Capítulo 13

Nancy Ducane

Como era lógico, yo aún no sabía que Poirot ya estaba al tanto de la probable implicación de Nancy Ducane en nuestros tres asesinatos. Mientras yo huía en tren de Great Holling, Poirot estaba muy atareado organizando —con la ayuda de Scotland Yard— una visita a casa de la señora Ducane en Londres.

Lo consiguió ese mismo día y allí se presentó, acompañado del agente Stanley Beer. Una joven doncella en delantal almidonado le abrió la puerta de la blanca mansión de Belgravia. Poirot esperaba que los hiciera pasar a un saloncito elegante, donde aguardarían un momento la aparición de la señora de la casa. Sin embargo, para su sorpresa, Nancy Ducane lo estaba esperando en el vestíbulo, al pie de la escalera.

—¿Monsieur Poirot? Bienvenido. Veo que lo acompaña un policía. Debo decir que todo esto me parece muy inusual.

Stanley Beer emitió un extraño ruido gutural y se puso rojo como una remolacha. Nancy Ducane era una mujer de una belleza poco corriente, de cutis perfecto, lustroso cabello negro y profundos ojos azules de largas pestañas. Aparentaba unos cuarenta años y vestía con distinción, en tonos azul pavo real y verde intenso. Por una vez en su vida, Poirot no era el más elegante de los presentes.

—Es un placer conocerla, madame Ducane. —Se inclinó levemente—. Soy un gran admirador de su obra. He tenido la suerte de ver algunos de sus cuadros en diversas exposiciones, en los últimos años. Tiene usted un talento poco común.

—Gracias, es usted muy amable. Ahora le ruego que entregue su sombrero y su abrigo a Tabitha, para que podamos encontrar un lugar confortable donde sentarnos y hablar. ¿Querrán tomar té? ¿Tal vez un café?

Non, merci.

—Muy bien. Síganme.

Los tres se dirigieron a un pequeño gabinete, que más adelante me alegré de conocer solo de oídas y de no tener que visitar personalmente, ya que según me contó Poirot, estaba atestado de retratos. Todos esos ojos vigilantes colgados de las paredes…

Poirot le preguntó a Nancy Ducane si todos los cuadros eran obra suya.

—Oh, no —dijo ella—. Muy pocos son míos. Compro tantos cuadros como vendo. Creo que así debe ser, puesto que el arte es mi pasión.

—También es una de mis pasiones —replicó Poirot.

—Si solo viera cuadros míos a mi alrededor, me sentiría terriblemente sola. Siempre que cuelgo el cuadro de otro artista en mis paredes, siento que he invitado a casa a un buen amigo.

D’accord. Lo ha expresado usted muy bien, madame.

Cuando estuvieron sentados, Nancy dijo:

—¿Me permiten que vaya al grano y pregunte qué los trae exactamente por aquí? Me ha dicho usted por teléfono que le gustaría registrar mi casa. Puede hacerlo, si quiere. Pero ¿por qué?

—Quizá haya leído en los periódicos, madame, que tres huéspedes del hotel Bloxham fueron asesinados el pasado jueves por la noche.

—¿En el Bloxham? —Nancy se echó a reír. De repente, cambió de expresión—. ¡Santo cielo! Lo dice en serio, ¿verdad? ¿Tres? ¿Está seguro? El Bloxham siempre me ha parecido un lugar divino. No imagino que allí puedan cometerse asesinatos.

—Entonces ¿conoce el hotel?

—Claro que sí. Voy a menudo a tomar el té. Lazzari, el gerente, es un auténtico cielo. El hotel es famoso por sus scones, ¿sabe? ¡Los mejores de Londres! Oh, lo siento… —Se interrumpió—. No debería ponerme a parlotear sobre bollos para el té cuando tres personas han sido asesinadas. Es horrible. Pero no entiendo qué puede tener que ver todo esto conmigo.

—¿No ha leído nada acerca de esas muertes en los periódicos? —preguntó Poirot.

—No. —Nancy Ducane apretó levemente los labios—. No leo los periódicos, ni permito que entren en mi casa. Están llenos de desgracias. Yo evito las noticias tristes, siempre que puedo.

—Entonces ¿eso significa que no ha oído los nombres de las víctimas?

—No, ni tampoco quiero oírlos —respondió Nancy con un estremecimiento.

—Me temo que debo darle esa información, incluso a su pesar. Se llamaban Harriet Sippel, Ida Gransbury y Richard Negus.

—¿Qué? ¡Oh, no, no! ¡No, monsieur Poirot! —Nancy se tapó la boca con una mano y durante casi un minuto pareció incapaz de hablar. Finalmente, dijo—: ¿No será una especie de broma? Por favor, dígame que no es verdad.

—No es ninguna broma, madame, lo siento. Veo que la he alterado.

