Por qué todo salió mal
—Desde luego —dijo Poirot—. Cuéntenoslo. Catchpool y yo estamos impacientes por saberlo.
—Fue culpa mía —dijo Jennie, que para entonces tenía la voz ronca—. Soy una cobarde. Tenía miedo a la muerte. Aunque sin Patrick vivía desolada, me había habituado a mi infelicidad y no quería poner fin a mi vida. ¡Cualquier clase de vida, aunque esté llena de tormentos, es preferible a la nada! Por favor, no me censuren por ser tan poco cristiana, pero confieso que no estoy segura de creer en la otra vida. A medida que se acercaba la fecha acordada para las ejecuciones, mi miedo iba en aumento, miedo sobre todo de tener que matar. Pensaba lo que supondría: me imaginaba a mí misma, de pie en una habitación cerrada, viendo a Richard beber el veneno. No quería hacerlo. ¡Pero había aceptado! ¡Había dado mi palabra!
—El plan que le había parecido tan sencillo meses antes empezó a parecerle imposible —dijo Poirot—. Y, por supuesto, no podía mencionarle sus miedos a Richard Negus, que la tenía en tan alta estima. Si le hubiera reconocido sus dudas, su opinión acerca de usted habría empeorado. Además, existía la posibilidad de que él decidiera matarla a usted por su cuenta, con o sin su consentimiento.
—¡Eso es! Me daba pánico que tomara esa decisión. Por las conversaciones que había mantenido con él, yo sabía que consideraba muy importante que muriéramos los cuatro. En una ocasión, me dijo que si Harriet e Ida no se hubieran dejado convencer, él habría hecho «lo que era necesario, incluso sin su consentimiento». Así lo expresó. Sabiendo eso, ¿cómo iba a decirle que había cambiado de idea y que no estaba dispuesta a morir ni a matar?
—Imagino que se reprochaba a sí misma su reticencia, mademoiselle. Porque usted pensaba que matar y morir era lo más correcto y honorable en esta situación, ¿verdad?
—Con la parte racional de mi ser, sí —dijo Jennie—. Tenía la esperanza de encontrar en mi interior una reserva añadida de coraje que me permitiera llegar hasta el final. Rezaba para encontrarla.
—¿Qué pensaba hacer con Nancy Ducane? —pregunté.
—No lo sabía. Mi pánico de la primera noche que hablé con usted, monsieur Poirot, era auténtico. ¡Era incapaz de decidir qué hacer! Permití que Sammy siguiera adelante con su historia de las llaves y que identificara a Nancy. Dejé que sucediera todo eso, repitiéndome a mí misma que en cualquier momento podría presentarme ante las autoridades y contar la verdad para salvarla. Pero… no lo hice. Richard me creía mejor persona que él, pero se equivocaba. ¡Estaba muy equivocado!
»Hay una parte de mí que aún envidia a Nancy, porque Patrick la amaba, la misma parte rencorosa que inició la tragedia en Great Holling. Y además… yo sabía que si se descubría mi participación en una confabulación para culpar de asesinato a una mujer inocente, seguramente acabaría en la cárcel. Tenía miedo.
—Por favor, mademoiselle, díganos qué hizo usted. ¿Qué ocurrió el día de esas… ejecuciones en el hotel Bloxham?
—Yo tenía que llegar a las seis en punto. A esa hora habíamos acordado reunirnos.
—¿Los cuatro conspiradores?
—Sí, y también Sammy. Pasé el día entero mirando el reloj y viendo cómo se acercaba el instante fatal. Cuando estaban a punto de dar las cinco, supe que no iba a ser capaz. ¡Imposible! No fui al hotel. En lugar de eso, me puse a correr por las calles de Londres, llorando de miedo. No sabía adónde ir, ni qué hacer, de modo que corrí y corrí. Sentía como si Richard Negus me estuviera buscando, furioso porque yo lo había abandonado. Fui al café Pleasant a la hora prevista, pensando que al menos podría cumplir esa parte de mi promesa, ya que no había sido capaz de matar a Richard como se esperaba de mí.
»Cuando llegué al café, era cierto que temía por mi vida. No fue ninguna actuación lo que usted vio. No pensaba que Nancy quisiera matarme, sino Richard. Y lo que es más, estaba convencida de que si lograba acabar con mi vida, estaría haciendo lo correcto, ¡porque yo merecía morir! No le dije nada que no fuera verdad, monsieur Poirot. Recuerde por favor lo que le dije.
»¿Que temía ser asesinada? Era cierto: temía que Richard me matara. ¿Que había hecho algo terrible en el pasado? Era verdad, y en caso de que Richard me encontrara y me matara, como yo pensaba que haría algún día, sinceramente no quería que sufriera ningún castigo. Yo sabía que lo había defraudado. ¿Puede entenderlo? Aunque Richard deseara morir, yo quería que viviera. Pese al daño que le había hecho a Patrick, él era un hombre bueno.
—Oui, mademoiselle.
—Habría querido decirle la verdad aquella noche, monsieur Poirot, pero no tuve valor.
—Entonces ¿usted creía que Richard Negus iba a perseguirla para matarla, por no haberse presentado en el hotel Bloxham para matarlo a él?
—Sí. Supuse que no aceptaría morir, sin averiguar antes la razón por la que yo no había acudido al hotel, tal como habíamos planeado.
—Sin embargo, lo aceptó —dije yo, esforzándome por pensar a gran velocidad.
Jennie asintió.
