Capítulo 7

Dos llaves

Cuando Poirot llegó al café, lo encontró lleno de gente y envuelto en una mezcla de olor a humo y a sirope para tortitas.

—Necesito una mesa, pero están todas ocupadas —se quejó a Fee Spring, que también acababa de llegar y estaba junto al perchero de madera con el abrigo doblado sobre un brazo.

Cuando la camarera se quitó el sombrero, su pelo eléctrico soltó un par de chispazos y se quedó levitando durante unos segundos antes de sucumbir a la gravedad. En opinión de Poirot, el efecto resultaba bastante cómico.

—Entonces tendrá que conformarse con lo que hay, ¿no cree? —dijo la mujer en tono animado—. ¡No puedo echar a la calle a unos clientes que pagan sus consumiciones solamente porque me lo pida un detective famoso! —Bajó la voz hasta convertirla en un susurro—. El señor y la señora Osésil se marcharán dentro de un momento. Entonces podrá sentarse a su mesa.

—¿Osésil? Es un nombre muy poco corriente.

Fee soltó una carcajada y volvió a susurrar:

—«¡Oh, Cecil!». Es lo que repite la mujer todo el tiempo. El marido, pobre hombre, no puede decir dos palabras seguidas sin que ella lo corrija. ¿Ha dicho que quiere tostadas y huevos revueltos? Ella gime enseguida: «¡Oh, Cecil! ¡Tostadas y huevos, no!». Pero ni siquiera hace falta que hable para que ella intervenga. Si él se sienta a la primera mesa que encuentra, ella salta: «¡Oh, Cecil! ¡A esa mesa, no!». Para salirse con la suya, el hombre debería decir que quiere lo que no quiere, y que no quiere lo que quiere. Es lo que yo haría. Todavía estoy esperando que algún día se dé cuenta. Pero es evidente que tiene un cerebro de chorlito. Supongo que por eso empezó su mujer con la cantinela de «¡Oh, Cecil!».

—Si no se van pronto, yo mismo iré a decirles «¡Oh, Cecil!» —comentó Poirot, que ya empezaba a sentir las piernas doloridas, por efecto combinado del cansancio y del deseo contrariado de sentarse.

—Se marcharán antes de que esté listo su café —dijo Fee—. Ella ya ha terminado de comer, ¿lo ve? Dentro de nada empezará con uno de sus «¡Oh, Cecil!» y sacará de aquí al calzonazos de su marido. Pero ¿cómo es que ha venido usted a la hora del almuerzo? ¡Espere, no me diga nada! ¡Ya lo sé! Es por Jennie, ¿no? Me han dicho que ya ha venido usted a primera hora de la mañana.

—¿Cuándo se lo han dicho? —preguntó Poirot—. Usted acaba de llegar, n’est-ce pas?

—Nunca me voy muy lejos —fue la enigmática respuesta de Fee—. Nadie le ha visto el pelo a esa Jennie. Pero ¿sabe una cosa, señor Poirot? Yo tampoco he podido quitármela de la cabeza, como le pasa a usted.

—¿También usted está preocupada?

—¿Preocupada porque esté en peligro? No. ¿Acaso podría salvarla?

Non.

—Ni usted tampoco.

—Ah, pero Hércules Poirot ha salvado vidas. Y también ha salvado de la cárcel a hombres inocentes.

—Probablemente más de la mitad eran culpables —replicó Fee en tono de broma, como si encontrara divertida la idea.

Non, mademoiselle. Vous êtes misanthrope.

—Si usted lo dice. Yo solo sé que si me preocupara por todos los que entran aquí con alguna inquietud en la cabeza, no tendría un momento de paz. No hago más que escuchar una historia triste tras otra, y la mayoría ni siquiera son problemas reales, sino cosas que la gente se imagina.

—Si alguien se preocupa por algo, entonces el problema es real —objetó Poirot.

—A menos que sea una tontería sin importancia, como sucede a menudo —dijo Fee—. Lo que he querido decir cuando mencioné a Jennie es que ayer noté algo…, pero no consigo recordar el qué. Recuerdo que pensé: «Es curioso que Jennie haga eso, o que diga eso…». El problema es que no recuerdo por qué lo pensé; no consigo acordarme de qué fue exactamente lo que hizo o lo que dijo. Lo he intentado hasta que me ha salido humo de la cabeza, pero no hay manera. ¡Mire! El señor y la señora Oh-Cecil ya se van. Vaya y siéntese. ¿Le sirvo un café?

