Llama a la puerta, a ver quién sale
Mientras atravesábamos la ciudad a la mañana siguiente para hacer nuestra misteriosa «visita», el humor de Poirot parecía tan cambiante como el tiempo de Londres, que no acababa de decidirse entre nuboso y despejado. Mi amigo tan pronto parecía tranquilo y satisfecho, como absorto en alguna preocupación.
Finalmente llegamos a una casa modesta, en una calle estrecha.
—El número 3 de Yarmouth Cottages —dijo Poirot, de pie ante la puerta—. ¿De qué conoce esta dirección, Catchpool? Le resulta familiar, ¿verdad?
—Sí, aguarde un momento. Ya me acordaré. ¡Eso es! Es la dirección de Samuel Hobben, ¿no?
—En efecto. Nuestro servicial testigo, que vio a Nancy Ducane salir corriendo del hotel Bloxham y recoger dos llaves que se le habían caído, aunque Nancy Ducane no podía estar en el hotel Bloxham poco después de las ocho, la noche de los asesinatos.
—Porque estaba en casa de Louisa Wallace —convine yo—. Entonces, estamos aquí para darle un susto al señor Hobben y averiguar quién está detrás de su mentira; ¿se trata de eso?
—Non. El señor Hobben no está en casa. Ha salido a trabajar, o al menos eso espero.
—Entonces…
—Jugaremos a un juego muy divertido, que podríamos denominar «Llama a la puerta, a ver quién sale» —dijo Poirot, con una sonrisa enigmática—. ¡Adelante, Catchpool! Yo mismo llamaría, si no llevara guantes. Pero no me los quiero ensuciar.
Llamé y esperé, preguntándome por qué pensaría Poirot que alguien saldría a la puerta de una casa cuyo único ocupante estaba fuera trabajando. Abrí la boca para preguntárselo a él, pero enseguida la volví a cerrar, porque me di cuenta de que habría sido inútil. Con cierta melancolía, recordé otro tiempo (menos de un par de semanas antes), cuando aún confiaba en la utilidad de hacer una pregunta directa a la persona que conocía la respuesta.
En ese momento se abrió la puerta del número 3 de Yarmouth Cottages y me encontré mirando los grandes ojos de una persona que no era Samuel Hobben. Al principio quedé desconcertado, porque era una cara que no conocía. Pero a medida que el terror le fue crispando las facciones, comprendí quién debía de ser.
—Buenos días, mademoiselle Jennie —dijo Poirot—. Catchpool, le presento a Jennie Hobbs. Mademoiselle, le presento a mi amigo, el señor Edward Catchpool. Quizá recuerde que se lo mencioné en nuestra conversación en el café Pleasant. Permítame que le exprese mi profundo alivio por encontrarla con vida.
Fue entonces cuando supe con seguridad que no sabía nada. Los escasos retazos de certidumbre en los que había confiado hasta ese instante habían demostrado ser del todo inútiles. ¿Cómo demonios había deducido Poirot que encontraría a Jennie en esa dirección? ¡Era sencillamente imposible! Y, sin embargo, allí estábamos.
Cuando Jennie logró rehacerse y componer una expresión menos desdichada y más cauta, nos invitó a pasar a la casa y nos pidió que esperásemos un minuto, en una habitación pequeña y oscura, con muebles desvencijados. Después se excusó, asegurándonos que volvería enseguida.
—¡Dijo que era demasiado tarde para salvarla! —le recriminé a Poirot—. ¡Me ha mentido!
Él negó con la cabeza.
—¿Se pregunta cómo sabía que estaba aquí? Gracias a usted, mon ami. Una vez más, Catchpool ha ayudado a Poirot.
—¿Cómo?
—Lo animo a repasar la conversación que mantuvo con Walter Stoakley en el King’s Head Inn. ¿Recuerda lo que le dijo acerca de una mujer que habría podido tener un marido, hijos, un hogar y una vida feliz?
—Sí, pero…
—Una mujer que dedicó toda su vida a un hombre importante…, que lo sacrificó todo por él… Después, el señor Stoakley añadió: «Ella no podía casarse con ese joven, después de enamorarse de un hombre importante. Por eso lo dejó». ¿Recuerda que me contó todo eso, mon ami?
—¡Claro que sí! No soy un débil mental.
