Blanco de la calumnia
Fue un alivio para mí salir del King’s Head Inn. Fuera había empezado a lloviznar. Delante de mí, un hombre con abrigo largo y gorra apretó el paso casi hasta echar a correr, sin duda con la esperanza de llegar a su casa antes de que el tiempo empeorara todavía más. Contemplé el campo frente a la posada, al otro lado de un seto de escasa altura: una extensión considerable de hierba, limitada por hileras de árboles sobre tres de sus lados. Una vez más, el silencio. No había nada que oír, excepto la lluvia sobre las hojas; nada que ver, excepto el verde.
Un pueblo en medio del campo era el peor lugar para quien quisiera distraerse de sus pensamientos, de eso no cabía ninguna duda. En Londres siempre había un coche, un autobús, una cara o un perro pasando a nuestro lado y causando algún tipo de conmoción. Habría dado cualquier cosa por un poco de conmoción en ese momento; habría preferido cualquier cosa, antes que la quietud.
Dos mujeres pasaron a mi lado, también con aparente prisa. No contestaron a mi amistoso saludo y se alejaron a paso rápido, sin levantar la vista. Únicamente cuando oí por encima del hombro las palabras «policía» y «Harriet» comencé a preguntarme si no habría achacado a una lluvia perfectamente inocente un fenómeno que solo era atribuible a mi presencia. ¿Huirían esas personas del mal tiempo o de un policía de Londres?
Mientras yo aplicaba todo el poder de mi materia gris —como la llamaba Poirot— a la inconexa perorata de Walter Stoakley, ¿habría salido Victor Meakin por la puerta trasera de la posada, para parar a los transeúntes e informarlos de mi llegada al pueblo, en contra de mis deseos explícitos? No me habría sorprendido que esa fuera su manera de divertirse. ¡Qué hombre tan extraño y desagradable!
Seguí andando por la calle curvada en forma de S. Por delante de mí, vi salir a un hombre joven de una de las casas. Me complació descubrir que era el hombre de gafas y cara pecosa que me había dirigido la palabra nada más bajar del tren. Cuando notó que iba en su dirección, se paró en seco, como si las suelas de los zapatos se le hubieran pegado al pavimento.
—¡Hola! —lo saludé—. ¡He encontrado el King’s Head gracias a su ayuda!
Observé cierto horror en sus ojos mientras me acercaba. Se le notaba que quería marcharse, pero que a la vez era demasiado educado para dejarme con la palabra en la boca. De no haber sido por el inconfundible bumerán de pecas sobre la nariz, habría pensado que no era la misma persona con la que había hablado antes. Su actitud y sus modales habían cambiado por completo, tal como había ocurrido antes con Victor Meakin.
—Yo no sé quién los mató, señor —tartamudeó, sin darme tiempo a hacerle ninguna pregunta—. No sé nada. Ya le dije que nunca he estado en Londres.
Sus palabras me hicieron salir completamente de dudas: mi identidad y el motivo de mi presencia en Great Holling ya eran vox pópuli. Maldije a Meakin en silencio.
—No he venido para hablar de Londres —dije—. ¿Conocía usted a Harriet Sippel, a Ida Gransbury y a Richard Negus?
—Lo siento, pero no puedo detenerme, señor. Tengo que hacer un recado.
Observé que no perdía ocasión de llamarme «señor», una actitud muy diferente de la demostrada en nuestra primera conversación, cuando aún no sabía que yo era policía.
—Ah —dije yo—. ¿Le parece que hablemos más tarde?
—No, señor. No tendré tiempo en todo el día.
—¿Y mañana?
—Tampoco, señor.
Se mordió el labio inferior.
—Ya veo. Y si insisto, supongo que se cerrará como una almeja o mentirá, ¿no es eso? —suspiré—. En cualquier caso, gracias por dirigirme la palabra. Casi todos salen corriendo cuando me ven venir.
