Capítulo 19

Por fin la verdad

Destruí la vida del único hombre que he amado y, al hacerlo, también destruí la mía.

No esperaba que los acontecimientos fueran a tomar ese giro. Jamás habría imaginado que unas cuantas palabras tontas y crueles dichas por mí podrían precipitar un desastre tan tremendo. Debí pensármelo dos veces y mantener la boca cerrada, pero me sentía herida y, en un momento de debilidad, dejé que el rencor hablara por mí.

Yo amaba a Patrick Ive con todos y cada uno de los huesos y músculos de mi cuerpo. Traté de evitarlo. Estaba prometida para casarme con Sam Hobben cuando empecé a trabajar para Patrick como limpiadora de sus habitaciones en el Saviour College de Cambridge, donde él estudiaba. Sam me gustaba, pero mi corazón fue de Patrick a las pocas semanas de conocerlo, y desde el principio supe que por mucho que intentara cambiar mis sentimientos, no iba a conseguirlo. Patrick era todo lo bueno que puede ser una persona. Me tenía simpatía, pero me veía solamente como una criada. Incluso cuando aprendí a hablar como la hija de un profesor de Cambridge (como Frances Ive) seguí siendo, a los ojos de Patrick, una fiel sirvienta y nada más.

Por supuesto, yo sabía lo que había entre él y Nancy Ducane. Oí algunas conversaciones entre ellos que supuestamente no debería haber escuchado. De ese modo me enteré de lo mucho que él la amaba y no pude soportarlo. Hacía tiempo que había aceptado que no fuera mío, sino de Frances; pero fue intolerable descubrir que se había enamorado de otra mujer y que esa mujer no era yo.

Durante unos segundos fugaces, no más, quise castigarlo. Deseé causarle un daño semejante al que él me había causado a mí. Entonces me inventé una mentira ruin sobre él y —Dios me perdone— se la conté a Harriet Sippel. Sentí alivio mientras la contaba. Fue un consuelo pensar que las palabras de amor que Patrick le susurraba a Nancy y que yo había oído más de una vez no eran suyas, sino un mensaje que el difunto William Ducane le enviaba a su viuda desde el más allá. Ya sé que nada de eso tiene sentido; pero durante unos segundos, mientras se lo contaba a Harriet Sippel, me pareció que era cierto.

Entonces Harriet se puso manos a la obra y empezó a decir cosas horribles e imperdonables acerca de Patrick por todo el pueblo, e Ida y Richard la apoyaron, algo que nunca comprendí. Ellos sabían en qué clase de víbora se había convertido Harriet tras la muerte de su marido. ¡Todos en el pueblo lo sabían! ¿Por qué se volvieron contra Patrick y se aliaron con ella? Yo sé la respuesta: por mi culpa. Richard e Ida sabían que el rumor no se había originado en Harriet, sino en una criada que siempre había servido con lealtad a Patrick y que supuestamente no tenía ninguna razón para mentir.

Comprendí de inmediato que los celos me habían impulsado a cometer un error terrible y despreciable. Fui testigo del tremendo sufrimiento de Patrick y habría querido ayudarlos a él y a Frances, ¡pero no sabía cómo! Harriet había visto a Nancy entrar y salir de la vicaría por la noche. También Richard Negus la había visto. Si yo hubiera reconocido que había mentido, habría tenido que ofrecer otra explicación para las visitas nocturnas que Nancy le hacía a Patrick. Y Harriet no habría tardado en llegar a la conclusión correcta, guiándose por su propia intuición.

La vergonzosa verdad es que soy cobarde. A las personas como Richard Negus o Ida Gransbury no les importa lo que puedan pensar los demás, si creen que la razón está de su parte, pero a mí sí me importa. Siempre me he esforzado por causar una buena impresión. Si hubiera confesado mi mentira, todo el pueblo me habría odiado, y con razón. No soy una persona fuerte, monsieur Poirot. No dije ni hice nada, porque tenía miedo. Entonces Nancy, espantada al ver que la gente se creía la mentira, dio un paso al frente y dijo la verdad: que Patrick y ella estaban enamorados y se habían estado viendo en secreto, aunque no había sucedido nada físico entre ellos.

El esfuerzo de Nancy por defender a Patrick no hizo más que empeorar las cosas. «No solo es un charlatán que estafa a los fieles de la parroquia y se burla de su Iglesia, sino además un adúltero», empezaron a decir todos. Frances no pudo soportarlo y se quitó la vida. Cuando Patrick la encontró, supo que no podría seguir viviendo con esa culpa, ya que, después de todo, su amor por Nancy había sido la causa de todos los males. Le había fallado a Frances, de modo que él también se quitó la vida.

