Una visita a Great Holling
El lunes siguiente por la mañana partí hacia Great Holling según las instrucciones recibidas. Mi impresión al llegar fue que el pueblo se parecía a otros muchos pueblos ingleses que había visitado y que había muy poco más que decir al respecto. Creo que hay más diferencias entre las ciudades que entre los pueblos, y mucho más que decir acerca de las primeras. De hecho, podría hablar durante horas sobre las laberínticas complejidades de Londres. Quizá esto se deba simplemente a que no acabo de conectar con los lugares como Great Holling. Me hacen sentir fuera de mi elemento, si es que puede decirse que tenga alguno. De hecho, no estoy nada convencido de tenerlo.
Me habían dicho que la posada King’s Head, donde pensaba alojarme, no tenía pérdida; pero debía de tenerla, porque me perdí. Por suerte, un hombre joven con gafas, una constelación de pecas en forma de bumerán sobre la nariz y un periódico bajo el brazo, me ofreció ayuda. Me sobresalté cuando me abordó desde atrás.
—¿Se ha perdido? —me preguntó.
—Creo que sí. Estoy buscando la posada King’s Head.
—¡Ah! —Sonrió—. Ya lo he supuesto nada más verlo con las maletas. Usted no es de aquí, ¿verdad? Desde la calle, el King’s Head Inn parece una casa particular. Por eso no lo verá, a menos que vaya por ese pasaje, ¿lo ve? Baje por ahí, gire a la derecha y enseguida divisará el cartel y la entrada de la posada.
Le agradecí las indicaciones, y estaba a punto de seguir su consejo cuando me preguntó:
—¿De dónde es usted?
Se lo dije, y él se empeñó en seguir hablando:
—Yo no he estado nunca en Londres. ¿Qué lo trae a nuestro pueblo?
—Trabajo —respondí—. Perdone, no quisiera parecer grosero, y de hecho me encantaría seguir hablando con usted, pero antes quiero llegar a la posada e instalarme.
—Bueno, entonces no lo retengo —replicó él—. ¿En qué trabaja? ¡Oh, disculpe! ¡Ya he vuelto a hacerle una pregunta! Mejor lo dejo para más tarde.
Me saludó con la mano y se alejó calle abajo.
Cuando me disponía a seguir mi camino hacia el King’s Head, se volvió y me gritó a pleno pulmón:
—¡Baje por allí y gire a la derecha!
Y me saludó una vez más, agitando jovialmente la mano.
Solo intentaba ser amable y servicial, y yo debería sentirme agradecido. Y así me habría sentido, de no haber sido porque…
Sí, lo reconozco: porque no me gustan los pueblos. No se lo dije a Poirot antes de salir, pero me lo repetí en innumerables ocasiones durante el viaje en tren y una vez más cuando me apeé en la pequeña y primorosa estación. No me gustaba la calle estrecha y llena de encanto donde me encontraba, que se curvaba con la forma exacta de una S y discurría por el pueblo, flanqueada por casitas más propias de criaturas del bosque que de seres humanos.
No me gustaba que me abordaran desconocidos por la calle para hacerme preguntas impertinentes, pero al mismo tiempo era consciente de mi hipocresía, ya que yo mismo había viajado a Great Holling para interrogar a desconocidos.
Desde que el joven con gafas se había marchado, no oía ningún ruido, excepto el ocasional canto de un pájaro o mi propia respiración. Más allá de las casas, divisaba campos vacíos y colinas lejanas, que combinados con el silencio me hicieron sentir de inmediato el peso de la soledad. Las ciudades también pueden hacernos sentir solos, desde luego. En Londres, uno mira a los que pasan por la calle y no imagina lo que puedan estar pensando. Cada uno es un mundo completamente cerrado y misterioso. En los pueblos, se aplica la misma regla, pero es fácil sospechar que todos van pensando lo mismo.
El propietario del King’s Head Inn resultó ser un tal Victor Meakin, que aparentaba entre cincuenta y sesenta años, y tenía una cabellera gris y rala, a través de la cual asomaban las puntas de unas orejas rosadas. También él parecía ansioso por hablar de Londres.
—¿Nació usted allí, señor Catchpool, si no le importa que se lo pregunte? ¿Cuántos habitantes tiene ahora la ciudad? ¿Está muy sucia? Mi tía estuvo una vez en Londres y decía que había mucha suciedad. Aun así, siempre he pensado que me gustaría visitar algún día la ciudad. Pero nunca se lo dije a mi tía, que en paz descanse, porque habríamos discutido. ¿Es verdad que en Londres todo el mundo tiene coche propio?