—Lo que me ha alterado es oír esos nombres. No me importa que estén vivos o muertos, mientras no tenga que pensar en ellos. Por mucho que intento evitar las cosas desagradables, no siempre lo consigo… Soy más sensible a la infelicidad que la mayoría de las personas, ¿lo comprende?

—¿Ha sufrido mucho en su vida?

—Prefiero no hablar de mis asuntos personales —respondió Nancy, desviando la mirada.

A Poirot no le habría servido de nada declarar que sus preferencias eran justo las opuestas. De hecho, nada le resultaba más fascinante que las pasiones privadas de personas desconocidas que probablemente nunca más volvería a ver.

En lugar de eso, dijo:

—Entonces volvamos a la investigación policial que nos ha traído hasta aquí. ¿Conoce los nombres de las tres víctimas?

Nancy asintió.

—Yo viví en un pueblo llamado Great Holling, en Culver Valley. No creo que usted lo conozca; nadie lo conoce. Harriet, Ida y Richard eran vecinos del pueblo. Hace años que no los veo, ni sé nada de ellos. No he vuelto a verlos desde 1913, cuando me trasladé a Londres. ¿Me está diciendo que han sido asesinados? ¿De verdad?

Oui, madame.

—¿En el hotel Bloxham? Pero ¿qué hacían allí? ¿Por qué habían venido a Londres?

—Es una de las muchas preguntas para las que aún no tengo respuesta —contestó Poirot.

—No tiene sentido que los hayan matado. —Nancy se levantó de un salto de la silla, y empezó a ir y venir entre la puerta y la pared del fondo—. ¡La única persona que lo habría hecho no lo hizo!

—¿Quién es esa persona?

—¡Oh, no me haga caso! —Nancy regresó a su silla y volvió a sentarse—. Lo siento. La noticia me ha conmocionado, como puede ver. No puedo serles de ninguna ayuda. Y… no quiero ser descortés, pero deberían marcharse.

—Cuando ha mencionado a la única persona que habría cometido esos tres asesinatos, ¿se refería a usted, madame? ¿Es usted quien lo habría hecho, pero no lo hizo?

—No lo hice… —dijo Nancy, articulando lentamente las palabras, mientras su mirada recorría con rapidez toda la habitación—. Ah, pero ahora entiendo por qué ha venido. Le han contado un par de historias y ha llegado a la conclusión de que yo los maté. Por eso quiere registrar mi casa. Sin embargo, yo no he matado a nadie. Registre todo lo que quiera, monsieur Poirot. Pídale a Tabitha que le enseñe todas las habitaciones. Son tantas, que pasará alguna por alto si no lleva una guía.

—Gracias, madame.

—No encontrará nada comprometedor, porque no hay nada que encontrar. ¡Ojalá se marcharan ustedes ahora mismo! No imaginan lo mucho que me han alterado.

Stanley Beer se puso de pie.

—Me pondré manos a la obra —dijo—. Gracias por su cooperación, señora Ducane.

Salió de la habitación y cerró la puerta.

—Usted es muy perspicaz, ¿verdad? —le dijo Nancy Ducane a Poirot, como si fuera un punto en su contra—. Es tan listo como dicen. Lo veo en sus ojos.

—Se supone que tengo una mente superior, oui.

—¡Qué orgulloso parece! En mi opinión, una mente superior no sirve de nada si no va acompañada de un corazón superior.

Naturellement. Como apasionados del arte, debemos afirmarlo. El arte habla al alma y al corazón, más que a la mente.

—Es cierto —replicó Nancy en voz baja—. ¿Sabe una cosa, monsieur Poirot? Sus ojos revelan algo más que perspicacia. Revelan sabiduría. Parecen venir del pasado. ¡Seguramente no comprenderá lo que quiero decir, pero es verdad! Quedarían maravillosos en un cuadro, pero por desgracia ya no podré pintar su retrato, ahora que ha traído a mi casa esos tres nombres horrendos.

—Es una pena.

—La culpa es suya —dijo Nancy con franqueza, mientras se retorcía las manos—. Bueno, sí, de acuerdo. ¿Por qué no reconocerlo? Es cierto que me refería a mí misma hace un momento. Soy yo quien habría podido asesinar a Harriet, a Ida y a Richard y sin embargo no lo he hecho. Ya se lo he dicho. No entiendo qué ha podido pasar.

—¿Estaba enemistada con ellos?

—Los aborrecía. Más de una vez les deseé la muerte. ¡Cielo santo! —Nancy se llevó repentinamente las manos a las mejillas—. ¿Es verdad que están muertos? Supongo que debería alegrarme o sentir alivio, pero no puedo sentir nada bueno cuando pienso en Harriet, en Ida y en Richard. ¿No le parece irónico?

—¿Por qué le disgustaban tanto?