—No lo hacen por ofenderlo, señor. Tienen miedo.
—¿De qué?
—Han muerto tres personas. Nadie quiere ser el siguiente.
No sé qué respuesta esperaba yo, pero no era esa. Antes de que pudiera reaccionar, el joven pasó a mi lado a toda prisa y se perdió calle abajo. Me pregunté por qué razón le parecía probable que hubiera un «siguiente». Recordé que Poirot había mencionado un cuarto gemelo, guardado en el bolsillo del asesino a la espera de ser colocado en la boca de la siguiente víctima, y sentí una opresión en la garganta. Me negaba a tener que ver otro cadáver perfectamente dispuesto. Con las palmas hacia abajo…
No. Me dije que no iba a pasar nada de eso y conseguí tranquilizarme.
Estuve un rato yendo y viniendo por la calle, con la esperanza de encontrar a alguien más, pero no apareció nadie. Como aún no me apetecía volver al King’s Head, seguí caminando hasta el final del pueblo, donde estaba la estación. Me quedé un momento en el andén del tren con destino a Londres, contrariado por no poder montarme en uno y volver a casa de inmediato. Me pregunté qué cocinaría Blanche Unsworth esa noche y si Poirot encontraría satisfactoria la cena. Después me obligué a concentrarme una vez más en Great Holling.
¿Qué podía hacer yo, si todos los habitantes del pueblo habían decidido evitarme y hacer como que no me veían?
¡La iglesia! Había pasado varias veces delante del cementerio, sin prestarle la debida atención, ni pensar en la trágica historia del vicario y su esposa, que habían muerto con pocas horas de diferencia. ¿Cómo podía haber estado tan distraído?
Volví al pueblo y me encaminé directamente a la iglesia. Se llamaba iglesia de los Santos Sagrados y era una construcción más bien pequeña, levantada con la misma piedra de color miel que el edificio de la estación. La hierba del cementerio estaba bien cuidada y delante de la mayoría de las tumbas había flores que parecían recién puestas.
Detrás de la iglesia, al otro lado de un muro bajo con un portón, vi dos casas. Una de ellas, un poco más retirada, parecía la casa del vicario; la otra, mucho más pequeña, era una cabaña baja y alargada, que se diría casi aplastada contra el muro del cementerio. No tenía puerta trasera, pero conté cuatro ventanas. Las cuatro eran bastante grandes, tratándose de una cabaña, y no podían ofrecer más vistas que las hileras de lápidas. Pensé que haría falta mucha presencia de ánimo para vivir allí.
Abrí el portón de hierro y entré en el cementerio. Muchas de las losas eran tan antiguas que los nombres resultaban ilegibles. Mientras pensaba en eso, me llamó la atención una lápida nueva y bastante elegante. Era una de las pocas sin flores, y los nombres que había grabados me cortaron la respiración.
No era posible… ¡Pero tenía que ser!
«Patrick James Ive, vicario de esta parroquia, y Frances Maria Ive, su amada esposa».
¡P. J. I.! Tal como yo le había explicado a Poirot, la inicial más grande, en el centro del monograma, era la primera letra del apellido. Y Patrick Ive había sido vicario de Great Holling.
Volví a mirar las fechas de nacimiento y muerte, para asegurarme de que no me equivocaba. No. Patrick y Frances Ive habían muerto en 1913, cuando él tenía veintinueve años y ella veintiocho.
Un vicario y su mujer, muertos trágicamente, con pocas horas de diferencia… Sus iniciales estaban en los gemelos que acabaron en la boca de las tres personas asesinadas en el hotel Bloxham…
¡Maldita sea! Poirot tenía razón, por mucho que me costara admitirlo. ¡Era cierto que había una conexión! ¿Significaba eso que también estaba en lo cierto en lo referente a la mujer llamada Jennie? ¿También ella estaba relacionada con el caso?