Por suerte, su torrente ininterrumpido de preguntas no me dejaba tiempo para contestar; pero se me acabó la tranquilidad cuando llegó a la pregunta que realmente le interesaba:
—¿Y qué lo trae por Great Holling, señor Catchpool? No consigo adivinar qué negocio pueda tener usted en el pueblo.
Entonces guardó un silencio expectante y no me dejó más remedio que contestar:
—Soy policía —dije—. De Scotland Yard.
—¿Policía?
No perdió la sonrisa, pero empezó a mirarme con ojos muy diferentes: severos, inquisitivos y llenos de desdén, como si estuviera especulando y sacando conclusiones acerca de mí que no me beneficiaban en lo más mínimo.
—Policía —añadió, más para sí mismo que para mí—. ¿Por qué viene al pueblo un policía? Y además, ¡un policía importante de Londres!
Como no parecía que me lo estuviera preguntando directamente, omití contestarle.
Mientras el hombre cargaba mis maletas por la recurvada escalera de madera, se detuvo tres veces y se volvió para mirarme, sin razón aparente.
La habitación que me había asignado era fría y espartana, lo que para mí fue un agradable cambio respecto a la recargada extravagancia de flecos y encajes de Blanche Unsworth. Allí, por fortuna, nadie había preparado para mí una bolsa de agua caliente metida en una funda de punto. ¡Ni siquiera soporto ver esos artefactos! En mi opinión, lo más caliente dentro de una cama debería ser siempre la persona.
Meakin me indicó algunos elementos de la habitación que yo mismo habría descubierto sin su ayuda, como la cama y el gran armario de madera, y yo intenté reaccionar con la adecuada combinación de asombro y delectación. Después, como sabía que en algún momento tendría que decírselo, le revelé el motivo de mi presencia en Great Holling, con la esperanza de satisfacer su curiosidad y de conseguir que dejara de mirarme de manera tan penetrante. Así pues, le hablé de los asesinatos en el hotel Bloxham.
Me escuchó retorciendo la boca. Por un momento pensé que intentaba reprimir la risa, pero quizá fuera una apreciación errónea por mi parte.
—¿Asesinados, dice usted? ¿En un hotel elegante de Londres? ¡Eso sí que es una noticia! ¿La señora Sippel y la señorita Gransbury, asesinadas? ¿Y también el señor Negus?
—Entonces ¿los conocía usted? —pregunté, mientras me quitaba el abrigo y lo colgaba en el armario.
—Sí, desde luego.
—Pero supongo que no eran amigos suyos…
—Ni amigos ni enemigos —repuso Meakin—. Es lo mejor, cuando uno tiene una posada que atender. Los amigos y los enemigos siempre traen problemas. Y si no, mire lo que les ha pasado a la señora Sippel y a la señorita Gransbury. Y también al señor Negus.
Me pregunté a qué se debería el extraño énfasis que distinguía en su voz. ¿Podía ser satisfacción?
—Disculpe, señor Meakin, pero… ¿se alegra usted de esas tres muertes o me lo estoy imaginando?
—Se lo está imaginando, señor Catchpool. ¡Claro que se lo está imaginando! —repitió con la mayor firmeza.
Durante unos instantes nos sostuvimos mutuamente la mirada. En sus ojos, desprovistos ya de toda calidez, brillaba la suspicacia.
—Usted me ha dado una noticia y yo la he escuchado con interés; eso es todo —dijo Meakin—. Siempre escucho con interés lo que me cuentan los huéspedes. Es una cuestión de educación, cuando uno tiene una posada que atender. ¡Imagínese! ¡Tres asesinatos!
Me volví para darle la espalda, mientras le decía con firmeza:
—Gracias por enseñarme mi habitación. Ha sido usted muy servicial.
—Supongo que querrá hacerme unas cuantas preguntas, ¿no? Estoy al frente del King’s Head Inn desde 1911. No encontrará a nadie mejor a quien preguntar.
—Ah… sí, por supuesto. Cuando haya deshecho las maletas y comido, y después de estirar un poco las piernas. —No me agradaba la perspectiva de sentarme a hablar con ese hombre, pero no iba a tener más remedio—. Una cosa más, señor Meakin, algo muy importante: le quedaré muy agradecido si no le cuenta a nadie lo que acabo de decirle.
—¿Es un secreto?
—No, en absoluto. Pero preferiría dar la noticia yo mismo.
—Piensa hacer preguntas, ¿no? No encontrará a nadie en Great Holling que le diga nada que merezca la pena.
