Capítulo 12

Una dolorosa herida

Al día siguiente, justo después del desayuno, salí hacia la cabaña de Margaret Ernst, situada junto a la iglesia de los Santos Sagrados, en Great Holling. Encontré la puerta abierta y la golpeé lo más levemente que pude con los nudillos, para que no se abriera todavía más.

Como no hubo respuesta, volví a llamar.

—¿Señora Ernst? —pregunté en voz alta—. ¿Margaret?

Silencio.

Me volví sin saber por qué, al notar algún tipo de movimiento detrás de mí, aunque tal vez solo fuera el viento entre los árboles.

Empujé suavemente la puerta, que se abrió con un chirrido. Lo primero que vi fue un pañuelo en el suelo de la cocina: un fular verde y azul, con un intrincado motivo estampado. ¿Por qué estaba tirado? Hice una inspiración profunda y me preparé para entrar, cuando de pronto oí una voz:

—¡Pase, señor Catchpool!

Estuve a punto de dar un brinco.

Margaret Ernst apareció en la cocina.

—¡Oh, justo lo que estaba buscando! —dijo con una sonrisa, mientras se agachaba para recoger el pañuelo—. Sabía que sería usted. Dejé la puerta abierta a propósito. De hecho, lo esperaba hace cinco minutos, pero supongo que presentarse a las nueve en punto habría delatado demasiada ansiedad por su parte, ¿no?

Me hizo pasar, al tiempo que se ponía el pañuelo al cuello.

Aunque yo sabía que no pretendía ofenderme con sus comentarios, algo en su manera de provocarme me proporcionó valor y me hizo ser más directo de lo que habría sido en otra situación.

—Estoy ansioso por saber la verdad y no me importa demostrarlo —dije—. ¿Quién deseaba la muerte de Harriet Sippel, Ida Gransbury y Richard Negus? Creo que usted tiene una idea al respecto y me gustaría conocerla.

—¿Qué son esos papeles?

—¿Qué? ¡Ah! —Había olvidado que los llevaba en la mano—. Listas. Los huéspedes del Bloxham en el momento de cometerse los asesinatos y también los empleados del hotel. He pensado que quizá usted pueda echarles un vistazo y decirme si reconoce algún nombre…, pero eso después de responder a mi pregunta sobre quién pudo querer matar a…

—Nancy Ducane —dijo Margaret. Después cogió las dos listas de mis manos y se puso a estudiarlas, con el ceño fruncido.

Yo le dije exactamente las mismas palabras que Poirot le había dicho a Samuel Hobben el día anterior, aunque en ese momento no lo sabía.

—¿Nancy Ducane, la artista?

—Aguarde un momento. —Permanecimos un rato en silencio, mientras Margaret examinaba las dos listas—. Me temo que ninguno de los nombres me resulta familiar.

—¿Dice usted que Nancy Ducane (la misma Nancy Ducane que yo conozco, la pintora especialista en retratos de la alta sociedad) tenía un móvil para matar a Harriet Sippel, a Ida Gransbury y a Richard Negus?

Margaret plegó las dos hojas, me las devolvió y me indicó con un gesto que la siguiera al salón. Cuando estuvimos cómodamente sentados en los mismos sillones que el día anterior, me respondió:

—Sí. Nancy Ducane, la artista famosa. No puedo pensar en nadie más que tuviera a la vez el deseo de ver muertos a Harriet, a Ida y a Richard, y la capacidad de matarlos y de salirse con la suya. ¡No se asombre tanto, señor Catchpool! La gente famosa no está a salvo de cometer maldades. Debo decir, sin embargo, que no creo que haya sido Nancy. Era una mujer civilizada cuando la conocí, y nadie cambia tanto. Era una mujer valiente.

No dije nada, pero pensé que el problema residía en que la mayoría de los asesinos son civilizados la mayor parte del tiempo, y se salen solamente una vez de su civilizada rutina, para cometer sus asesinatos.

Margaret prosiguió:

—Pasé toda la noche en vela, preguntándome si no habría sido Walter Stoakley; pero no, es imposible. Ni siquiera consigue ponerse de pie sin ayuda. ¿Cómo iba a arreglárselas para ir a Londres? Cometer tres asesinatos es algo totalmente fuera de su alcance.

—¿Walter Stoakley? —Me incliné hacia delante en mi asiento—. ¿El viejo borracho con el que estuve hablando ayer en el King’s Head? ¿Por qué iba a querer él matar a Harriet Sippel, a Ida Gransbury y a Richard Negus?

—Porque Frances Ive era su hija —replicó Margaret.

Desvió la vista para contemplar la tumba de los Ive por la ventana, y una vez más me vino a la mente el verso del soneto de Shakespeare: «Blanco de la calumnia siempre fue hermosura».

—Me alegraría si me dijeran que fue Walter quien cometió los crímenes —dijo Margaret—. ¿No le parece horrible por mi parte? Para mí sería un alivio enterarme de que no fue Nancy. Walter es viejo y no creo que le queden muchas ganas de vivir. ¡Ojalá no haya sido Nancy! He leído en los periódicos que le ha ido muy bien como artista. Se marchó del pueblo y ha conseguido hacerse un nombre. Ha sido un consuelo para mí. Me alegra saber que lleva una vida próspera en Londres.

—¿Se marchó del pueblo? —pregunté—. Entonces ¿Nancy Ducane vivió antes en Great Holling?

Margaret Ernst seguía mirando por la ventana.

—Sí. Hasta 1913.

—El mismo año en que Patrick y Frances Ive murieron. El mismo en que Richard Negus se marchó del pueblo.

—Sí.

—Margaret… —Me adelanté un poco más todavía en mi asiento, para tratar de desviar su atención de la tumba de los Ive—. Espero de todo corazón que haya decidido contarme la historia de Patrick y de Frances Ive. Estoy seguro de que, cuando la haya oído, comprenderé muchas cosas que ahora son un misterio para mí.

Volvió hacia mí sus ojos de mirada grave.

—He decidido contarle la historia, pero con una condición. Debe prometerme que no se la repetirá a nadie del pueblo. Lo que yo le diga aquí no debe salir de esta habitación, hasta que usted llegue a Londres. Una vez allí, puede contárselo a quien quiera.