El médico del pueblo dijo que las dos muertes habían sido accidentales, pero no era cierto. Fueron dos suicidios, otro pecado más a los ojos de una beata como Ida Gransbury y de aquellos como Harriet Sippel, que solo ansiaban castigar a los demás. De hecho, Patrick y Frances dejaron sendas notas. Yo las encontré y se las entregué al médico, Ambrose Flowerday. Creo que las quemó. Dijo que no tenía intención de contribuir aún más a los rumores contra Patrick y Frances. El doctor Flowerday estaba muy dolido por el modo en que todo el pueblo los había hostigado.

La muerte de Patrick me destrozó el corazón, y desde entonces no me he recuperado, monsieur Poirot. Habría querido morir, pero tras el fallecimiento de Patrick, sentí que debía permanecer con vida, para amarlo y honrar su memoria, como si de esa manera fuera posible contrarrestar lo que pensaban todos los demás en Great Holling, que lo consideraban una especie de demonio.

Mi único consuelo fue que no estaba sola en mi desdicha. Richard Negus se sentía avergonzado por su papel en la tragedia. Entre los que denigraron y persiguieron a Patrick, él fue el único que cambió de idea. Cuando Nancy hizo su revelación, él comprendió enseguida que mi extravagante mentira era muy poco verosímil.

Antes de mudarse a casa de su hermano en Devon, Richard vino a verme y me lo preguntó directamente. Yo habría querido decirle que no había ni pizca de verdad en el rumor que había iniciado, pero no me atreví. No dije nada. Me quedé muda, como si me hubieran cortado la lengua, y Richard tomó mi silencio por un reconocimiento de culpa.

Me fui de Great Holling poco después que él. Lo primero que hice fue acudir a Sammy en busca de ayuda, pero no podía quedarme en Cambridge —eran demasiados los recuerdos de Patrick—, de modo que vine a Londres. La idea fue de Sammy. Él encontró un empleo aquí en la ciudad y, gracias a unas personas que me presentó, también yo encontré trabajo. Sammy me adora tal como yo adoraba a Patrick. Es algo que debo agradecerle. Volvió a proponerme matrimonio, pero yo no podría casarme con él, aunque lo considero un amigo muy querido.

Cuando vine a Londres, se abrió un nuevo capítulo de mi vida, y aun así yo era incapaz de disfrutarlo. No pasaba un día sin que pensara en Patrick y en la agonía de no volver a verlo nunca más. Entonces, en septiembre, recibí una carta de Richard Negus. Habían transcurrido quince años, pero no tuve la sensación de que el pasado volviera a mi encuentro, porque en realidad yo nunca lo había dejado atrás.

Richard había conseguido mi dirección en Londres preguntando a la única persona en Great Holling que la conocía: el doctor Ambrose Flowerday. No sé por qué, pero quise que alguien del pueblo supiera adónde me había ido. Recuerdo que pensé, en aquel momento, que no quería desaparecer por completo, sin dejar rastro. Sentía como si…

No, no voy a decirlo. No es cierto que tuviera una clara premonición de que Richard Negus fuera a venir en mi busca y a pedirme ayuda para poner remedio a un viejo mal. Fue más bien un fuerte presentimiento, que habría sido incapaz de describir con palabras. Sabía que el pueblo de Great Holling no había terminado conmigo para siempre, ni yo con el pueblo. Por eso tuve la precaución de enviar al doctor Flowerday mi dirección de Londres.

En su carta, Richard decía que necesitaba verme, y a mí ni siquiera se me pasó por la mente la idea de negarme. Vino a Londres la semana siguiente y, sin preámbulos, me pidió que lo ayudara a remediar el error imperdonable que habíamos cometido muchos años atrás.

Yo le contesté que no creía posible remediar nada. Patrick había muerto y ya no había marcha atrás. Pero entonces Richard dijo:

—Sí, Patrick y Frances están muertos, y usted y yo nunca volveremos a ser felices. Pero ¿y si hiciéramos un sacrificio de la misma magnitud?

No lo entendí y le pregunté qué quería decir.