—Sí, gracias. Y mademoiselle, ¿podría por favor persistir en el esfuerzo y tratar de recordar eso tan curioso que hizo o dijo Jennie? No imagina lo importante que puede ser.

—¿Más importante que enderezar los estantes torcidos? —preguntó Fee con repentina sequedad—. ¿Más importante que ordenar los cubiertos en la mesa?

—¡Ah! Entonces ¿son esas las tonterías sin importancia de que hablaba hace un momento? —preguntó Poirot.

Fee se sonrojó.

—Si he dicho algo inoportuno, lo siento —repuso—. Es solo que… Creo que sería usted mucho más feliz si dejara de preocuparse tanto por la posición de un tenedor sobre un mantel, ¿no le parece?

Poirot la miró con la mejor de sus sonrisas de cortesía.

—Sería mucho más feliz si usted recordara qué le llamó la atención de mademoiselle Jennie.

Y así, tras poner un digno punto final a la conversación, se dirigió a su mesa.

Esperó sentado una hora y media, durante la cual tomó un buen almuerzo, pero no vio ni rastro de Jennie.

Eran casi las dos en punto cuando llegué al Pleasant, acompañado de un hombre que Poirot tomó al principio por Henry Negus, el hermano de Richard. Hubo un momento de confusión, mientras le explicaba a Poirot que había dejado en el hotel al agente Stanley Beer encargado de esperar a Negus y de traerlo al café en cuanto llegara, y que había procedido de esa forma porque en ese momento solo podía interesarme el hombre que había traído conmigo.

Se lo presenté («el señor Samuel Hobben, calderero») y me divertí observando cómo se retraía Poirot al ver la camisa llena de polvo y sin un botón, y la cara a medio afeitar. El señor Hobben no tenía nada que pudiera describirse como una barba o un bigote, pero resultaba claro que el uso de la navaja de afeitar le planteaba serios problemas. Las evidencias indicaban que había empezado, se había hecho un corte tremendo y se había dado por vencido. Como consecuencia, tenía una mejilla suave y sin barba, pero con un tajo terrible, y la otra perfectamente sana, pero cubierta de cerdas oscuras. No habría sido fácil decidir cuál de las dos mitades presentaba peor aspecto.

—El señor Hobben tiene algo muy interesante que contarnos —dije—. Yo estaba esperando a Henry Negus en la puerta del Bloxham, cuando…

—¡Ah! —me interrumpió Poirot—. ¿El señor Hobben y usted vienen ahora del hotel Bloxham?

—Sí.

¿De qué otro sitio habríamos podido venir? ¿De Tombuctú?

—¿Qué transporte han utilizado?

—Lazzari me ha permitido usar uno de los coches del hotel.

—¿Cuánto tiempo han tardado en llegar?

—Treinta minutos exactos.

—¿Cómo estaba la calle? ¿Había mucho tráfico?

—No, prácticamente no había coches.

—¿Cree que en diferentes condiciones les habría sido posible cubrir el trayecto en menos tiempo? —preguntó Poirot.

—No, a menos que nos hubieran crecido alas. Treinta minutos me parece una marca excelente.

Bon. Señor Hobben, siéntese, por favor, y cuéntele a Poirot esa historia suya tan interesante.

Para mi sorpresa, en lugar de sentarse, Samuel Hobben soltó una carcajada y se limitó a repetir lo que acababa de decir Poirot, exagerando su acento francés, o su acento belga, o el acento de lo que sea que hable Poirot:

Señogg Hobben, siéntese, pogg favogg, y cuéntele a Puaggott esa histoggia suya tan integgesante.

Poirot pareció encontrar ofensiva la imitación y yo sentí simpatía y compasión por él, hasta que dijo:

—El señor Hobben pronuncia mi apellido mejor que usted, Catchpool.

—¡El señogg Hobben! —repitió el desgreñado calderero entre risas—. No me haga caso, señor. Lo hago solo por pasar el rato. ¡El señogg Hobben!

—Pero nosotros no hemos venido a pasar el rato —repliqué con severidad, cansado de sus payasadas—. Repita, por favor, lo que me ha dicho en la puerta del hotel.

