Mentira por mentira
Yo estaba absorto en mi crucigrama cuando Poirot regresó del hotel a la casa de huéspedes, varias horas más tarde.
—Catchpool —me dijo con expresión severa—, ¿por qué está sentado en la oscuridad? Allí no tiene luz para escribir.
—El fuego es suficiente iluminación. Además, ahora no estoy escribiendo. Estoy pensando; aunque, a decir verdad, tampoco me sirve de mucho. No sé cómo lo hacen esos tipos que inventan crucigramas para los periódicos. Llevo meses luchando con este y sigo sin conseguir que todo encaje. Pero quizá usted pueda ayudarme. ¿Puede decirme una palabra de seis letras que signifique «óbito»?
—Catchpool…
El tono de Poirot era aún más severo que antes.
—¿Hum? —dije yo.
—¿Me toma por tonto o el tonto es usted? Una palabra de seis letras que significa «óbito» es «muerte».
—Sí, esa es bastante evidente. Ha sido la primera que me ha venido a la cabeza.
—Es un alivio saberlo, mon ami.
—Sería perfecta, si «muerte» empezara con D. Pero como no empieza con D, y necesito usar la D de otra palabra…
Sacudí la cabeza, consternado.
—Olvide los crucigramas. Tenemos mucho que hablar.
—No creo ni creeré nunca que Thomas Brignell sea el asesino de Jennie Hobbs —dije con firmeza.
—Lo dice porque le da pena el muchacho —dijo Poirot.
—Así es, y apostaría hasta mi último penique a que no es el asesino. ¿Quién ha dicho que no tenga una novia con un abrigo marrón claro? ¡El marrón es un color muy corriente para abrigos!
—Es el ayudante de recepción —observó Poirot—. ¿Qué estaba haciendo en el jardín, al lado de una carretilla?
—¡Quizá la carretilla estaba ahí por pura casualidad!
—¿Y el señor Brignell fue a situarse con su amiga al lado de la carretilla?
—Bueno, sí, ¿por qué no? —dije yo, con exasperación—. ¿No le parece más verosímil que pensar que Brignell sacó el cadáver de Jennie Hobbs al jardín, con la intención de llevárselo a algún sitio cargado en una carretilla, y después fingió abrazarlo cuando vio que yo lo estaba mirando por la ventana? Con ese criterio, también podríamos decir que… —Me interrumpí e inhalé bruscamente el aire—. ¡Santo cielo! —exclamé—. Es lo que usted piensa decir, ¿verdad?
—¿Decir qué, mon ami? ¿Qué cree que dirá Poirot?
—Rafal Bobak es camarero. ¿Qué hacía empujando un carro de ropa sucia?
—Exactement. ¿Y por qué atravesó el elegante vestíbulo con el carro, en dirección a la puerta principal? ¿No está dentro del hotel la lavandería? El señor Lazzari seguramente lo habría notado, si no hubiera estado tan preocupado por la desaparición de la cuarta víctima. Pero jamás habría sospechado del señor Bobak, desde luego. A sus ojos, todo su personal es irreprochable.
—¡Un segundo! —Finalmente, dejé el crucigrama sobre la mesa que tenía a mi lado—. A eso se refería usted cuando mencionó el ancho de la puerta, ¿verdad? Ese carro de la ropa sucia habría podido entrar fácilmente en la habitación 402. ¿Por qué no meterlo entonces en la habitación, en lugar de arrastrar el cuerpo hasta el pasillo, lo que habría requerido más esfuerzo?
Poirot asintió con satisfacción.
—En efecto, mon ami. Esas son las preguntas que esperaba que usted mismo se hiciera.
—Pero… ¿realmente está sugiriendo usted que Rafal Bobak pudo matar a Jennie Hobbs, cargar su cuerpo en el carro de la ropa sucia y empujar el carro hasta la calle, pasando justo a nuestro lado? ¡Si hasta se paró para hablar con nosotros!
—Precisamente. Se paró, aunque no tenía nada que decir. ¿Qué? ¿Me considera insensible, por sospechar de unas personas que han sido tan serviciales con nosotros?