Bajo los nombres y las fechas de la lápida había un poema. Era un soneto que yo no conocía. Empezaba así:
Que a ti te culpen culpa sobre ti no echa
blanco de la calumnia siempre fue hermosura,
Había leído solamente los dos primeros versos cuando el sonido de una voz detrás de mí me impidió continuar.
—El autor es William Shakespeare.
Me volví y vi a una mujer de unos cincuenta años, de cara alargada y más bien huesuda, cabello castaño con canas dispersas, y ojos vigilantes y perspicaces de color gris verdoso. Mientras se ceñía el abrigo oscuro, me dijo:
—No fue fácil decidir si había que poner también el nombre de William Shakespeare.
—¿Perdón?
—Al pie del soneto. Finalmente se decidió que los únicos nombres en la lápida debían ser… —Apartó la cara de repente, sin terminar la frase. Cuando volvió a mirarme, tenía los ojos húmedos—. Se decidió que… Quiero decir que mi difunto marido Charles y yo decidimos… Bueno, en realidad lo decidí yo. Pero Charles me apoyó fielmente en todo. Pensamos que el nombre de William Shakespeare ya recibía suficiente atención de una manera o de otra, y no necesitaba figurar también en esta losa. —Señaló la lápida con un movimiento de la cabeza—. Sin embargo, cuando lo he visto a usted mirando, he sentido la obligación de decirle quién es el autor del poema.
—Creía que estaba solo —comenté, sin entender cómo era posible que no la hubiera visto llegar, cuando llevaba todo el tiempo mirando en dirección a la calle.
—He entrado por la otra puerta —replicó ella, indicando hacia atrás con el pulgar—. Vivo en la cabaña. Lo he visto por la ventana.
Mi expresión debió de delatar mi opinión acerca de la desafortunada ubicación de su casa, porque ella me sonrió y dijo:
—Se estará preguntando si me molestan las vistas, ¿verdad? No, al contrario. Decidí instalarme en la cabaña para poder ver el cementerio.
Lo dijo como si fuera lo más normal del mundo. Debió de leerme el pensamiento, porque enseguida me explicó:
—Hay una sola razón por la que nadie ha arrancado todavía la lápida de Patrick Ive, señor Catchpool, y es esta: todos saben que yo estoy vigilando. —Se me acercó en un arranque inesperado y me tendió la mano. Se la estreché—. Soy Margaret Ernst —dijo—, pero usted puede llamarme Margaret.
—¿Quiere decir…? ¿Me está diciendo que hay gente en el pueblo deseosa de profanar la tumba de Patrick y Frances?
—Así es. Yo solía ponerles flores, pero pronto comprendí que era inútil. Las flores son más fáciles de destrozar que una losa. Cuando dejé de traer flores, no les quedó nada más que destruir, excepto la propia lápida. Pero entonces yo estaba en la cabaña, vigilando.
—¡Es una abominación profanar el descanso de los muertos! —exclamé.
—Bueno, la gente es abominable, ¿no cree? ¿Ha leído el poema?
—Había empezado cuando usted ha llegado.
—Léalo ahora —me ordenó.
Me volví hacia la lápida y leí íntegramente el soneto.
Que a ti te culpen culpa sobre ti no echa
blanco de la calumnia siempre fue hermosura,
lunar en la belleza pinta la sospecha,
cuervo que cruza el cielo en la región más pura.
Sé honesto, pues, que la calumnia solo avala
tu gracia, más cuanto su tiempo más la acosa;
pues el gusano busca la más dulce rosa,
y primavera en ti sin mancha abrió su gala.
La emboscada has salvado de tu edad florida,
o no asaltado o vencedor de todo ataque;
mas no puede esa gloria serte así rendida,
porque envidia, más fuerte cada vez, se aplaque:
si una sospecha no tiznase tus facciones,
tendrías todo el reino de los corazones.
—¿Y bien, señor Catchpool?
—Es un poema bastante peculiar para ponerlo en una lápida.