—No hace falta que se inquiete por eso —repliqué—. Mis oportunidades de conversación con la gente de Great Holling son bastante limitadas. Todos se escabullen en cuanto me ven venir.

Me había ocurrido dos veces esa misma mañana, en el camino hacia la cabaña de Margaret Ernst. Uno de los que me habían eludido era un pillastre que no debía de tener ni diez años cumplidos. Era un niño, pero me reconoció y supo que debía desviar la mirada, pasar a toda prisa a mi lado y buscar refugio en un lugar seguro. Supuse que sabría mi nombre de pila, mi apellido y la razón de mi visita a Great Holling. Los pueblos pequeños tienen al menos una ventaja sobre Londres: saben cómo hacerte el vacío de una manera que te hace sentir tremendamente importante.

—Le estoy pidiendo una promesa solemne, señor Catchpool, y no una evasiva.

—¿Por qué es necesario tanto secretismo? ¿No sabe todo el pueblo la historia de los Ive y lo que les ocurrió, sea lo que sea?

Lo que Margaret dijo a continuación reveló que no le preocupaba el pueblo en general, sino uno de sus habitantes en concreto.

—Cuando haya oído lo que voy a decirle, seguramente querrá ir a hablar con el doctor Ambrose Flowerday.

—¿El hombre que me ha pedido que olvide y que sin embargo usted misma se ocupa de recordarme una y otra y otra vez?

Se sonrojó.

—Debe prometerme que no lo buscará, y que si por casualidad lo encuentra, no le mencionará a Patrick y Frances Ive. A menos que me dé su palabra, no le diré nada.

—No sé si puedo. ¿Qué le diría a mi jefe en Scotland Yard? Él me ha enviado aquí para hacer preguntas.

—Bueno —dijo Margaret Ernst, cruzándose de brazos—, entonces tenemos un problema.

—Supongo que podría ir a ver al doctor Flowerday y pedirle que me cuente la historia… Él conocía a los Ive, ¿verdad? Ayer usted dijo que él ya vivía en Great Holling antes de la muerte de la pareja, a diferencia de usted.

—¡No! —El miedo en sus ojos era inconfundible—. ¡Por favor, no vaya a hablar con Ambrose! Usted no lo entiende, no puede entender.

—¿De qué tiene tanto miedo, Margaret? Me parece usted una persona íntegra y honesta, sin embargo… No puedo evitar preguntarme si no tendrá intención de ocultarme una parte de la historia.

—No, nada de eso. Se lo contaré todo. No me callaré nada.

No sé por qué, pero la creí.

—Entonces, si no piensa ocultarme ni siquiera una parte de la verdad, ¿por qué pretende que no hable con nadie más acerca de Patrick y de Frances Ive?

Margaret se puso de pie, se acercó a la ventana y apoyó la frente contra el cristal, bloqueándome con su cuerpo la vista de la lápida de los Ive.

—Lo que sucedió aquí en 1913 supuso una dolorosa herida para todo el pueblo —dijo en voz baja—. Ninguno de sus habitantes pudo sustraerse de sus efectos. Nancy Ducane se marchó a Londres y Richard Negus, a Devon, pero ninguno de los dos pudo escapar. Se llevaron la herida consigo. No era visible en su piel, ni en ninguna parte de su cuerpo, pero la tenían. Las heridas que no se pueden ver son las peores. Y para los que se quedaron, como Ambrose Flowerday… Sí, también fue terrible para ellos. No sé si Great Holling podrá recuperarse algún día. Sé que aún no se ha recuperado.

Se volvió para mirarme.

—Nunca se habla de la tragedia, señor Catchpool. Nadie de aquí la menciona, al menos directamente. Algunas veces, solo cabe el silencio… El silencio y el olvido, si fuera posible olvidar.

Mientras hablaba, se retorcía las manos, las separaba y volvía a juntarlas.

—¿Le preocupa el efecto que mis preguntas puedan tener para el doctor Flowerday? ¿Quiere protegerlo, porque él está intentando olvidar?

—Como ya le he dicho, es imposible olvidar.

—En cualquier caso, ¿cree que le causaría angustia hablar del tema?

—Sí, mucha.

—¿Es muy amigo suyo?

—Esto no tiene nada que ver conmigo —me respondió con sequedad—. Ambrose es un buen hombre y no quiero que nadie lo importune. ¿Por qué no puede usted acceder simplemente a lo que le pido?

—De acuerdo, tiene mi palabra —dije, muy a mi pesar—. No hablaré con nadie del pueblo de lo que usted me cuente ahora.

Tras formular mi promesa, me sorprendí deseando que los habitantes de Great Holling me siguieran eludiendo con tanta asiduidad como hasta ese momento, para no tener que combatir ninguna tentación. Habría sido muy propio de mi suerte salir de la cabaña de Margaret Ernst y toparme con un locuaz doctor Flowerday, ansioso por mantener una buena charla conmigo.

Desde sus tres retratos en la pared, el difunto Charles Ernst me dirigió tres miradas de advertencia. «Si rompes la promesa que le has hecho a mi esposa, te aseguro que lo lamentarás, bellaco», parecían decir sus ojos.

—¿Y usted? ¿Qué me dice de su paz espiritual? —pregunté—. No quiere que hable con el doctor Flowerday para no perturbar su tranquilidad, pero a mí me preocupa usted. No quiero causarle ninguna aflicción.

—No me causará ninguna —replicó Margaret, con un suspiro—. De hecho, agradezco la oportunidad de contar la historia a alguien de fuera del pueblo, como yo.

—Entonces cuéntemela, por favor —dije.

Ella asintió, volvió a su silla y procedió a relatarme la historia de Patrick y de Frances Ive, que yo escuché sin interrupciones. La reproduzco a continuación.