—Bueno, en realidad…
—Conceder a todo el mundo el beneficio de la duda es muy loable, amigo mío, pero no sirve para atrapar a un asesino. Y aprovechando que está disgustado conmigo, permítame que ponga otra idea en su cabeza: Henry Negus. Llevaba una maleta muy grande, ¿verdad?, con suficiente capacidad para contener el cadáver de una mujer delgada.
Me llevé las manos a la cara.
—Esto ya supera todos los límites —dije—. ¿Henry Negus? No, lo siento mucho, pero no. Estaba en Devon la noche de los asesinatos. Y me pareció una persona completamente digna de confianza.
—Diga más bien que su esposa y él afirman que estaba en Devon —me corrigió Poirot enérgicamente—. Y volviendo al asunto del rastro de sangre, que parece indicar que el cuerpo fue arrastrado hasta la puerta… Una maleta vacía se puede llevar hasta el centro de una habitación, en lugar de llevar el cadáver hasta la maleta, en el pasillo. Por lo tanto, también en este caso debemos preguntarnos: ¿qué necesidad había de arrastrar el cuerpo de Jennie Hobbs en dirección a la puerta?
—Por favor, Poirot. Si es preciso que tengamos esta conversación, preferiría tenerla en otro momento. Ahora no.
Pareció molesto por mi incomodidad.
—Muy bien —dijo bruscamente—; como no está de humor para debatir las posibilidades, permítame que le cuente lo sucedido aquí en Londres durante su estancia en Great Holling. Quizá le disguste menos hablar de los hechos.
—Bastante menos, sí —respondí yo.
Tras retocarse mínimamente los bigotes, Poirot se acomodó en un sillón y me informó de las conversaciones que había mantenido con Rafal Bobak, Samuel Hobben, Nancy Ducane y Louisa Wallace mientras yo estaba en Great Holling. Cuando terminó, la cabeza me daba vueltas. Pero me arriesgué a seguir padeciendo su locuacidad, con una observación:
—¿No ha omitido algunas cosas importantes en su relato?
—¿Como cuáles?
—Por ejemplo, esa doncella torpe e inútil que trabaja en casa de Louisa Wallace… Dorcas. Me ha dado usted a entender que mientras estaba hablando con ella en el rellano, en la planta alta, se dio cuenta de algo importante, pero no me ha dicho qué era.
—Es cierto. No se lo he dicho.
—¿Y ese misterioso dibujo que hizo usted y que envió a Scotland Yard? ¿Qué era ese dibujo? ¿Qué representaba? ¿Qué debe hacer con él Stanley Beer?
—Eso tampoco se lo he contado.
Poirot hablaba en tono de disculpa, con el mayor descaro, como si no estuviera en su mano decidir si me lo contaba o no.
Tontamente, yo seguí preguntando.
—¿Y por qué quería saber usted cuántas veces habían visto los empleados del hotel Bloxham a Harriet Sippel, a Ida Gransbury y a Richard Negus, vivos o muertos? ¿Por qué es relevante ese dato? Tampoco lo ha explicado.
—¡Este Poirot! ¡Siempre dejando lagunas por todas partes!
—Por no mencionar sus omisiones anteriores. ¿Cuáles eran, por ejemplo, los dos rasgos poco corrientes que parecían conectar los asesinatos en el Bloxham con la repentina aparición de Jennie Hobbs en el café Pleasant? Usted dijo que las dos situaciones presentaban dos rasgos sumamente inusuales.
—Eso dije, mon ami. Pero no voy a revelarle ninguna de esas cosas, porque quiero hacer de usted un detective.
—Este caso solo conseguirá hacer de mí una pobre piltrafa, sin ninguna utilidad para nadie —dije, permitiendo que mis verdaderos sentimientos se manifestaran por una vez en la vida—. Es lo más exasperante que he visto nunca.
Oí un ruido que podía indicar —o quizá no— que alguien llamaba a la puerta del salón.
—¿Hay alguien ahí? —pregunté.
—Sí —dijo la aprensiva voz de Blanche Unsworth desde el vestíbulo—. Siento molestarlos a esta hora, caballeros, pero hay una señora que desea ver al señor Poirot. Dice que es un asunto que no puede esperar.