—Prefiero no hablar al respecto.

—Madame, no se lo preguntaría si no lo considerara necesario.

—Aun así, no quiero contestar.

Poirot suspiró.

—¿Dónde estaba usted el jueves de la semana pasada, entre las siete y cuarto y las ocho de la noche?

Nancy frunció el ceño.

—No tengo ni la menor idea. Ya me cuesta bastante recordar lo que tengo que hacer esta semana. ¡Oh, ya sé! ¡El jueves, claro! Estaba aquí enfrente, en casa de mi amiga Louisa. Louisa Wallace. Había terminado su retrato, de modo que se lo llevé y me quedé a cenar. Creo que estuve en su casa desde las seis hasta poco antes de las diez. Me habría quedado más tiempo si no hubiera estado también Saint-John, el marido de Louisa, que es tremendamente esnob. Louisa es un cielo, incapaz de reconocer un defecto en nadie. Supongo que conocerá usted a más gente como ella. Pues bien, Louisa se empeña en creer que Saint-John y yo nos adoramos, porque los dos somos artistas, pero lo cierto es que yo no lo soporto. Saint-John está convencido de que su forma de arte es superior a la mía y aprovecha cada oportunidad para decírmelo. ¡Plantas y pescados! Es todo lo que pinta. ¡Tiestos con hojas deprimentes y merluzas y bacalaos de ojos vidriosos!

—¿Es un artista zoológico y botánico?

—No me interesan los pintores que nunca pintan el rostro humano —dijo Nancy de improviso—. Lo siento, pero es así. Saint-John insiste en que es imposible pintar una cara sin contar una historia, y que en cuanto uno atribuye una historia a un cuadro, distorsiona inevitablemente la información visual, o alguna otra tontería por el estilo. ¿Qué tiene de malo contar una historia? ¡Por el amor de Dios!

—¿Me contará Saint-John Wallace la misma historia que usted, si le pregunto por el jueves pasado? —inquirió Poirot—. ¿Confirmará que estuvo usted en su casa desde las seis hasta poco antes de las diez de la noche?

—Por supuesto. Esto es absurdo, monsieur Poirot. Me está preguntando lo mismo que le preguntaría a un asesino, y yo no lo soy. ¿Quién le ha dicho que debo ser yo quien cometió esos asesinatos?

—Alguien la vio salir corriendo del hotel Bloxham, en estado de gran agitación, poco después de las ocho de la noche. Mientras corría, se le cayeron dos llaves. Se volvió para recogerlas y salió huyendo. El testigo había visto fotos suyas en los periódicos y la identificó como la famosa artista Nancy Ducane.

—Eso es sencillamente imposible. Su testigo se equivoca. Pregunte a Saint-John y a Louisa Wallace.

—Es lo que haré, madame. Bon, ahora tengo otra pregunta para usted: ¿le resultan familiares las iniciales P. I. J. o quizá P. J. I.? ¿Podrían corresponder a alguien de Great Holling?

El color desapareció de las mejillas de Nancy.

—Sí —susurró—. Patrick James Ive. Era el vicario.

—¡Ah! Se refiere al vicario que murió en circunstancias trágicas, ¿verdad? Junto con su esposa, ¿no es así?

—Así es.

—¿Qué les sucedió?

—No pienso hablar al respecto. No diré nada.

—Es muy importante. Le ruego que me lo cuente.

—¡No puedo! —exclamó Nancy—. No podría, aunque lo intentara. Usted no lo entiende. Hace tanto que no hablo de eso, que… —Durante unos segundos no hizo más que abrir y cerrar la boca, sin poder articular ni una palabra. Después, la cara se le contrajo en una mueca de dolor—. ¿Qué les ocurrió a Harriet, a Ida y a Richard? —preguntó finalmente—. ¿Cómo los mataron?

—Con veneno.

—¡Una muerte horrible! Pero adecuada.

—¿Por qué lo dice, madame? ¿También Patrick Ive y su esposa murieron envenenados?

—¡No quiero hablar de ellos!

—¿Había en Great Holling una mujer llamada Jennie?

Nancy sofocó una exclamación y se llevó una mano a la garganta.

—Jennie Hobbs. No tengo nada que decir de ella, nada en absoluto. ¡No me haga más preguntas! —Parpadeó para reprimir las lágrimas—. ¿Por qué tiene que ser tan cruel la gente, monsieur Poirot? ¿Usted lo entiende? ¡No, no me conteste! Hablemos de otra cosa, de algo que nos levante el ánimo. ¿Qué le parece si hablamos de arte, puesto que a ambos nos apasiona?

Se puso de pie y se dirigió hacia un gran retrato colgado a la izquierda de la ventana. Era de un hombre de cabello negro desordenado y boca ancha, con un surco vertical en la barbilla. Estaba sonriendo. Incluso parecía a punto de estallar en carcajadas.