El rumor que originó todo el mal, hace dieciséis años, partió de una sirvienta que trabajaba en casa del reverendo Patrick Ive, el joven vicario de Great Holling, y de su esposa Frances. Dicho esto, conviene aclarar que la doncella no fue la única, ni tampoco la principal responsable, de la tragedia que se desencadenó después. Es cierto que contó una mentira malintencionada, pero se la contó a una sola persona y no colaboró en su posterior difusión por todo el pueblo. De hecho, cuando empezaron los disgustos, se encerró casi por completo en sí misma y casi nadie volvió a verla. Algunos supusieron que estaría avergonzada, como de hecho debía estarlo, por lo que había causado. Más adelante, reconoció públicamente su papel en el asunto e hizo lo posible por remediarlo, aunque ya era tarde.

Por supuesto, hizo mal en contar una mentira de tal magnitud incluso a una sola persona. Quizá se sintiera contrariada después de una jornada de trabajo particularmente duro en la vicaría, o también puede ser que envidiara a los Ive, por ser ella una sirvienta con ínfulas de señora. Tal vez su único propósito fue poner un poco de emoción en una vida aburrida como la suya, y cometió la ingenuidad de creer que sus maliciosas habladurías no causarían daño a nadie.

Por desgracia, la persona que escogió para escuchar su ruin mentira fue Harriet Sippel. Por otro lado, no es sorprendente que la eligiera a ella. Amargada y rencorosa tras la muerte de su marido, Harriet era la persona ideal para escuchar con interés la mentira de la sirvienta y creérsela a pies juntillas, por la sencilla razón de que quería que fuera verdad. ¡Alguien del pueblo estaba haciendo algo muy malo y, lo que era peor (o mejor, desde el punto de vista de Harriet), esa persona era el vicario! ¡Cómo debieron de brillarle los ojitos de regocijo al enterarse! Sí, Harriet era el público perfecto para la infamia de la sirvienta y, sin duda, por eso fue la elegida.

La doncella de los Ive le contó a Harriet Sippel que Patrick practicaba la más cruel y sacrílega de las estafas. Según ella, recibía visitas en la vicaría, por la noche, en ausencia de su esposa Frances, y aceptaba dinero a cambio de transmitir a la gente mensajes de sus seres queridos ya fallecidos: comunicaciones del más allá, que las almas de los difuntos le confiaban a él, Patrick Ive, para que las hiciera llegar a sus destinatarios.

Harriet Sippel se apresuró a repetir la historia a todo el que quiso oírla y a contar que Patrick practicaba sus trucos de charlatán de feria con varias personas del pueblo, pero eso debió de decirlo para agrandar el delito del vicario y lograr que la historia resultara más escandalosa aún, porque la sirvienta aseguró más adelante que ella solo le había mencionado un nombre: el de Nancy Ducane.

Por esa época, Nancy no era todavía una retratista famosa, sino una mujer normal y corriente. Se había instalado en Great Holling en 1910, cuando su marido William aceptó el cargo de director del colegio local. William era mucho mayor que Nancy. Ella tenía dieciocho años cuando se casaron y él, casi cincuenta. En 1912, William Ducane murió de una enfermedad respiratoria.

Según los maliciosos rumores que Harriet Sippel puso en circulación durante el nevado mes de enero de 1913, a Nancy se la había visto varias veces entrando y saliendo de la vicaría a última hora de la tarde o por la noche, siempre en la oscuridad, siempre con expresión furtiva, y solo cuando Frances Ive no estaba en casa.

Cualquier persona con una pizca de sentido común habría puesto en duda la historia. Es imposible distinguir una expresión furtiva o cualquier otra expresión en la cara de alguien, en la oscuridad. Habría sido difícil determinar la identidad de una mujer que saliera de la vicaría en plena noche, a menos que la mujer en cuestión tuviera una manera característica de andar, y ese no era el caso de Nancy Ducane. De hecho, habría sido más probable que la persona que la hubiese visto en esas ocasiones, fuera quien fuese, hubiera tenido que seguirla hasta su casa para descubrir quién era.

Es más fácil aceptar la versión propagada por una defensora de la moral que cuestionarla, y eso fue lo que hizo la mayor parte de la gente de Great Holling. La mayoría de los habitantes del pueblo dieron crédito al rumor y se sumaron a las acusaciones de blasfemia y horror que Harriet comenzó a lanzar contra Patrick Ive. Creían firmemente (o fingían creer, para evitar el vitriólico desprecio de Harriet) que Patrick Ive se ofrecía en secreto para mediar en los intercambios entre los vivos y los muertos, y recibía a cambio suculentas sumas de dinero, que le entregaban los fieles más crédulos. A nadie en Great Holling le pareció descabellado que Nancy Ducane aceptara la propuesta de recibir mensajes de su difunto marido William, sobre todo si la oferta provenía del vicario de la parroquia, ni tampoco sorprendió a nadie que estuviera dispuesta a pagar generosamente por el servicio.

Los vecinos del pueblo olvidaron que conocían a Patrick Ive, que lo apreciaban y confiaban en él. Ignoraron lo que sabían de su decencia y amabilidad, y pasaron por alto la notoria afición de Harriet Sippel a descubrir pecadores. Se sumaron sin resistencia a su campaña de odio, porque tenían miedo de atraerse su ira, pero no solo por eso. Más importante aún fue el hecho de que Harriet contaba con dos valiosos aliados: Richard Negus e Ida Gransbury, que apoyaron su causa.

Ida tenía fama de ser la mujer más piadosa y devota de Great Holling. Hacía gala de una fe inquebrantable y casi nunca abría la boca sin citar algún pasaje del Nuevo Testamento. Todo el mundo la admiraba y respetaba, aunque distaba de ser el tipo de persona que uno buscaría para animar una fiesta. No era precisamente la compañía más dicharachera del mundo, pero sí lo más parecido a una santa que había en el pueblo. Y estaba prometida en matrimonio con Richard Negus, un abogado brillante y de gran prestigio.

La estatura intelectual de Richard y su aire de serena autoridad le habían granjeado el respeto de todo el pueblo. Si se creyó la mentira cuando Harriet se la contó, fue porque coincidía con sus propias observaciones. Él también había visto en más de una ocasión a Nancy Ducane —o al menos a una mujer que se le parecía mucho— salir de la vicaría en medio de la noche, cuando la esposa del vicario estaba de visita en casa de su padre o de alguna familia de la parroquia.