—Confío en que no sea así —repliqué—. Después de todo, usted mismo se acaba de ofrecer para hablar conmigo.
Meakin negó con la cabeza.
—No exactamente, señor Catchpool. Le he dicho que soy el más indicado para escuchar sus preguntas, pero no le he asegurado que fuera a responderlas. Le diré una cosa… —añadió, mientras apuntaba a mi cara un dedo huesudo de nudillos hinchados—. Si se ha encontrado con tres asesinatos en un hotel elegante de Londres y usted trabaja de policía en Londres, entonces lo más conveniente será que vaya a hacer sus preguntas por allí y no por aquí.
—¿Me está insinuando que me marche, señor Meakin?
—No, no, nada de eso. Su itinerario es asunto suyo. En esta posada será bienvenido durante todo el tiempo que quiera quedarse. Lo que usted haga no me concierne.
Entonces dio media vuelta y se fue.
Me quedé negando con la cabeza, desconcertado. Me costaba reconocer al Victor Meakin que acababa de salir de mi habitación como el mismo hombre que me había recibido a mi llegada al King’s Head Inn y se había puesto a parlotear alegremente sobre Londres y su tía enemiga de la suciedad.
Me senté en la cama, pero volví a incorporarme enseguida, movido por la necesidad de respirar aire fresco. Habría preferido que hubiera otro lugar donde alojarme en Great Holling, aparte del King’s Head.
Me puse el abrigo que me había quitado pocos minutos antes, cerré con llave la habitación y bajé la escalera. Victor Meakin estaba secando unos vasos de cerveza detrás de la barra. Cuando entré en la sala, me saludó con una leve inclinación de la cabeza.
En un rincón, a ambos lados de una mesa cubierta de vasos llenos y vacíos, había dos hombres profundamente concentrados en la tarea de emborracharse tanto como podían. Los dos parecían haber perfeccionado el arte de balancearse en la silla. Uno de los bebedores empedernidos era un viejo con cara de gnomo, cuya barba blanca le confería un aspecto semejante a Papá Noel. El otro era un mozo fornido, de mandíbula cuadrada, que no podía tener mucho más de veinte años. Estaba tratando de hablar con el viejo, pero tenía la boca floja por efecto del licor y no lograba hacerse entender. Por fortuna, su compañero de borrachera no estaba en condiciones de prestar atención, por lo que quizá era preferible que el discurso perdido fuera un sinsentido ininteligible y no una gran disertación.
Me resultó perturbador ver a un hombre tan joven en ese estado. ¿Cómo habría caído tan bajo? Daba la impresión de estar probándose una cara diferente de la suya, que sin embargo tendría que dejarse para siempre, si no cambiaba pronto de hábitos.
—¿Le apetece beber algo, señor Catchpool? —preguntó Meakin.
—Quizá más tarde, gracias —le contesté con una calurosa sonrisa. Intento ser tan amable como puedo con las personas que me desagradan o me resultan poco fiables. No siempre me funciona, pero a veces consigo que me retribuyan la amabilidad—. Ahora quiero salir a estirar un poco las piernas.
El joven ebrio se puso de pie con notable esfuerzo. Con repentina furia, soltó una parrafada que empezaba con la palabra «no» y se perdía en un marasmo incomprensible. Pasó trastabillando junto a mí y salió a la calle. El viejo levantó un brazo —proceso que le llevó unos diez segundos— y me apuntó con un dedo.
—Usted —dijo.
Hacía menos de una hora que estaba en Great Holling y ya había tenido que soportar la impertinencia de que dos personas me señalaran con el dedo. Cabía la posibilidad de que fuera un gesto de bienvenida entre los lugareños, pero lo dudaba.
—¿Me lo dice a mí? —pregunté.
Papá Noel profirió unos ruidos, que yo interpreté como:
—Sí, a usted, buen hombre. Venga y siéntese aquí conmigo. Aquí, en esa silla. Aquí conmigo. En esa silla de ahí, que ese jovencito inútil ya no va a necesitar. Aquí.
En circunstancias normales, sus repeticiones me habrían chirriado; pero como tenía que esforzarme por traducir sus palabras, casi le agradecí que se repitiera tanto.
—De hecho, estaba a punto de salir a dar un paseo por el pueblo… —empecé a decir, pero el viejo ya había decidido que yo no iba a ninguna parte.
—¡Ya tendrá tiempo más tarde! —ladró—. Venga, siéntese aquí conmigo, para que hablemos un rato.
