Cien personas tomadas al azar
Casi no reparé en la multitud reunida en el comedor del hotel Bloxham cuando entramos Poirot y yo. La sala en sí misma era impresionante y me costó no perderme en la contemplación de su grandiosidad. Me detuve en la puerta y levanté la vista para admirar el techo lujosamente ornamentado, con multitud de emblemas y figuras grabadas. Resultaba extraño pensar que los comensales se sentarían debajo de esa obra de arte y consumirían cosas corrientes, como tostadas con mermelada. Lo más probable era que ni siquiera mirasen hacia arriba mientras cascaban los huevos cocidos con una cucharilla.
Yo estaba intentando abarcar el diseño en su conjunto y captar la relación entre las diferentes partes del techo, cuando un desconsolado Luca Lazzari vino apresuradamente hacia mí e interrumpió con sus sonoros lamentos mi admirativa contemplación de las artísticas simetrías sobre mi cabeza.
—¡Señor Catchpool, monsieur Poirot, debo presentarles mis más rendidas disculpas! ¡En mi prisa por ayudarlos en su importante labor les he transmitido una falsedad! La explicación es sencilla: había oído muchas cosas y no logré corroborarlas con tanta celeridad como habría deseado. ¡Solo puedo achacar el error a mi propia estupidez! ¡Nadie más ha tenido la culpa!
Lazzari se interrumpió y echó un vistazo por encima del hombro al centenar de hombres y mujeres reunidos en el comedor. Después, se desplazó ligeramente a la izquierda, situándose justo delante de Poirot, y abombó el pecho de una manera bastante graciosa, con las manos apoyadas en las caderas. Creo que se proponía ocultar a todo su personal de la mirada desaprobadora de Poirot, aplicando el principio de que nadie puede culpar aquello que no puede ver.
—¿Cuál fue su error, signor Lazzari? —preguntó Poirot.
—¡Un error muy grave! Usted dijo que no era posible y tenía razón. Pero quiero hacerle comprender que mi excelente personal, que tiene aquí delante, me comunicó toda la verdad acerca de lo sucedido. El único culpable de tergiversar los hechos fui yo. ¡Aunque le aseguro que no lo hice deliberadamente!
—Je comprends. Ahora tiene la oportunidad de corregir el error… —dijo Poirot, con la esperanza de abreviar el discurso del gerente del hotel.
Mientras tanto, los miembros de su «excelente» personal guardaban silencio, sentados en torno a grandes mesas redondas, y escuchaban con atención cada palabra. El ambiente era sombrío. Recorrí rápidamente las caras con la vista y no vi ni una sola sonrisa.
—Les dije a ustedes que los tres huéspedes fallecidos habían pedido que les sirvieran la cena en sus respectivas habitaciones a las siete y cuarto de la tarde de ayer, cada uno por separado —recordó Lazzari—. Pero no era cierto. Estaban juntos. ¡Los tres cenaron juntos, todos en una misma habitación: la de Ida Gransbury, la número 317! Un solo camarero, y no tres, los vio con vida a las siete y cuarto. ¿Lo ve, monsieur Poirot? No fue una gran coincidencia, como yo le di a entender, sino un hecho totalmente corriente: ¡tres huéspedes que cenan juntos en la habitación de uno de ellos!
—Bon. —Poirot pareció satisfecho—. Queda explicado ese punto. ¿Y quién era ese camarero?
Un hombre calvo de aspecto fornido se levantó de su asiento en una de las mesas. Aparentaba unos cincuenta años y tenía los mofletes caídos y los ojos tristes de un basset hound.
—Era yo, señor —dijo.
—¿Puede decirme su nombre, monsieur?
—Rafal Bobak, señor.
—¿Sirvió usted la cena a Harriet Sippel, a Ida Gransbury y a Richard Negus en la habitación 317, a las siete y cuarto de la tarde de ayer? —le preguntó Poirot.
—La cena no, señor —replicó Bobak—. El té. Fue lo que pidió el señor Negus: el té de la tarde a la hora de la cena. Me preguntó si era posible o si por el contrario estaba obligado a tomar lo que él llamó «una cena-cena». Me dijo que ni él ni sus amigas se sentían con ánimos de cenar y que preferían tomar el té. Le contesté que podían tomar lo que desearan, cuando quisieran, y entonces él me pidió sándwiches (de jamón, de queso y de salmón y pepino) y pastelitos surtidos. Y scones, señor, con queso fresco y mermelada.