Richard Negus se creyó el rumor y, en consecuencia, también Ida Gransbury se lo creyó. Fue una conmoción tremenda para ella pensar que Patrick Ive, un hombre de Dios, se había estado comportando de manera tan poco cristiana. Ella, Harriet y Richard se propusieron expulsar a Patrick Ive de su cargo de vicario en Great Holling y de la Iglesia en general. Le exigieron que se presentara en público y reconociera su conducta desviada. Él se negó, porque los rumores eran falsos.

El odio de los habitantes del pueblo hacia Patrick Ive pronto se extendió y envolvió también a su esposa Frances, de quien se decía que seguramente estaba al tanto de las actividades heréticas y fraudulentas de su marido. Frances juraba que no era cierto. Al principio, intentó decir que Patrick habría sido incapaz de hacer algo así, pero cuando un vecino tras otro insistió en su culpabilidad, dejó de contestar y ya no volvió a decir nada más.

Solo dos personas en todo Great Holling se negaron a participar en el acoso de los Ive: Nancy Ducane (por razones obvias, en opinión de algunos) y el doctor Ambrose Flowerday, particularmente enérgico en su defensa de Frances Ive. Si era cierto que Frances estaba al corriente de las actividades irregulares de la vicaría —argumentaba él—, entonces ¿por qué solo se producían cuando ella no estaba en casa? ¿No era preciso ver allí la prueba irrefutable de su completa inocencia? El doctor Flowerday fue quien señaló la imposibilidad de distinguir la expresión culpable de una persona en la oscuridad, y quien declaró su intención de creer en la inocencia de su amigo Patrick Ive, a menos que alguien presentara una prueba incontrovertible de su culpabilidad. También fue él quien acusó a Harriet Sippel, en plena calle y delante de varios testigos, de haber cometido probablemente más ruindades en la última media hora que Patrick Ive en toda su vida.

Esa actitud no le hizo ganar muchos amigos, pero el doctor era una de esas raras personas que no se inquietan por lo que puedan pensar los demás. Defendió a Patrick Ive ante las autoridades eclesiásticas y afirmó que en su opinión no había ni pizca de verdad en los rumores. Le preocupaba mucho Frances Ive, que para entonces se encontraba en un estado muy delicado. Había dejado de comer, prácticamente no dormía y se negaba a abandonar la vicaría, fuera cual fuese el motivo. Patrick Ive estaba desesperado. Para él ya no tenían importancia su posición como vicario, ni su prestigio. Su único deseo era devolverle la salud a su mujer.

Mientras tanto, Nancy Ducane no había dicho ni una sola palabra que confirmara o desmintiera los rumores. Cuanto más la vilipendiaba Harriet Sippel, más firme parecía su determinación de guardar silencio. De repente, un día, cambió de idea. Fue a ver a Victor Meakin y anunció que tenía algo importante que decir, para poner fin a unos rumores absurdos que se habían prolongado durante demasiado tiempo. Victor Meakin soltó una risita, se frotó las manos y salió subrepticiamente por la puerta trasera del King’s Head. Al poco tiempo, no había nadie en Great Holling que ignorara que Nancy Ducane pensaba hacer una declaración.

Patrick y Frances Ive fueron las únicas personas del pueblo que no acudieron a la convocatoria. Todos los demás, incluso la sirvienta que había iniciado el rumor y que nadie había visto desde hacía semanas, se reunieron en el King’s Head, ansiosos por que comenzara el siguiente acto del espectáculo.

Tras dedicar una breve sonrisa de agradecimiento a Ambrose Flowerday, Nancy Ducane adoptó una actitud de fría firmeza para dirigirse a la muchedumbre. Dijo que la historia de que Patrick Ive había aceptado dinero suyo a cambio de facilitarle la comunicación con su difunto marido era una completa mentira. Sin embargo —añadió—, no todo lo dicho era falso. Admitió que había visitado más de una vez a Patrick Ive en la vicaría, cuando su mujer no estaba en casa. Lo había hecho porque Patrick Ive y ella estaban enamorados.

Los vecinos del pueblo se quedaron boquiabiertos. Algunos empezaron a murmurar, mientras otros se tapaban la boca con las manos o cogían por el brazo a la persona que tenían más cerca.

Nancy esperó a que se calmara el alboroto, antes de continuar.

—Fue un error vernos en secreto, en lugar de resistirnos a la tentación —dijo—, pero no podíamos estar mucho tiempo separados. Cuando nos reuníamos en la vicaría, no hacíamos nada, excepto hablar de nuestros sentimientos y de la imposibilidad de lo nuestro. Al final, siempre decidíamos que nunca más volveríamos a vernos a solas, pero entonces llegaba otro día, nos enterábamos de que Frances tenía que salir a algún sitio y entonces… La fuerza de nuestro amor era demasiado grande.

Alguien gritó:

—¡Conque solamente hablabais, ¿eh?! ¡Eso sí que tiene gracia!

Una vez más, Nancy aseguró ante los vecinos del pueblo que no había ocurrido nada físico entre Patrick Ive y ella.

—Ahora he dicho la verdad —añadió—. Es una verdad que habría preferido no revelar, pero era la única manera de poner freno a tantas viles mentiras. Aquellos de vosotros que sepáis lo que significa sentir un amor profundo y abrasador por otra persona seréis incapaces de condenarnos a Patrick y a mí. Si nos condenáis, solo puedo deciros que no conocéis el amor y que siento pena por vosotros.

Entonces Nancy miró directamente a Harriet Sippel y dijo:

—Harriet, tú sí que conociste el amor verdadero; pero, cuando perdiste a George, decidiste olvidar lo que habías conocido. Convertiste al amor en tu adversario y al odio en tu aliado.

Como si se empeñara en darle la razón, Harriet Sippel se puso de pie y, tras tildar a Nancy de ramera mentirosa, empezó a vociferar contra Patrick Ive con más exaltación aún que antes. El vicario no solo había sacado provecho del engaño de sus contactos con las almas de los difuntos, sino que se había entregado a la concupiscencia con mujeres de moral dudosa mientras su esposa no estaba. ¡Además de hereje, era un adúltero! ¡Era todavía peor de lo que Harriet había sospechado! Era un escándalo —se apresuró a añadir Harriet— que un hombre tan profundamente sumido en el pecado se hiciera llamar vicario de Great Holling.