—Usted creyó haber localizado a la mujer mayor y al hombre mucho más joven, n’est-ce pas? Rafal Bobak los había mencionado en el hotel Bloxham y había dicho que las tres víctimas de asesinato estaban murmurando acerca de ellos, y usted pensó que Walter Stoakley debía de referirse a la misma pareja. Entonces le preguntó al señor Stoakley si la mujer de la que hablaba era mucho mayor que el hombre cuyo amor había rechazado, porque creyó haberle oído decir: «Ella no podía casarse con ese joven». ¡Pero, amigo mío, eso no fue lo que usted oyó!
—Sí, le aseguro que sí. Lo oí perfectamente.
—Non. Lo que usted oyó fue: «Ella no podía casarse con S. Hobben», es decir, con el señor Samuel Hobben.
—Pero…, pero… ¡Oh, diantre!
—Usted sacó una conclusión errónea, porque Walter Stoakley se había referido más de una vez al jovencito con el que había estado bebiendo. Eh bien, muchos en su lugar habrían cometido el mismo error. No se juzgue con excesiva severidad.
—Y después, como había entendido mal, le pregunté a Stoakley por la diferencia de edad entre la mujer que podría haberse casado, pero no se casó, y el chiquillo inútil con el que había estado bebiendo antes de que yo llegara. Debió de preguntarse para qué querría yo saberlo, siendo así que Jennie Hobbs no tenía nada que ver con el muchacho.
—Oui. Probablemente se lo habría preguntado a usted, de no haber estado aturdido por el alcohol. Bueno, así fue —dijo Poirot, encogiéndose de hombros.
—Entonces, Jennie Hobbs estaba prometida para casarse con Samuel Hobben —dije yo, tratando de asimilarlo todo—. ¿Y… se marchó de Cambridge, para trasladarse a Great Holling con Patrick Ive?
Poirot asintió.
—Fee Spring, la camarera del Pleasant, me contó que Jennie había sufrido un revés sentimental en el pasado. Me preguntaba cuál podía ser.
—¿No hemos encontrado ya la respuesta? —dije—. Debió de ser la separación de Samuel Hobben.
—Me parece más probable que sea la muerte de Patrick Ive, el hombre a quien realmente amaba. Y a propósito, estoy seguro de que ese fue el motivo por el que alteró su forma de hablar: para parecerse más a las mujeres de su clase social, con la esperanza de que él la viera como una igual y no como una simple sirvienta.
—¿No tiene miedo de que vuelva a desaparecer? —pregunté, mientras contemplaba la puerta cerrada del salón—. ¿Por qué tarda tanto? Si todavía no ha estado en un hospital, deberíamos llevarla, ¿no cree?
—¿En un hospital?
Poirot pareció sorprendido.
—Sí. Perdió mucha sangre en la habitación del hotel.
—Usted da demasiadas cosas por supuestas —replicó Poirot.
Parecía como si tuviera mucho más que decir, pero en ese preciso instante, Jennie abrió la puerta.
—Perdóneme, por favor, monsieur Poirot —dijo.
—¿Por qué, mademoiselle?
Un silencio incómodo inundó la habitación. Yo habría querido decir algo, pero dudaba de mi capacidad de hacer ninguna aportación útil.
—Nancy Ducane —dijo Poirot con deliberada lentitud—. ¿Estaba huyendo de ella cuando se refugió en el café Pleasant? ¿Era ella la persona a quien temía?
—Sé que asesinó a Harriet, a Ida y a Richard en el hotel Bloxham —susurró Jennie—. Lo he leído en los periódicos.
—Y puesto que se encuentra en casa de Samuel Hobben, su antiguo prometido, podemos suponer que el señor Hobben le ha contado lo que vio la noche de los asesinatos, ¿es así?
Jennie asintió.
—Vio a Nancy, que salía corriendo del Bloxham. Me dijo que se le cayeron dos llaves al suelo.
—¡Una coincidencia incroyable! Nancy Ducane, que ya había matado a tres personas y también quiere asesinarla a usted, ¡es sorprendida huyendo del escenario del crimen nada menos que por el hombre que fue su prometido!
Jennie articuló un «sí» casi inaudible.
—A Poirot le resulta sospechosa una coincidencia tan grande —prosiguió mi amigo—. ¡Usted miente ahora y mintió la última vez que nos vimos!
—¡No! Le juro que…
—¿Por qué tomó una habitación en el hotel Bloxham, sabiendo que era el lugar donde Harriet Sippel, Ida Gransbury y Richard Negus habían encontrado la muerte? ¡Ya veo que no tiene respuesta para eso!
