Capítulo 6

El enigma del jerez

Media hora después, Poirot y yo estábamos tomando un café delante de un buen fuego, en lo que Lazzari llamaba «nuestro saloncito privado», una habitación situada detrás del comedor, sin ningún acceso posible desde los pasillos abiertos al público. Las paredes estaban cubiertas de retratos que yo me propuse no mirar. Antes que cualquier retrato, prefiero un paisaje soleado o incluso tormentoso. Los ojos son lo que más me molesta de las representaciones humanas. Sea quien sea el autor, no he visto nunca un retrato que no me transmita la impresión de estar observándome con supremo desprecio.

Tras prodigarse como maestro de ceremonias en el comedor, Poirot se había sumido una vez más en una silenciosa melancolía.

—Vuelve a preocuparle Jennie, ¿verdad? —le pregunté, y él reconoció que así era.

—No me gustaría enterarme de que ha sido hallada con un gemelo en la boca. Temo recibir esa noticia.

—Puesto que en este momento no puede hacer nada por ella, le sugiero que piense en otra cosa —le aconsejé.

—¡Qué pragmático es usted, Catchpool! De acuerdo. Pensemos en tazas.

—¿Tazas?

—Eso es. ¿Qué opinión le merecen?

Tras reflexionar un momento, respondí:

—Creo que no tengo ninguna opinión formada al respecto.

Poirot dejó escapar un gruñido de impaciencia.

—Tres tazas llegaron a la habitación de Ida Gransbury, en la bandeja que llevó el camarero Rafal Bobak. Tres tazas para tres personas, como era de esperar. Pero cuando fueron hallados los cadáveres, allí dentro había solo dos.

—La otra estaba en el cuarto de Harriet Sippel, junto al cadáver de la propia Harriet —repliqué.

Exactement. Y eso es muy curioso, ¿no cree? ¿Cuándo se llevó la señora Sippel la taza y el platillo a su habitación? ¿Antes o después de que le echaran el veneno? Y en cualquier caso, ¿le parece normal que alguien se lleve una taza de té por el pasillo de un hotel y baje dos pisos por el ascensor o por la escalera con la taza en la mano? Si está llena, el té puede derramarse, y si solo está medio llena o casi vacía, entonces no tiene sentido transportarla. Lo habitual sería beberse el té en la misma habitación donde se ha servido, n’est-ce pas?

—Normalmente, sí. Pero tengo la impresión de que este asesino es una persona bastante fuera de lo corriente —respondí con vehemencia.

—¿Y sus víctimas? ¿No eran personas corrientes, sus víctimas? ¿Y qué me dice de su comportamiento? ¿Pretende que crea que Harriet Sippel se lleva la taza a su habitación, se sienta a beber el té en el sillón y después, casi de inmediato, el asesino llama a su puerta y encuentra la manera de echarle cianuro en la bebida? Recuerde que Richard Negus también se ha marchado de la habitación de Ida Gransbury por alguna razón desconocida, pero se las arregla para estar de vuelta en su cuarto al poco tiempo, con una copa de jerez que sin embargo no le ha dado nadie del hotel.

—Visto de esa forma… —dije yo.

Poirot siguió insistiendo, como si yo no hubiera empezado a darle la razón.

—También Richard Negus está solo en su habitación con su copa, cuando el asesino llama a su puerta. Y también le dice: «Sí, por favor, ¡écheme su veneno en el jerez!». Mientras tanto, Ida Gransbury está esperando pacientemente en la 317 a que el asesino vaya a visitarla. Por supuesto, se bebe el té muy lentamente, porque sería una falta de tacto acabárselo antes de que llegue la persona que pretende matarla. De lo contrario, ¿qué iba a hacer para envenenarla? ¿Dónde iba a echarle el cianuro?

—Diantre, Poirot, ¿qué quiere que le diga? ¡Yo lo entiendo tan poco como usted! Verá, se me ha ocurrido que las tres víctimas pudieron tener algún tipo de altercado. ¿Cómo se explica si no que los tres planearan cenar juntos y después se fueran cada uno por su lado?

—Si una mujer se enfada y abandona abruptamente una habitación, no creo que se lleve consigo una taza de té a medio terminar —dijo Poirot—. Se le habría enfriado para cuando llegara a la habitación 121.

—Yo suelo tomar el té frío —repliqué—. Me gusta bastante.