Nancy Ducane se marchó del King’s Head en medio de la encendida diatriba de Harriet, incapaz de soportarla. Unos segundos después, la sirvienta de los Ive se levantó y corrió hacia la puerta, con la cara enrojecida y bañada en lágrimas.

Los habitantes del pueblo, en su mayoría, no sabían muy bien qué pensar. Estaban desconcertados por lo que habían oído. Entonces, Ida Gransbury tomó la palabra para apoyar a Harriet. Aunque no estaba claro hasta dónde llegaba el rumor y hasta dónde la realidad, había quedado fuera de toda duda que Patrick Ive era un pecador impenitente, y que no merecía conservar su puesto al frente de la parroquia de Great Holling.

La mayoría de los vecinos estuvieron de acuerdo. Sí, Ida tenía razón.

Richard Negus no dijo nada, ni siquiera cuando su prometida le pidió que se pronunciara. Más tarde, ese mismo día, le confió al doctor Ambrose Flowerday que le preocupaba el giro que habían tomado los acontecimientos. Que alguien fuera «un pecador impenitente» podía ser motivo suficiente de condena para Ida, pero no para él. Se declaró disgustado por el oportunista intento de Harriet Sippel de presentar a Patrick Ive como doblemente culpable, achacándole dos pecados en lugar de uno. Harriet se había adueñado del «eso no, pero esto sí» de Nancy Ducane y lo había transformado en un «esto sí y lo otro también», sin pruebas ni justificación alguna.

Ida había dicho en el King’s Head que la culpabilidad del vicario estaba «fuera de toda duda». Pero lo único que Richard Negus consideraba indudable —según le confesó a Ambrose Flowerday— era que la gente del pueblo (incluido él mismo, para su vergüenza) había estado repitiendo mentiras acerca de Patrick Ive. ¿No cabía la posibilidad de que Nancy Ducane también mintiera? ¿Y si su amor por Patrick no era correspondido y el vicario solo había aceptado verla en secreto, ante su insistencia, con el único propósito de convencerla de que desistiera de sus pretensiones amorosas?

El doctor Flowerday le dio la razón. Nadie podía estar seguro de que Patrick Ive hubiera cometido una falta; de hecho, eso mismo era lo que él pensaba desde el principio. Ambrose Flowerday era la única persona que los Ive dejaban entrar en la vicaría y, en su siguiente visita, le contó a Patrick lo que Nancy Ducane había dicho en el King’s Head. El vicario se limitó a agachar la cabeza, sin hacer ningún comentario sobre la autenticidad o la falsedad de la versión de Nancy. Mientras tanto, la salud física y mental de Frances Ive seguía deteriorándose.

Richard Negus fracasó en su intento de convencer a Ida Gransbury para que aceptara su punto de vista y, como consecuencia, sus relaciones con ella se volvieron tensas. Los habitantes del pueblo, con Harriet al frente, mantuvieron el acoso a Patrick y a Frances Ive, y no dejaron de gritar insultos y acusaciones a las puertas de la vicaría, día y noche. Mientras tanto, Ida continuó insistiendo ante las autoridades eclesiásticas para que expulsaran a Patrick Ive de la vicaría, de la iglesia y del pueblo de Great Holling, por su propio bien.

Entonces se precipitó la tragedia. Incapaz de seguir sufriendo la ignominia, Frances Ive ingirió una dosis de veneno y puso fin a su desgraciada existencia. Cuando su marido la encontró, supo de inmediato que ya era tarde. No habría servido de nada llamar al doctor Flowerday, porque ya nadie habría podido salvar a Frances. Patrick Ive también supo que no sería capaz de seguir viviendo con el dolor y la culpa, por lo que en ese mismo instante se quitó la vida.

Ida Gransbury pidió a los vecinos del pueblo que rezaran por la misericordia y el perdón de las almas pecadoras de Patrick y de Frances Ive, por muy improbable que fuera en su caso el perdón divino.

Harriet Sippel no vio necesario conceder al Creador ninguna discrecionalidad al respecto y se limitó a afirmar ante su rebaño de secuaces que los Ive arderían para siempre en el infierno, pues no merecían otra cosa.

Unos meses después de la muerte de Patrick y Frances, Richard Negus había roto su compromiso con Ida Gransbury y se había marchado de Great Holling. Nancy Ducane se fue a Londres y la sirvienta que se había inventado la primera mentira no volvió a aparecer por el pueblo.

Mientras tanto, Charles y Margaret Ernst habían llegado a la vicaría para hacerse cargo de la parroquia. Pronto trabaron amistad con el doctor Ambrose Flowerday, que haciendo un gran esfuerzo les reveló toda la trágica historia. Les dijo que Patrick Ive había sido una de las personas más buenas y generosas que había conocido, tanto si había albergado una pasión secreta por Nancy Ducane como si no, y que nadie había merecido menos que él ser objeto de una calumnia.

Esa mención de la calumnia fue lo que hizo pensar a Margaret Ernst en el poema que figuraba en la lápida. Charles Ernst se declaró contrario a la idea, porque no quería provocar a los vecinos del pueblo, pero Margaret se mantuvo firme en su resolución de que la iglesia de los Santos Sagrados manifestara su apoyo a Patrick y a Frances Ive.

—¿Provocar a los vecinos? —le dijo a su marido—. ¡Ojalá pudiera hacerles algo mucho peor a Harriet Sippel y a Ida Gransbury!

Y sí, en efecto, cuando dijo esas palabras estaba pensando en el asesinato, pero solo como una fantasía y no como un crimen que tuviera intención de cometer.

Después de contarme su historia, Margaret Ernst guardó silencio. Transcurrió un buen rato antes de que ninguno de los dos volviera a hablar.

Finalmente, dije:

—Entiendo que haya mencionado a Nancy Ducane cuando le he preguntado quién tenía un motivo para cometer los asesinatos. Pero ¿por qué iba a querer matar Nancy a Richard Negus? Negus dejó de apoyar la causa de Harriet Sippel y de Ida Gransbury en cuanto empezó a dudar sobre la mentira de la sirvienta.