Hobben tardó diez minutos en contar una historia que habría podido resumir en tres, pero mereció la pena. Al pasar delante del Bloxham la noche anterior, poco después de las ocho, había visto a una mujer que salía del hotel, bajaba a toda prisa la escalera de la entrada y echaba a correr por la calle. Jadeaba y tenía un aspecto pavoroso. El calderero había intentado acercarse a ella para preguntarle si necesitaba ayuda, pero no había podido alcanzarla, porque corría demasiado aprisa para él. Sin embargo, la mujer había dejado caer algo en su carrera: dos llaves doradas. Al notar que se le habían caído, volvió sobre sus pasos para recogerlas. Después, con las llaves aferradas en una mano enguantada, se había perdido en la noche.

—Entonces yo me dije: «¿Por qué tendrá tanta prisa?» —explicó Samuel Hobben—. Esta mañana vi que había policías por todas partes y fui a preguntar qué había pasado. Cuando me enteré de los asesinatos, me dije enseguida: «¿No sería la asesina esa mujer que viste, Sammy?». Tenía un aspecto que daba miedo… ¡auténtico miedo!

Poirot tenía la mirada fija en una de las manchas que cubrían la camisa del hombre.

—Auténtico miedo —murmuró—. Su historia es fascinante, señor Hobben. ¿Ha dicho que eran dos las llaves?

—Así es, señor. Dos llaves doradas.

—¿Se encontraba usted lo bastante cerca para verlas bien?

—Claro que sí, señor. La calle está bien iluminada a la altura del Bloxham. Se veía todo con claridad.

—¿Puede decirme algo más acerca de esas llaves, aparte de su color dorado?

—Sí. Tenían unos números grabados.

—¿Unos números? —pregunté.

Era un detalle que Samuel Hobben no me había revelado la primera vez que me había contado la historia delante del hotel, ni tampoco la segunda, mientras nos desplazábamos en coche hasta el café. ¡Diantre! ¿Cómo no se me había ocurrido preguntárselo? Yo había visto la llave de Richard Negus, la que Poirot había encontrado detrás de la baldosa floja de la chimenea, y tenía el número 238 grabado.

—Sí, señor, unos números. Ya sabe: cien, doscientos…

—¡Ya sabemos lo que son los números! —dije yo con brusquedad.

—¿Esos fueron los números que vio en las llaves, señor Hobben? —preguntó Poirot—. ¿Cien y doscientos?

—No, señor. Uno de los números era ciento y algo, si no recuerdo mal. El otro… —Hobben se puso a rascarse vigorosamente la cabeza y Poirot desvió la vista—. Diría que era trescientos y pico, aunque no podría jurarlo. Pero lo que veo ahora si cierro los ojos e intento recordar es eso: ciento y algo, y trescientos y pico.

La habitación de Harriet Sippel era la 121, y la de Ida Gransbury, la 317.

Sentí que se me abría un vacío en el estómago y reconocí la sensación. Era lo mismo que había experimentado cuando vi por primera vez los tres cadáveres y el médico forense me comunicó que había encontrado un gemelo de oro con un monograma en la boca de cada uno de ellos.

De pronto me pareció probable que Samuel Hobben hubiera estado a pocos pasos de la asesina la noche anterior. Una mujer de aspecto pavoroso. Sentí un escalofrío.

—Esa mujer que usted vio —dijo Poirot—, ¿era rubia y llevaba un abrigo y un sombrero marrones?

Estaba pensando en Jennie, por supuesto. Yo seguía convencido de que no había ninguna relación, pero entendía el razonamiento de Poirot: a Jennie se la había visto corriendo la noche anterior por las calles de Londres, en estado de gran agitación, y a esa otra mujer también. Había al menos una posibilidad de que fueran la misma persona.

—No, señor. Llevaba puesto un sombrero, pero era azul claro, y tenía el pelo oscuro. Rizado y oscuro.

—¿Qué edad tenía?

—No me gusta ponerme a adivinar la edad de una dama, señor. Diría que no era ni muy joven ni muy vieja.

—Aparte del sombrero azul, ¿cómo iba vestida?

—No puedo decir que me haya fijado, señor. Estaba muy ocupado mirándole la cara, mientras pude verla.

—¿Era bonita? —pregunté.

—Sí, pero no la miraba por eso, señor. La miraba porque me resultó conocida. Le eché un vistazo y me dije: «¡Sammy, tú conoces a esa mujer!».

