El cuarto gemelo
En el vestíbulo del Bloxham, estuvimos a punto de chocar con Henry Negus, el hermano de Richard. Llevaba un maletín en una mano y, en la otra, una maleta enorme, que apoyó en el suelo para hablar con nosotros.
—¡Ojalá fuera más joven y fuerte! —dijo, casi sin aliento—. ¿Cómo avanza la investigación, si me permiten la pregunta?
Por su expresión y su tono de voz, deduje que no estaba al tanto de que se había cometido un cuarto asesinato. No dije nada, intrigado por ver lo que haría Poirot.
—Confiamos en nuestro éxito —dijo Poirot con deliberada vaguedad—. ¿Ha pasado aquí la noche, monsieur?
—¿La noche? ¡Ah, lo dice por la maleta! No; me alojé en el Langham. No habría podido pasar la noche aquí, aunque el señor Lazzari tuvo la amabilidad de ofrecérmelo. He venido a recoger las pertenencias de Richard.
Henry Negus inclinó la cabeza hacia la maleta, pero mantuvo la vista apartada, como si prefiriera no verla. Yo me fijé en la tarjeta de cartón atada al asa: «R. Negus».
—Bueno, será mejor que me dé prisa —dijo Negus—. Por favor, manténganme informado.
—Así lo haremos —dije yo—. Adiós, señor Negus. Siento muchísimo lo de su hermano.
—Gracias, señor Catchpool. Monsieur Poirot.
Negus parecía incómodo, quizá incluso molesto. Creí comprender sus motivos: ante la tragedia, había decidido ser eficiente, y no quería que nadie le recordara su tristeza, mientras intentaba concentrarse en los aspectos prácticos de su duelo.
Mientras él se dirigía a la calle, vi que Luca Lazzari venía apresuradamente a nuestro encuentro, mesándose los cabellos. Una pátina de sudor le cubría la cara.
—¡Ah, monsieur Poirot, señor Catchpool! ¡Por fin! ¿Se han enterado de la catastrófica noticia? ¡Días desgraciados en el hotel Bloxham! ¡Días infaustos!
¿Era mi imaginación o se había arreglado el bigote a imagen y semejanza del de Poirot? Si estaba en lo cierto, no era una buena imitación la suya. Me pareció fascinante que un cuarto asesinato en el hotel hubiera producido en él un estado de ánimo tan sumamente lóbrego. Cuando eran solo tres los huéspedes asesinados, su humor continuaba siendo excelente. Se me ocurrió una idea: quizá esta vez la víctima no fuera un huésped, sino un empleado del hotel. Le pregunté quién había sido asesinado.
—No sé quién es la muerta, ni dónde está —respondió Lazzari—. Vengan conmigo y véanlo con sus propios ojos.
—¿No sabe dónde está? —preguntó Poirot, mientras seguíamos al gerente del hotel hacia el ascensor—. ¿Qué quiere decir? ¿No está aquí, en el hotel?
—En el hotel sí, pero ¿dónde? ¡Podría estar en cualquier parte! —gimió Lazzari.
Rafal Bobak nos saludó con una inclinación de la cabeza, mientras venía hacia nosotros empujando un carro lleno de sábanas con aspecto de necesitar un lavado.
—Monsieur Poirot —dijo, al tiempo que detenía el carro a nuestro lado—, he estado repasando mentalmente todo lo sucedido en la habitación 317 la noche de los asesinatos, para ver si conseguía recordar algo más.
—Oui?
Poirot pareció esperanzado.
—No he podido recordar nada más, señor. Lo siento.
—No se preocupe. Gracias por intentarlo, señor Bobak.
—Miren —dijo Lazzari—. Aquí viene el ascensor, ¡y me da miedo entrar! ¡En mi propio hotel! Ya no sé lo que voy a encontrarme. Tengo miedo de doblar una esquina, de abrir una puerta… Me dan miedo las sombras de los pasillos, el crujido de las tablas del suelo…
Mientras subía el ascensor, Poirot intentó tranquilizar al consternado gerente, pero todo fue inútil. Lazzari parecía incapaz de hilvanar más de siete palabras seguidas:
—La señorita Jennie Hobbs reservó la habitación… ¿Qué? Sí, rubia… Pero ¿adónde se fue después…? Sí, sombrero marrón… ¡La hemos perdido…! Llegó sin maletas… Yo mismo la vi, sí… ¡Llegué demasiado tarde a la habitación…! ¿Qué? Sí, un abrigo. De color marrón claro, sí…
En el cuarto piso, seguimos a Lazzari, que avanzó a paso rápido por el pasillo delante de nosotros.
—Harriet Sippel estaba en el primer piso, ¿recuerda? —le dije a Poirot—. Richard Negus, en el segundo, e Ida Gransbury, en el tercero. Me pregunto si significará algo.
Cuando le dimos alcance, Lazzari ya había usado la llave para abrir la puerta de la habitación 402.