—¿Eso cree?
—Calumnia, sospechas… son palabras fuertes. Los versos parecen sugerir, a menos que los haya interpretado mal, que Patrick y Frances Ive fueron el blanco de muchos ataques; ¿me equivoco?
—No, no se equivoca. Por eso elegí este soneto. Me dijeron que sería demasiado caro grabar todo el poema y que me conformara con los dos primeros versos, como si el coste fuera la principal consideración. ¡La gente es tan rústica!
Margaret Ernst resopló con disgusto. Después, apoyó la mano sobre la losa, como si fuera la cabeza de un niño muy querido, y no una lápida.
—Patrick y Frances Ive fueron buenas personas y jamás habrían hecho daño a nadie adrede. ¿De cuántos se puede decir lo mismo?
—Bueno, en realidad…
—No los conocí personalmente, ya que Charles y yo nos hicimos cargo de la parroquia después de su muerte. Pero lo dice el doctor Flowerday, el médico del pueblo, y no hay nadie en Great Holling cuya opinión merezca más crédito.
Para comprobar que la había entendido bien, le pregunté:
—Entonces ¿su marido fue vicario de esta iglesia, después de Patrick Ive?
—Hasta su muerte hace tres años, sí. Ahora hay otro vicario: un ratón de biblioteca, solitario y sin esposa.
—¿Y ese doctor Flowerday…?
—Olvídese de él. —Fue la rápida respuesta de Margaret Ernst lo que obró el efecto de fijar con firmeza el nombre del doctor Flowerday en mi mente.
—De acuerdo —mentí.
Hacía menos de un cuarto de hora que conocía a Margaret Ernst, pero ya empezaba a sospechar que una obediencia total era la táctica que probablemente me resultaría más útil con ella.
—¿Por qué eligió usted la inscripción de la lápida? —le pregunté—. ¿Los Ive no tenían familia?
—Por desgracia, no tenían a nadie con la capacidad y el interés necesarios.
—Señora Ernst, o mejor dicho, Margaret —le dije—. Gracias a usted, me siento mucho mejor acogido en el pueblo. Es evidente que sabe quién soy, y por lo tanto, también debe de saber para qué he venido. Nadie más ha querido hablar conmigo, aparte de un viejo en el King’s Head que solo decía incoherencias.
—No estoy segura de que haya sido mi intención darle una buena acogida, señor Catchpool.
—Bueno, entonces no me siento tan bien acogido. Pero al menos usted no huye de mí como de una aparición monstruosa.
Se echó a reír.
—¿Monstruoso, usted? ¡Qué gracia!
No supe qué contestar a eso.
—Ese hombre que soltaba incoherencias en el King’s Head, ¿tenía barba blanca?
—Sí.
—Habló con usted porque no tiene miedo.
—¿Quizá porque está demasiado borracho para asustarse?
—No. Porque él no estaba… —Margaret se interrumpió y corrigió el rumbo—. Para él no supone ningún peligro el asesino de Harriet, Ida y Richard.
—¿Y para usted? —pregunté.
—Yo hablaría con usted de la misma manera, fuera cual fuese el peligro.
—Ya veo. ¿Es usted excepcionalmente valiente?
—Soy excepcionalmente tozuda. Digo lo que creo preciso decir, y hago lo que creo preciso hacer. Y si capto la insinuación de que otras personas prefieren que me quede callada, entonces hago lo contrario.
—Una actitud admirable, supongo.
—¿Le parece que soy demasiado directa, señor Catchpool?
—No, en absoluto. Decir lo que uno piensa hace la vida más fácil.
—¿Y es por eso que su vida nunca ha sido fácil? —Margaret Ernst sonrió—. Ah, ya veo que prefiere no hablar de usted. De acuerdo, entonces. ¿Qué opinión se ha hecho de mí, si no le importa que se lo pregunte?