—Solo puedo decirle cómo me sentiría yo en el lugar de Nancy —repuso Margaret—. ¿Perdonaría yo a Richard Negus? No, desde luego que no. Sin su temprana aceptación de las mentiras que contaban Harriet y esa condenada sirvienta, quizá Ida Gransbury no se habría creído sus falsedades. Tres personas avivaron la hostilidad contra Patrick Ive en Great Holling, y esas tres personas fueron Harriet Sippel, Ida Gransbury y Richard Negus.

—¿Y la sirvienta?

—Ambrose Flowerday no cree que tuviera intención de iniciar la tragedia. Cuando todo el pueblo empezó a acusar a los Ive, ella estaba claramente afligida.

Yo fruncí el ceño, sin darme por satisfecho.

—Pero si consideramos el punto de vista de una Nancy Ducane con impulsos asesinos (una simple hipótesis para desarrollar mi argumento), ¿cómo es posible que no perdonara a Richard Negus, que la acusó, pero después se retractó, y en cambio pudiera perdonar a la chica que puso en marcha toda la mentira?

—Quizá no la haya perdonado —respondió Margaret—. Quizá la haya asesinado también. No sé adónde habrá ido a parar la sirvienta, pero puede que Nancy Ducane lo sepa. Tal vez la haya ido a buscar para matarla también. ¿Qué ocurre? Se le ha puesto la cara gris.

—¿Cómo… cómo se llamaba la sirvienta que contó la primera mentira? —tartamudeé, temiendo la respuesta.

«No, no puede ser —decía una voz en mi mente—. Y sin embargo, ¿cómo podría ser de otra manera?».

—Jennie Hobbs. ¿Se encuentra bien, señor Catchpool? Tiene muy mal aspecto.

—¡Él tenía razón! ¡La chica corre peligro!

—¿Él? ¿A quién se refiere?

—A Hércules Poirot. ¿Cómo es posible que siempre tenga razón?

—Parece usted contrariado. ¿Preferiría que se equivocara?

—No, supongo que no —suspiré—. Pero ahora me preocupa la seguridad de Jennie Hobbs, suponiendo que siga con vida.

—Entiendo. ¡Qué raro!

—¿Qué es lo raro?

Margaret suspiró.

—Pese a todo lo que he dicho, me cuesta pensar que alguien pueda estar en peligro por culpa de Nancy. Tenga o no motivos, no la veo cometiendo un asesinato. Le parecerá extraño lo que voy a decir, pero… nadie puede matar sin sumirse en el horror y en todo tipo de cosas desagradables, ¿no es así?

Asentí.

—A Nancy le gustan la diversión, la belleza, el placer, el amor… y todas las cosas alegres. Jamás querría tener nada que ver con algo tan feo y triste como un asesinato.

—Si no ha sido Nancy Ducane, entonces ¿quién? —pregunté—. ¿Qué me dice del viejo borracho Walter Stoakley? Al ser el padre de Frances Ive, tiene un móvil poderoso. Si dejara la bebida un día o dos, quizá fuera capaz de matar a tres personas.

—No creo que Walter pudiera dejar la bebida ni siquiera una hora. Le aseguro, señor Catchpool, que Walter Stoakley no es el hombre que busca. ¿Sabe por qué? Porque a diferencia de Nancy Ducane, él nunca ha culpado a Harriet, a Ida y a Richard por la desgracia de Frances. Se culpa a sí mismo.

—¿Por eso bebe?

—Así es. La persona a quien decidió matar Walter Stoakley cuando perdió a su hija es precisamente al propio Walter Stoakley, y dudo que tarde en conseguirlo.

—¿En qué sentido podía ser culpa suya el suicidio de Frances?

—Walter no siempre ha vivido en Great Holling. Se mudó aquí para estar más cerca del lugar donde reposan Patrick y Frances. Le resultará difícil de creer, después de verlo tal como está ahora, pero hasta la muerte de Frances, era un eminente estudioso de lenguas clásicas, decano del Saviour College de la Universidad de Cambridge. Fue allí donde Patrick Ive cursó sus estudios de teología. Patrick era huérfano. Había perdido a sus padres a edad temprana y Walter lo tomó bajo su protección. Jennie Hobbs, que entonces tenía diecisiete años, se ganaba la vida haciendo camas y limpiando los dormitorios del colegio. Como era la mejor de las chicas de la limpieza, Walter Stoakley dispuso que se ocupara de las habitaciones de Patrick Ive. Cuando más tarde Patrick se casó con Frances Stoakley, la hija de Walter, y los dos se mudaron a la vicaría de los Santos Sagrados, en Great Holling, Jennie se vino al pueblo con ellos. ¿Lo entiende?

—Sí, ya veo. Walter Stoakley se culpa por haber puesto a Jennie Hobbs en el camino de Patrick Ive —dije—. Si Patrick y Frances no hubieran traído a Jennie a Great Holling, ella jamás habría contado la mentira terrible que los condujo a la muerte.

—Y yo no tendría que pasarme la vida vigilando esa tumba, para impedir que alguien la profane.

—¿Quién querría hacer algo semejante? —pregunté—. ¿Harriet Sippel? Antes de que la asesinaran, claro.

—Oh, no, el arma de Harriet no eran sus manos, sino su lengua viperina. Jamás habría profanado una tumba. No. Los que lo harían, si tuvieran media oportunidad, serían los jóvenes del pueblo. Eran niños cuando Patrick y Frances murieron, pero han oído las historias que cuentan sus padres. Si pregunta a cualquiera del pueblo, excepto a mí y a Ambrose Flowerday, le dirán que Patrick Ive era un hombre execrable y que su esposa y él practicaban la magia negra. Me parece que se lo creen cada vez más a medida que pasa el tiempo. Tienen que creérselo, ¿entiende? De lo contrario, se despreciarían a sí mismos tanto como yo los desprecio.

Quise aclarar un detalle.

—¿Sabe si Richard Negus se separó de Ida Gransbury porque ella siguió acusando a Patrick Ive cuando él ya se había retractado? ¿Rompió el compromiso después de la declaración de Nancy en el King’s Head?