—Es mi padre —dijo Nancy—. Albinus Johnson. Quizá haya oído el nombre.

—Me resulta familiar, pero no consigo situarlo —respondió Poirot.

—Murió hace dos años. Lo vi por última vez cuando yo tenía diecinueve. Ahora tengo cuarenta y dos.

—Mis condolencias.

—Yo no pinté ese retrato. No sé quién lo pintó, ni cuándo. No está firmado, ni fechado. El artista no me merece una gran opinión; sea quien sea, era un aficionado. Pero es mi padre sonriendo, y por eso lo tengo en la pared. Si hubiera sonreído más en la vida real… —Nancy se interrumpió y se volvió para mirar a Poirot—. ¿Lo ve? —dijo—. ¡Saint-John Wallace se equivoca! La misión del arte es reemplazar las historias desgraciadas por invenciones más felices.

Llamaron a la puerta y el agente Stanley Beer volvió a entrar en la habitación. Poirot supo de inmediato lo que iba a decir, por el modo en que lo miraba a él y rehuía la mirada de Nancy.

—He encontrado algo, señor.

—¿Qué es?

—Dos llaves. Estaban en el bolsillo de un abrigo, un abrigo azul oscuro con puños de piel. La doncella me ha dicho que pertenece a la señora Ducane.

—¿Qué llaves son esas? —preguntó Nancy—. Déjeme verlas. Nunca guardo las llaves en los bolsillos de los abrigos. Tengo un cajón para eso.

Beer seguía sin mirarla. En lugar de contestarle, se acercó a Poirot y, cuando estuvo a su lado, abrió el puño que tenía cerrado.

—¿Qué tiene ahí? —dijo Nancy con impaciencia.

—Dos llaves del hotel Bloxham, con números de habitación grabados —respondió Poirot en tono solemne—. El 121 y el 317.

—¿Deberían significar algo para mí esos números? —preguntó Nancy.

—Dos de los tres asesinatos se cometieron en esas habitaciones, madame: la 121 y la 317. El testigo que la vio salir corriendo del hotel Bloxham, la noche de los asesinatos, dijo que se le cayeron a usted dos llaves con números grabados y afirmó que uno de esos números era «el ciento y algo», y el otro, «el trescientos y pico».

—¡Qué coincidencia tan extraordinaria! ¡Oh, monsieur Poirot! —Nancy se echó a reír—. ¿Está usted seguro de ser tan listo como dicen? ¿No ve lo que tiene justo delante de la nariz? ¿Acaso se lo impide ese enorme bigote suyo? ¡Alguien está intentando incriminarme! ¡Casi siento curiosidad por saber quién será! Quizá hasta pueda divertirme tratando de averiguarlo, en cuanto dejemos perfectamente claro que no voy a ingresar en la cárcel.

—¿Quién ha tenido ocasión de poner esas llaves en el bolsillo de su abrigo, entre el jueves pasado y hoy? —le preguntó Poirot.

—¿Cómo voy a saberlo? Puede haberlo hecho cualquiera que se haya cruzado conmigo por la calle. Me pongo mucho ese abrigo azul. Hay algo irracional en todo esto, ¿sabe?

—Explíqueme eso, por favor.

Durante unos instantes, Nancy pareció perderse en sus pensamientos. Después, reaccionó y dijo:

—Cualquiera que aborreciese a Harriet, a Ida y a Richard lo suficiente para matarlos… debería estar bien dispuesto hacia mí. Y sin embargo, ya lo ve: está tratando de incriminarme.

—¿Quiere que la detenga, señor? —le preguntó Stanley Beer a Poirot—. ¿La encerramos?

—¡No sea ridículo! —protestó Nancy—. Digo que alguien está tratando de incriminarme, ¿y usted solo piensa en arrestarme? ¿Qué es usted? ¿Un policía o un loro? Si quiere detener a alguien, entonces detenga a su testigo. ¿No ha pensado que además de ser un mentiroso podría ser un asesino? ¿No lo ha pensado? Deberían cruzar la calle de una vez y pedirle a Saint-John y a Louisa Wallace que les cuenten la verdad. Es la única manera de poner fin a esta absurda situación.

Poirot se levantó de su asiento con cierta dificultad; era un sillón poco adecuado para una persona de su rotundidad y dimensiones.

—Haremos eso précisément —dijo, y después, dirigiéndose a Stanley Beer, añadió—: No es necesario detener a nadie en este momento, agente. Madame, no creo que fuera a conservar usted las dos llaves si de verdad hubiera cometido los asesinatos de las habitaciones 121 y 317 del hotel Bloxham. Si fuera la asesina, ¿no habría intentado deshacerse de las llaves?

—Desde luego. Me habría deshecho de ellas a la primera oportunidad, ¿no cree?

