Dos que recuerdan
Mientras yo luchaba en vano, tratando de convencer a Margaret Ernst para que me contara la historia de Patrick y de Frances Ive antes del momento que a ella le pareciera oportuno, Hércules Poirot estaba en el café Pleasant de Londres, empeñado en un esfuerzo igualmente inútil: lograr que la camarera Fee Spring recordara lo que no podía recordar.
—Lo único que puedo decirle es lo que ya le he dicho —le repitió ella varias veces, con creciente fatiga—. Aquella noche, me fijé en Jennie y noté algo raro. Me dije que ya pensaría al respecto más adelante, pero ahora se me ha olvidado qué era y no lo puedo recordar, por mucho que lo intento. Su insistencia no va a cambiar nada. Al contrario, puede que solo consiga que lo olvide para siempre. No tiene usted ni pizca de paciencia.
—Por favor, siga tratando de recordar, mademoiselle. Puede ser importante.
Fee Spring miró la puerta, por encima del hombro de Poirot.
—Si lo que quiere son recuerdos, pronto vendrá un hombre a contarle algunos. Estuvo aquí hace una hora, más o menos. Lo trajo un policía. ¿Se imagina? Llegó con escolta, como si perteneciera a la realeza. «Debe de ser alguien importante», pensé. Como usted no estaba, le dije que volviera más o menos a esta hora. —Echó un vistazo a un reloj sostenido entre dos teteras, en uno de los estantes combados por encima de su cabeza—. Estaba segura de que volvería usted por lo menos una vez al día para buscar a Jennie, aunque ya le he dicho que no la va a encontrar.
—¿Le dijo su nombre, ese caballero?
—No. Pero fue muy amable y cortés. Respetuoso. No como ese que parecía un cochino y hablaba con su misma voz. Por cierto, no tenía ningún derecho a hablar con su voz, por muy bien que lo hiciera.
—Pardon, mademoiselle. El hombre al que usted se refiere, el señor Samuel Hobben, no hablaba con mi voz. Probablemente trataba de imitarla, pero nadie puede hablar con la voz de otra persona.
Fee se echó a reír.
—¡Pues la imitaba de maravilla! Con los ojos cerrados, no habría notado la diferencia.
—Entonces no presta usted atención a la gente cuando habla —replicó Poirot, irritado—. Cada uno de nosotros tiene una voz única, con una cadencia absolutamente individual. —Para ilustrar su afirmación, Poirot levantó la taza—. La voz de cada persona es tan singular como el espléndido café que sirven ustedes en el Pleasant.
—Está bebiendo demasiado café —dijo Fee—. No es bueno para usted.
—¿De dónde saca esa idea?
—Usted no se ve los ojos, señor Poirot. Yo sí. Debería beber una taza de té de vez en cuando. El té no sabe a fango y es imposible beber demasiado. El té siempre es bueno y a todos hace bien. —Tras pronunciar su discurso, Fee se alisó el delantal—. Además, sí que presto atención a la gente cuando habla: a las palabras y no al acento. Lo que cuenta es lo que dice la gente, y no si suena a belga o a inglés lo que dice.
En ese momento, se abrió la puerta del café y entró un hombre. Tenía los carrillos caídos y los ojos tristes de un basset hound.
Fee le dio un codazo a Poirot.
—Aquí está el hombre del que le he hablado, pero sin el policía —le susurró.
Era Rafal Bobak, el camarero del hotel Bloxham que les había servido el té a Harriet Sippel, a Ida Gransbury y a Richard Negus, a las siete y cuarto, la noche de los asesinatos. Bobak se disculpó por la intromisión y explicó que Luca Lazzari le había comunicado al personal que si alguien tenía algo que decir al famoso detective Hércules Poirot, el lugar adecuado para encontrarlo era el café Pleasant, en Saint Gregory’s Alley.
Cuando ambos estuvieron instalados en una mesa, Poirot preguntó:
—¿Qué desea contarme? ¿Ha recordado algo?
—He recordado todo lo que probablemente llegaré a recordar, señor, y me ha parecido conveniente venir a contárselo a usted, mientras lo tengo fresco en la memoria. Usted ya conoce una parte, pero le he estado dando vueltas a lo sucedido, y es increíble lo mucho que es posible recordar cuando uno se esfuerza.
—En efecto, monsieur. Solo hace falta sentarse en silencio y hacer funcionar la materia gris.
—El señor Negus fue quien abrió la puerta cuando fui a llevar el té, como ya le dije. Las dos señoras estaban hablando de un hombre y una mujer, como ya le conté en el hotel. Por lo que decían, creí entender que él la había abandonado a ella por ser demasiado vieja, o quizá había perdido el interés por alguna otra razón. Al menos esa fue mi impresión, señor. Pero he conseguido recordar algunas de sus palabras, para que usted mismo pueda juzgar.