—¿Y de beber? —preguntó Poirot.
—Té, señor. Para los tres.
—D’accord. ¿Y jerez para Richard Negus?
Rafal Bobak negó con la cabeza.
—No, señor. Jerez, no. El señor Negus no me pidió jerez. No llevé ninguna copa de jerez a la habitación 317.
—¿Está seguro?
—Completamente, señor.
Encontrarme bajo la atenta mirada de tantos pares de ojos me hacía sentir un tanto incómodo. Me resultaba bochornoso no haber formulado ninguna pregunta todavía. No había nada de malo en dejar que Poirot dirigiera el espectáculo; pero si yo no participaba en absoluto, me tomarían por un débil. Me aclaré la garganta para dirigirme a los presentes:
—¿Alguno de ustedes llevó un té a la habitación de Harriet Sippel, la número 121, en algún momento? ¿O un jerez a la habitación de Richard Negus, ya fuera ayer o anteayer, el miércoles?
Las cabezas se movieron negativamente. A menos que alguien mintiera, parecía que el único pedido entregado en cualquiera de las tres habitaciones había sido el «té de la tarde a la hora de la cena» que Rafal Bobak había llevado a la habitación 317 a las siete y cuarto del jueves.
Intenté organizarlo todo en mi cabeza. La taza de té en la habitación de Harriet Sippel no suponía un problema. Debía de ser una de las tres que había llevado Bobak, puesto que solo se habían encontrado dos tazas en el cuarto de Ida Gransbury, después de los asesinatos. Pero ¿cómo había llegado la copa de jerez a la habitación de Richard Negus, si no la había llevado ningún camarero?
¿Había entrado el asesino en el Bloxham con una copa de Harvey’s Bristol Cream en la mano y con los bolsillos llenos de gemelos con monogramas y veneno? Era inverosímil.
Poirot parecía estar reflexionando sobre la misma faceta del problema.
—Para entendernos, ¿ninguno de ustedes le sirvió una copa de jerez al señor Richard Negus, ya fuera en su habitación o en cualquier otro lugar del hotel?
Volvieron a moverse negativamente las cabezas.
—Signor Lazzari, ¿podría decirme si la copa hallada en la habitación del señor Negus pertenecía al hotel Bloxham?
—Sí, monsieur Poirot. Pertenecía al hotel. Es muy desconcertante. Podríamos pensar que algún camarero ausente en este momento le dio la copa de jerez al señor Negus el miércoles o el jueves, pero todos los que trabajaron esos días están hoy aquí con nosotros.
—Es desconcertante, en efecto —convino Poirot—. Señor Bobak, quizá pueda contarnos qué sucedió cuando llevó ese «té de la tarde a la hora de la cena» a la habitación de Ida Gransbury.
—Lo dejé en la mesa y me marché, señor.
—¿Estaban los tres en la habitación? ¿La señora Sippel, la señorita Gransbury y el señor Negus?
—Así es, señor.
—Descríbanos la escena, por favor.
—¿La escena?
Al notar la confusión de Rafal Bobak, salí en su ayuda:
—¿Cuál de ellos le abrió la puerta?
—El señor Negus.
—¿Y dónde estaban las dos mujeres? —pregunté.
—Hum… Estaban sentadas en los dos sillones junto a la chimenea, conversando. No me dirigieron la palabra. Solamente hablé con el señor Negus. Dejé la bandeja sobre la mesa, junto a la ventana, y me marché.
—¿Recuerda de qué hablaban las dos señoras? —preguntó Poirot.
Bobak bajó la vista.
—Verá, señor…
—Es importante, monsieur. Cada detalle que pueda indicarme acerca de esas tres personas es importante.
—Bueno… Creo que estaban murmurando acerca de alguien. Y riendo también.
—¿Quiere decir que estaban hablando maliciosamente de alguna persona conocida?
—Una de las señoras, sí. Y el señor Negus parecía encontrarlo divertido. Decían algo acerca de una mujer mayor y un hombre joven. Como no era asunto mío, no les presté atención.
—¿Recuerda qué decían exactamente? ¿A quién criticaban?
—No sabría decírselo, señor, lo siento. Lo único que entendí fue que había una mujer de cierta edad interesada en el afecto de un hombre joven, eso es todo. Me parecieron chismorreos y nada más.
