataba de entrar o de salir por la ventana abierta de la habitación 238? Él sabía que tendría que venir a vernos, para contarnos la mentira de que había visto a Nancy Ducane salir corriendo del hotel, y no quería que relacionáramos el misterioso corte en su mejilla con el árbol de la ventana de Richard Negus, de modo que se afeitó ese trozo de piel.
—Para que nosotros creyéramos que se había hecho un corte profundo nada más empezar a afeitarse y lo había dejado —dijo Poirot—. Después, cuando me visitó en nuestra casa de huéspedes, ya no lucía barba de varios días, pero tenía la cara cubierta de cortes, para recordarme que era incapaz de afeitarse sin lacerarse la cara. Eh bien, si me lo creo, entonces supondré que todos los cortes que veo en su cara son heridas que se ha hecho él mismo mientras se afeitaba.
—¿Por qué no lo dice con más entusiasmo? —pregunté.
—Porque es demasiado evidente. Yo llegué a esa misma conclusión hace más de dos horas.
—Oh. —Me sentí desmoralizado—. ¡Espere un minuto! Si Samuel Hobben se hirió la mejilla en el árbol de la ventana de Richard Negus, eso significa que quizá sea cierto que trepó hasta su habitación, se metió por la ventana abierta y consiguió las llaves de las habitaciones 121 y 317, ¿no es así?
—Ahora no tenemos tiempo de analizar lo que eso pueda significar —dijo Poirot con voz severa—. Ya estamos llegando. Y de su pregunta se desprende que no ha escuchado usted con suficiente atención.
El doctor Ambrose Flowerday resultó ser un hombre alto y corpulento, de unos cincuenta años, con una mata de cabello oscuro que empezaba a encanecer en las sienes. Llevaba la camisa arrugada y con un botón de menos. Había dejado instrucciones para que lo buscáramos en la vicaría, de modo que allí estábamos, de pie en el gélido vestíbulo de techos altos y suelo de madera agrietada.
Parecía como si todo el lugar estuviese a la entera disposición del doctor Flowerday, para que lo usara como hospital provisional donde atender a una única paciente. Nos había abierto la puerta una mujer con uniforme de enfermera. En otras condiciones, me habría intrigado la situación, pero solo podía pensar en la pobre Margaret Ernst.
—¿Cómo está? —pregunté, cuando terminaron las presentaciones.
La expresión del doctor se crispó fugazmente en una mueca de angustia, pero enseguida se compuso.
—Solo me está permitido decir que se encuentra bien, dadas las circunstancias.
—¿Quién se lo ha permitido? —preguntó Poirot.
—Margaret. Ha dicho que no tolerará declaraciones derrotistas.
—¿Y es verdad lo que le ha pedido que diga?
Tras una breve pausa, el doctor Flowerday hizo un leve asentimiento.
—La mayoría de las personas no sobrevivirían mucho tiempo después de un ataque como el que ha sufrido ella. Margaret es fuerte física y mentalmente. Fue una agresión tremenda, pero ¡por todos los demonios!, la mantendré con vida, aunque para ello tenga que morirme yo.
—¿Qué le ocurrió?
—Dos canallas de la parte alta del pueblo vinieron al cementerio en plena noche y… pues bien, hicieron cosas en la tumba de los Ive que prefiero no repetir. Margaret los oyó. Incluso mientras duerme está alerta. Oyó el ruido de un objeto metálico que golpeaba contra la piedra. Cuando salió corriendo para tratar de detenerlos, la atacaron con una pala que habían llevado. ¡Les daba igual matarla! Eso fue lo que pudo comprobar la policía local, cuando los arrestó unas horas más tarde.
—Discúlpeme, doctor —dijo Poirot—. ¿Se sabe quién le hizo esto a la señora Ernst? Los dos canallas que usted menciona… ¿han confesado?
—¡Y encima estaban orgullosos! —respondió el doctor con los dientes apretados.