—Hágala pasar, madame.
Unos segundos después, me encontré cara a cara con la artista Nancy Ducane. Pensé que la mayoría de los hombres habrían quedado deslumbrados por su belleza.
Poirot hizo las presentaciones con exquisita cortesía.
—Gracias por recibirme. —Los ojos hinchados de Nancy Ducane indicaban que había estado llorando. Lucía un vestido verde de aspecto caro—. Habría preferido no irrumpir de este modo. Les ruego me perdonen la intrusión. Intenté convencerme de que no debía venir, pero… como pueden ver, fracasé.
—Siéntese, por favor, señora Ducane —dijo Poirot—. ¿Cómo nos ha localizado?
—Con la ayuda de Scotland Yard, como habría hecho un auténtico detective —replicó Nancy, esforzándose por esbozar una sonrisa.
—¡Ah! Poirot elige una morada donde piensa que nadie lo encontrará, ¡y la policía envía multitudes a su puerta! No importa, madame. Estoy encantado de verla, aunque un poco sorprendido.
—Me gustaría contarle lo que ocurrió en Great Holling hace dieciséis años —dijo Nancy—. Debería haberlo hecho antes, pero fue excesiva la conmoción cuando usted mencionó esos nombres, que esperaba no volver a oír nunca más.
Se desabrochó el abrigo y se lo quitó, mientras yo le indicaba un sillón.
Se sentó.
—No es una historia alegre —dijo.
Nancy Ducane habló en voz baja, con expresión atormentada. Nos contó la misma historia que Margaret Ernst me había revelado en Great Holling, acerca de las crueles calumnias dirigidas al reverendo Patrick Ive. Cuando mencionó a Jennie Hobbs, le tembló la voz.
—Era la peor de todos. Estaba enamorada de Patrick, ¿comprenden? No puedo demostrarlo, pero nunca dejaré de creerlo. Le hizo daño precisamente porque lo amaba: contó una mentira imperdonable porque estaba celosa. Sabía que él estaba enamorado de mí y quería herirlo. Quería castigarlo. Después, cuando Harriet empezó a propagar la mentira y Jennie comprendió el mal que había hecho y se sintió culpable, no hizo nada por detener lo que había puesto en marcha, ¡nada! ¡Y estoy convencida de que estaba muy avergonzada y de que se odiaba a sí misma! ¡Pero no hizo nada! Se quedó en la sombra, con la esperanza de que todos la olvidaran. Por mucho miedo que tuviera de Harriet, tendría que haber dado un paso al frente para decir delante de todos: «¡He contado una mentira terrible y estoy arrepentida!».
—Pardon, madame. Ha dicho usted que Jennie estaba enamorada de Patrick Ive, pero que no puede demostrarlo. ¿Me permite preguntarle cómo lo sabía? Tal como usted sugiere, es impensable que alguien que amara al vicario fuera a iniciar un rumor tan nefasto para sus intereses.
—No me cabe la menor duda de que Jennie estaba enamorada de Patrick —repitió Nancy con empecinamiento—. Dejó un novio en Cambridge, cuando se mudó a Great Holling con Patrick y Frances, ¿lo sabían ustedes?
Los dos negamos con la cabeza.
—Iban a casarse. Creo que incluso habían fijado la fecha. Pero Jennie no pudo soportar la idea de separarse de Patrick, de modo que canceló la boda y se fue con él.
—¿No será que sentía apego sobre todo por Frances Ive? —preguntó Poirot—. ¿O quizá por la pareja? Tal vez se fue con ellos por lealtad profesional, y no por amor romántico.
—No creo que muchas mujeres pongan la fidelidad a sus patrones por encima de sus perspectivas de matrimonio, ¿no le parece? —dijo Nancy.
—No, desde luego que no, madame. Pero lo que usted me cuenta no acaba de cuadrar. Si Jennie era proclive a los celos, ¿por qué sintió el impulso de contar esa mentira terrible solamente cuando Patrick Ive se enamoró de usted? ¿Por qué no provocó su envidia el matrimonio del vicario con Frances Ive, mucho antes?