—Caballeros, están a punto de ver la escena de fealdad más anómala que pueda producirse dentro del hermoso hotel Bloxham. Prepárense, por favor.
Después de esa advertencia, empujó la puerta, que fue a golpearse contra la pared, dentro de la habitación.
—Pero… ¿dónde está el cadáver? —pregunté.
No estaba en la habitación, tendido en el suelo como los demás. Me invadió una inmensa sensación de alivio.
—Nadie lo sabe, Catchpool.
La voz de Poirot era serena, pero con un punto de irritación. O quizá fuera miedo.
Entre un sillón y una mesa baja, en el lugar exacto del suelo donde habían sido hallados los cuerpos en las habitaciones 121, 238 y 317, había un charco de sangre, con una mancha alargada a un costado, como si alguien hubiera arrastrado algo por encima. ¿El cadáver de Jennie Hobbs? Un brazo, quizá, por el rastro que había dejado. Pequeñas líneas interrumpían la mancha roja, que tal vez fueran marcas de dedos…
Desvié la cara, repugnado por el espectáculo.
—Mire, Poirot.
En una esquina de la habitación había un sombrero marrón oscuro, volteado. Distinguí algo en su interior, un objeto pequeño y metálico. ¿No sería…?
—El sombrero de Jennie —dijo Poirot, con voz temblorosa—. Mis peores temores se han hecho realidad, Catchpool. Y dentro del sombrero… —Se acercó muy lentamente—. Sí, lo que pensaba: un gemelo. El cuarto gemelo, también con el monograma P. I. J.
Noté que le temblaba el bigote y solo pude imaginar la indignación que estaría disimulando.
—¡Poirot ha sido un tonto! —exclamó—, ¡un idiota despreciable, por permitir que esto haya sucedido!
—Poirot, nadie soñaría con acusarlo a usted de… —empecé a decirle.
—Non! ¡No intente consolarme! ¡Usted siempre desvía la mirada del dolor y el sufrimiento, pero yo no soy como usted, Catchpool! ¡Yo no puedo consentir tanta… cobardía! ¡Tengo que lamentarlo y arrepentirme, y usted no puede impedirlo! ¡Es necesario!
Me quedé inmóvil como una estatua. Poirot había querido silenciarme y lo había conseguido.
—¡Catchpool! —me llamó con brusquedad, como si pensara que mi atención podía haberse apartado del asunto que nos ocupaba—. Mire las marcas que ha dejado aquí la sangre. El cuerpo ha sido arrastrado a través del charco para dejar este… rastro. ¿Está de acuerdo? —me preguntó.
—Bueno… Sí, yo diría que sí.
—Observe la dirección del movimiento: no se acerca a la ventana, sino que se aleja.
—¿Y eso qué puede significar? —pregunté.
—Puesto que el cuerpo de Jennie no está aquí, alguien tiene que haberlo sacado de la habitación. El rastro de sangre no se dirige hacia la ventana, sino hacia el pasillo, por lo tanto…
Poirot me miró expectante.
—¿Por lo tanto? —repetí yo, sin acabar de entender. Después, cuando me pareció verlo con más claridad, añadí—: ¡Ah, ya sé lo que quiere decir! Las marcas son las que dejó el asesino cuando arrastró el cuerpo de Jennie Hobbs desde el charco de sangre hasta la puerta. ¿Es eso?
—Non. Mire el ancho de la puerta, Catchpool. Mírelo bien: la puerta es ancha. ¿Qué le dice eso?
—No mucho —contesté yo, tras decidir que lo mejor era decir francamente lo que pensaba—. No creo que un asesino preocupado por llevarse el cuerpo de su víctima de la habitación de un hotel le dé mucha importancia al ancho de una puerta.
Poirot hizo un gesto de decepción, mascullando algo entre dientes.
Se volvió hacia Lazzari:
—Signor, díganos por favor todo lo que sabe, desde el principio.
—Por supuesto, desde luego. —Lazzari carraspeó un momento, preparándose para hablar—. Una mujer llamada Jennie Hobbs pidió una habitación. Entró en el hotel como si le hubiera ocurrido una calamidad, monsieur Poirot, y lanzó el dinero sobre el mostrador. ¡Pidió una habitación como si la viniera persiguiendo un demonio! Yo mismo se la enseñé y después me fui, para pensar con calma en lo que debía hacer. ¿Debía informar a la policía de que una persona llamada Jennie había llegado al hotel? Usted me había preguntado por ese nombre concreto, monsieur Poirot, pero en Londres debe de haber muchas mujeres llamadas Jennie y seguramente más de una de esas Jennies se sentirá muy desgraciada, por algún motivo que no guarde ninguna relación con un caso de asesinato. ¿Cómo iba a saber yo si…?
—Por favor, signor, vaya al grano —lo interrumpió Poirot—. ¿Qué hizo usted entonces?
—Esperé alrededor de treinta minutos y luego subí aquí, al cuarto piso, y llamé a la puerta. ¡No hubo respuesta! Acto seguido bajé otra vez a la recepción, a buscar una llave.