Poirot se removió en la silla. Me miró un momento y volvió a mirar al calderero.

—Si la conoce, señor Hobben, díganos quién es, por favor.

—No puedo, señor. Es lo que estaba intentando recordar mientras ella corría. La conozco, sí, pero no sé de dónde, ni cómo se llama, ni nada de eso. Lo único que puedo asegurarle es que no la conozco de nada que tenga que ver con mi oficio. Parecía toda una dama, una señora de pies a cabeza, y yo no conozco a nadie como ella. Sin embargo, la conozco. Esa cara… No era una cara que viera por primera vez ayer por la noche. No, señor. —Samuel Hobben negó con la cabeza—. Es un misterio. Podría habérselo comentado a ella, si no se hubiera marchado corriendo.

Me pregunté cuántos serán, entre todos los que alguna vez se marchan corriendo de algún sitio, los que huyen precisamente por esa razón: para evitar que alguien les haga una pregunta, sea cual sea.

Poco después de que despidiéramos a Samuel Hobben con la orden de hacer un esfuerzo de memoria para recordar el nombre de esa mujer misteriosa y el momento y el lugar en que la había conocido, el agente Stanley Beer llegó al Pleasant con Henry Negus.

El señor Negus tenía un aspecto mucho más agradable que Samuel Hobben. Era un hombre bien parecido, de unos cincuenta años, de pelo gris y expresión inteligente; vestía con elegancia y hablaba sin levantar la voz. Me gustó nada más verlo. Su dolor por la pérdida de su hermano era palpable, pero hizo gala de un autocontrol ejemplar durante toda nuestra conversación.

—Le ruego que acepte mis condolencias, señor Negus —dijo Poirot—. Lo siento mucho. Es terrible perder a alguien tan próximo.

Negus asintió agradecido.

—Si puedo hacer algo para ayudar en la investigación, sea lo que sea, lo haré con mucho gusto. ¿Ha dicho el señor Catchpool que tiene usted algunas preguntas que hacerme?

—Así es, monsieur. ¿Le resultan familiares los nombres de Harriet Sippel y de Ida Gransbury?

—¿Son ellas las otras dos personas que…?

Henry Negus se interrumpió, al ver que Fee Spring se acercaba para servirle el té que había pedido al llegar.

—Sí —respondió Poirot en cuanto la camarera se hubo retirado—. Harriet Sippel e Ida Gransbury también fueron asesinadas en el hotel Bloxham ayer por la noche.

—El nombre de Harriet Sippel no me dice nada, pero Ida Gransbury y mi hermano estuvieron prometidos para casarse hace muchos años.

—Entonces ¿usted conocía a mademoiselle Gransbury?

Noté un repentino entusiasmo en la voz de Poirot.

—No, no llegué a conocerla personalmente —respondió Henry Negus—. Conocía su nombre, desde luego, por las cartas de Richard. Mi hermano y yo no nos veíamos casi nunca cuando él vivía en Great Holling. Pero nos escribíamos.

Sentí que otra pieza del rompecabezas caía con un limpio chasquido en su sitio.

—¿Dice usted que Richard vivió en Great Holling? —pregunté, esforzándome por mantener un tono neutro.

Si Poirot se sorprendió tanto como yo con el descubrimiento, no lo demostró.

Un mismo pueblo relacionaba a las tres víctimas de un asesinato. Repetí varias veces el nombre mentalmente: «Great Holling, Great Holling, Great Holling». Todo parecía apuntar en esa dirección.

—Sí, Richard vivió en ese pueblo hasta 1913 —respondió Negus—. Tenía su bufete de abogado en Culver Valley. Allí pasamos él y yo la infancia: en Silsford. Después, en 1913, vino a vivir conmigo a Devon, donde todavía vive…, quiero decir, donde vivía hasta ahora —se corrigió enseguida.

De repente pareció desmejorado, como si la realidad de la muerte de su hermano lo hubiera asaltado violentamente en ese instante, con efectos devastadores.

—¿Alguna vez le habló Richard de una mujer de Culver Valley llamada Jennie? —preguntó Poirot—. ¿O de cualquier persona con ese nombre, quizá de Great Holling, o tal vez de cualquier otro sitio?

Hubo una pausa que se prolongó un momento.

—No —dijo finalmente Henry Negus.

—¿Y de alguien cuyas iniciales fueran P. I. J.?

—No. La única persona del pueblo que solía mencionar era Ida, su prometida.