—¡Ah! ¡Eso me será muy útil!
—Verá, señor, lo primero que conseguí recordar fue que Harriet Sippel dijo: «Ella no tenía otra opción, ¿no? Él ya no confía en ella como antes. ¿Cómo quieres que esté interesado en ella ahora? ¡Ha dejado de cuidarse y tiene edad suficiente para ser su madre! No, no. La única manera de averiguar lo que él está pensando era recibir a la mujer en quien él confía ahora y hablar con ella». Después de eso, la señora Sippel estalló en carcajadas, y le aseguro que no era una risa agradable. Como le dije en el hotel, eran murmuraciones maliciosas.
—Prosiga, señor Bobak.
—Bien, el señor Negus oyó lo que dijo la señora, porque dejó de hablar conmigo (habíamos estado intercambiando las cortesías habituales) y dijo: «¡Oh, Harriet, no es justo lo que dices! Ida se escandaliza fácilmente. Modérate, por favor». Entonces una de las señoras, Harriet Sippel o la otra, Ida Gransbury, dijo algo. Pero por mucho que lo he intentado, no he podido recordarlo. Lo siento.
—No hace falta que se disculpe —dijo Poirot—. Sus recuerdos, aunque incompletos, son de gran ayuda, se lo aseguro.
—Así lo espero, señor —replicó Bobak con expresión dubitativa—. Lo siguiente que recuerdo fueron unas frases que oí unos minutos después, mientras preparaba la mesa para los tres comensales. El señor Negus le dijo a la señora Sippel: «¿Su cerebro, dices? ¡Yo diría más bien que no tiene cerebro! Y rechazo tu argumento de que ella tenga edad suficiente para ser su madre. Lo rechazo rotundamente». Entonces la señora Sippel se echó a reír y dijo: «¡Como ninguno de los dos puede demostrar que está en lo cierto, dejémoslo así!». Eso fue lo último que oí antes de salir de la habitación, señor.
—«No tiene cerebro» —murmuró Poirot.
—Nada de lo que estaban diciendo parecía muy amable, señor. Esa mujer de la que hablaban… Parecían sentir una gran animadversión hacia ella.
—No sé cómo agradecérselo, señor Bobak —dijo Poirot con calurosa amabilidad—. Su aportación es extraordinariamente útil. Saber las palabras exactas que se dijeron, ¡y tantas además!, es más de lo que podía esperar.
—Ojalá pudiera recordar el resto, señor.
Poirot intentó persuadir a Bobak de que se quedara y bebiera algo, pero el camarero quería regresar lo antes posible al hotel Bloxham, para no abusar de la confianza de Luca Lazzari.
Cuando Fee Spring se negó a servirle otro café, aduciendo que de ese modo defendía su salud, Poirot decidió marcharse y volver a la casa de huéspedes de Blanche Unsworth. Anduvo a paso lento por las animadas calles de Londres, con la mente funcionando a toda velocidad. Mientras caminaba, no dejaba de dar vueltas a las palabras que Rafal Bobak le había repetido: «¿Cómo quieres que esté interesado en ella ahora?… Tiene edad suficiente para ser su madre… ¿Su cerebro, dices? ¡Yo diría más bien que no tiene cerebro!… Y rechazo tu argumento de que ella tenga edad suficiente para ser su madre… ¡Como ninguno de los dos puede demostrar que está en lo cierto…!».
Aún seguía mascullando esas frases entre dientes cuando llegó a su morada provisional. Blanche Unsworth salió corriendo a recibirlo, al oír la puerta.
—¿Qué está murmurando, señor Poirot? —preguntó en tono desenfadado—. ¡Es como si se hubiera multiplicado por dos!
Poirot se miró el cuerpo, cuyas líneas tendían a la rotundidad.
—Espero no haber comido hasta el punto de duplicar mis dimensiones, madame —dijo.
—¡No! Me refería a su forma de hablar. —Blanche Unsworth convirtió la voz en un susurro y se acercó a Poirot, que se vio obligado a aplastarse contra la pared para evitar el contacto físico con la casera—. Ha venido a verlo un hombre que habla exactamente como usted. Está en el salón. Debe de ser compatriota suyo de Bélgica. Bastante desharrapado, por cierto. Lo he dejado pasar, porque no huele mal, y también porque… porque no quería echar a un amigo suyo, señor Poirot. Supongo que las costumbres en lo que respecta a vestimenta son diferentes en cada país. Pero los elegantes deben de ser los franceses, ¿no?
—No es ningún amigo mío —dijo Poirot secamente—. Se llama Samuel Hobben y es tan inglés como usted, madame.
—Tiene tajos por toda la cara —observó Blanche Unsworth—. Dice que son de afeitarse. Me parece que el pobre no sabe manejar la cuchilla. Le he ofrecido un remedio para ponerse en los cortes, para que se le curen antes, ¡y lo único que ha hecho ha sido echarse a reír!