—Entonces ¿están arrestados?
—Sí, claro. Los tiene la policía.
—¿Quiénes son? —pregunté.
—Frederick y Tobias Clutton, padre e hijo. Dos borrachos inútiles.
Me pregunté si el hijo sería el chiquillo inútil que había visto bebiendo con Stoakley en el King’s Head. (Más tarde descubrí que sí: era el mismo).
—Dijeron que Margaret se había interpuesto en su camino. En cuanto a la tumba de los Ive… —El doctor Flowerday se volvió hacia mí—. Entienda, por favor, que no lo culpo a usted por esto, pero su visita lo removió todo. Lo vieron entrar en la casa de Margaret. Todos los vecinos saben lo que opina ella acerca de los Ive. Saben que la historia que usted oyó dentro de esa casa no podía presentar a Patrick Ive como un charlatán adúltero, sino como la víctima de una campaña de crueldad y difamación: la que ellos orquestaron. Por eso quisieron castigarlo otra vez. Como está muerto y fuera de su alcance, fueron a profanar su tumba. Margaret siempre ha dicho que sucedería algún día. Pasa las horas sentada junto a la ventana, día tras día, con la esperanza de sorprenderlos y detenerlos. ¿Sabe que ni siquiera conoció a Patrick y a Frances Ive? ¿Se lo ha dicho? Los Ive eran amigos míos. Su tragedia me duele a mí y su injusticia es mi obsesión. Sin embargo, desde el primer momento, Margaret se preocupó por ellos. La horrorizaba pensar que pudiera haber pasado algo así en la nueva parroquia de su marido. E hizo lo posible para que a él también le importara. Fue una suerte enorme que Margaret y Charles vinieran a Great Holling. Habría sido imposible encontrar mejor aliada… mejores aliados… —se corrigió enseguida el doctor Flowerday.
—¿Podemos hablar con Margaret? —pregunté.
Si estaba a punto de morir —y yo tenía la sensación de que así era, pese al empeño del médico por impedirlo—, entonces quería oír lo que tuviera que decir, mientras todavía estuviéramos a tiempo.
—Por supuesto —contestó Ambrose Flowerday—. Se pondría furiosa conmigo si no lo llevara a verla.
Poirot, la enfermera y yo fuimos tras él, por una escalera de madera sin alfombrar, hasta uno de los dormitorios. Intenté no dejar traslucir mi desagradable impresión al ver las vendas, la sangre y los verdugones azules y morados que cubrían la cara de Margaret Ernst. Sentí que se me llenaban los ojos de lágrimas.
—¿Están aquí, Ambrose? —preguntó ella.
—Sí.
—Bonjour, madame Ernst. Mi nombre es Hércules Poirot. No hay palabras para expresar lo mucho que siento su…
—Llámeme Margaret, por favor. ¿Ha venido el señor Catchpool con usted?
—Sí, estoy aquí —conseguí articular.
El hecho de que un hombre, cualquier hombre, fuera capaz de hacerle tanto daño a una mujer estaba más allá de mi capacidad de comprensión. No habían sido seres humanos quienes la habían atacado, sino auténticas bestias. Monstruos.
—¿Están intentando buscar expresiones amables que no me alarmen? —preguntó Margaret—. Tengo los ojos cerrados por la hinchazón y por eso no puedo verles las caras. Supongo que Ambrose les habrá dicho que estoy al borde de la muerte.
—Non, madame. No nos ha dicho nada de eso.
—¿Ah, no? Sin embargo, es lo que cree.
—Margaret, querida…
—Pero se equivoca. Estoy demasiado indignada para morir.
—Tiene algo que decirnos, ¿verdad? —preguntó Poirot.
Un ruido extraño salió de la garganta de Margaret, que me pareció levemente burlón.