—Si me permite que le haga una pregunta delicada, monsieur, ¿por qué no acabó en boda el compromiso de su hermano?

—Me temo que no sabría decírselo. Richard y yo estábamos muy unidos, pero hablábamos sobre todo de ideas: filosofía, política, teología… No teníamos costumbre de indagar en la vida privada del otro. De Ida me dijo únicamente que estaban comprometidos para casarse, y después, en 1913, que habían roto el compromiso.

Attendez. Puso fin a su compromiso con Ida Gransbury en 1913, ¿y ese mismo año se marchó de Great Holling y se fue a Devon a vivir con usted?

—Conmigo y con mi esposa y mis hijos, sí.

—¿Se marchó de Great Holling para poner distancia entre él y la señorita Gransbury?

Henry Negus consideró un momento la cuestión.

—Supongo que en parte sí, pero no fue solamente por eso. Richard se marchó de Great Holling porque desarrolló una profunda aversión por el lugar y no creo que Ida Gransbury fuera la única culpable. Me dijo que detestaba cada piedra del pueblo. No me explicó por qué y yo tampoco se lo pregunté. Si Richard no quería hablar sobre un asunto, tenía una manera muy taxativa de darlo a entender. Cuando emitió aquel veredicto suyo acerca del pueblo, pareció como si dijera al mismo tiempo: «Es todo lo que voy a decir al respecto». Quizá si yo hubiera intentado averiguar algo más…

Negus se interrumpió, con la angustia reflejada en el rostro.

—No debe sentirse culpable, señor Negus —comentó Poirot—. Usted no causó la muerte de su hermano.

—Yo no podía evitar la idea de que… de que probablemente le había pasado algo horrible en ese pueblo. Y a nadie le gusta hablar de esas cosas, ni tampoco pensar en ellas, si es posible evitarlo. —Henry Negus suspiró—. Lo cierto es que Richard no quería hablar al respecto y yo consideré que era mejor no tocar el asunto. Él tenía la autoridad, ¿lo entiende? Era el hermano mayor. Todo el mundo respetaba su opinión. Tenía una mente brillante, ¿sabe?

—¿Ah, sí? —dijo Poirot, con una sonrisa amable.

—Nadie prestaba tanta atención a los detalles como Richard, antes de su declive. Era meticuloso en todo lo que hacía y todos confiaban en él. Por eso había tenido tanto éxito como abogado, antes de que las cosas empezaran a ir mal. Yo estaba convencido de que conseguiría levantarse y de que la vida volvería a sonreírle. Cuando hace un par de meses lo vi más animado, me dije: «Parece que por fin ha recobrado las ganas de vivir». Tenía la esperanza de que estuviera pensando en volver a trabajar, antes de agotar hasta el último penique de su herencia.

—Señor Negus, ¿podría ir un poco más despacio? —intervino Poirot, afable pero incisivo—. ¿Dice usted que su hermano no trabajaba cuando se mudó a su casa?

—No. Además de marcharse de Great Holling y de romper su compromiso con Ida Gransbury, Richard también dejó atrás su profesión cuando vino a Devon. Abandonó el oficio de abogado, se encerró en su habitación y se dio a la bebida.

—Ah. ¿Por eso ha dicho usted que se había venido abajo?

—Así es —respondió Negus—. El Richard que vino a mi casa era muy diferente del que yo había visto por última vez. Se había vuelto retraído y amargado. Era como si hubiese levantado un muro a su alrededor. Nunca salía de casa, no veía a nadie, no escribía ninguna carta y tampoco recibía correspondencia. Lo único que hacía era leer y quedarse en silencio mirando el vacío. Se negaba a acompañarnos a la iglesia y no cedía ni siquiera para complacer a mi esposa. Un día, cuando llevaba aproximadamente un año con nosotros, encontré una Biblia junto a su puerta, en el suelo del rellano. Era la misma que había estado guardada en un cajón, en el dormitorio que le habíamos dado a mi hermano; pero cuando intenté devolverla a su sitio, Richard me dijo secamente que no quería verla en su habitación. Debo confesar que después de ese incidente, le pregunté a mi mujer si… si debíamos pedirle que se buscara otro lugar donde vivir. Era bastante perturbador tenerlo en casa. Pero Clara, mi esposa, no quiso saber nada al respecto. «La familia es la familia», dijo. «Richard solo nos tiene a nosotros. ¿Cómo vamos a poner en la calle a alguien de tu sangre?». Tenía razón, desde luego.