—Monsieur —dijo Poirot en tono de gran autoridad—, si llega a recordar algo más de esa conversación, cualquier cosa, le ruego que me lo haga saber sin demora.
—Así lo haré, señor. Ahora que lo pienso, creo haber entendido que el hombre había abandonado a la mujer mayor y se había marchado con otra más joven. Como le digo, eran solo chismorreos.
—Entonces… —Poirot empezó a pasear por la sala. Era curioso ver más de un centenar de cabezas volverse lentamente para seguir sus pasos de una punta a otra del comedor—. Tenemos a Richard Negus, a Harriet Sippel y a Ida Gransbury, es decir, a un hombre y a dos mujeres, ¡hablando maliciosamente en la habitación 317 acerca de otro hombre y otras dos mujeres!
—¿Y qué importancia puede tener eso, Poirot? —pregunté.
—Puede que ninguna, pero es interesante. Además, los chismorreos, las risas y el hecho de reunirse para tomar el té de la tarde a la hora de la cena nos están indicando que nuestros tres huéspedes no eran extraños entre sí, sino conocidos unidos por una relación amistosa, que no sospechaban el destino que les aguardaba.
Un movimiento repentino me sobresaltó. En la mesa que Poirot y yo teníamos delante, un hombre de pelo negro y piel pálida saltó de su asiento como impelido por un resorte. Habría interpretado que estaba ansioso por hablar, de no haber sido porque tenía las facciones congeladas por el espanto.
—Es uno de nuestros ayudantes de recepción, el señor Thomas Brignell —intervino Lazzari, presentando al hombre con un amplio gesto de la mano.
—Eran algo más que conocidos —susurró Brignell tras un prolongado silencio. No creo que las personas sentadas detrás pudieran oírlo, porque hablaba muy bajo—. Eran muy amigos. Los unía una buena amistad.
—¡Claro que eran amigos! —exclamó Lazzari con un vozarrón que retumbó en todo el salón—. ¡Tomaron el té juntos!
—Muchos toman el té a diario con personas que no soportan —dijo Poirot—. Continúe, por favor, señor Brignell.
—Cuando me encontré con el señor Negus ayer por la tarde me pareció particularmente atento con las dos señoras, como solo un amigo puede serlo —murmuró Thomas Brignell.
—¿Se lo encontró? —pregunté yo—. ¿Cuándo? ¿Dónde?
—A las siete y media, señor. —Señaló la doble puerta del comedor y noté que le temblaba el brazo—. Justo ahí fuera. Yo salía del comedor y él se dirigía al ascensor. Cuando me vio, se detuvo y me llamó. Supuse que iría de vuelta a su habitación.
—¿Qué le dijo? —preguntó Poirot.
—Me… me insistió en que cargáramos todos los gastos de la cena en su cuenta, y no en la de ninguna de las dos señoras. Dijo que él podía permitírselo y que en cambio la señora Sippel y la señorita Gransbury, no.
—¿Eso fue todo lo que dijo, monsieur?
—Sí.
Por un momento pareció como si Brignell fuera a desmayarse, si se veía obligado a responder una sola pregunta más.
—Gracias, señor Brignell —le dije, con tanta amabilidad como pude—. Ha sido usted de gran ayuda. —Enseguida me sentí culpable por no haber agradecido a Rafal Bobak de forma similar, de modo que añadí—: También usted, señor Bobak. Lo mismo que todos los demás.
—Catchpool —murmuró Poirot—, la mayoría de los presentes no han dicho nada.
—Han escuchado con atención y han reflexionado sobre los problemas que les hemos expuesto. Creo que merecen nuestro reconocimiento.
—Veo que tiene fe en la capacidad de reflexión de esta gente. ¿No serán estas las cien personas tomadas al azar que usted siempre invoca cuando discrepamos en algo? Eh bien, podemos preguntarles… —Poirot se volvió hacia el grupo—. Señoras, señores, acabamos de oír que Richard Negus, Harriet Sippel e Ida Gransbury eran amigos, y que un empleado del hotel les llevó el té a la habitación 317 a las siete y quince minutos. Sin embargo, a las siete y media, el señor Brignell vio a Richard Negus en esta planta, mientras se dirigía al ascensor. Debía de ir de regreso a su habitación, la 238, o bien a reunirse con sus amigas en la 317, n’est-ce pas? Pero ¿de dónde regresaba? ¡Hacía apenas quince minutos que le habían servido sus sándwiches y sus pastelitos! ¿Los abandonó inmediatamente para ir a algún sitio? ¿O consumió su parte de la cena en tres o cuatro minutos y se marchó de manera apresurada? ¿Y adónde fue con tanta prisa? ¿Qué importante recado lo hizo dejar la habitación 317? ¿Salió para asegurarse de que el hotel no cargara la comida en la cuenta de Harriet Sippel ni en la de Ida Gransbury? ¿No podía esperar veinte o treinta minutos, o incluso una hora, antes de salir a ocuparse de ese asunto?