—Si me deja hablar, le contestaré. Estaba cansada de huir. Me pareció más fácil acabar con todo de una vez.
—¿Ah, sí? ¿Aceptó usted tranquilamente el destino que le aguardaba? ¿Lo asumió y fue en su busca?
—Sí.
—Entonces ¿por qué, cuando habló con el señor Lazzari, el gerente del hotel, lo apremió para que le diera una habitación lo antes posible, como si aún estuviera huyendo de su perseguidora? Y puesto que no parece que esté usted herida, ¿de quién era la sangre hallada en la habitación 402?
Jennie, que seguía de pie, rompió a llorar. Poirot se incorporó y la condujo hasta una silla.
—Siéntese, mademoiselle —le dijo—. Ha llegado mi turno de ponerme de pie y tomar la palabra, para explicarle por qué tengo la convicción, más allá de toda duda, de que nada de lo que me ha dicho es cierto.
—Tenga cuidado, Poirot —le advertí.
Jennie parecía a punto de desmayarse, pero Poirot no le prestó atención.
—Los asesinatos de Harriet Sippel, Ida Gransbury y Richard Negus fueron anunciados con una nota: QUE NUNCA JAMÁS DESCANSEN EN PAZ. 121. 238. 317. Pero yo me pregunto: alguien capaz de acercarse con absoluta calma al mostrador de la recepción de un hotel para dejar una nota donde anuncia los tres asesinatos que ha cometido, ¿es la misma persona que después se deja invadir por el pánico, sale corriendo del hotel y deja caer dos llaves delante de un testigo? ¿Debemos creer que el pánico de Nancy Ducane, la asesina, comenzó solamente después de dejar la nota encima del mostrador? ¿Por qué solo entonces? Y si Nancy Ducane estaba saliendo del Bloxham poco después de las ocho de la noche, ¿cómo es posible que a esa misma hora estuviera cenando con su amiga, lady Louisa Wallace?
—Poirot, ¿no cree que debería ser menos brusco con ella?
—No, no lo creo. Y yo le pregunto, mademoiselle Jennie: ¿para qué quería dejar una nota Nancy Ducane? ¿Por qué era necesario que los tres cadáveres fueran hallados poco después de las ocho de la noche? Las limpiadoras del hotel los habrían encontrado a su debido tiempo. ¿Por qué tanta prisa? Y si madame Ducane tuvo suficiente calma y compostura para acercarse al mostrador y dejar la nota sin levantar sospechas, entonces debemos concluir que también era capaz de decidir con sensatez lo que era conveniente hacer. Entonces ¿por qué no se guardó las dos llaves del hotel en el bolsillo más profundo del abrigo, antes de salir del hotel? Por curioso que parezca, se las queda en la mano para que se le caigan justo delante del señor Hobben, que incluso es capaz de distinguir que tienen números grabados: «ciento y algo» y «trescientos y pico». Además, por una afortunada coincidencia, el señor Hobben logra reconocer la cara de la mujer misteriosa y, tras simular brevemente que no puede recordar su nombre, viene a revelarnos, en el momento que considera oportuno, que se trata de Nancy Ducane. ¿Le parece verosímil todo esto, señorita Hobbs? A Hércules Poirot no se lo parece, especialmente después de encontrarla a usted aquí, en casa del señor Hobben, sabiendo además que Nancy Ducane tiene una coartada.
Jennie lloraba sobre la manga de la blusa.
Poirot se volvió hacia mí.
—El testimonio de Samuel Hobben era una mentira de principio a fin, Catchpool. Jennie Hobbs y él se confabularon para incriminar a Nancy Ducane por los asesinatos de Harriet Sippel, Ida Gransbury y Richard Negus.
—¡No sabe cuánto se equivoca! —exclamó Jennie entre sollozos.
—Sé que usted miente, mademoiselle. Desde el principio sospeché que nuestro encuentro en el Pleasant guardaba alguna relación con los asesinatos del hotel Bloxham. Las dos situaciones (si es que podemos catalogar de «situación» a tres asesinatos) tenían dos rasgos en común muy importantes y sumamente inusuales.
Eso me hizo enderezar las orejas. Llevaba demasiado tiempo esperando oír esas similitudes.