—Sí, en efecto. Pero esperaba que no me lo preguntaran tan pronto, ni con tanta urgencia, como si tuviéramos una prisa espantosa, ¡como si mi próximo aliento pudiera ser el último! Ambrose les ha transmitido una impresión errónea si creen que estoy agonizando. Ahora necesito descansar. ¡Seguramente tendré que defenderme muchas veces más en el día de hoy contra injustas acusaciones de estar muriéndome! Ambrose, por favor, diles tú lo que necesiten saber.
Parpadeó apenas.
—Sí, si tú lo prefieres. —Con expresión de alarma, el médico cogió la mano de su paciente—. ¿Margaret? ¡Margaret!
—Déjela —intervino la enfermera, que no había hablado hasta entonces—. Necesita dormir.
—Dormir —repitió el doctor Flowerday, con cierto aire de confusión—. Sí, desde luego. Necesita reposo.
—¿Qué quiere que nos cuente usted, doctor? —preguntó Poirot.
—¿Por qué no lleva a las visitas al salón? —sugirió la enfermera.
—No —respondió Flowerday—. No pienso separarme de ella. Y necesito hablar en privado con estos caballeros, así que voy a pedirle que nos conceda unos instantes, señorita.
La mujer asintió y salió de la habitación.
Flowerday se dirigió a mí:
—Imagino que ella le habrá contado la mayor parte de la historia, ¿verdad? ¿Le contó lo que este pueblo infernal les hizo a Patrick y a Frances?
—Probablemente conocemos la historia mejor de lo que usted piensa —dijo Poirot—. Hablé con Nancy Ducane y Jennie Hobbs, y me han dicho que las muertes de Patrick y de Frances Ive figuran como accidentales en los registros. Sin embargo, Margaret Ernst le dijo a Catchpool que los dos habían ingerido veneno deliberadamente, para quitarse la vida. Ella primero y él después. Un veneno llamado abrina.
Flowerday asintió.
—Es verdad. Frances y Patrick dejaron sendas notas: sus últimas palabras para el mundo. Yo comuniqué a las autoridades que, en mi opinión, las muertes habían sido accidentales. Mentí.
—¿Por qué? —preguntó Poirot.
—El suicidio es un pecado ante los ojos de la Iglesia. Tras la lluvia de maledicencia que había soportado Patrick, no podía tolerar que cayera otra mancha sobre su buen nombre. Y la pobre Frances, que no había hecho ningún mal y era una buena cristiana…
—Oui. Je comprends.
—Además, había varias personas que se habrían regocijado infinitamente de haber sabido que sus acciones habían empujado a los Ive al suicidio. No quería brindarles esa satisfacción, en particular a Harriet Sippel.
Dijo Poirot:
—¿Puedo preguntarle una cosa, doctor Flowerday? Si yo le dijera que Harriet Sippel llegó a arrepentirse de su despreciable tratamiento a Patrick Ive, ¿le parecería verosímil?
—¿Harriet, arrepentirse? —Ambrose Flowerday rio sin alegría—. Si me dijera eso, pensaría que se ha vuelto loco, monsieur Poirot. Harriet no se arrepentía de nada de lo que hizo. Yo tampoco, si quiere saberlo. Me alegro de haber mentido hace dieciséis años. Lo volvería a hacer. Le diré una cosa: la campaña dirigida por Harriet Sippel e Ida Gransbury contra Patrick Ive fue maligna. No hay otra palabra para describirla. A un hombre culto como usted le resultará familiar La tempestad. «El infierno está vacío…».
—«… y todos los demonios están aquí» —completó la cita Poirot.
—Así es. —Después, el doctor Flowerday se volvió hacia mí—. Por esa razón, Margaret no quería que usted hablara conmigo, señor Catchpool. Ella también se alegra de que hayamos mentido por el buen nombre de Patrick y de Frances, pero es más precavida que yo. Temía que yo presumiera ante usted de mi rebeldía, como acabo de hacer. —Sonrió con tristeza—. Sé que ahora tendré que aceptar las consecuencias. Perderé la licencia para ejercer la medicina y posiblemente mi libertad. Tal vez lo merezco, ya que mi mentira mató a Charles.