—Si fuimos los verdugos de Patrick y de Frances Ive, como creo, ¿no le parece justo que lo paguemos con nuestras vidas? ¿Por qué no somos capaces de disfrutar de las mismas alegrías que la vida ofrece al resto de la gente? ¿Por qué el tiempo no sana nuestra herida, como debería? ¿No será porque no merecemos vivir, mientras los pobres Patrick y Frances están bajo tierra? —Los ojos de Richard se oscurecieron conforme hablaba y, de su habitual tono castaño, casi viraron al negro—. La ley de este país castiga con la muerte a los que siegan la vida de un inocente —dijo—. Nosotros hemos burlado esa ley.

Podría haberle dicho que ni él ni yo habíamos empuñado un arma para matar a Patrick y a Frances, ya que esa era la realidad. Pero sus palabras resonaron tan poderosamente en mi interior que supe que estaba en lo cierto, aunque muchos habrían dicho lo contrario. Mientras él hablaba, mi corazón se llenó de algo parecido a la esperanza, por primera vez en quince años. Yo no podía devolverle la vida a Patrick, pero podía asegurarme de que se hiciera justicia.

—¿Me está proponiendo que me quite la vida? —le pregunté a Richard, ya que él no lo había dicho de forma explícita.

—No. Ni tampoco yo pienso quitarme la mía. Lo que tengo en mente no es un suicidio, sino una ejecución, a la que ambos nos ofreceremos de manera voluntaria. O al menos yo me ofreceré. No pienso obligarla.

—Usted y yo no somos los únicos culpables —le recordé.

—No —convino él. Lo que dijo acto seguido hizo que se me parara el corazón—. ¿Le sorprendería mucho saber que Harriet Sippel e Ida Gransbury están de acuerdo conmigo?

Le respondí que no me lo creía. En mi opinión, Harriet e Ida jamás admitirían ser culpables de nada tan cruel e imperdonable. Richard replicó que él había creído lo mismo al principio.

—Las convencí —me dijo—. La gente me escucha, Jennie. Siempre ha sido así. Para persuadir a Harriet y a Ida, no empecé por censurarlas a ellas, sino que les expresé con insistencia mi profundo pesar y mis deseos de remediar el daño causado. Me llevó años, tantos como los transcurridos desde la última vez que hablamos usted y yo, pero poco a poco Harriet e Ida empezaron a ver las cosas del mismo modo que yo. Son dos mujeres profundamente desdichadas: Harriet, desde que murió su marido, e Ida, desde que puse fin a mi compromiso con ella.

Abrí la boca para expresar mi incredulidad, pero Richard siguió hablando. Me aseguró que tanto Harriet como Ida habían asumido su responsabilidad en las muertes de Patrick y de Frances Ive, y que deseaban remediar el mal que habían causado.

—Los aspectos psicológicos de este asunto son fascinantes —dijo—. Harriet da su conformidad, mientras tenga alguien a quien castigar, aunque sea ella misma. No olvide que está ansiosa por reunirse con su marido en el cielo. Jamás podría aceptar la posibilidad de acabar en otro sitio.

Yo estaba boquiabierta. Dije que no podía creerlo, pero Richard replicó que me convencería en cuanto hablara con Harriet e Ida y ellas me lo confirmaran. Insistió en que tenía que reunirme con ellas, para que comprobara cuánto habían cambiado.

Yo no podía imaginar que Harriet e Ida hubieran cambiado, y temía cometer un asesinato si me encontraba con cualquiera de ellas en una misma habitación.

—Debe tratar de comprender, Jennie —dijo Richard—. Yo les ofrecí una salida de su sufrimiento. Porque, ¡créame!, estaban sufriendo. Es imposible hacer tanto daño al prójimo sin quedar con el alma herida. Durante años, Harriet e Ida creyeron que su única salvación era aferrarse a la convicción de que habían obrado de forma correcta en lo referente a Patrick; pero, con el tiempo, empezaron a entender que yo les ofrecía algo mucho mejor: el verdadero perdón de Dios. El alma que ha pecado ansía la redención, Jennie. Cuanto más le negamos la posibilidad de alcanzarla, más intensa es su ansiedad. Gracias a mis decididos esfuerzos, Harriet e Ida comprendieron que la repugnancia que cada día cobraba más fuerza en su interior era simplemente desprecio por sus propios actos y por la vileza que intentaban hacer pasar por virtud, y no tenía nada que ver con los supuestos pecados de Patrick Ive.

