La mente en el espejo
Cuando llegué a Londres, fui directamente al Pleasant, pensando que quizá encontraría allí a Poirot; pero la única cara familiar que vi en el café fue la de la camarera «del pelo eléctrico», como la llamaba Poirot. Siempre me había parecido una persona muy tonificante; de hecho, su presencia era una de las razones por las que frecuentaba el Pleasant. ¿Cómo se llamaba? Poirot me había dicho su nombre. ¡Ah, sí! Fee Spring, aunque en realidad su nombre de pila era Euphemia.
Me gustaba ante todo por su reconfortante costumbre de decir siempre lo mismo. Había dos cosas que repetía cada vez que me veía y que también dijo en esa ocasión, en cuanto me vio. La primera era un comentario acerca de su vieja ambición de cambiar el nombre del Pleasant, para que dejara de ser un «café» y se convirtiera en un «salón de té», reafirmando así de una vez por todas los méritos relativos de las dos bebidas. La segunda era:
—¿Cómo va todo en Scotland Yard? Me encantaría trabajar allí, pero ¡ojo!, solo si me dejan ser la jefa.
—Oh, estoy seguro de que en poco tiempo la pondrían a usted al frente de todo el personal —respondí—, como también estoy seguro de que algún día llegaré aquí y encontraré el cartel de «salón de té» colgado sobre la puerta.
—No crea. Es lo único que no me dejan cambiar. Al señor Poirot no le gustaría, ¿no cree?
—Se horrorizaría.
—No se lo cuente. Ni a él, ni a nadie.
La intención de Fee de cambiar el nombre de su lugar de trabajo era algo que, según ella, solo me había contado a mí.
—No lo haré —le aseguré—. Le diré lo que haremos: venga a trabajar conmigo resolviendo crímenes y yo le pediré a mi jefe que cambie nuestro nombre por el de «Salón de Té Scotland Yard». De hecho, bebemos mucho té, por lo que no sería del todo inapropiado.
—Buf. —Fee no pareció impresionada—. Me han dicho que las mujeres policía tienen que abandonar el cuerpo si se casan. Pero no me importa. Prefiero resolver crímenes con usted antes que tener que ocuparme de un marido.
—¡Decidido, entonces!
—Así que ya sabe: no me proponga matrimonio.
—Ni siquiera se me habría pasado por la mente.
—¡Vaya! ¡Muchas gracias!
Para salir del aprieto, le aseguré:
—No pienso proponerle matrimonio a nadie, pero si alguna vez mis padres me obligan a punta de pistola, entonces se lo propondré a usted, antes que a cualquier otra chica, ¿le parece bien?
—Mejor a mí que a cualquier romántica soñadora. Se llevaría una decepción.
Como no quería hablar de romanticismo, le dije:
—Y hablando de nuestra sociedad para resolver crímenes… ¿No estará usted esperando a Poirot? Pensaba que lo encontraría aquí sentado, aguardando la reaparición de Jennie Hobbs.
—Jennie Hobbs, ¿eh? Veo que ha averiguado el apellido. El señor Poirot se alegrará de saber por quién se ha estado preocupando durante todo este tiempo. Quizá ahora deje de atormentarme. Cada vez que me vuelvo, me lo encuentro a él, dispuesto a hacerme otra vez todas las preguntas acerca de Jennie que ya me ha hecho. En cambio yo nunca le pregunto a él dónde está usted… ¡nunca!
Esa última frase me pareció desconcertante.
—¿Por qué iba a preguntárselo? —dije.
—Ni tengo por qué preguntárselo, ni se lo pregunto nunca. Hay que tener cuidado con las preguntas que uno hace a la gente que pregunta demasiado. ¿Ha averiguado algo más acerca de Jennie?
—Nada que pueda contarle, lamentablemente.
—Entonces ¿qué le parece si yo le cuento algo a usted? El señor Poirot lo querrá saber.