—Iré ahora mismo a ver a los señores Wallace.

—De hecho —dijo Nancy—, no son los señores Wallace, sino lord y lady Wallace. A Louisa no le importará si la llama señora, pero Saint-John nunca se lo perdonará si lo priva de su título.

Poco después, Poirot estaba junto a Louisa Wallace, que contemplaba extasiada el retrato pintado por Nancy Ducane, colgado de una de las paredes de su salón.

—¿No le parece perfecto? —suspiró la dueña de casa—. Ni excesivamente halagador, ni despiadado. Con mis mejillas sonrosadas y mi cara redonda, siempre existe el peligro de que me confundan con la mujer de un granjero, pero aquí no tengo ese aspecto en absoluto. No estoy esplendorosa, pero me veo bastante bien. Saint-John utilizó el término «voluptuosa», una palabra que nunca había empleado para referirse a mí, pero que le inspiró este retrato. —Se echó a reír—. ¿No le parece maravilloso que haya personas con tanto talento como Nancy?

A Poirot le estaba costando concentrarse en el retrato. La homóloga de la eficiente y almidonada Tabitha de Nancy Ducane, en casa de Louisa Wallace, era una chica bastante torpe llamada Dorcas, que hasta ese momento había conseguido tirar dos veces el abrigo de Poirot al suelo y pisar una vez su sombrero, que también se le había caído de las manos.

La casa de los Wallace habría podido ser hermosa si hubiese estado mejor cuidada, pero tal como la encontró Poirot ese día, dejaba mucho que desear. Aparte de los muebles más voluminosos y pesados, que mantenían con sensatez la alineación con las paredes, todos los otros objetos de la casa parecían haber sido arrastrados por un viento huracanado, antes de caer de manera aleatoria en los lugares más inoportunos. Poirot no soportaba el desorden. Le impedía pensar con claridad.

Finalmente, la doncella se retiró, tras recoger el abrigo y el sombrero pisoteado de Poirot, y lo dejó a solas con Louisa Wallace. Stanley Beer se había quedado en el domicilio de Nancy Ducane para terminar de registrar las habitaciones y lord Wallace no estaba en casa; al parecer, había salido esa misma mañana para pasar unos días en la residencia de campo de su familia. Al observar en las paredes varios «tiestos con hojas deprimentes», así como «merluzas y bacalaos de ojos vidriosos», como había dicho Nancy, Poirot se preguntó si los cuadros serían obra de Saint-John Wallace.

—Acepte mis disculpas en nombre de Dorcas —dijo Louisa—. Es novata y probablemente la más torpe de las doncellas que hemos tenido la desgracia de padecer, pero yo no me doy por vencida. Hace solo tres días que está con nosotros. Con tiempo y paciencia, aprenderá. ¡Ojalá no se pusiera tan nerviosa! Ahí está su problema. Cuanto más se preocupa pensando que no debe dejar caer el abrigo y el sombrero de un caballero importante, más se le caen. ¡Es exasperante!

—En efecto —convino Poirot—. Lady Wallace, respecto al jueves pasado…

—Ah, sí, de eso estábamos hablando cuando lo traje aquí para enseñarle el retrato. Sí, como le estaba diciendo, Nancy estuvo aquí esa noche.

—¿Desde qué hora hasta qué hora, madame?

—No lo recuerdo exactamente. Sé que habíamos acordado que vendría a las seis para traerme el cuadro y no tengo la impresión de que se retrasara. Me temo que no podría decirle a qué hora se marchó. Si tuviera que mencionar una, diría las diez de la noche o quizá un poco más tarde.

—¿Y estuvo aquí todo el tiempo, desde que llegó hasta que se fue? ¿No salió en ningún momento para regresar al cabo de un rato?

—No. —Louisa Wallace pareció intrigada—. Vino a las seis con el cuadro y estuvo aquí hasta que se marchó. ¿Por qué lo pregunta?

—¿Puede confirmar que la señora Ducane no salió de aquí antes de las ocho y media?

—¡Cielo santo, claro que sí! Se marchó mucho más tarde. A las ocho y media todavía estábamos sentados a la mesa.

—¿Quiénes?

—Nancy, Saint-John y yo.

—¿Su marido me lo confirmaría, si hablara con él?

—Por supuesto. Espero que no esté insinuando que le estoy mintiendo, monsieur Poirot.

—No, no. Pas du tout.

—Bien —dijo Louisa Wallace, como zanjando el asunto, antes de volverse una vez más hacia su retrato en la pared—. El color es su principal talento, ¿no cree? También es cierto que sabe captar la personalidad en un rostro, pero su punto fuerte es el uso del color. ¡Mire cómo cae la luz sobre mi vestido verde!