Oyendo a Richard, empecé a comprender que incluso la persona más intransigente —incluso Harriet Sippel— podía dejarse persuadir por él. Tenía un modo de expresar las cosas que hacía ver el mundo de otra manera.

Me pidió autorización para traer a Harriet y a Ida a nuestro siguiente encuentro y yo, con dudas y miedo en el corazón, le dije que sí.

Aunque cuando se marchó yo ya me había creído todo lo que me había dicho, fue una auténtica conmoción para mí, dos días más tarde, encontrarme con Harriet Sippel e Ida Gransbury y comprobar por mí misma que realmente habían cambiado tanto como Richard aseguraba. O quizá fueran las mismas de siempre, pero empeñadas en aplicarse su despiadado rigor. Cuando las oí hablar del «pobre y querido Patrick» y de la «pobre e inocente Frances», volví a sentir por ellas el mismo odio ferviente que en el pasado. No tenían derecho a pronunciar esas palabras.

Los cuatro acordamos que era preciso hacer algo para corregir el mal. Éramos asesinos, quizá no a los ojos de la ley, pero sí a la luz de la verdad, y los asesinos deben pagar su culpa con su propia vida. Solo después de nuestra muerte Dios nos perdonaría.

—Los cuatro somos juez, jurado y verdugo —dijo Richard—. Nos ejecutaremos mutuamente.

—¿Cómo lo haremos? —preguntó Ida, mirándolo con adoración.

—He pensado una manera —dijo—. Yo me ocuparé de los detalles.

De ese modo, sin quejas ni alboroto, firmamos nuestras propias condenas a muerte. Yo sentí únicamente un alivio inmenso. Recuerdo haber pensado que no tendría miedo de matar, si mi víctima no temía morir. «Víctima» no es el término correcto. No sé cuál sería.

Entonces Harriet dijo:

—Un momento. ¿Y Nancy Ducane?

Yo entendí lo que quiso decir antes de que lo explicara. «Sí, claro —pensé—. Es la misma Harriet Sippel de siempre». Cuatro muertes por una buena causa no eran suficientes para ella; necesitaba una quinta.

Richard e Ida le preguntaron qué quería decir.

—Nancy Ducane también debe morir —dijo Harriet, con una mirada fría como el pedernal—. Ella hizo caer al pobre Patrick en la tentación, pregonó su desvergüenza delante de todo el pueblo y le destrozó el corazón a Frances.

—¡No, no! —objeté yo alarmada—. Nancy jamás aceptaría dar su vida. Además… ¡Patrick la amaba!

—Es tan culpable como cualquiera de nosotros —insistió Harriet—. Debe morir. Todos debemos morir, todos los culpables, o de lo contrario nuestro sacrificio será en vano. Si vamos a hacerlo, debemos hacerlo bien. ¿Acaso no fue la revelación de Nancy lo que condujo a Frances Ive al suicidio? Y aparte de eso, yo sé algo que vosotros no sabéis.

Richard le exigió que nos lo dijera de inmediato. Entonces, con un brillo malicioso en la mirada, Harriet dijo:

—Nancy quería hacerle saber a Frances que Patrick era suyo. Habló movida por los celos y el rencor. Ella misma me lo reconoció. Es tan culpable como nosotros… o incluso más, en mi modesta opinión. Y si no se aviene a morir, entonces…

Richard pasó un buen rato con la cabeza apoyada sobre las manos. Harriet, Ida y yo esperamos en silencio. En ese momento, comprendí que Richard era nuestro cabecilla. Cuando finalmente hablara, las demás aceptaríamos sin más lo que él hubiera decidido, fuera lo que fuese.

Recé por Nancy. Yo jamás la había culpado por la muerte de Patrick, ni la culparía nunca.

—Muy bien —dijo Richard, aunque no parecía conforme—. Me entristece admitirlo, pero sí, es cierto. Nancy Ducane no debió tener tratos con un hombre casado, ni tampoco debió anunciar su relación con Patrick delante de todo el pueblo tal como lo hizo. De no haber sucedido todo eso, quizá Frances Ive no se habría quitado la vida. Desgraciadamente, Nancy Ducane también debe morir.

—¡No! —grité yo.

Solo podía pensar en lo que habría sentido Patrick si hubiera oído esas palabras.

—Lo siento, Jennie, pero Harriet tiene razón —dijo Richard—. Lo que pretendemos hacer es muy difícil y requiere mucho valor. No podemos exigirnos un sacrificio tan grande y a la vez dejar con vida a una persona que también fue culpable de lo ocurrido. No podemos exonerar a Nancy de toda culpa.