—¿Cómo sabe que no fue así? Patrick vivía en Cambridge cuando Frances y él se conocieron y se casaron. Jennie también era su sirvienta por aquel entonces. Quizá susurró una mentira maliciosa al oído de alguna amiga, y esa amiga, al no ser Harriet Sippel, prefirió no difundir el rumor.
Poirot asintió.
—Tiene razón. Es una posibilidad.
—La mayoría de las personas prefieren no dar pábulo a las maledicencias, y es una suerte que así sea —dijo Nancy—. Quizá en Cambridge no hubiera nadie tan malevolente como Harriet Sippel, ni nadie tan ansioso como Ida Gransbury por encabezar una cruzada moral.
—Veo que no menciona a Richard Negus.
Nancy pareció preocupada.
—Richard era un buen hombre. Al final lamentó haber colaborado en todo este espantoso asunto. Su arrepentimiento fue profundo y sincero, desde el momento en que comprendió que Jennie había contado una mentira despreciable y desde que descubrió la clase de criatura ruin y despiadada que era Ida. Me escribió hace años, desde Devon, para decirme que los sucesos del pasado lo seguían atormentando. Me decía que Patrick y yo habíamos cometido un grave error y que él nunca cambiaría su opinión al respecto, puesto que los votos matrimoniales son sagrados. Pero añadía que había llegado a la conclusión de que el castigo no siempre es el camino adecuado, incluso cuando se sabe que se ha cometido una infracción.
—¿Eso le escribió? —preguntó Poirot, arqueando las cejas.
—Sí. Ya me esperaba que usted discrepara.
—Son asuntos complicados, madame.
—¿Y si para castigar a alguien por el pecado de amar a quien no debe traemos al mundo pecados más graves y males mayores? Murieron dos personas, una de las cuales no había cometido ningún pecado.
—Oui. Esa clase de dilemas son precisamente los que complican el asunto.
—En su carta, Richard me escribió que él, como cristiano, no podía creer que Dios aprobara su persecución de un hombre bueno y afable como Patrick.
—El castigo y la persecución son dos cosas diferentes —replicó Poirot—. Es preciso preguntarse: ¿se ha quebrantado una norma o una ley? Enamorarse… enfin, nadie manda sobre sus sentimientos, pero podemos decidir sobre nuestros actos. Si se ha cometido un delito, debemos asegurarnos de que la ley se ocupe del criminal de la manera apropiada, pero nunca con rencor, ni por encono, ni con esa sed de venganza que lo contamina todo y es mala en sí misma.
—Sed de venganza —repitió Nancy Ducane con un estremecimiento—. Eso era exactamente lo que tenía Harriet Sippel. Resultaba desesperante.
—Sin embargo, al relatar la historia, usted no ha hablado ni una sola vez de Harriet Sippel con indignación —dije—. Y ahora describe su conducta como desesperante, como si la entristeciera. No parece que ella le inspire la rabia que en cambio sí le inspira Jennie Hobbs.
—Puede que sea cierto —suspiró Nancy—. Yo apreciaba mucho a Harriet. Cuando mi marido William y yo nos mudamos a Great Holling, Harriet y George Sippel eran nuestros mejores amigos. Después, George murió y Harriet se convirtió en un monstruo. Sin embargo, cuando hemos querido mucho a una persona, nos cuesta mucho atacarla, ¿no creen?
—O bien es imposible, o bien es irresistible —dijo Poirot.
—Imposible, diría yo. Imaginamos que su peor conducta es síntoma de algún mal y no el reflejo de su verdadera personalidad. Yo no podía perdonar a Harriet su forma de tratar a Patrick. Ni siquiera podía intentar perdonarla. Pero al mismo tiempo sentía que también para ella debía de ser terrible, tanto como para cualquiera de los demás. Tenía que ser espantoso haberse convertido en eso.
—¿La veía como una víctima?
—Como una víctima de la tragedia de haber perdido tan joven a su marido adorado, sí. Creo que es posible ser víctima y villano a la vez.