Fee me empujó hacia una de las mesas libres y, cuando estuvimos sentados, me dijo:
—El jueves pasado, la noche que Jennie estuvo aquí, cuando parecía tan agitada y confusa, yo noté algo, pero después se me fue de la cabeza, como ya le dije al señor Poirot. Pues bien, ahora lo he recordado. Estaba oscuro y yo no había cerrado las cortinas. Nunca las cierro. Me gusta que la luz del local ilumine la calle; además, si los clientes ven la sala iluminada, es más probable que entren.
—Sobre todo si la ven a usted aquí dentro —le dije en broma.
Ella me miró sorprendida.
—Exactamente —dijo.
—¿Qué quiere decir?
—Después de cerrar la puerta, como yo le había pedido, Jennie fue directamente a la ventana y se puso a mirar hacia afuera. Se comportaba como si alguien en la calle la estuviera persiguiendo, pero solo podía verse a sí misma en el cristal, al resto de la sala y a mí… a mi reflejo, quiero decir. Yo la veía a ella. Por eso la reconocí. Si le pregunta al señor Poirot, él se lo dirá. Antes de que ella se volviera, le dije: «¡Ah, pero si eres tú!». La ventana era como un espejo, ¿entiende?, porque aquí dentro había mucha luz y la calle estaba a oscuras. Ahora usted me dirá que quizá ella estuviera tratando de ver la calle, sin conseguirlo, pero yo sé que no era así.
—Explíquese.
—No estaba mirando la calle, para ver si alguien la perseguía. Me estaba mirando a mí, del mismo modo que yo la miraba a ella. Yo veía el reflejo de sus ojos, y ella veía el reflejo de los míos… como en un espejo, ¿comprende?
Asentí.
—Siempre que vemos el reflejo de alguien en un espejo, la otra persona también nos ve a nosotros.
—Así es. Y Jennie me estaba mirando a mí, se lo juro. Estaba esperando que yo dijera algo acerca de su entrada repentina. Le parecerá gracioso, señor Catchpool, pero fue como si pudiera ver algo más que sus ojos. Le vi la mente, por muy fantasioso que pueda parecerle. Le juro que estaba esperando que yo me encargara de todo.
—Es lo que estaría esperando cualquiera con un mínimo de cordura —le dije yo con una sonrisa.
Fee hizo chasquear la lengua, denotando cierta irritación.
—No sé cómo pude olvidarlo —continuó—. Me daría yo misma una buena colleja por no haber sido capaz de recordarlo hasta ahora. Le juro que no son imaginaciones mías. Su reflejo me estaba mirando directamente a los ojos, como si… —Frunció el ceño—. Como si el peligro fuera yo y no alguien que viniera de la calle. Pero ¿por qué iba a mirarme de ese modo? ¿Le encuentra usted algún sentido? Yo no.
Tras atender mis asuntos en Scotland Yard, volví a la casa de huéspedes, donde encontré a Poirot a punto de salir. Estaba delante de la puerta principal, con el sombrero y el abrigo puestos, la cara arrebolada y aspecto de gran agitación, como si le costara estarse quieto, aunque ese no era un problema que normalmente lo afligiera. Blanche Unsworth, contra toda su costumbre, no demostró el menor interés por mi llegada y siguió quejándose en voz alta de la imperdonable demora de un coche. Ella también tenía la cara enrojecida.
—Tenemos que salir inmediatamente hacia el hotel Bloxham, Catchpool —dijo Poirot, arreglándose el bigote con los dedos enguantados—. ¡En cuanto llegue el coche!
—Debería haber llegado hace diez minutos —intervino Blanche—. Supongo que la ventaja de que se haya retrasado es que ahora podrá llevar también al señor Catchpool.
—¿Cuál es la emergencia? —pregunté.
—Ha habido otro asesinato —dijo Poirot—. En el hotel Bloxham.
—¡Vaya!
Durante unos segundos, el pánico más abyecto me recorrió las venas. No acababa nunca. Arreglar a los muertos. Uno, dos, tres, cuatro…
Ocho manos inertes, con las palmas hacia abajo…
«Cógele la mano, Edward…».
—¿Es Jennie Hobbs? —le pregunté a Poirot, con la sangre palpitándome en los oídos.