—¿Ha dicho usted que su hermano derrochaba el dinero? —pregunté.

—Sí. Ambos teníamos una posición acomodada. —Henry negó con la cabeza—. Jamás habría imaginado que Richard, mi hermano mayor, fuera a despilfarrar su fortuna sin pensar en el futuro… y, sin embargo, fue lo que hizo. Parecía empeñado en convertir en licor y beberse hasta el último penique heredado de mi padre. Iba encaminado hacia una vida de miseria y enfermedad. Pasé muchas noches en vela, imaginando el final terrible que quizá le aguardara. Aun así, nunca pensé en el asesinato. Ni por un momento se me ocurrió que Richard pudiera morir asesinado, aunque tal vez debí considerar esa posibilidad.

Poirot levantó la cabeza, como en instantáneo estado de alerta.

—¿Por qué dice que debió considerarla, monsieur? La mayoría de nosotros damos por sentado que nuestros parientes y amigos no morirán asesinados, y por lo general se trata de una suposición razonable.

Henry Negus reflexionó un momento, antes de contestar. Finalmente, dijo:

—Tal vez sea fantasioso decir que Richard se comportaba como si supiera que iba a ser asesinado, porque ¿quién puede saber algo así? Pero cuando se mudó a mi casa, tenía el aire abatido y fatalista de quien cree que su vida ya ha terminado. No encuentro otra manera de describirlo.

—Sin embargo, ha dicho usted que lo vio «más animado» en los meses que precedieron a su muerte…

—Así es. Mi esposa también lo notó y me instó a hablar con él para averiguar a qué se debía el cambio. Las mujeres siempre son curiosas, ¿verdad? Pero yo conocía a Richard y sabía que no habría apreciado la intromisión.

—¿Parecía más feliz? —preguntó Poirot.

—Ojalá pudiera decirle que sí, monsieur Poirot. Si pudiera creer que Richard se sentía un poco más feliz el día que murió, al menos tendría ese consuelo. Pero no, lo suyo no era felicidad. Era más como si estuviese planeando algo. Parecía como si por fin volviera a tener un propósito, después de tantos años de no tener ninguno. Pero solo es una suposición mía. No sé si realmente se proponía algo, ni qué pensaba hacer.

—Pero ¿está seguro de que ese cambio de su hermano no es una mera imaginación suya?

—Sí, estoy seguro al cien por cien, porque se manifestó en muchos aspectos. Richard se levantaba y bajaba a desayunar más a menudo. Tenía más vigor y energía. Sus hábitos de higiene mejoraron, y lo más notable de todo fue que dejó de beber. No imagina lo mucho que agradecí que hubiera dejado la bebida. Mi mujer y yo rezábamos para que tuviera éxito, fuera cual fuese su plan, y para que la maldición de Great Holling dejara de pesar sobre él y pudiera por fin disfrutar de una vida provechosa.

—¿La maldición, monsieur? ¿Cree que el pueblo estaba maldito?

Henry Negus se sonrojó.

—No, realmente no. Esas cosas no existen. Pero a mi mujer le había dado por decirlo. Como no tenía una buena historia donde hincar el diente, se inventó el cuento de la maldición, basándose en la precipitada salida de Richard del pueblo, la ruptura de su compromiso y lo único que sabía de Great Holling, aparte de esos dos datos.

—¿Cuál era ese otro dato? —pregunté.

—Oh. —Henry Negus pareció sorprendido. Al cabo de un momento, dijo—: Claro, ustedes no saben nada al respecto. ¿Por qué iban a saberlo? Me refiero a la tragedia del joven vicario de la parroquia y de su esposa. Richard nos lo contó en una de sus cartas, unos meses antes de marcharse del pueblo —dijo Henry—. Murieron con pocas horas de diferencia.

—¿Ah, sí? ¿Cuál fue la causa de su muerte? —preguntó Poirot.

—No lo sé. Richard no mencionó ese detalle en su carta, si es que lo sabía. Solo escribió que había sido una tragedia espantosa. De hecho, se lo pregunté cuando vino a casa, pero me contestó con un gruñido, por lo que no pude averiguar nada más. Creo que estaba demasiado absorto en sus desdichas para ponerse a hablar de las desgracias ajenas.