—¿El marido de Margaret? —dije yo.
El médico asintió.
—A Margaret y a mí no nos importaba que la gente susurrara y nos llamara mentirosos cuando íbamos por la calle, pero a Charles le preocupaba muchísimo. Su salud se resintió. Si yo hubiera estado menos empeñado en combatir el mal en este pueblo, quizá Charles aún estaría vivo.
—¿Dónde están las notas que dejaron los Ive antes de suicidarse? —preguntó Poirot.
—No lo sé. Se las di a Margaret hace dieciséis años. Nunca le he preguntado qué hizo con ellas.
—Las quemé.
—¡Margaret! —Ambrose Flowerday acudió presuroso a su lado—. Estás despierta.
—Recuerdo cada palabra de las dos notas. Me pareció importante recordarlas y me aseguré de que así fuera.
—Margaret, debes descansar. Hablar te agota.
—Patrick pedía en su nota que le dijéramos a Nancy que la amaba y que siempre la amaría. Yo no se lo dije. ¿Cómo habría podido decírselo, sin revelar que Ambrose había mentido a las autoridades sobre la causa de su muerte? Pero… ahora que la verdad ha salido a la luz, tienes que decírselo, Ambrose. Cuéntale lo que escribió Patrick.
—Se lo contaré. No te preocupes, Margaret. Yo me ocuparé de todo.
—Me preocupo, sí. No les has dicho nada a monsieur Poirot y al señor Catchpool acerca de las amenazas de Harriet después del funeral de Patrick y Frances. Cuéntaselo ahora.
Se le cerraron los ojos y, al cabo de unos segundos, se quedó profundamente dormida.
—¿Qué amenazas fueron esas, doctor? —preguntó Poirot.
—Harriet Sippel llegó un día a la vicaría, acompañada de unos diez o veinte secuaces, y anunció que el pueblo de Great Holling había decidido exhumar los cuerpos de Patrick y de Frances Ive. Dijo que los suicidas como ellos no tenían derecho a reposar en suelo sagrado. Era la ley de Dios. Margaret salió a la puerta y le pidió que dejara de repetir tonterías. La Iglesia cristiana había tenido esa ley, era cierto, pero la había derogado. La ley había cambiado en la década de 1880 y estábamos en 1913. Margaret dijo que cuando una persona muere, su alma se encomienda a la misericordia divina y ya no puede ser alcanzada por la justicia terrenal. Entonces la beata Ida Gransbury salió en defensa de Harriet, diciendo que si antes de 1880 era malo enterrar a un suicida en suelo sagrado, en 1913 lo seguía siendo. Dios no cambia de idea sobre lo que constituye una conducta aceptable. Al ver que su novia se encarnizaba de esa manera con unos muertos, Richard Negus puso fin a su compromiso con esa arpía despiadada y se marchó a Devon. Fue la mejor decisión de toda su vida.
—¿Dónde consiguieron Frances y Patrick Ive la abrina que utilizaron para suicidarse? —preguntó Poirot.
Ambrose Flowerday pareció sorprendido.
—No me esperaba esa pregunta. ¿Por qué lo dice?
—Porque quiero saber si la tenía usted.
—Sí, así es. —El doctor hizo una mueca de dolor—. Frances la robó de mi casa. Trabajé varios años en los trópicos y, a mi regreso, me traje dos ampollas del veneno. Yo era joven entonces, pero tenía pensado utilizarlo yo mismo más adelante, si era necesario, en caso de enfermedad dolorosa e incurable. Había presenciado la agonía de varios de mis pacientes y quería ahorrarme ese mal trago. No creo que Frances supiera de la presencia de dos ampollas de veneno mortífero en mi armario, pero debió de registrar mi casa, en busca de algo que le sirviera para sus propósitos. Como le he dicho antes, probablemente merezco un castigo. Diga lo que diga Margaret, siempre he sentido que Frances no se mató, sino que yo acabé con su vida.