Poirot comprendió enseguida lo que quería decir su anfitriona. De repente, el verde del vestido parecía más luminoso y, al instante siguiente, se volvía otra vez más profundo. El matiz nunca era el mismo. La luz parecía cambiar con la contemplación del cuadro, gracias al talento de Nancy Ducane. En el cuadro aparecía Louisa Wallace sentada en una silla, con un vestido verde de escote generoso, delante de una mesa de madera sobre la cual destacaba un aguamanil azul con su jofaina. Poirot se puso a recorrer el salón, para examinar el cuadro desde diferentes ángulos y posiciones.

—Insistí en pagarle a Nancy su tarifa habitual para retratos, pero ella se negó —dijo Louisa Wallace—. Soy muy afortunada por tener una amiga tan generosa. Creo que mi marido está un poco celoso, ¿sabe? Por el cuadro, quiero decir. Toda la casa está llena de sus cuadros. ¡Casi no queda un espacio libre en las paredes! Solo teníamos cuadros suyos, hasta que llegó este. Nancy y él tienen una tonta rivalidad artística. Yo lo noto. Los dos son brillantes, cada uno a su manera.

¿De modo que Nancy Ducane le había regalado el retrato a Louisa Wallace?, pensó Poirot. ¿Sería cierto que no quería nada a cambio, o tal vez se lo había dado para obtener de ella una coartada? Quizá una buena amiga no se habría negado a contar una mentira inofensiva, después de recibir un regalo tan generoso. Poirot se preguntó si sería conveniente revelarle a Louisa Wallace que su visita guardaba relación con un caso de asesinato. Hasta ese momento no se lo había dicho.

Lo distrajo de sus pensamientos la repentina aparición de Dorcas, la doncella, que irrumpió en la habitación con aires de urgencia y ansiedad.

—¡Discúlpeme, señor!

—¿Qué ocurre?

Poirot casi se esperaba que hubiera acudido a decirle que acababa de prender fuego accidentalmente a su sombrero y su abrigo.

—¿Le apetecería una taza de té o de café, señor?

—¿Es eso lo que ha venido a preguntarme?

—Sí, señor.

—¿Y nada más? ¿No ha pasado nada?

—No, señor.

Dorcas parecía perpleja.

Bon. En ese caso, sí, por favor. Tomaré un café. Gracias.

—De nada, señor.

—¿Lo ha visto? —gruñó Louisa Wallace mientras la joven salía de la habitación con sus andares de pato—. ¿Se lo puede creer? ¡Habría jurado que venía a anunciarnos que tenía que marcharse de inmediato, para correr al lado de su madre moribunda! ¡Esta chica es el colmo! Debería despedirla sin más, pero incluso un servicio malo es mejor que ningún servicio en absoluto. Es imposible encontrar una doncella razonable en estos tiempos.

Poirot le dio la razón con un par de gruñidos neutros. No tenía la menor intención de ponerse a analizar los problemas del servicio. Le interesaban mucho más sus ideas, sobre todo las que se le acababan de ocurrir mientras Louisa Wallace se quejaba de Dorcas y él observaba en un cuadro un aguamanil azul.

—Madame, si me permite que le robe un poco más de su tiempo… Esos otros cuadros que tiene aquí en las paredes, ¿son obra de su marido?

—Sí.

—Como muy bien ha dicho usted, él también es un artista excelente. Me haría un gran honor, madame, si accediera a enseñarme el resto de su casa. Me gustaría mucho ver los cuadros de su esposo. ¿Ha dicho que están en todas las paredes?

—Así es. Le ofreceré con mucho gusto un recorrido guiado por la obra pictórica de Saint-John Wallace, ¡y verá que no exagero! —Louisa parecía radiante—. ¡Qué divertido! —exclamó, aplaudiendo—. Ojalá Saint-John estuviera aquí, porque él podría explicarle mucho más que yo acerca de sus cuadros. Pero lo haré lo mejor que pueda. Se sorprendería, monsieur Poirot, si supiera cuánta gente viene a esta casa y ni siquiera se fija en los cuadros, ni pregunta por ellos. Dorcas es un buen ejemplo. Podríamos tener quinientas bayetas de cocina enmarcadas en las paredes y ella no notaría la diferencia. Si le parece, empezaremos por el vestíbulo.

Mientras recorría la casa y su anfitriona le señalaba un sinfín de especies de plantas, arañas y peces, Poirot pensó que tenía suerte de ser un aficionado al arte, porque sus conocimientos le permitían formarse una opinión respecto a la rivalidad entre Saint-John Wallace y Nancy Ducane. Los cuadros de Wallace eran meticulosos y dignos, pero carecían de sentimiento. El talento de Nancy Ducane era muy superior. La artista había logrado captar la esencia de Louisa Wallace e insuflarle auténtica vida en el lienzo. Poirot sintió deseos de contemplar una vez más el retrato antes de marcharse, y no solo para comprobar que no se había equivocado acerca del importante detalle que creía haber descubierto.