Debí escucharlo cuando me advirtió del peligro. ¿Por qué no lo habría tomado en serio?
—No lo sé. ¡Ah, veo que usted también sabe su apellido! El señor Lazzari lo denunció por teléfono y hasta ahora no he podido hablar con él. Bon, ¡por fin llega el coche!
Cuando me disponía a montar en el vehículo, sentí que me retenían. Era Blanche Unsworth, que me tiraba de la manga del abrigo.
—¡Tenga cuidado en ese hotel, señor Catchpool! ¡No podría soportar que sufriera usted algún daño!
—Tendré cuidado, no se preocupe.
Su cara se contrajo en una mueca de indignada ferocidad.
—No debería ir usted a ese sitio, si quiere que le sea sincera. ¿Qué estaba haciendo ahí ese tipo, el que acabó asesinado? ¿No sabía que habían matado a tres personas en el Bloxham, solamente en la última semana? ¿Por qué no fue a alojarse a otro hotel, si no quería que le pasara lo mismo? Si hubiera prestado atención al peligro, ahora usted no tendría que tomarse toda esta molestia.
—Se lo diré a su cadáver y lo reprenderé con la mayor severidad.
Me dije que si sonreía y decía lo correcto en cada momento, quizá pronto me sentiría mejor.
—Dígaselo también a los otros clientes del hotel, ya que está —me aconsejó Blanche—. Y dígales también que tengo dos habitaciones libres. Quizá mi casa no sea tan elegante como el Bloxham, pero al menos mis huéspedes están vivos cuando se despiertan por la mañana.
—Por favor, Catchpool, dese prisa —me apremió Poirot desde el coche.
Precipitadamente, le entregué mis maletas a Blanche y obedecí.
Cuando estuvimos de camino, Poirot me dijo:
—Tenía la esperanza de prevenir un cuarto asesinato, mon ami. He fracasado.
—Yo no lo vería de ese modo —repliqué.
—Non?
—Usted hizo lo que pudo. El hecho de que el asesino lograra su propósito no significa que usted haya fracasado.
Poirot me miró con profundo desdén.
—Si esa es su opinión, entonces debe de ser usted el policía favorito de todos los asesinos. ¡Por supuesto que he fracasado! —Levantó una mano para impedir que yo lo contradijera—. No, no diga más tonterías, se lo ruego. Hábleme mejor de su estancia en Great Holling. ¿Qué descubrió, aparte del apellido de Jennie?
Empecé a relatarle mi viaje, sintiendo que recuperaba la calma a medida que avanzaba. Traté sobre todo de no omitir ningún detalle que un tipo minucioso como Poirot pudiera considerar relevante. Mientras hablaba, noté algo muy extraño: sus ojos se iban volviendo cada vez más verdes. Era como si alguien los iluminara desde dentro con linternas, para que brillaran con más fuerza.
Cuando terminé, dijo:
—De modo que Jennie limpiaba la habitación de Patrick Ive en el Saviour College de la Universidad de Cambridge… Muy interesante.
—¿Por qué?
En lugar de responderme, me hizo otra pregunta.
—Después de su primera visita a la casa de Margaret Ernst, ¿no se quedó usted aguardando un momento, para seguirla si ella salía?
—¿Seguirla? No. No tenía ningún motivo para pensar que fuera a salir. Por lo que he visto, se pasa todo el tiempo sentada junto a la ventana, vigilando la tumba de los Ive.
—Tenía usted todos los motivos para pensar que iba a salir, o que alguien acudiría a visitarla —replicó Poirot con expresión severa—. ¡Piense un poco, Catchpool! Se negó a hablarle de Patrick y de Frances Ive el día de su primera visita, n’est-ce pas? «Vuelva mañana», le dijo. Cuando usted volvió, le contó toda la historia. ¿No pensó ni por un segundo que la razón de ese aplazamiento podía ser que ella quisiera consultar con otra persona?
—No, no lo pensé. Al contrario. Margaret Ernst me pareció una mujer sumamente reflexiva, que no se precipita cuando es preciso tomar decisiones importantes, una persona con ideas propias, que no suele pedir consejo a nadie. Por eso no sospeché nada.