Poirot prosiguió:
—En primer lugar, hay una semejanza psicológica. En ambos casos, encontramos la idea de que las víctimas son más culpables que el asesino. La nota depositada en el mostrador del Bloxham (QUE NUNCA JAMÁS DESCANSEN EN PAZ) sugiere que Harriet Sippel, Ida Gransbury y Richard Negus merecían morir, y que el asesino hizo justicia. Por otro lado, mademoiselle Jennie, cuando hablamos en el café, usted me dijo que merecía morir, y que cuando estuviera muerta, por fin se habría hecho justicia.
Tenía razón. Me pregunté cómo había podido pasarlo por alto.
—Hay también una segunda semejanza, que no es psicológica, sino circunstancial. Tanto en relación con los asesinatos del hotel Bloxham como en mi conversación con la asustada Jennie en el café, había demasiados indicios, ¡demasiada información inmediatamente disponible! Fueron muchas las pistas presentadas de una vez, casi como si alguien se empeñara en echarle una mano a la policía. Una breve conversación en un café bastó para que yo dispusiera de una cantidad sorprendente de datos: Jenny se sentía culpable; había hecho algo terrible; no quería que su asesino fuera castigado… Incluso se tomó usted el trabajo de decirme: «¡Por favor, no deje que nadie abra las bocas!», para que cuando yo oyera hablar de los tres cadáveres del hotel Bloxham, hallados con un gemelo en la boca, recordara lo que había dicho usted y me pusiera a pensar, o bien estableciera la conexión de manera inconsciente.
—Se equivoca conmigo, monsieur Poirot —protestó Jennie.
Poirot no le prestó atención y siguió adelante con su discurso:
—Consideremos ahora los asesinatos del hotel Bloxham. Una vez más, disponemos de gran cantidad de información, con sospechosa rapidez: Richard Negus había pagado las tres habitaciones y los viajes de la estación al hotel; las tres víctimas vivían o habían vivido en la localidad de Great Holling… Teníamos, además, el útil indicio de las iniciales P. I. J. en los gemelos, para orientarnos hacia la razón por la que esas tres personas merecían un castigo, es decir, su crueldad para con el reverendo Patrick Ive. A eso se sumaba la nota dejada en el mostrador de la recepción, que hacía pensar en la venganza o la sed de justicia como móvil del crimen. Es curioso, ¿verdad?, que un asesino se comporte de forma tan servicial y escriba el móvil de su acto delictivo, para después dejarlo en un lugar bien visible.
—De hecho, algunos asesinos desean que sus motivos se conozcan —dije.
—Mon ami —replicó Poirot con exagerada paciencia—, si Nancy Ducane hubiera querido matar a Harriet Sippel, a Ida Gransbury y a Richard Negus, ¿de verdad cree que lo habría hecho de una manera que apuntara tan claramente hacia ella? ¿Acaso desea ir a la cárcel? ¿Y por qué lo pagó todo Richard Negus, que según su hermano estaba al borde de la ruina? Nancy Ducane es rica. Si quería atraer a sus víctimas a Londres para matarlas, ¿por qué no les pagó las habitaciones de hotel y el transporte? ¡Nada encaja!
—Por favor, monsieur Poirot, permítame hablar. Le diré la verdad.
—De momento, prefiero ser yo quien le diga a usted la verdad, mademoiselle. Tendrá que perdonarme, pero me considero mucho más digno de crédito. Antes de contarme su historia, me preguntó si estaba retirado, ¿verdad? Hizo como que averiguaba, con grandes aspavientos, si yo tenía atribuciones para hacer cumplir la ley en este país. Y esperó ostensiblemente a que yo la tranquilizara al respecto, para sincerarse. Pero yo ya le había dicho que tenía un amigo en Scotland Yard. No habló conmigo por que me creyera sin autoridad para arrestar a un asesino, sino porque sabía perfectamente que yo tenía influencia en el departamento de policía. ¡Porque quería incriminar a Nancy Ducane y verla condenada y ahorcada por asesinato!
—¡Yo no hice nada de eso! —Jennie volvió hacia mí su cara surcada por las lágrimas—. ¡Por favor, dígale que pare!