Poirot arqueó las cejas.

—Si no supiera que usted no miente, ni siquiera lo creería posible. ¡Té frío! Dégueulasse!

—Bueno, antes no me gustaba, pero me he acostumbrado —dije yo en mi defensa—. Con el té frío no hay prisa. Uno se lo puede tomar en cualquier momento, cuando le convenga, y no ocurre nada malo si hay que esperar un poco. No hay presión, ni plazos. Para mí, eso es importante.

Alguien llamó a la puerta.

—Debe de ser Lazzari, que viene a asegurarse de que nadie nos haya molestado durante nuestra importante conversación —dije.

—¡Pase, por favor! —exclamó Poirot levantando la voz.

No era Luca Lazzari, sino Thomas Brignell, el ayudante de recepción que había declarado haber visto a Richard Negus delante del ascensor a las siete y media.

—¡Ah, monsieur Brignell! —dijo Poirot—. Siéntese con nosotros, por favor. Su relato de lo sucedido ayer por la noche nos ha sido muy útil al señor Catchpool y a mí. Se lo agradecemos.

—Sí, le estamos muy agradecidos —añadí yo efusivamente.

Habría sido capaz de decir cualquier cosa con tal de animar a Brignell para que hablara, porque era evidente que le preocupaba algo. El pobre hombre no parecía mucho más seguro de sí mismo que en el comedor. Se frotaba las manos sin cesar, tenía la frente perlada de sudor y daba la impresión de estar todavía más pálido que antes.

—Les he fallado —dijo—. Y le he fallado al señor Lazzari, que siempre ha sido muy bueno conmigo. Yo no… En el comedor, hace un momento, yo no…

Se interrumpió y empezó a frotarse otra vez las manos.

—¿No nos ha contado usted la verdad? —sugirió Poirot.

—¡Todo lo que he dicho era cierto, señor! ¡Cada palabra! —exclamó Thomas Brignell con acalorada indignación—. Si mintiera a la policía en un asunto de tanta importancia, no sería mucho mejor que el asesino.

—Ni siquiera en ese caso sería usted tan culpable como él, monsieur.

—He omitido mencionar dos cosas. Lo siento muchísimo, señor, pero me cuesta mucho hablar en un salón lleno de gente. Es algo que siempre se me hace cuesta arriba. Y lo más difícil de todo, cuando estábamos allí… —Señaló en dirección al comedor con la cabeza—. Lo más difícil habría sido repetir lo que me dijo ayer el señor Negus, porque fue un elogio hacia mi persona.

—¿Qué clase de elogio?

—Ninguno que yo hubiera hecho por merecer, señor, de eso estoy seguro. Soy un hombre corriente; no destaco en nada. Hago mi trabajo e intento ganarme mi salario, pero no hay ninguna razón para que se me elogie particularmente.

—¿Y eso fue lo que hizo el señor Negus? —preguntó Poirot—. ¿Lo elogió a usted particularmente?

Brignell hizo una mueca de incomodidad.

—Sí, señor. Como le dije, yo no buscaba sus alabanzas y estoy seguro de que no había hecho nada para merecerlas. Pero cuando lo vi y él me vio, me dijo: «¡Ah, señor Brignell! Ya he visto que es un hombre sumamente eficiente. Estoy seguro de que puedo confiar en usted para que me resuelva este problema». Entonces me expuso el asunto que ya le he mencionado antes, acerca de la cuenta y su deseo de abonarla por entero.

—Y usted no quería repetir el cumplido que le hizo el señor Negus delante de todo el mundo, ¿no es así? —dije—. ¿Temía parecer engreído?

—Sí, señor. Por eso no quise repetirlo. Pero hay algo más. Cuando arreglamos el asunto de la cuenta, el señor Negus me pidió una copa de jerez. Fue a mí a quien se la pidió. Le ofrecí subírsela a su habitación, pero me dijo que no le importaba esperar. Entonces la fui a buscar, se la di y él se la llevó al ascensor.

Poirot se inclinó hacia delante en su asiento.

—¿Por qué no ha dicho nada cuando antes he preguntado si alguno de los presentes le había dado una copa de jerez a Richard Negus?

Brignell pareció confuso y contrariado, como si tuviera la respuesta en la punta de la lengua y aun así no consiguiera expresarla.