Dorcas apareció en el rellano.

—Su café, señor.

Poirot, que estaba dentro del estudio de Saint-John Wallace, salió un momento para coger la taza. La doncella retrocedió bruscamente, como si no esperara que el caballero fuera hacia ella, y derramó la mayor parte de la bebida sobre su blanco delantal.

—¡Oh, cielos! Lo siento, señor. Tengo manos de mantequilla. Le serviré otra taza enseguida.

—No, no, por favor. No es necesario.

Poirot se apoderó de lo que quedaba de su café y se lo bebió de un trago, antes de que terminara de derramarse.

—Este es uno de mis favoritos, creo —dijo Louisa Wallace, aún dentro del estudio, señalando un cuadro que Poirot no veía—: «Dulcamara. Solanum dulcamara». Está fechado el cuatro de agosto del año pasado, ¿lo ve? Fue el regalo de Saint-John por nuestro aniversario de bodas. Treinta años. ¿No le parece precioso?

—¿Está seguro de que no quiere otra taza de café, señor? —preguntó Dorcas.

—El cuatro de… Sacré tonnerre! —murmuró Poirot para sus adentros, mientras una sensación de entusiasmo comenzaba a expandirse en su interior. Volvió a entrar en el estudio y contempló la pintura de la dulcamara.

—El señor ya te ha contestado una vez, Dorcas. No quiere más café.

—Por mí no es problema, señora. De verdad que no. Él quería café, pero no había nada en la taza cuando se la di.

—Si no hay nada, uno no ve nada —fue la críptica reflexión de Poirot—. Uno no piensa en nada, no nota nada… Pero notar un «nada» es difícil, incluso para Poirot, hasta que uno ve en otro sitio el «algo» que debería estar en su lugar. —Le cogió una mano a Dorcas y se la besó—. Mi estimada muchacha, ¡lo que usted me ha traído es mucho más valioso que el café!

—¡Oh! —Dorcas inclinó la cabeza y se quedó mirando fijamente a Poirot—. Se le han puesto los ojos muy raros, señor. Raros y verdes.

—¿Qué ha querido decir, monsieur Poirot? —preguntó Louisa Wallace—. Dorcas, ¡ve a buscar algo útil que hacer!

—Sí, señora.

La criada se marchó apresuradamente.

—Tengo una deuda con Dorcas y también con usted, madame —dijo Poirot—. Cuando he llegado hace tan solo… ¿cuánto?, ¿media hora?, no lograba ver nada con claridad. No veía más que confusión y enigmas. Pero ahora las piezas comienzan a encajar… Y es importante que pueda seguir pensando sin interrupciones.

—Oh. —Louisa pareció decepcionada—. Bueno, si tiene que marcharse enseguida…

—No, no. Me ha interpretado mal. Pardon, madame. La culpa ha sido mía; no me he expresado con claridad. Antes tenemos que terminar el recorrido de la obra pictórica de su marido, por supuesto. ¡Todavía queda tanto por explorar! Después me marcharé y me entregaré a mis reflexiones.

—¿Está seguro? —Louisa lo miró con algo semejante a la alarma—. Bien, de acuerdo, si usted no lo encuentra demasiado aburrido.

Reanudó entonces su entusiasta descripción de los cuadros, mientras pasaban de una estancia a otra de la mansión.

En uno de los dormitorios de invitados, la última de las habitaciones que visitaron en la planta alta, había un aguamanil de porcelana blanca, adornado con un escudo de armas rojo, verde y blanco. También había una mesa de madera y una silla, que Poirot reconoció como las mismas que aparecían en el retrato de Louisa.

Se volvió hacia ella y le dijo:

Pardon, madame. ¿Dónde está el aguamanil azul del retrato?

—El aguamanil azul… —repitió Louisa, con aparente desconcierto.

—Fue en esta habitación donde posó para el cuadro de Nancy Ducane, n’est-ce pas?

—Sí, así es. Pero… ¡aguarde un minuto! ¡Este aguamanil debería estar en el otro dormitorio de invitados!

—Y sin embargo, no está allí, sino aquí.

—Así es. Entonces… ¿dónde está el azul?

—No lo sé, madame.

—Estará en otro dormitorio. En el mío, quizá. Dorcas debe de haberlo cambiado de sitio.

Salió de la habitación a paso rápido, para ir en busca del objeto perdido. Poirot la siguió.

—No hay ningún otro aguamanil en ninguno de los dormitorios —comentó él.

Tras una minuciosa inspección, Louisa Wallace exclamó indignada:

—¡Esa chiquilla inútil! Le diré qué ha pasado, monsieur Poirot. Dorcas ha roto el aguamanil azul y me lo oculta por miedo a mi enfado. Ahora iremos y se lo preguntaremos. Lo negará, por supuesto, pero es la única explicación posible. Los jarros no desaparecen, ni tampoco se mueven solos de una habitación a otra.