Una expresión peculiar pasó fugazmente por la cara de Margaret.

—Aquel día en el King’s Head fue el principio de… —empezó a decir, pero enseguida se interrumpió y cambió de rumbo—. Sí. Para Richard Negus, la insistencia irracional de Ida en su punto de vista, que era el de Harriet, acabó resultando intolerable.

De repente Margaret había adquirido un aire retraído. Me dio la impresión de que había algo importante que había decidido no revelarme.

—Ha dicho que Frances tomó veneno —proseguí—. ¿Cómo fue? ¿Dónde lo consiguió? ¿Y de qué forma murió Patrick Ive?

—Igual que ella: envenenado. No sé si habrá oído hablar de la abrina.

—No, no creo.

—Se extrae del regaliz americano, una planta corriente en los trópicos. De algún modo, Frances Ive consiguió unas ampollas.

—Perdone; pero si los dos tomaron el mismo veneno y fueron hallados al mismo tiempo, ¿cómo se sabe que Frances se suicidó primero y Patrick lo hizo solamente después de encontrarla muerta?

Margaret pareció recelosa.

—¿Me promete que no le dirá a nadie de Great Holling lo que voy a decirle? ¿Que solo se lo contará a la gente de Scotland Yard en Londres?

—Sí —respondí, pensando que podía considerar a Hércules Poirot parte de Scotland Yard, a los efectos de la investigación.

—Frances Ive le escribió una nota a su marido antes de quitarse la vida —dijo Margaret—. Evidentemente, esperaba que él la sobreviviera. Patrick también dejó una nota que… —Se interrumpió.

Yo esperé.

Tras unos instantes de silencio, continuó:

—Las dos notas permitieron establecer la secuencia de los acontecimientos.

—¿Dónde están ahora?

—Las destruí. Ambrose Flowerday me las dio y yo las eché al fuego.

Me pareció muy extraño.

—¿Por qué hizo algo semejante? —pregunté sorprendido.

—Yo… —Margaret resopló y desvió la cara—. No lo sé —dijo con firmeza.

Era obvio que lo sabía. Por la fuerza con que apretaba los labios, deduje que había decidido no decir ni una palabra más. Si le hubiera seguido preguntando, no habría hecho más que reforzar su determinación de guardar silencio.

Me puse de pie para estirar las piernas, que comenzaba a sentir rígidas.

—Acertó en una cosa —le dije—. Ahora que sé la historia de Patrick y de Frances Ive, quiero hablar con el doctor Ambrose Flowerday. Él vivía en el pueblo cuando pasó todo. En cambio usted, por muy fiel a la verdad que sea su relato…

—¡No! Usted me ha hecho una promesa.

—Me gustaría mucho preguntarle al doctor acerca de Jennie Hobbs, por ejemplo.

—Pregúntemelo a mí. ¿Qué quiere saber? Tanto Patrick como Frances Ive parecían considerarla indispensable. Le tenían mucho aprecio. El resto del pueblo la veía como una chica amable, tranquila… e inofensiva, hasta que contó esa peligrosa mentira. Personalmente, no creo que ninguna persona capaz de inventarse una mentira tan tremenda sin ningún motivo pueda considerarse inofensiva. Además, tenía ínfulas de gran señora. Incluso había cambiado su forma de hablar.

—¿Cómo?

—Ambrose me dijo que fue un cambio abrupto. Al principio, hablaba como suelen hablar las chicas del servicio doméstico, pero de un día para otro se le volvió la voz mucho menos chillona y empezó a expresarse con más corrección.

«Utilizando a la perfección el singular y el plural», pensé. «Por favor, no deje que nadie abra las bocas». Eran tres las bocas, cada una con un gemelo en su interior y el mismo monograma en cada gemelo. Jennie lo había dicho correctamente. ¡Diantre! ¿También en eso había acertado Poirot?

—Ambrose me dijo que Jennie había cambiado su forma de hablar, por imitación de Patrick y de Frances Ive. Los dos eran personas instruidas y se expresaban con gran corrección.

—Margaret, dígame la verdad, por favor. ¿Por qué está tan empeñada en que no hable con Ambrose Flowerday? ¿Teme que él me cuente algo que usted preferiría que yo no supiera?

—No le serviría de nada hablar con Ambrose, y para él sería una molestia enorme —replicó Margaret con firmeza—. Pero tiene mi permiso para aterrorizar a todos los demás vecinos del pueblo. —Sonrió, aunque su mirada era severa—. Ellos ya tienen miedo: saben que todos los culpables acaban pagando, y saben que son culpables. Pero tendrían más miedo aún si usted les dijera que, en su opinión de experto, el asesino no se dará por satisfecho hasta que haya enviado a las abrasadoras profundidades del infierno a todos los que contribuyeron a destruir a Patrick y a Frances Ive.

—Quizá sería un poco excesivo —respondí.

—Tengo un sentido del humor poco ortodoxo. Charles solía quejarse al respecto. A él nunca se lo confesé, pero yo no creo en el cielo ni en el infierno. En Dios sí, pero no en el Dios del que tanto oímos hablar.

Empecé a ponerme nervioso. No me apetecía hablar de teología; quería regresar a Londres cuanto antes y contarle a Poirot lo que había averiguado.

Pero Margaret prosiguió:

—Hay un solo Dios, por supuesto, aunque no creo que espere de nosotros que sigamos unas reglas sin cuestionarlas, ni que seamos amables con quienes no lo merecen. —Me sonrió con un poco más de simpatía y añadió—: Creo que Dios ve el mundo tal como lo veo yo, y no como lo veía Ida Gransbury. ¿No le parece?

Respondí con una especie de gruñido neutro.

—La Iglesia nos enseña que solo Dios puede juzgar —dijo Margaret—. ¿Por qué no se lo dijo la beata Ida Gransbury a Harriet Sippel y a su jauría de acosadores? ¿Por qué reservó toda su reprobación para Patrick Ive? Cuando alguien pretende ser una cristiana ejemplar, lo menos que puede hacer es aprenderse las enseñanzas más básicas.

—Veo que aún sigue indignada.