Yo habría querido gritar y huir de la sala, pero me obligué a permanecer sentada. Estaba segura de que Harriet había mentido acerca de la razón de Nancy para hablar en el King’s Head. No podía creer que Nancy hubiera reconocido ante ella que había actuado movida por los celos y por el deseo de herir a Frances Ive, pero me daba miedo contradecir a Harriet y, además, no tenía ninguna prueba. Richard anunció entonces que necesitaría un tiempo para pensar la manera de poner en práctica nuestro plan.

Dos semanas después, vino a verme, solo. Me dijo que había decidido lo que haríamos. Él y yo seríamos los únicos en conocer toda la verdad, además de Sammy, por supuesto. A él nunca le oculto nada.

Le diríamos a Harriet y a Ida —me explicó Richard— que el plan consistía en matarnos mutuamente, tal como habíamos convenido, e incriminar a Nancy Ducane por nuestros asesinatos. Como Nancy vivía en Londres, todo tenía que ocurrir en la ciudad. En un hotel, sugirió Richard. Dijo que él pagaría todos los gastos.

Una vez en el hotel, sería sencillo: Ida mataría a Harriet, Richard mataría a Ida y yo a Richard. Cada verdugo, cuando le llegara el turno, colocaría un gemelo con las iniciales de Patrick Ive en la boca de la víctima y prepararía la escena del crimen para que fuera exactamente igual a las otras dos. De ese modo, la policía daría por supuesto que la misma persona había… causado las tres muertes. Iba a decir «asesinatos», pero no lo fueron. Fueron ejecuciones. ¿Saben una cosa? Nos dijimos que siempre que se ejecuta a un reo, hay un protocolo. Pensamos que el personal de la prisión debía de tener un procedimiento para tratar los cuerpos de los reos ejecutados. Fue idea de Richard colocar los cuerpos tal como quedaron: tratados con respeto y dignidad. «Ceremonialmente», dijo él.

Puesto que dos de las víctimas, Ida y Harriet, habrían indicado al hotel sus respectivas direcciones en Great Holling, sabíamos que no pasaría mucho tiempo antes de que la policía fuera al pueblo, preguntara a los vecinos y empezara a sospechar de Nancy. ¿Qué otra persona podía ser tan obviamente sospechosa? Sammy afirmaría entonces que la había visto salir corriendo del hotel, después del tercer asesinato, y que en la huida se le habían caído tres llaves. Así es: tres llaves. La llave de Richard también formaba parte del plan. Se suponía que Ida debía llevarse la llave de Harriet a su habitación, una vez que hubiera matado a su amiga y cerrado la puerta. Richard tenía que hacer lo mismo: llevarse las llaves de Ida y de Harriet, y cerrar con llave la puerta de Ida, cuando la hubiera matado. Entonces yo debía matar a Richard, cerrar su puerta y llevarme las tres llaves. Después, tenía que encontrarme con Sammy delante del Bloxham y darle las tres llaves, que él se encargaría de introducir de alguna manera en casa de Nancy Ducane o, como finalmente sucedió, en el bolsillo de su abrigo, al cruzarse con ella por la calle. Así era como pensábamos incriminarla.

No creo que importe demasiado, pero debo decir que Patrick Ive nunca usó gemelos con monogramas. Que yo sepa, no tenía ninguno. Richard Negus encargó especialmente los gemelos, para poner a la policía sobre la pista. Mi sombrero en la cuarta habitación y la presencia de sangre también formaban parte de nuestro plan, para que ustedes pensaran que yo había sido asesinada allí, y que Nancy Ducane había vengado la muerte de su amante matándonos a los cuatro. Richard le pidió a Sammy que se ocupara de suministrar la sangre, que, por cierto, si les interesa saberlo, era de un gato callejero. También fue Sammy el encargado de dejar la nota en el mostrador de la recepción del hotel, aquella noche: la frase «QUE NUNCA JAMÁS DESCANSEN EN PAZ», seguida de los números de las tres habitaciones. Tenía que dejarla sobre el mostrador cuando nadie estuviera mirando, poco después de las ocho. Mi misión, mientras tanto, era permanecer con vida y asegurarme de que Nancy Ducane fuera ahorcada por los tres asesinatos, y posiblemente por los cuatro, si la policía acababa creyendo que yo también había muerto.