—Acabo de conocerla. —«¡Cielo santo!», pensé. Ante un giro tan inesperado de la conversación, lo mejor que conseguí articular fue—: Supongo que es usted una buena persona, en líneas generales.
—Una descripción más bien abstracta, ¿no cree? Y demasiado breve. Además, ¿qué es la bondad? Desde el punto de vista moral, lo mejor que he hecho en mi vida fue incuestionablemente una mala acción.
—¿De verdad? —¡Qué mujer tan extraordinaria era Margaret! Decidí probar suerte—. Antes ha dicho que suele hacer lo contrario de lo que la gente espera de usted… Hace un momento, Victor Meakin me ha asegurado que nadie querría hablar conmigo. Probablemente preferiría que usted no me invitara a tomar una taza de té en su cabaña, para poder hablar un rato más, guarecidos de la lluvia. ¿Qué me dice a eso?
Margaret Ernst sonrió. Pareció apreciar mi descaro, tal como yo había supuesto. Sin embargo, noté cierto recelo en su mirada.
—El señor Meakin también preferiría que usted imitara el ejemplo de casi todo el pueblo y se negara a pisar mi casa —dijo—. Disfruta con la desgracia ajena. Pero si usted es proclive a la rebeldía, podríamos disgustarlo por partida doble, ¿no le parece?
—Muy bien —repliqué—. Entonces el asunto queda decidido.
—Cuénteme qué les ocurrió a Patrick y Frances Ive —dije cuando estuvo listo el té y nos sentamos los dos junto al fuego, en el salón estrecho y alargado de Margaret Ernst.
«Salón» era el nombre que ella daba a la habitación, aunque por la cantidad de libros que contenía, muy bien habría podido llamarla «biblioteca». En una de las paredes había colgados tres retratos: dos óleos y una fotografía, todos ellos de un hombre de frente ancha y cejas pobladas. Imaginé que sería Charles, el difunto marido de Margaret. Resultaba desconcertante soportar la mirada de tres versiones suyas, de modo que me volví hacia la ventana. Desde mi sillón disfrutaba de unas vistas excelentes de la tumba de los Ive, por lo que supuse que sería allí donde se sentaría habitualmente Margaret para montar guardia.
Desde la distancia donde me encontraba, el soneto resultaba ilegible. Lo había olvidado del todo, con la única excepción del verso «Blanco de la calumnia siempre fue hermosura», que se me había quedado grabado en la mente.
—No —dijo Margaret Ernst.
—¿No? ¿No va a contarme nada acerca de Patrick y de Frances Ive?
—Hoy no; quizá mañana. ¿Tiene otras preguntas que hacerme, mientras tanto?
—Sí, pero… ¿le importaría decirme qué puede cambiar entre hoy y mañana?
—Necesito tiempo para reflexionar.
—El problema es que…
—Sí, ya lo sé. Ahora va a recordarme que es usted policía, que está investigando un caso de asesinato y que mi deber es contarle todo lo que sé. Pero ¿cuál es la relación entre Patrick y Frances Ive y el caso que usted investiga?
Habría sido mejor que me tomara un tiempo para reflexionar, como quería hacer ella, pero estaba ansioso por saber su respuesta, si le exponía un hecho que no le había mencionado a Victor Meakin y que por lo tanto no podía conocer.
—Cada una de las víctimas fue hallada con un gemelo de oro en la boca —dije—. Los tres gemelos tenían un monograma con las iniciales de Patrick: P. I. J.
Le expliqué, tal como había hecho con Poirot, que la inicial del apellido era la mayor de las tres letras, situada en el centro. A diferencia de mi amigo belga, Margaret Ernst no pareció temer que esa particular disposición de las letras fuera a poner en peligro el futuro de la civilización. Tampoco pareció sorprendida o espantada por lo que acababa de contarle, lo que me resultó sumamente inusual.
—¿Entiende ahora por qué me interesa Patrick Ive? —pregunté.