—Era algo que Harriet y usted tenían en común —dijo Poirot—. Las dos enviudaron jóvenes.
—Le parecerá insensible por mi parte, pero le aseguro que no hay comparación posible —replicó Nancy—. George Sippel lo era todo para Harriet, todo su mundo. Yo me casé con William porque me pareció sensato y de fiar, y necesitaba huir de la casa de mi padre.
—¡Ah, sí! Albinus Johnson —dijo Poirot—. Después de salir de su casa el otro día, recordé quién era. Su padre perteneció a un círculo de agitadores ingleses y rusos que actuaron en Londres a finales del siglo pasado. Pasó un tiempo en la cárcel.
—Era un hombre peligroso —dijo Nancy—. Me horrorizaba hablar con él de sus… ideas, pero sabía que consideraba aceptable matar a tantas personas como fuera necesario, si pensaba que esas personas retrasaban la llegada de un mundo mejor. «Mejor» según su propia definición, por supuesto. Pero ¿cómo puede pensar alguien que un baño de sangre y una matanza generalizada pueden mejorar alguna cosa? ¿Cómo van a mejorar el mundo unos hombres que solo piensan en aplastar y destruir, y que no pueden hablar de sus sueños y esperanzas sin que el odio y el rencor desfiguren sus facciones?
—Estoy totalmente de acuerdo con usted, madame. Un movimiento impulsado por la ira y el resentimiento nunca cambiará nuestras vidas para mejor. Ce n’est pas possible. Está viciado de raíz.
Estuve a punto de decir que yo también coincidía con ellos, pero me contuve. Mis opiniones no parecían interesarle a nadie.
—Cuando conocí a William Ducane —dijo Nancy—, no me enamoré de él, pero me pareció una persona agradable. Me inspiraba respeto. Era sereno y cortés. Nunca levantaba la voz, ni abandonaba la templanza. Si por algún motivo no devolvía un libro a la biblioteca cuando expiraba el plazo del préstamo, padecía una agonía de remordimiento.
—Un hombre de principios.
—Sí, y también prudente y humilde. Si algo se interponía en su camino, antes pensaba en dar un rodeo que en mover el obstáculo. Podía estar segura de que no iba a llenarme la casa de hombres horribles, ansiosos por afear el mundo con sus actos de violencia. William apreciaba el arte y las cosas bellas. En ese sentido, era igual a mí.
—Entiendo, madame. Pero usted no sentía por William Ducane una pasión como la de Harriet Sippel por su marido, ¿no es así?
—Así es. El hombre al que yo quería con pasión era Patrick Ive. Desde el instante en que lo vi, mi corazón fue suyo. Habría dado la vida por él. Cuando lo perdí, por fin comprendí lo que debió de sentir Harriet cuando perdió a George. Pensamos que somos capaces de imaginarlo, pero no es verdad. Recuerdo que Harriet me pareció macabra, cuando después del funeral de George me rogó que rezara por su muerte, para poder reunirse cuanto antes con su marido. Yo me negué. Le dije que el paso del tiempo aliviaría su dolor y que algún día encontraría otro motivo para seguir viviendo.
Nancy se interrumpió para controlar la emoción, antes de continuar:
—Por desgracia, lo encontró. Empezó a disfrutar con el sufrimiento de los demás. La Harriet viuda era una arpía sin una pizca de bondad. Esa fue la mujer que murió asesinada en el hotel Bloxham de Londres. La Harriet que yo conocí y aprecié murió con su marido George. —De repente, me miró a mí—. Usted ha dicho que notaba mi rabia contra Jennie. No tengo derecho a enfadarme con ella. Yo también soy culpable de no haber defendido a Patrick.
Empezó a llorar, cubriéndose la cara con las manos.
—Tranquilícese, madame. Tome, aquí tiene. —Poirot le dio un pañuelo—. ¿Cómo es que no defendió a Patrick Ive, cuando nos ha dicho que habría dado la vida por él?