¿Cómo iba a conseguirlo? Al ser la cuarta persona que Nancy habría deseado matar —la cuarta persona responsable de lo ocurrido a Patrick—, tenía que hacer saber a la policía que temía por mi vida. Eso fue lo que hice en el café Pleasant, y usted fue mi público, monsieur Poirot. Tiene razón: lo engañé. También acierta cuando dice que yo había oído hablar a las camareras del Pleasant del detective extranjero que acudía todos los jueves a las siete y media en punto, y que en algunas ocasiones cenaba acompañado de un amigo de Scotland Yard, mucho más joven. Cuando oí a las chicas hablar de usted, me dije que había encontrado a la persona perfecta.

Sin embargo, monsieur Poirot, una de sus conclusiones es incorrecta. Ha dicho usted que mi afirmación, «Cuando yo esté muerta, por fin se habrá hecho justicia», solo podía indicar que ya sabía que los otros tres culpables estaban muertos. Pero no fue así. Yo no sabía si Richard, Harriet e Ida estaban vivos o muertos, porque para entonces yo había estropeado todo el plan. Cuando dije esas palabras, únicamente sabía que según lo acordado con Richard, yo tenía que sobrevivirlos. Así que ya ve, puede que aún estuvieran con vida cuando dije lo que dije.

Hay algo que debe quedar claro: había dos planes, el que Harriet e Ida aceptaron, y otro muy diferente, que solo conocíamos Richard y yo. Hasta donde sabían Harriet e Ida, los acontecimientos se desarrollarían de la siguiente manera: Ida mataría a Harriet, Richard mataría a Ida y yo a Richard. Después, yo fingiría mi propio asesinato en el Bloxham, utilizando la sangre que conseguiría Sammy, pero viviría el tiempo suficiente para ver a Nancy Ducane ahorcada. A continuación, me quitaría la vida. Si por alguna causa Nancy no acababa en la horca, entonces yo la mataría y después me suicidaría. Tenía que ser la última en morir, porque era preciso interpretar un papel. Soy muy buena actriz, cuando quiero. Cuando hablé con usted en el café Pleasant, monsieur Poirot… Harriet Sippel habría sido incapaz de ofrecer la misma actuación. Ni tampoco Ida o Richard. Tenía que ser yo la que quedara con vida.

Pero el plan que Harriet e Ida conocían no eran los verdaderos designios de Richard. Cuando se encontró conmigo a solas, dos semanas después de nuestra primera reunión en Londres con Harriet e Ida, me dijo que la idea de incriminar a Nancy le causaba gran preocupación. Lo mismo que yo, no creía que Nancy le hubiera reconocido a Harriet que su declaración en el King’s Head hubiera estado motivada por cualquier otra razón que no fuera defender a Patrick de las mentiras.

Por otro lado, Richard comprendía el punto de vista de Harriet. Las muertes de Patrick y de Frances Ive habían sido el producto de la conducta censurable de varias personas, y era difícil dejar a Nancy Ducane fuera del grupo de los culpables.

Mi sorpresa y mi terror fueron mayúsculos cuando Richard me confesó que había sido incapaz de llegar a una decisión en el caso de Nancy y que, por lo tanto, aceptaría lo que yo decidiera. Cuando Harriet, Ida y él estuvieran muertos —me dijo—, yo podría elegir entre hacer lo posible para que Nancy fuera condenada, o bien quitarme la vida y dejar una nota diferente para el personal del hotel: en lugar de una que dijera «QUE NUNCA JAMÁS DESCANSEN EN PAZ», otra donde explicara el verdadero motivo de nuestras muertes.

Le rogué a Richard que no me cargara con el peso de esa decisión.

—¿Por qué yo? —quise saber.

—Porque usted, Jennie —me respondió él, y es algo que nunca olvidaré—, usted es la mejor de nosotros. Usted nunca hizo gala de su propia virtud. Sí, es cierto, contó una mentira, pero comprendió su error en cuanto las palabras salieron de su boca. Yo creí en sus falsedades durante un tiempo inexcusablemente largo, sin disponer de ninguna prueba, y contribuí a montar una campaña contra un hombre bueno e inocente…, un hombre con defectos, sí, desde luego. No era ningún santo. Pero ¿quién de nosotros es perfecto?

—De acuerdo —le dije a Richard—. Tomaré esa decisión.

Me sentí halagada por sus elogios, supongo.

Así nacieron nuestros planes. ¿Quieren que les cuente ahora por qué todo salió mal?