—Sí.
—Entonces ¿me contará su historia?
—Como le he dicho antes, quizá mañana. ¿Le apetece más té, señor Catchpool?
Le dije que sí y ella salió de la habitación. Cuando me quedé solo en el salón, me puse a pensar si aún estaría a tiempo de pedirle que me llamara Edward, y en caso contrario, si de verdad convendría que se lo pidiera. Estuve cavilando al respecto, sabiendo perfectamente que no le diría nada y que dejaría que me siguiera llamando «señor Catchpool». Es uno de mis hábitos más inútiles: reflexionar sobre lo que debo hacer, sabiendo que no lo haré.
Cuando Margaret volvió con el té, le di las gracias y le pregunté si podía decirme algo acerca de Harriet Sippel, Ida Gransbury y Richard Negus. Su transformación fue increíble. No hizo el menor intento de encubrimiento y, con la mayor eficiencia, me ofreció información suficiente sobre las tres víctimas de asesinato como para rellenar varias páginas. Para mi enorme irritación, la libreta que había llevado a Great Holling se había quedado en una de mis maletas, en el King’s Head Inn. Me dije que sería una buena prueba para mi memoria.
—Harriet tuvo en sus tiempos un carácter dulce y amable, según consta en los abarrotados archivos de las leyendas del pueblo —comenzó Margaret—. Amable, generosa, sonriente, siempre dispuesta a reír y a ofrecer ayuda a amigos y a vecinos, sin pensar nunca en sí misma, como una auténtica santa. Siempre tenía la mejor opinión de todo el mundo y se empeñaba en verlo todo de la manera más optimista posible. Algunos la consideraban demasiado ingenua y confiada. Yo no estoy segura de creerme todo lo que cuentan. Nadie puede ser tan perfecto como dicen que era Harriet antes del cambio. Me pregunto si no será por contraste con lo que vino después… —Margaret frunció el ceño—. Quizá no sea estrictamente cierto que pasara de un extremo al otro, pero cuando uno cuenta una historia, siempre exagera un poco los aspectos más llamativos, ¿no le parece? Y supongo que perder al marido tan joven es suficiente para ensombrecer incluso el carácter más radiante. Harriet adoraba a George, o al menos eso dicen, y él la adoraba a ella. George murió en 1911, a los veintisiete años. Cayó fulminado mientras iba andando por la calle, aunque hasta ese momento había sido la imagen misma de la salud. Un coágulo en el cerebro. Harriet se quedó viuda a los veinticinco años.
—Debió de ser un golpe terrible para ella —dije.
—Así es —convino Margaret—. Una pérdida tan grande puede tener efectos devastadores para cualquiera. Es curioso que muchos la describan como una persona ingenua.
—¿Por qué le parece curioso?
—Porque es como decir que tenía un concepto falsamente acaramelado de la vida. Si una persona cree en la bondad absoluta del mundo y de repente sufre una desgracia tremenda, es posible que experimente rabia y resentimiento, además de tristeza, porque se sentirá engañada. Además, cuando uno ha sufrido mucho resulta mucho más fácil culpar y acosar a los demás.
Yo estaba intentando disimular mi discrepancia cuando ella matizó:
—A veces. No siempre es así. Supongo que a usted le resulta más fácil acosarse a sí mismo, ¿no es así, señor Catchpool?
—Espero no acosar a nadie —respondí, sin salir de mi perplejidad—. ¿Debo suponer entonces que la pérdida de su marido obró un efecto desafortunado en el carácter de Harriet Sippel?