—Lo estaré hasta el día de mi muerte, señor Catchpool. Cuando los peores pecadores persiguen a los que cometen pequeños pecados, en nombre de la moralidad, entonces hay motivo para indignarse.

—La hipocresía es algo muy feo —admití.

—Además, no creo que pueda haber ningún mal en estar con la persona que uno ama de verdad.

—De eso no estoy tan seguro. Si se trata de una persona casada…

—¡No diga pamplinas! —Margaret levantó la vista hacia los cuadros que adornaban la pared del salón y les habló directamente—: Lo siento, Charles, cariño, pero cuando dos personas se aman, por mucho que se oponga la Iglesia y por muy contrario a las normas que sea… el amor es el amor. Sí, Charles, ya sé que no te gusta que diga estas cosas.

Tampoco puedo decir que a mí me gustara.

—El amor puede causar un sinfín de problemas —dije—. Si Nancy Ducane no se hubiera enamorado de Patrick Ive, ahora yo no tendría tres asesinatos que investigar.

—¡Qué afirmación tan absurda! —exclamó Margaret, arrugando la nariz—. Lo que mueve a los asesinos no es el amor, señor Catchpool, sino el odio. Nunca es el amor. Sea un poco racional, por favor.

—Siempre he pensado que las reglas más difíciles de seguir son las mejores para poner a prueba el carácter —dije.

—Sí, pero ¿qué aspecto de nuestro carácter ponen a prueba? ¿Nuestra credulidad, quizá? ¿Nuestra cabeza de chorlito? La Biblia, con todas sus reglas, no es más que un libro escrito por personas como usted y como yo. Deberían publicarla con una advertencia, impresa en un lugar bien visible: «He aquí la palabra de Dios, distorsionada y malinterpretada por el hombre».

—Tengo que irme —anuncié, incómodo por el giro que había tomado nuestra conversación—. Debo regresar a Londres. Gracias por su tiempo y su valiosa ayuda, Margaret.

—Le ruego que me perdone —dijo ella, mientras me acompañaba a la puerta—. Normalmente no hablo con tanta franqueza, excepto con Ambrose o con Charles, en los cuadros.

—En ese caso, supongo que debo sentirme honrado —repliqué.

—Durante toda mi vida me he guiado por las reglas de ese viejo libro polvoriento, señor Catchpool. Por eso sé que es una tontería obedecerlas. Cuando dos amantes se ríen de las precauciones y se reúnen a pesar de tener todas las normas en su contra… ¡yo los admiro! También admiro a la persona que mató a Harriet Sippel, sea quien sea. No puedo evitarlo. Eso no significa que apruebe el asesinato, porque no es así. Pero ahora váyase, antes de que empiece a hablarle todavía con más franqueza.

Mientras volvía al King’s Head, pensé que una conversación es un vehículo muy extraño, que puede llevarnos prácticamente a cualquier sitio. Pero a veces nos deja varados a muchos kilómetros del punto de partida, sin saber cómo regresar. A cada paso que daba, las palabras de Margaret Ernst resonaban en mis oídos: «Por muy contrario a las normas que sea… el amor es el amor».

En el King’s Head, pasé al lado de Walter Stoakley, que estaba roncando, y de Victor Meakin, que como siempre intentaba espiar, y subí a recoger mis cosas.

Cogí el siguiente tren para Londres y le dediqué un jubiloso saludo de despedida a Great Holling mientras el tren salía de la estación. Pese a la felicidad que me producía abandonar el pueblo, me iba disgustado por no haber podido hablar con Ambrose Flowerday, el médico. ¿Qué diría Poirot cuando le mencionara mi promesa a Margaret Ernst? Le parecería mal, desde luego, y haría algún comentario acerca de los ingleses y nuestro estúpido sentido del honor, y yo indudablemente bajaría la cabeza y murmuraría una disculpa, en lugar de defender mi verdadera opinión al respecto: la sencilla idea de que uno siempre consigue más información si se aviene a respetar los deseos de los demás. Si le hacemos ver a una persona que no tenemos intención de sonsacarle a la fuerza todo lo que sabe, es increíble con cuánta frecuencia acabará viniendo por su propia iniciativa, en el momento oportuno, para ofrecernos las respuestas que necesitamos.

Yo sabía que Poirot desaprobaría mi forma de actuar y decidí no mortificarme. Si Margaret Ernst podía discrepar con Dios, yo podía permitirme disentir con Hércules Poirot de vez en cuando. En caso de que quisiera interrogar al doctor Flowerday, podía desplazarse él mismo a Great Holling para hablar con él.

Esperaba que no fuera necesario. Nancy Ducane era la persona en quien debíamos concentrarnos: en ella y en salvarle la vida a Jennie, suponiendo que no fuera demasiado tarde. Me remordía la conciencia, por haber desestimado el posible peligro que la acechaba. Si conseguíamos salvarla, todo el mérito sería de Poirot. Si lográbamos resolver de manera satisfactoria los tres asesinatos del hotel Bloxham, también sería suya la gloria. Oficialmente, en Scotland Yard, el caso se añadiría a mis éxitos, pero en la práctica, todos sabrían que el triunfo había sido de Poirot y no mío. De hecho, la participación de Poirot en el caso era la única razón por la que mis jefes me habían concedido libertad para investigar los asesinatos como mejor me pareciera (o más bien, como mejor le pareciera a mi amigo belga). No depositaban su confianza en mí, sino en el famoso Hércules Poirot.

Empecé a preguntarme si no habría preferido fracasar solo y con mis propias armas, que triunfar solamente gracias a la ayuda de Poirot, pero me quedé dormido antes de llegar a una conclusión.

Tuve un sueño —el primero que he tenido nunca en un tren— en el que toda la gente a mi alrededor me condenaba por una falta que yo no había cometido. En el sueño, veía claramente la lápida de mi tumba, con mi nombre grabado en lugar de los nombres de Patrick y de Frances Ive, y el soneto del «blanco de la calumnia» inscrito debajo. En la tierra, junto a la tumba, distinguí un brillo metálico, y por algún motivo supe que era un gemelo con mis iniciales, parcialmente enterrado. Me desperté cuando el tren entraba en Londres, bañado en sudor y con el corazón a punto de salírseme del pecho.