Para mi alarma, se puso a cantar:
Venga para acá,
venga para acá,
señor policía de la ciudad.
Miré a Meakin, que no levantó la vista de los vasos de cerveza. La rabia me dio ánimos para espetarle:
—Creo recordar que hace apenas diez minutos le he pedido que no revelara a nadie el motivo de mi presencia en el pueblo.
—No he dicho ni una palabra.
Ni siquiera tuvo la cortesía de mirarme mientras hablaba.
—¿Cómo explica entonces, señor Meakin, que este caballero sepa que soy un policía de Londres, si usted no se lo ha dicho? Usted era el único que lo sabía.
—No debería sacar conclusiones precipitadas, señor Catchpool. Así no llegará a ninguna parte. No he hablado con nadie acerca de usted. No he dicho ni una sola palabra.
Estaba mintiendo. Él sabía que yo lo sabía, pero no le importaba.
Resignado, fui a sentarme con el viejo con aspecto de gnomo en un rincón de la posada. En las oscuras vigas a su alrededor relucían multitud de jaeces de bronce para caballos, y por un segundo me pareció ver en él a una extraña criatura de pelo blanco acurrucada en un nido todavía más extraño.
Empezó a hablar como si ya estuviéramos en medio de una conversación:
—… lo menos parecido a un caballero; es un inútil y sus padres lo saben muy bien. Ellos no saben leer ni firmar, y él tampoco. ¡Por no hablar de lo que sabe de latín! ¡Veinte años, y mírelo! Cuando yo tenía su edad… ¡Ah, pero eso fue hace mucho! ¡Tiempo inmemorial! Yo sí que fui un hombre de provecho a su edad. Pero algunos reciben las bendiciones que Dios les ha dado y las echan a perder. No se dan cuenta de que la grandeza está al alcance de todos los hombres y no se molestan en alcanzarla.
—Latín, ¿eh?
Fue todo lo que conseguí articular a modo de respuesta. ¿Grandeza? Por mi parte, me consideraba afortunado cada vez que evitaba un fracaso humillante. No había aspereza en la voz del viejo, pese a su nariz bulbosa y enrojecida, y a su barba mojada por la bebida. Pensé que habría resultado una voz agradable de escuchar, de no haber sido por la aspereza del alcohol.
—Entonces ¿usted ha hecho grandes cosas? —pregunté.
—Lo intenté, y debo decirle que conseguí mucho más de lo que soñaba.
—¿Ah, sí?
—Pero eso fue hace mucho tiempo. Los sueños no merecen la pena, y los que más nos importan nunca se hacen realidad. Yo no lo sabía cuando era joven, y me alegro de no haberlo sabido. —Suspiró—. ¿Y usted, amigo mío? ¿Cuál sería para usted su mayor éxito? ¿Resolver los asesinatos de Harriet Sippel, Ida Gransbury y Richard Negus?
Lo dijo como si se tratara de un propósito poco digno de mi empeño.
—No conocí a Negus, aunque lo vi una o dos veces —prosiguió—. Se marchó del pueblo poco después de llegar yo. Un hombre viene, otro se va, y los dos por la misma razón, los dos con el corazón afligido.
—¿Cuál fue esa razón?
Con un solo movimiento rápido, el viejo gnomo se echó una cantidad inverosímil de cerveza por el gaznate.
—¡Ella nunca lo superó! —dijo finalmente.
—¿Quién? ¿Qué fue lo que no superó? ¿Se refiere a que Ida Gransbury nunca superó que Richard Negus se marchara de Great Holling?
—La pérdida de su marido. Es lo que dicen. Harriet Sippel. Dicen que por haberlo perdido a una edad tan temprana se había vuelto así. A mí me parece una mala excusa. No era mucho mayor que el joven que estaba sentado donde está sentado usted antes de que usted viniera a sentarse. No tenía edad para morir. Siempre pasa lo mismo.
—¿Por qué ha dicho que «se había vuelto así»? ¿Podría explicármelo?
—¿Qué quiere que le explique, mi buen amigo? ¡Ah, sí! Los sueños no merecen la pena. Me alegro de haberlo descubierto en la vejez.
—Perdóneme, pero me gustaría saber si lo he entendido bien —insistí, deseando que dejara de desviarse del tema—. Ha dicho usted que Harriet Sippel perdió muy joven a su marido y que por eso se volvió… ¿Cómo se volvió?
Para mi espanto, el viejo se echó a llorar.
—¿Por qué tuvo que venir aquí? Habría podido tener un marido, hijos, un hogar, una vida feliz…
—¿Quién habría podido tener todo eso? —pregunté casi con desesperación—. ¿Harriet Sippel?