—Así es. Yo no llegué a conocer a la Harriet dulce y amable. La Harriet Sippel que conocí era rencorosa y gazmoña. Trataba al mundo entero y prácticamente a toda la gente que la rodeaba como si fueran enemigos y merecieran toda su suspicacia. En lugar de ver solo lo bueno, veía por todas partes la amenaza del mal y se comportaba como si tuviera la misión de descubrirlo y desarraigarlo. Cada vez que llegaba alguien nuevo al pueblo, ella daba por supuesto que ocultaba alguna atrocidad. Exponía sus viles conjeturas a todos los que querían oírla y los animaba a buscar pruebas que confirmaran sus sospechas. Bastaba ponerle una persona delante, para que empezara a buscar síntomas de maldades y bajezas. Si no los encontraba, se los inventaba. Su único placer tras la muerte de George era hablar mal de los demás, como si eso fuera a convertirla a ella en mejor persona. ¡Si supiera cómo le brillaban los ojos cada vez que se olía alguna inmoralidad! —Margaret se estremeció—. Era como si, en ausencia de su marido, hubiera encontrado otra cosa capaz de encender su pasión, y se aferraba a ello. Pero era una pasión oscura y destructiva, que surgía del odio y no del amor. Lo peor de todo era que la gente se congregaba a su alrededor y le daba la razón en todas sus viles acusaciones.
—¿Por qué? —pregunté.
—No querían ser los siguientes. Sabían que Harriet necesitaba tener siempre una presa. No creo que hubiera sido capaz de sobrevivir más de una semana sin tener una víctima en quien concentrar su rencor.
Recordé al joven de gafas, que había dicho: «Nadie quiere ser el siguiente».
Margaret prosiguió:
—Se sumaban alegremente a las críticas del pobre diablo que hubiera excitado la ira de Harriet para evitar que se fijara en ellos y en sus defectos. Para Harriet, un amigo era eso: alguien que accedía a sumarse al coro para denigrar a todos los que ella consideraba culpables de algún pecado, ya fuera grande o pequeño.
—Si me permite decirlo, está usted describiendo al tipo de persona que tiende a acabar asesinada.
—¿Eso cree? Lo que pienso es que ojalá hubiera más asesinatos de gente como Harriet Sippel. —Margaret arqueó las cejas—. Veo que he vuelto a escandalizarlo, señor Catchpool. Supongo que no debería decir estas cosas, siendo la esposa de un vicario. Intento ser una buena cristiana, pero tengo mis debilidades, como todo el mundo. La mía es la incapacidad de perdonar que los demás sean incapaces de perdonar. ¿Le parece contradictorio?
—Me parece un trabalenguas. ¿Le importa si le pregunto dónde estaba usted el jueves por la noche?
Margaret suspiró y miró por la ventana.
—Estaba en el lugar de siempre: sentada donde está usted ahora, vigilando el cementerio.
—¿Sola?
—Sí.
—Gracias.
—¿Quiere que le hable ahora de Ida Gransbury?
Asentí, con cierta preocupación. Me pregunté cuál sería mi reacción si resultaba que las tres víctimas de asesinato habían sido monstruos vengativos mientras vivían. Las palabras QUE NUNCA JAMÁS DESCANSEN EN PAZ me pasaron por la mente, seguidas poco después por el relato de Poirot de su encuentro con Jennie y la insistencia de la mujer en que solo se haría justicia cuando ella estuviera muerta…
—Ida era muy puritana —dijo Margaret—. Era tan gazmoña y severa como Harriet en su manera de comportarse, pero no actuaba impulsada por el gusto de acosar a los demás, sino por miedo y fe ciega en las reglas que supuestamente todos debemos respetar. Denunciar los pecados del prójimo no era un placer para Ida, como lo era para Harriet. Lo consideraba su deber moral de buena cristiana.
—Cuando habla de miedo, ¿se refiere a miedo al castigo divino?
—Sí, también, pero no solo eso —replicó Margaret—. Las distintas personas consideramos de forma diferente las normas, sean las que sean. Para los caracteres rebeldes como el mío, los límites, incluso los más sensatos, siempre son una molestia. Pero hay personas que agradecen su existencia, porque las hacen sentirse más seguras. Más protegidas.
—¿Y usted cree que Ida Gransbury era de estas últimas?