—Non. No debe culparse —dijo Poirot—. Si había tomado la resolución de suicidarse, habría encontrado la manera de hacerlo, con o sin su ampolla de abrina.
Esperaba que Poirot preguntara a continuación por el cianuro, puesto que un médico capaz de conseguir un veneno muy bien podía haber conseguido dos; pero, en lugar de eso, dijo:
—Doctor Flowerday, no pienso revelar que las muertes de Patrick y Frances Ive no fueron accidentales. Podrá conservar su libertad y la licencia para ejercer la medicina.
—¿Qué?
La atónita mirada de Flowerday pasó de Poirot a mí. Yo asentí, expresando mi consentimiento, aunque estaba irritado con Poirot por no haberme preguntado mi opinión. Después de todo, yo era la persona encargada de velar por el cumplimiento de las leyes del país.
Pero si me hubiera consultado, yo también le habría aconsejado que no revelara la mentira de Flowerday.
—Gracias. Es usted un hombre de mentalidad justa y de espíritu generoso.
—Pas du tout —dijo Poirot, eludiendo la gratitud de Flowerday—. Tengo otra pregunta que hacerle, doctor. ¿Está usted casado?
—No.
—Si me permite que se lo diga, creo que debería casarse.
Yo sofoqué una exclamación de sorpresa.
—Está soltero, ¿no? —prosiguió Poirot—. Y Margaret Ernst enviudó hace años. Es evidente que usted la quiere mucho, y creo que ella le corresponde. ¿Por qué no le propone matrimonio?
El pobre doctor Flowerday parpadeó varias veces, sin salir de su asombro. Finalmente, dijo:
—Margaret y yo acordamos hace tiempo que no nos casaríamos nunca. No habría sido apropiado. Después de lo que hicimos (por muy necesario que nos pareciera a los dos) y después de lo que le pasó al pobre Charles… No sé. No habría sido correcto. Habría sido una felicidad a costa de demasiado sufrimiento.
Yo estaba mirando a Margaret y vi que los párpados le temblaban y se abrían.
—Sufrimiento más que suficiente —dijo ella con voz débil.
Flowerday se tapó la boca con el puño cerrado.
—Oh, Margaret —imploró—. ¿Qué sentido tendrá todo sin ti?
Poirot se puso de pie.
—Doctor —dijo, en su tono más riguroso—, la señora Ernst opina que sobrevivirá. Sería una pena enorme que también sobreviva su absurda determinación de rehuir la felicidad verdadera. Dos personas buenas que se quieren no deben permanecer separadas, si no es preciso.
Y tras decir eso, salió de la habitación con paso firme.
Yo habría querido volver inmediatamente a Londres, pero Poirot dijo que antes necesitaba ver la tumba de Patrick y de Frances Ive.
—Me gustaría ponerles unas flores, mon ami.
—Es febrero, viejo amigo. ¿Dígame, dónde piensa encontrar flores?
Mi comentario dio pie a una larga diatriba sobre el clima inglés.
La lápida estaba tumbada de lado, cubierta de fango. En el barro distinguimos varias huellas superpuestas, señal de que esos brutos salvajes de Frederick y Tobias Clutton habían saltado sobre la losa, después de arrancarla de su sitio con la pala.
Poirot se quitó los guantes, se agachó y, con el índice de la mano derecha, dibujó en el fango el contorno de una flor grande, como el dibujo que habría hecho un niño.
—Voilà —dijo—. Una flor en febrero, a pesar del abominable clima inglés.
—¡Poirot, se ha manchado el dedo de barro!