—¿Cuándo lo vio por última vez, madame?

—No lo sé. Hace tiempo que no le presto atención. Casi nunca entro en los dormitorios de invitados.

—¿Es posible que Nancy Ducane se lo llevase el jueves por la noche, cuando se fue?

—No. ¿Por qué iba a llevárselo? ¡Qué tontería! La acompañé a la puerta para despedirla y puedo asegurarle que no llevaba nada en la mano, excepto las llaves de su casa. Además, Nancy no es ninguna ladrona. Dorcas, por otra parte… ¡Eso sí que es posible! Si no ha roto el aguamanil azul, lo ha robado, estoy segura. Pero ¿cómo voy a demostrarlo? Lo más probable es que ella lo niegue.

—Hágame un favor, madame. No acuse a Dorcas de haberle robado, ni de ninguna otra cosa. No creo que sea culpable.

—Bueno, entonces ¿dónde está mi aguamanil?

—Tendré que pensarlo —dijo Poirot—. Dentro de un momento me marcharé y dejaré de molestarla, pero antes me gustaría echar un último vistazo a ese excelente retrato que le ha hecho Nancy Ducane. ¿Me lo permite?

—Sí, claro, con mucho gusto.

Louisa Wallace y Hércules Poirot volvieron al salón y se situaron delante del cuadro.

—Maldita chiquilla —masculló Louisa—. Ahora cuando miro el cuadro solo puedo ver el aguamanil azul.

Oui. Destaca, ¿verdad?

—Antes tenía ese jarro azul en casa y ahora no lo tengo. Lo único que puedo hacer es mirar un cuadro y preguntarme dónde estará. ¡Cielo santo! ¡Qué difícil ha resultado este día!

Blanche Unsworth, como era su costumbre, le preguntó a Poirot en cuanto volvió a casa si necesitaba algo que ella pudiera darle.

—Sí, en efecto —respondió él—. Necesito papel y lápices para dibujar. Lápices de colores.

Blanche se quedó boquiabierta.

—Puedo traerle papel, pero lápices de colores no creo que tenga, a menos que esté usted interesado en el color de la mina corriente.

—¡Gris! El mejor de los colores.

—¿Me está tomando el pelo, señor Poirot? ¿Gris?

Oui. —Poirot se golpeó la sien con la punta de un dedo—. El color de la materia gris.

—Oh, no. A mí siempre me parecerá mejor un tono lila o un rosa suave.

—Los colores no importan: un vestido verde, un aguamanil azul, otro blanco…

—No entiendo muy bien lo que quiere decir, señor Poirot.

—No hace falta que me entienda, señora Unsworth. Tráigame simplemente uno de sus lápices corrientes y una hoja. ¡Rápido! Y también un sobre. Hoy he pasado mucho tiempo hablando de arte. ¡Ahora Hércules Poirot intentará componer su propia obra maestra!

Veinte minutos después, sentado delante de una de las mesas del comedor, Poirot volvió a llamar a Blanche Unsworth. Cuando ella acudió, le entregó el sobre, que previamente había cerrado y sellado.

—Por favor, llame por teléfono a Scotland Yard de mi parte —dijo Poirot—. Pida que envíen a alguien para recoger esto y entregarlo sin demora al agente Stanley Beer. He escrito su nombre en el sobre. Diga que es por algo importante, relacionado con los asesinatos del hotel Bloxham.

—Creía que estaba haciendo un dibujo —dijo Blanche.

—Mi dibujo está dentro del sobre, acompañado de una carta.

—Ah, bueno. ¿Me dejará verlo?

Poirot sonrió.

—No es necesario que lo vea, madame, a menos que trabaje usted para Scotland Yard, y tengo entendido que no es así.

—Oh. —Blanche Unsworth pareció contrariada—. Bueno, entonces voy a hacer esa llamada suya.

Merci, madame.

Cuando volvió, cinco minutos después, se tapaba la boca con una mano y tenía la cara enrojecida.

—¡Cielo santo, señor Poirot! —exclamó—. ¡Hay una mala noticia para todos nosotros! ¡No entiendo qué está pasando con la gente, de verdad le digo que no lo entiendo!

—¿Cuál es la noticia?

—He llamado a Scotland Yard, como usted me ha pedido, y me han dicho que enviarían a alguien para recoger su sobre. Después, el teléfono ha vuelto a sonar, justo cuando acababa de colgar. ¡Oh, señor Poirot, es terrible!

—Tranquilícese, madame, y dígame por favor qué ha ocurrido.

—¡Ha habido otro asesinato en el Bloxham! ¡No sé qué está pasando con esos hoteles de lujo, de verdad le digo que no lo sé!