—En cambio yo sí sospecho —dijo Poirot—. Sospecho que Margaret Ernst quería consultar con el doctor Ambrose Flowerday lo que debía decirle a usted.
—Bueno, si realmente habló con alguien, solo ha podido ser con él —admití—. Mencionó su nombre infinidad de veces a lo largo de la conversación. Es evidente que lo admira.
—Sin embargo, usted no fue a buscar al doctor Flowerday. —Poirot resopló con impaciencia—. Ya lo sé. Su sentido del honor le impidió quebrantar la promesa de silencio. ¿Y ha sido por decoro inglés que ha utilizado ahora el verbo «admirar»? No, amigo mío. Margaret Ernst está enamorada de Ambrose Flowerday. Es algo que se desprende claramente de lo que usted me acaba de contar. ¿Ha dicho que esa mujer rebosa de apasionada emoción cada vez que menciona al vicario y a su esposa, a quienes ella no conoció? ¡No! Quien enciende la pasión de Margaret Ernst es el doctor Flowerday. Ella se emociona con los sentimientos de él respecto al reverendo Ive y su esposa, trágicamente fallecidos. Los dos eran buenos amigos del doctor. ¿Lo ve, Catchpool?
Respondí con una evasiva. A mi juicio, lo que encendía la pasión de Margaret Ernst eran los principios en juego y la injusticia cometida contra los Ive, pero sabía que habría sido una tontería decirlo. Si hubiera expresado mi opinión, Poirot me habría endilgado un discurso sobre mi incapacidad para reconocer los sentimientos amorosos. Para darle algo más en que pensar, aparte de mis innumerables errores y deficiencias, le hablé de mi visita al Pleasant y le conté lo que me había dicho Fee Spring.
—¿Qué cree que puede significar? —pregunté, mientras el coche daba un salto al pasar por encima de algo voluminoso que debió de encontrar en el pavimento.
Una vez más, Poirot hizo como si no hubiera oído mi pregunta, y me preguntó a su vez si le había contado todo.
—Todo lo sucedido en Great Holling, sí. Aparte de eso, la única novedad es el resultado de la autopsia, que hoy estaba listo. Las tres víctimas fueron envenenadas. Con cianuro, como pensábamos. Pero hay algo extraño: no se encontraron restos de comida reciente en sus estómagos. Harriet Sippel, Ida Gransbury y Richard Negus llevaban varias horas sin comer cuando fueron asesinados. Eso significa que no sabemos adónde fueron a parar las pastas y los sándwiches del té.
—¡Ah! Un misterio resuelto.
—¿Resuelto? Yo diría que es un nuevo misterio por resolver. ¿Me equivoco?
—Ay, Catchpool —dijo Poirot, tristemente—. Si le diera la respuesta, si me apiadara de usted y se la diera, entonces usted no desarrollaría la capacidad de pensar por sí mismo, ¡y sin embargo, debe desarrollarla! Tengo un buen amigo del que nunca le he hablado. Se llama Hastings. Con frecuencia lo animo a ejercitar su materia gris, aunque sé que su mente nunca será rival para la mía.
Pensé que su comentario era un preámbulo para hacerme un cumplido («En cambio usted…»), pero en lugar de eso, dijo:
—Tampoco la suya, Catchpool. No es que le falte inteligencia, ni sensibilidad, ni siquiera originalidad. Es un problema de confianza en sus capacidades. En lugar de buscar la respuesta, usted mira a su alrededor para ver si hay alguien que pueda dársela. Eh bien, ¡encuentra a Hércules Poirot! Pero Poirot no solo es un experto en resolver enigmas, mon ami. También es un guía, un maestro. Y Poirot quiere que usted aprenda a pensar con sus propias neuronas, como hace él, y como hace también esa mujer que usted describe, Margaret Ernst, que no confía en la Biblia, sino en su propio juicio.
—Sí. Me pareció bastante arrogante su actitud —dije con cierto énfasis.
Me habría gustado extenderme un poco más sobre el tema de la arrogancia, pero habíamos llegado al hotel Bloxham.