—Oui. ¿Por qué se sorprende? Ni siquiera el afamado Hércules Poirot puede crear una flor en el barro sin ensuciarse las manos. Pero la tierra se quita, no se preocupe. Además, siempre estará la manicura.
—Por supuesto —sonreí yo—. Me alegra que se lo tome con tanta calma.
Poirot había sacado un pañuelo. Lo estuve observando, fascinado, mientras él limpiaba las huellas que afeaban la lápida. Se balanceaba adelante y atrás, jadeando y resoplando, y una o dos veces estuvo a punto de perder el equilibrio.
—¡Ya está! —declaró—. C’est mieux!
—Sí, está mucho mejor.
Frunció el ceño y bajó la mirada al suelo.
—Hay espectáculos tan deprimentes que uno desearía no haberlos visto nunca —dijo en voz baja—. Confiemos en que Patrick y Frances Ive puedan descansar juntos.
La palabra «juntos» fue la chispa. Me trajo a la mente otra palabra: «separados». Mi cara debió de traslucir mi conmoción.
—¿Catchpool? ¿Le pasa algo? ¿Qué tiene?
«Juntos. Separados».
Patrick Ive había estado enamorado de Nancy Ducane; pero, tras su muerte, compartía la tumba con quien había sido en vida su legítima esposa: Frances. ¿Descansaría su alma en paz o se consumiría de amor por Nancy? ¿También lo estaría pensando Nancy? Después de amar tanto a Patrick, ¿desearía ella que los muertos pudieran hablar con los vivos? Cualquiera que haya amado y perdido a una persona muy querida debe desear que…
—¡Catchpool! ¡Dígame qué está pensando! Debo saberlo.
—Poirot, se me acaba de ocurrir la idea más peregrina. Deje que se la cuente rápidamente, para que pueda decirme que estoy loco. —Seguí farfullando con mucho entusiasmo, hasta que lo hubo escuchado todo—. Estoy equivocado, por supuesto —dije, para terminar.
—¡Oh, no, no, no! ¡No, mon ami, no se equivoca! —Abrió la boca asombrado—. ¡Por supuesto! ¿Cómo es posible que no lo viera? Mon Dieu! ¿Se da cuenta de lo que significa? ¿Ve la conclusión a la que forzosamente debemos llegar?
—No, lo siento, pero no la veo.
—Ah, dommage.
—¡Por todos los demonios, Poirot! ¡No es justo que me haga contarle mi idea y usted se reserve la suya!
—Ahora no hay tiempo para discusiones. Tenemos que volver cuanto antes a Londres, donde usted recogerá la ropa y los efectos personales de Harriet Sippel y de Ida Gransbury.
—¿Qué? —pregunté confuso, sin dar crédito a mis oídos.
—Oui. El señor Negus ya ha tenido quien fuera a recoger sus pertenencias: su hermano, como recordará usted.
—Sí, pero…
—No discuta, Catchpool. Le llevará muy poco tiempo guardar la ropa de las dos señoras en las maletas que encontrará en sus habitaciones. ¡Ah, ahora lo veo! Por fin lo veo todo con claridad. Todas las soluciones a todos los pequeños enigmas están en su sitio. Es un poco como un crucigrama, ¿sabe?
—¡Por favor, no haga esa comparación! —exclamé—. Va a lograr enemistarme con mi pasatiempo favorito, si lo compara con este caso.
—Solamente cuando vemos todas las respuestas juntas, podemos saber con seguridad que estamos en lo cierto —prosiguió Poirot, sin prestar atención a mi comentario—. Hasta entonces, mientras faltan todavía algunas respuestas, podemos descubrir que un detalle que parecía encajar en realidad no encaja en absoluto.
—En ese caso, puede considerar que yo soy un crucigrama en blanco, sin ninguna palabra escrita —dije.
—No por mucho tiempo, amigo mío, no por mucho tiempo. ¡Poirot necesitará por última vez el comedor del hotel Bloxham!