—Pararé cuando haya terminado —dijo Poirot—. Usted es clienta habitual del café Pleasant, mademoiselle. Las camareras lo dicen. Suelen hablar mucho de los clientes en su ausencia. Supongo que las habrá oído hablar de mí: el quisquilloso caballero europeo del bigote, que antes era policía en el extranjero… Y también de mi amigo Catchpool, que trabaja en Scotland Yard. Las oyó comentar que voy a cenar al Pleasant todos los jueves, exactamente a las siete y media. ¡Oh, sí, mademoiselle, usted sabía dónde encontrarme y sabía que Hércules Poirot sería la persona perfecta para sus perversos propósitos! Llegó al café en aparente estado de terror, ¡pero era una mentira, una actuación! Estuvo mucho tiempo mirando por la ventana, como si tuviera miedo de alguien que la estuviera persiguiendo, pero no podía ver nada por la ventana, excepto el reflejo de la sala donde se encontraba. Una de las camareras vio sus ojos en el cristal y notó que la estaba mirando a ella, y no a la calle. Estaba calculando, ¿no es cierto? «¿Sospechará alguien que estoy fingiendo mi estado de agitación? ¿Adivinará la verdad esa camarera de mirada incisiva e impedirá el éxito de mi plan?».
Me puse de pie.
—Poirot, no dudo de que tenga razón, pero no puede seguir atormentando a esta pobre mujer, sin permitirle que diga ni una sola palabra en su defensa.
—Tranquilo, Catchpool. ¿No acabo de explicarle que la señorita Hobbs tiene un gran talento para aparentar infelicidad, mientras por debajo conserva la calma y la capacidad de cálculo?
—¡Es usted un hombre sin corazón! —gimió Jennie.
—Au contraire, mademoiselle. A su debido tiempo, le llegará el turno de hablar, se lo aseguro; pero, antes quiero hacerle otra pregunta. Usted me dijo: «¡Por favor, no deje que nadie abra las bocas!». ¿Cómo sabía que Nancy Ducane había puesto un gemelo en la boca de cada una de sus víctimas, después de matarlas? Me parece extraño que usted lo supiera. ¿Acaso la señora Ducane la había amenazado con hacer algo así? Puedo imaginar que un asesino amenace a su víctima con un comportamiento violento, para infundirle miedo («Cuando te atrape, te cortaré el cuello», o algo por el estilo); pero no me cabe en la cabeza que le diga: «Cuando te haya asesinado, tengo intención de ponerte en la boca un gemelo con un monograma». Soy incapaz de imaginar a una persona diciendo algo semejante, ¡y eso que soy un hombre de considerable imaginación!
»Y permítame que le haga una última observación, mademoiselle. Si usted tuvo alguna culpa en el trágico destino de Patrick y de Frances Ive, hubo tres personas tan culpables como usted o incluso más: Harriet Sippel, Ida Gransbury y Richard Negus. Ellos se creyeron su mentira y pusieron a todo el pueblo en contra del reverendo Ive y de su esposa. Sin embargo, en el Pleasant, usted me dijo: “Cuando yo esté muerta, por fin se habrá hecho justicia”, y recalcó que estaba hablando de sí misma. “Cuando yo esté muerta”, dijo. Esto me hace pensar que usted ya sabía que Harriet Sippel, Ida Gransbury y Richard Negus estaban muertos. Pero según los indicios de que disponemos, es posible que a esa hora aún no se hubieran cometido los asesinatos del hotel Bloxham.
—¡Pare, por favor, pare ya! —dijo Jennie, llorando.
—Dentro de un momento, con mucho gusto. Déjeme añadir únicamente que eran en torno a las ocho menos cuarto cuando usted dijo esas palabras: «Cuando yo esté muerta, por fin se habrá hecho justicia». Sin embargo, sabemos que el personal del hotel solo descubrió los tres asesinatos del Bloxham a las ocho y diez. Aun así, usted, Jennie Hobbs, tenía conocimiento de esos crímenes de antemano. ¿Cómo?
—¡Si deja de acusarme, se lo contaré todo! Estoy desesperada. Tener que guardar el secreto y mentir constantemente… ha sido un tormento. ¡No lo soporto más!
—Bon —dijo Poirot con calma. De repente, parecía mucho más amable—. Hoy ha sufrido una conmoción muy fuerte, ¿verdad? ¿Se ha convencido ya de que no puede engañar a Poirot?
—Me he convencido, sí. Deje que le cuente toda la historia, desde el principio. Será un gran alivio poder decir por fin la verdad.
Jennie habló durante un buen rato. Ni Poirot ni yo la interrumpimos hasta que ella misma dijo que había terminado. Lo que sigue son sus palabras: una relación que intenta ser fiel y exhaustiva de todo lo que nos contó.