—Debería habérselo dicho, señor. Debería haberle contado todo lo sucedido en cuanto usted lo ha preguntado. Lamento profundamente haber fallado en mi deber hacia usted y hacia los tres huéspedes fallecidos, que en paz descansen. Solo espero haber reparado mi error, aunque sea en parte, al haber venido aquí a hablar con ustedes.

—Por supuesto, por supuesto. Pero hay algo, monsieur, que me llena de curiosidad. ¿Por qué no ha hablado usted en el comedor? Cuando he preguntado si alguno de ustedes le había servido una copa de jerez al señor Richard Negus, ¿por qué ha guardado silencio?

El pobre Brignell había empezado a temblar.

—Le juro por las cenizas de mi madre, señor Poirot, que le he contado todos los detalles de mi encuentro de ayer con el señor Negus, ¡hasta el último! Ya sabe usted absolutamente todo lo ocurrido, se lo juro.

Poirot abrió la boca para hacerle otra pregunta, pero yo me interpuse.

—Muchas gracias, señor Brignell —dije—. Deje de preocuparse por no habernos contado antes esos detalles. Créame que entiendo su dificultad para ponerse de pie y hablar delante de un grupo de gente. A mí tampoco me gusta demasiado hablar en público.

Tras despedirse, Brignell se marchó rápidamente, como un zorro escabulléndose de los sabuesos.

—Yo le creo —dije cuando se fue—. Nos ha dicho todo lo que sabe.

—Acerca de su encuentro con Richard Negus delante del ascensor del hotel, sí. El pequeño detalle que ha ocultado encaja con él. Pero ¿por qué no ha dicho nada en el comedor acerca del jerez? Se lo he preguntado dos veces y no me ha contestado. En lugar de darme una respuesta, ha vuelto a hablar de su remordimiento, que sin duda es sincero. No es capaz de mentir, pero tampoco se atreve a decir la verdad. ¡Ah, cómo se resiste a contarla! Callar es una forma de mentir, una forma muy eficaz, porque no deja establecida ninguna falsedad que se pueda contradecir.

De pronto, Poirot soltó una risita entre dientes.

—Y usted, Catchpool, ¿se empeñaba en proteger a ese hombre de Hércules Poirot, que lo habría presionado hasta obtener la información?

—Me ha parecido que había llegado a su límite. Además, francamente, creo que si nos oculta algo, debe de ser alguna cosa que considera intrascendente para resolver el caso, pero muy bochornosa para él. Se lo ve escrupuloso y preocupado por su trabajo. Si pensara que sabe algo de utilidad para nosotros, su sentido del deber lo obligaría a hablar.

—Y como usted lo ha dejado ir, no ha tenido tiempo de explicarle que la información que oculta puede ser de vital importancia. —Poirot había levantado la voz. Me miró con severidad, para asegurarse de que yo notara su irritación—. Ni siquiera yo, Hércules Poirot, puedo distinguir todavía entre lo que es relevante y lo que es irrelevante para el caso. Por eso debo saberlo todo. —Se puso de pie—. Y ahora, volveré al Pleasant —dijo abruptamente—. El café que sirven allí es mucho mejor que el del signor Lazzari.

—¡Pero el hermano de Richard Negus está viniendo ahora mismo hacia aquí! —protesté—. Pensaba que usted quería hablar con él.

—Necesito un cambio de ambiente, Catchpool. Debo revitalizar la materia gris. Empezará a anquilosarse si no la saco de aquí.

—¡Paparruchas! Se va porque espera encontrarse con Jennie o tener noticias suyas —dije—. Permítame que le diga, Poirot, que todo este asunto de Jennie es como una cacería de unicornios: no conduce a nada. Y usted lo sabe, porque de lo contrario diría abiertamente que va al Pleasant con la esperanza de encontrarse con ella.

—Tal vez sea así. Pero ¿qué puedo hacer yo, si un asesino de unicornios anda suelto? Dígale a Henry Negus que venga al Pleasant. Hablaremos allí.

—¿Qué? ¡Pero si Negus viene desde Devon! Seguramente no tendrá ningunas ganas de salir a otro sitio nada más llegar.

—Tampoco querrá que maten al unicornio, ¿no? —me interrumpió Poirot—. ¡Pregúnteselo!

Decidí no preguntarle nada de eso a Henry Negus, por temor a que se marchara por donde había venido, convencido de que Scotland Yard estaba en manos de unos dementes.