—Si no hubiera dicho una mentira imperdonable… Ahí fue donde empezó todo.
De pronto, como si un interlocutor invisible le hubiera hecho otra pregunta, el viejo frunció el ceño y dijo:
—¡No, no! Harriet Sippel tenía marido: George. Murió muy joven. De una enfermedad muy cruel. No era mucho mayor que el chiquillo inútil que estaba sentado donde se halla usted ahora. Stoakley.
—¿Stoakley es el nombre del chiquillo inútil?
—No, mi buen amigo. Stoakley es mi nombre. Walter Stoakley. El suyo no lo sé. —El viejo gnomo se pasó los dedos por la barba, y después dijo—: Ella le dedicó su vida. Y yo sé por qué, siempre supe por qué. Aunque tuviera defectos, era un hombre importante. Ella lo sacrificó todo por él.
—¿Por… por el joven que estaba aquí hace un momento?
No, no era eso. El chiquillo inútil no parecía ni remotamente un hombre importante.
Me alegré de que Poirot no participara en la conversación. Los inconexos desvaríos de Walter Stoakley le habrían provocado convulsiones.
—No, no. Él solo tiene veinte años, ¿no lo ve?
—Sí, me lo ha dicho usted hace un momento.
—No tiene sentido dedicarle la vida a un zángano que se pasa el día bebiendo.
—Estoy de acuerdo, pero…
—Ella no podía casarse con ese joven, después de enamorarse de un hombre importante. Por eso lo dejó.
Entonces se me ocurrió una idea, inspirada en las declaraciones del camarero Rafal Bobak en el comedor del hotel Bloxham.
—¿Ella es mucho mayor que él? —pregunté.
—¿Quién?
Stoakley pareció desconcertado.
—La mujer de la que está hablando. ¿Qué edad tiene?
—Por lo menos diez años más que usted. Cuarenta y dos o cuarenta y tres, le calculo yo.
—Ya veo.
Me sorprendió que fuera capaz de adivinar mi edad con tanta exactitud. Razoné que si la cabeza le daba para eso, entonces aún había esperanzas de que en algún momento me proporcionara alguna información coherente.
Volví a sumirme en el caos de nuestra conversación y le pregunté:
—Entonces, esa mujer de la que usted habla ¿es mayor que el joven que estaba sentado en esta silla hace unos minutos?
Stoakley frunció el ceño.
—Claro que sí, mi buen amigo. ¡Por lo menos veinte años mayor! Ustedes los policías hacen preguntas muy raras.
Una mujer mayor y un hombre joven: una pareja como la que estaba siendo objeto de las críticas de Harriet Sippel, Ida Gransbury y Richard Negus, cuando el camarero del hotel Bloxham los había oído. Me dije que estaba haciendo verdaderos progresos.
—Así que ¿ella tenía que casarse con el chiquillo inútil, pero al final lo dejó por un hombre más importante?
—No, con el chiquillo inútil no —dijo Stoakley con impaciencia. Después parpadeó con rapidez, sonrió y dijo—: Pero Patrick… ¡Ah! ¡Él sí que tenía la grandeza a su alcance! Ella lo vio. Lo supo. Si quiere que las mujeres se enamoren de usted, señor Catchpool, demuéstreles que tiene la grandeza a su alcance.
—Yo no quiero que las mujeres se enamoren de mí, señor Stoakley.
—¿Por qué no?
Hice una inspiración profunda.
—Señor Stoakley, ¿podría decirme el nombre de la mujer de la que ha estado hablando, esa que usted habría preferido que no viniera al pueblo, la que se enamoró de un hombre importante y dijo una mentira imperdonable?
—Imperdonable —convino el viejo gnomo.
—¿Quién es ese Patrick? ¿Cuál es su nombre completo? ¿Coinciden sus iniciales con las letras P. I. J.? ¿Ha habido alguna vez en Great Holling una mujer llamada Jennie?
—La grandeza a su alcance… —dijo Stoakley con tristeza.
—Sí, pero…
—Ella lo sacrificó todo por él, y no creo que hoy lo lamente, si alguien se lo pregunta. ¿Qué otra cosa habría podido hacer? Ella lo quería, ¿entiende? Con el amor no se discute. —Se agarró la camisa y la retorció—. Es como tratar de arrancarse el corazón.
Así más o menos me sentía yo después de media hora intentando sonsacarle algo coherente a Walter Stoakley. Seguí insistiendo, hasta que no pude soportarlo más y me di por vencido.