—Sí. Ella no lo habría reconocido. Siempre procuraba hacer ver que el único motor de sus actos era la firmeza de sus principios. ¡Ninguna vergonzosa debilidad humana podía manchar el carácter de Ida! Lamento su muerte, aunque causó un daño indecible mientras vivió. A diferencia de Harriet, Ida creía en la redención. Quería salvar a los pecadores, mientras que Harriet solo deseaba hostigarlos y sentirse superior en comparación. Creo que Ida habría perdonado a cualquier pecador que realmente se arrepintiera. La verdadera contrición cristiana la apaciguaba, pues confirmaba su visión del mundo.
—¿Cuál fue ese daño indecible que causó Ida? —pregunté—. ¿A quién?
—Vuelva mañana y pregúntemelo otra vez.
El tono de su voz era generoso, pero firme.
—¿A Patrick y a Frances Ive? —insistí.
—Mañana, señor Catchpool.
—¿Qué puede decirme de Richard Negus? —pregunté.
—Me temo que muy poco. Se marchó de Great Holling poco después de que llegáramos Charles y yo. Por lo que sé, tenía autoridad en el pueblo; era un hombre al que todos escuchaban y al que pedían consejo. Todos hablaban de él con el mayor respeto, excepto Ida Gransbury. Ella nunca volvió a mencionarlo desde que se marchó del pueblo y la abandonó.
—¿De quién fue la decisión de romper el compromiso, de ella o de él? —pregunté.
—De él.
—¿Cómo sabe que ella nunca volvió a mencionarlo? Quizá no hablara de él con usted, pero sí con otras personas.
—Ida no hablaba conmigo de Richard Negus ni de ningún otro tema. Yo solo sé lo que me ha contado Ambrose Flowerday, el médico; pero le aseguro que Ambrose es la persona más fiable del mundo. Se entera de casi todo lo que pasa en el pueblo. Le basta con dejar abierta la puerta de su sala de espera.
—¿Se refiere al mismo doctor Flowerday que me ha dicho que olvide? Si es así, tendré que esforzarme por olvidar también su nombre de pila.
Margaret hizo caso omiso de mi ironía.
—Sea como fuere, sé de buena tinta que cuando Richard Negus la abandonó, Ida decidió no volver a mencionarlo nunca más —prosiguió—. Pero no dio muestras de la menor aflicción. Todos se sorprendieron por su fortaleza de ánimo y la firmeza de su carácter. Dijo que, en lo sucesivo, reservaría todo su amor para Dios. Debió de parecerle más digno de confianza que los hombres mortales.
—¿Le sorprendería saber que Richard Negus e Ida Gransbury tomaron el té juntos en una habitación de hotel, en Londres, al anochecer del jueves pasado?
Margaret abrió mucho los ojos.
—El solo hecho de que los dos tomaran juntos el té me sorprendería enormemente. Ida era el tipo de persona que traza límites y no los atraviesa jamás. Y por lo que sé, Richard Negus era igual en ese sentido. Si había decidido que no quería casarse con Ida, es poco probable que cambiara de idea, y ella nunca habría aceptado tomar el té con él, a menos que él hiciera una prolongada penitencia y se postrara ante ella para hacerle una renovada declaración de amor.
Tras una pausa, Margaret continuó:
—Pero puesto que Harriet Sippel se alojaba en el mismo hotel de Londres, supongo que ella también estaría presente en la ceremonia del té, ¿no es eso?
Asentí con la cabeza.
—Obviamente, los tres tendrían algo de lo que hablar, que debía de ser más importante que cualquiera de los límites que hubieran trazado en el pasado.
—Usted tiene una idea de cuál puede haber sido el tema, ¿verdad?
Margaret desvió la mirada hacia las hileras de tumbas, al otro lado de la ventana.
—Tal vez la tenga cuando vuelva usted a visitarme mañana —contestó.