De pronto, me daba cuenta de que todo tenía sentido, por ejemplo, las posturas idénticas de los tres cadáveres: en línea perfectamente recta, entre una mesa baja y un sillón, con los pies orientados hacia la puerta. Como había dicho Poirot, era muy poco probable que Harriet Sippel, Ida Gransbury y Richard Negus hubieran caído por sí mismos en esa posición exacta.
Había una cantidad sospechosamente grande de similitudes entre las tres escenas del crimen, y yo creía haber encontrado la razón: los conspiradores necesitaban hacer creer a la policía que había un solo asesino. De hecho, cualquier detective merecedor de su sueldo lo habría deducido simplemente por los gemelos hallados en las bocas de los cadáveres y por el hecho de que los tres cuerpos habían aparecido la misma noche, en el mismo hotel. Pero los verdugos se dejaron llevar por la paranoia. Como ellos sabían que eran más de uno, temieron —como suelen temer los culpables— que la verdad pudiera resultar evidente para los demás. En consecuencia, se tomaron el trabajo de crear unas escenas del crimen mucho más similares entre sí de lo que habría sido estrictamente necesario.
La disposición de los cadáveres, cuidada e idéntica al milímetro, también encajaba con el concepto de que las muertes del hotel Bloxham no hubieran sido asesinatos, sino ejecuciones. Existen ciertos procedimientos que suelen seguirse después de una ejecución: formalidades y rituales. Debió de parecer importante —pensé— hacer algo con los cuerpos, en lugar de dejarlos sin más donde habían caído, tal como habría hecho un asesino corriente.
Me vino a la mente una imagen de una Jennie Hobbs mucho más joven, en el Saviour College de la Universidad de Cambridge, pasando de una habitación a otra para hacer las camas. Supuse que las haría todas de la misma manera, siguiendo la pauta prescrita… Me estremecí, y me pregunté por qué me causaba tal escalofrío la imagen de una mujer joven que pasaba de cuarto en cuarto, arreglando inocentemente las camas de un colegio mayor.
Camas y lechos de muerte…
Pautas y alteración de pautas…
—Richard Negus se suicidó —me oí decir—. Tiene que haber sido así. Intentó que pareciera un asesinato; trató de aplicar en su caso la misma pauta que en las otras dos muertes, para que sospecháramos de un mismo asesino. Pero tuvo que cerrar la puerta desde dentro. Después, escondió la llave detrás de la baldosa de la chimenea, para que pareciera que el asesino se la había llevado, y abrió la ventana de par en par. Si alguien hallaba alguna vez la llave oculta, se habría preguntado, como de hecho nos preguntamos nosotros, por qué habría decidido el asesino cerrar la puerta desde dentro, esconder la llave en la habitación y escapar por la ventana; aun así, habríamos seguido pensando que el asesino era uno solo. Y eso era lo único que importaba a Negus. En cambio, si la ventana hubiera quedado cerrada y alguien hubiera hallado la llave, habríamos sacado la única conclusión posible: que Richard Negus se había quitado la vida. No podía arriesgarse a que llegáramos a esa conclusión, ¿lo ven ustedes? Si hubiéramos pensado así, entonces la incriminación de Nancy Ducane por los tres asesinatos habría fracasado. Habríamos deducido más probablemente que Negus había matado a Harriet Sippel y a Ida Gransbury, antes de quitarse él mismo la vida.
—Sí —dijo Jennie—. Creo que tiene razón.
—La diferente posición del gemelo… —murmuró Poirot y arqueó las cejas, para indicarme que siguiera yo.
Así lo hice:
—El gemelo estaba cerca de la garganta de Negus, porque las convulsiones agónicas producidas por el veneno le hicieron abrir la boca. Él se lo había puesto entre los labios, después de acostarse en el suelo con el cuerpo en línea recta, pero se le cayó al fondo de la boca. A diferencia de Harriet Sippel y de Ida Gransbury, él no murió acompañado de un verdugo y, por esa causa, no consiguió que el gemelo quedara cuidadosamente situado en el lugar acordado.
—Mademoiselle Jennie, ¿usted cree que el señor Negus habría tomado el veneno y se habría acostado en el suelo para morir, sin tratar de averiguar de antemano por qué no se había presentado usted en el hotel? —preguntó Poirot.
—No lo creía, hasta que leí la noticia de su muerte en el periódico.
—Ya veo.
La expresión de Poirot era impenetrable.
—Durante mucho tiempo, Richard había pensado morir ese jueves por la noche. Estaba ansioso por poner fin a su culpa y su tormento, después de tantos años —dijo Jennie—. Creo que lo que quería, cuando llegó al Bloxham, era acabar de una vez con todo; por eso, al ver que yo no llegaba para matarlo como habíamos planeado, se suicidó.
—Gracias, mademoiselle.
Poirot se puso de pie y tuvo que tambalearse un poco hasta encontrar el equilibrio, después de pasar tanto tiempo sentado.
—¿Qué ocurrirá conmigo, monsieur Poirot?
—Le ruego que se quede aquí, en esta casa, hasta que el señor Catchpool o yo regresemos con más información. Si de huir por segunda vez, le aseguro que le irá muy mal.
—También me irá muy mal si me quedo —dijo Jennie. Tenía la mirada lejana y vacía—. Todo está bien, señor Catchpool. No se preocupe por mí. Estoy preparada.
Sus palabras, expresadas sin duda con el propósito de tranquilizarme, me llenaron de aprensión. Su actitud era la de alguien que ha vuelto la mirada al futuro y ha visto sucesos terribles. Fueran los que fuesen, yo no estaba preparado para esos sucesos, ni quería estarlo.