Una mujer corpulenta con una mata de rizos castaños y entrecejo severo se levantó de pronto al fondo de la sala.
—Usted pregunta y pregunta, como si yo pudiera responderle o como si cualquiera de nosotros fuéramos a saber la respuesta. ¡Pero nosotros no sabemos nada de nada! —Sus ojos recorrían el comedor mientras hablaba, pasando de una persona a la siguiente, aunque sus palabras iban dirigidas a Poirot—. ¡Quiero ir a mi casa, señor Lazzari! —chilló—. ¡Quiero asegurarme de que no les haya pasado nada a mis hijos!
Una mujer más joven sentada a su lado le apoyó una mano sobre el brazo e intentó calmarla.
—Siéntate, Tessie —le dijo—. Este caballero solo intenta ayudar. Ya verás como tus hijos están bien, siempre que no se hayan acercado demasiado al Bloxham.
Al oír ese comentario, cuyo único propósito era tranquilizar a la mujer, tanto Luca Lazzari como Tessie la Robusta soltaron gemidos de angustia.
—No la retendremos mucho tiempo, señora —dije—. Y estoy seguro de que el señor Lazzari le permitirá salir un momento para que vaya a ver a sus hijos cuando hayamos terminado, si le parece que debe hacerlo.
Lazzari confirmó que le daría su permiso, y Tessie se sentó, ligeramente apaciguada.
Me volví hacia Poirot y dije:
—Richard Negus no salió de la habitación 317 para ocuparse de la cuenta. Se encontró con Thomas Brignell por casualidad, mientras volvía de algún otro sitio. Probablemente ya habría hecho lo que había salido a hacer, fuera lo que fuese, y cuando vio al señor Brignell, aprovechó la ocasión para resolver el asunto de la cuenta.
Con mi pequeño discurso, esperaba demostrar a los presentes que teníamos respuestas y no solo preguntas. Quizá no tuviéramos todas las respuestas, pero teníamos algunas. Y algo siempre es mejor que nada.
—Monsieur Brignell, ¿tiene la impresión de que el señor Negus se encontró con usted por casualidad y simplemente aprovechó la ocasión, como acaba de sugerir el señor Catchpool? ¿O bien le pareció que lo estaba buscando? Usted lo recibió cuando llegó al hotel el miércoles, ¿no es así?
—Así es, señor, yo lo recibí. Y no creo que me estuviera buscando. —Brignell parecía hablar más a gusto si podía estar sentado—. Se topó conmigo y pensó: «Ah, pero si es el tipo de la recepción». ¿Entiende lo que le digo, señor?
—Sí, desde luego. Señoras, señores —dijo Poirot levantando la voz—, tras cometer tres asesinatos en este hotel, ayer por la noche, el asesino, o alguien que conoce su identidad y es cómplice suyo, dejó una nota en el mostrador de la recepción: «QUE NUNCA JAMÁS DESCANSEN EN PAZ. 121. 238. 317». ¿Ha visto alguno de ustedes a la persona que dejó esta nota que les voy a enseñar? —Poirot sacó la tarjeta blanca del bolsillo y la levantó por encima de la cabeza—. Esta nota fue hallada por el recepcionista, el señor John Goode, a las ocho y diez minutos. ¿Vieron ustedes tal vez a una o a varias personas, cerca del mostrador, que se comportaran de forma extraña? ¡Piénsenlo bien! ¡Alguien tiene que haber visto algo!
Tessie la Robusta frunció mucho el ceño para forzar la vista y se inclinó para apoyarse sobre su amiga. La sala se había llenado de susurros y exclamaciones, pero todo se debía a la sorpresa y la emoción de ver un mensaje escrito de puño y letra por un asesino, un souvenir del crimen que volvía más vívidas y reales las tres muertes.
Nadie tenía nada más que decirnos. Preguntar a cien personas tomadas al azar resultó muy decepcionante.