—Soy tan mala como Jennie: ¡una cobarde repugnante! Cuando tomé la palabra en el King’s Head y confesé que Patrick y yo nos queríamos y habíamos estado viéndonos en secreto, no dije la verdad. ¡Sí, eran ciertos los encuentros clandestinos y también que Patrick y yo nos queríamos con locura! Todo eso era verdad, pero…
Nancy pareció demasiado alterada para continuar. Se le sacudían los hombros mientras lloraba con el pañuelo tapándole la boca.
—Creo que entiendo lo que quiere decir, madame. Aquel día en el King’s Head Inn, usted declaró ante sus vecinos que sus relaciones con Patrick Ive habían sido castas. Esa fue su mentira. ¿Ha acertado Poirot?
Nancy dejó escapar un gemido de desesperación.
—¡No podía soportar los rumores! —sollozó—. ¡Todas esas macabras historias susurradas sobre encuentros con las almas de los muertos, a cambio de dinero! ¡Hasta los niños hablaban de blasfemia por las calles! ¡Era abominable! ¡No puede imaginar el horror de oír todas esas voces acusando y condenando a un solo hombre! ¡A un hombre bueno!
Yo lo suponía. Podía imaginarlo con tanta claridad y de manera tan vívida que habría querido hacerla callar.
—¡Tenía que hacer algo, monsieur Poirot! Entonces pensé: «Combatiré esas mentiras con algo tan puro y bueno como la verdad». La verdad era el amor que yo sentía por Patrick y que él sentía por mí. ¡Pero tuve miedo y manché nuestra verdad con mentiras! Ese fue mi error. En mi agitación, no pude pensar con claridad. Manché de cobarde hipocresía la belleza de mi amor por Patrick. Las relaciones entre nosotros no eran castas, pero yo afirmé lo contrario. Creía que no tenía más remedio que mentir, que era mi obligación. ¡Fue despreciable!
—Es usted demasiado severa consigo misma —dijo Poirot—. Y sin ninguna necesidad.
Nancy se pasó los dedos por los ojos para enjugarse las lágrimas.
—¡Ojalá pudiera creerle! —dijo—. ¿Por qué no habré dicho toda la verdad? Mi defensa de Patrick contra esas horribles acusaciones habría podido ser noble, pero lo arruiné todo. Y por esa razón me maldigo cada día. Esos inquisidores del King’s Head, que no hacían más que rebuznar y escupir veneno, ya censuraban mi conducta. Me consideraban una ramera y a Patrick lo veían como al mismo demonio. ¿Qué habría podido importar que me rechazaran un poco más? No creo que el oprobio hubiera sido todavía peor.
—Entonces ¿por qué no les dijo la verdad? —preguntó Poirot.
—Pretendía suavizar el sufrimiento de Frances, supongo. Quería evitar un escándalo mayor. Pero entonces Frances y Patrick se quitaron la vida, y toda esperanza de hacer las cosas un poco mejor se esfumó para siempre. Yo sé que se suicidaron, por mucho que se diga lo contrario —añadió Nancy al cabo de un momento.
—¿Alguien lo discute? —quiso saber Poirot.
—Según el médico y todos los registros oficiales, sus muertes fueron accidentales, pero nadie en Great Holling lo cree. El suicidio es un pecado a los ojos de la Iglesia. Supongo que el médico del pueblo habrá querido evitar daños mayores a la reputación de Patrick y de Frances. Los apreciaba mucho y dio la cara por ellos cuando nadie más los defendía. Es una buena persona, el doctor Flowerday, una de las pocas buenas personas que hay en Great Holling. Sabía reconocer una mentira malévola cuando la oía. —Nancy se rio a través de las lágrimas—. Así que habrá pensado: «Ojo por ojo y mentira por mentira».
—¿O verdad por verdad? —sugirió Poirot.
—Sí, por supuesto. —Nancy pareció sorprendida—. ¡Oh, cielos, le he arruinado el pañuelo!
—No importa. Tengo otros. Hay una pregunta más que me gustaría hacerle, madame. ¿Le resulta familiar el nombre de Samuel Hobben?
—No. ¿Debería?
—¿No vivía en Great Holling cuando usted estaba en el pueblo?
—No, no vivía en Great Holling. Por suerte para él —comentó Nancy con amargura.