Mientras Lazzari hablaba, yo me acerqué a la ventana y me puse a mirar hacia afuera. Cualquier cosa era preferible antes que ver la sangre, el sombrero y ese condenado gemelo con el monograma. La habitación 402, lo mismo que la de Richard Negus, la 238, daba a los jardines del hotel. Me puse a contemplar las hileras de tilos trenzados, pero al cabo de un momento tuve que desviar la vista, porque también los árboles me parecieron siniestros: una fila de objetos inanimados, fusionados entre sí por el arte del jardinero y obligados a darse la mano durante demasiado tiempo.
Iba a volverme otra vez hacia Poirot y Lazzari, cuando divisé a dos personas en el jardín, bajo la ventana. Estaban al lado de una carretilla marrón. Solo les veía las coronillas. Eran un hombre y una mujer, y estaban abrazados. La mujer pareció trastabillar y encorvarse, con la cabeza inclinada hacia un lado. Su compañero la estrechó aún más contra su cuerpo. Yo retrocedí un paso, pero no con suficiente rapidez, porque el hombre ya había levantado la cabeza y me había visto. Era Thomas Brignell, el ayudante de recepción. Al instante, se le puso la cara roja como un tomate. Me eché un poco más hacia atrás y dejé de ver los jardines. «Pobre Brignell», pensé. Conociendo su timidez y su renuencia a hablar en público, podía imaginar su turbación al ser descubierto en pleno encuentro amoroso.
Mientras tanto, Lazzari proseguía con su explicación:
—Cuando regresé con la llave maestra, volví a llamar a la puerta, para asegurarme de no perturbar la intimidad de la joven señora, pero tampoco esa vez me abrió. Entonces abrí yo… ¡y esto fue lo que me encontré!
—¿Jennie Hobbs pidió específicamente una habitación en el cuarto piso? —pregunté.
—No. La atendí yo, porque mi querido y fiel recepcionista John Goode estaba ocupado haciendo otra cosa. Por eso recuerdo que me dijo: «¡Deme una habitación, rápido! ¡Dese prisa, se lo ruego!».
—¿Apareció en la recepción alguna nota que anunciara un cuarto asesinato? —preguntó Poirot.
—No. Esta vez no ha habido ninguna nota —contestó Lazzari.
—¿Sabe si se hizo desde aquí algún pedido al servicio de habitaciones? ¿Algo de comer o de beber?
—No, nada.
—¿Ha preguntado a todos los empleados del hotel?
—A todos, sí, monsieur Poirot, y hemos mirado en todas partes.
—Signor, hace un momento, se refirió usted a Jennie Hobbs diciendo que era una «joven señora». ¿Qué edad tendría?
—He dicho «joven», sí, pero no era precisamente joven. Aunque tampoco era vieja.
—¿Tendría quizá… treinta años? —preguntó Poirot.
—Creo que debía de estar más cerca de los cuarenta, pero no es fácil calcular la edad de una mujer.
Poirot asintió.
—Sombrero marrón y abrigo marrón claro. Cabello rubio. Pánico, agitación y una edad en torno a los cuarenta años. La Jennie Hobbs que usted describe se parece mucho a la que yo encontré el jueves pasado en el café Pleasant. Pero ¿podemos decir con certeza que las dos son la misma persona? Dos observaciones realizadas por dos personas diferentes…
De repente, guardó silencio, pero su boca se siguió moviendo.
—¿Poirot? —dije.
Pero él solo tenía ojos para Lazzari, unos ojos que en ese momento eran de un verde intenso.
—Signor, debo hablar una vez más con ese camarero suyo tan observador, el señor Rafal Bobak. Y también con Thomas Brignell y John Goode. De hecho, debo hablar con todos y cada uno de los empleados de este hotel, lo antes posible, y preguntar cuántas veces vio cada uno a Harriet Sippel, Richard Negus e Ida Gransbury, vivos o muertos.
Era evidente que había comprendido algo importante. Nada más llegar a esa conclusión, yo mismo me sorprendí sofocando una exclamación, porque yo también acababa de caer en la cuenta de algo.
—Poirot… —murmuré.
—¿Qué pasa, amigo mío? ¿Ha logrado que encajen algunas de las piezas del rompecabezas? Poirot ha descubierto algo que antes no había visto, pero todavía quedan preguntas y piezas que siguen sin encajar.
—Yo… —Me aclaré la garganta. Por alguna razón, me resultaba difícil hablar—. Acabo de ver a una mujer en los jardines del hotel.
No me animé a decir en ese momento que la había visto en brazos de Thomas Brignell, ni pude describir su forma extraña de encorvarse, con la cabeza caída hacia un lado. La imagen era demasiado… extraña. También me habría resultado embarazoso manifestar en voz alta la sospecha que me invadía.
Por fortuna, sin embargo, recordé un detalle importante que me vi capaz de expresar:
—Vestía un abrigo marrón claro —le dije a Poirot.