—¿Por toda la cara? —repitió Poirot, frunciendo el ceño—. El señor Hobben que conocí el viernes en el café Pleasant tenía solamente un corte en la cara, en el único trozo de piel que se había afeitado. Dígame una cosa: ¿tiene barba el hombre que está en el salón?
—Oh, no. No tiene ni un solo pelo en la cara, aparte de las cejas. Pero tampoco le queda mucha piel. ¡A ver si le enseña usted a afeitarse sin causarse llagas, señor Poirot! ¡Oh, disculpe! —Blanche se apoyó las dos manos en la boca—. Acaba de decirme que no es nada suyo, ¿verdad? Pero yo todavía lo tengo catalogado en la cabeza como belga. Hablaba exactamente igual que usted, con su misma voz. Pensé que podía ser un hermano menor suyo. Tendrá unos cuarenta años…
Indignado de que alguien pudiera tomar por pariente suyo al andrajoso Samuel Hobben, Poirot puso fin a la conversación con Blanche Unsworth y se dirigió al salón.
Dentro, encontró lo que le habían dicho que encontraría: un hombre, el mismo que había conocido el viernes en el Pleasant, que se había arrancado el vello facial, causándose en el proceso multitud de feas heridas.
—Buenas tardes, monsieur Puaggott. —Samuel Hobben se puso de pie—. ¿Qué me dice? ¿He conseguido engañar a la señora que me ha dejado pasar? ¿Se ha creído el cuento de que era compatriota suyo?
—Buenas tardes, señor Hobben. Veo que ha sufrido mucho desde la última vez que nos vimos.
—¿Sufrido?
—Las heridas en su cara.
—Ah, sí, es cierto. No me gusta nada ver una hoja afilada tan cerca de los ojos. Me pongo a pensar que me voy a rebanar el globo ocular y me empiezan a temblar las manos. Soy muy aprensivo con los ojos. Intento distraerme con otra cosa, pero no hay manera. Siempre acabo hecho picadillo.
—Ya veo. ¿Puedo preguntarle cómo supo que podría encontrarme en esta dirección?
—El señor Lazzari, del hotel, dijo que el agente Stanley Beer le había dicho que el señor Catchpool vivía aquí y que usted vivía en la misma casa que el señor Catchpool. Le pido disculpas por molestarlo en su casa, pero tengo buenas noticias para usted y pensé que querría oírlas enseguida.
—¿Qué noticias?
—La señora que dejó caer las dos llaves, la que salió corriendo del hotel después de los asesinatos… ¡He recordado quién es! Me vino a la memoria esta mañana, mientras miraba un periódico. No suelo mirar periódicos.
—¿Quién es la mujer que vio, monsieur? Ha acertado en su suposición. Poirot quiere saber su nombre de inmediato.
Samuel Hobben se puso a repasar con la punta del dedo la costra roja de una herida que le surcaba la mejilla izquierda, mientras cavilaba:
—Siempre he pensado que no hay tiempo suficiente para leer sobre la vida de los demás y vivir a la vez la propia vida. Si puedo elegir, y me parece que sí puedo, entonces prefiero vivir mi propia vida, antes que enterarme de lo que hacen los demás. Pero como le digo, esta mañana sí que miré el periódico, porque quería ver si decía algo acerca de los crímenes del hotel Bloxham.
—Oui —dijo Poirot, esforzándose por no perder la paciencia—. ¿Y qué vio?
—Ah, sí, un montón de cosas acerca de los asesinatos, la mayor parte sobre lo poco que sabía la policía. Pedían que todo el que hubiera visto algo se presentara y lo dijera. Bueno, como usted sabe, señor Poirot, yo ya me he presentado y he dicho lo que sabía. Pero como le conté el otro día, al principio no conseguía ponerle nombre a esa cara. ¡Ahora ya puedo ponérselo!
—Una noticia espléndida, señor Hobben. Y sería más espléndida todavía si pudiera usted incluir ese nombre en su siguiente frase, para que yo pueda oírlo.
—La conocía de ahí, ¿lo entiende? Era ahí donde había visto su fotografía: en el periódico. Por eso me acordé de ella mientras miraba el diario. Es una mujer famosa, señor. Se llama Nancy Ducane.
Los ojos de Poirot se abrieron por la sorpresa.
—¿Nancy Ducane, la artista?
—Sí, señor, la misma. No hay duda. Podría jurarlo. La artista que pinta retratos, y que también merecería que le hicieran un retrato a ella, porque es preciosa. Quizá por eso la recordé. Me dije: «Sammy, la mujer que viste salir corriendo del hotel Bloxham la noche de los asesinatos era Nancy Ducane». Eso me dije. Y ahora estoy aquí, para decírselo a usted.