Capítulo 4

El marco se ensancha

A veces, cuando recordamos algo que dijo una persona meses e incluso años atrás, todavía nos cuesta reprimir la risa. A mí me pasa cuando recuerdo lo que dijo Poirot en algún momento de aquel día:

—Es muy difícil, hasta para el más ingenioso de los detectives, saber qué hacer para quitarse de encima al signor Lazzari. Cuando los elogios a su hotel no le parecen suficientes, se queda para añadir unos cuantos de su cosecha; cuando son exagerados, se queda para escucharlos.

Pero los esfuerzos de Poirot dieron sus frutos, y finalmente pudo persuadir a Lazzari para que se largara y lo dejara examinar en paz la habitación 238. Se dirigió entonces a la puerta que el gerente del hotel había dejado abierta, la cerró y suspiró aliviado. ¡Cuánto más fácil era pensar con claridad, sin la confusión de varias voces hablando a la vez!

Se encaminó directamente hacia la ventana. «Una ventana abierta», pensó, mientras miraba hacia afuera. Tal vez el asesino la hubiera abierto para escapar, después de matar a Richard Negus. Quizá hubiera bajado por el árbol.

Pero ¿por qué escapar así? ¿No habría sido mejor salir de la habitación de la manera habitual, por el pasillo? Tal vez el asesino había oído voces fuera de la habitación de Negus y no había querido arriesgarse a ser visto. Sí, era una posibilidad. Sin embargo, había corrido ese riesgo al acercarse al mostrador de la recepción para dejar la nota en la que anunciaba sus tres crímenes. Y no solo el de ser visto, sino el de ser descubierto en el acto de entregar una prueba incriminatoria.

Poirot bajó la vista y miró el cadáver en el suelo. No había ningún brillo metálico entre sus labios. De las tres víctimas, Richard Negus era el único con el gemelo en el fondo de la boca. Era una anomalía. Había demasiadas anomalías en esa habitación. Por eso Poirot había decidido registrarla en primer lugar. Le parecía… Sí, no había razón para negarlo: le parecía sospechosa. De las tres habitaciones, era la que menos le gustaba. Había en ella cierta desorganización y hasta un punto de rebeldía.

Se situó junto al cuerpo de Negus y frunció el ceño. Incluso para sus rigurosos criterios, una ventana abierta no era motivo suficiente para considerar caótica una habitación. Entonces ¿qué le producía esa impresión? Miró a su alrededor, volviéndose sobre sí mismo en un lento círculo. No. Debía de estar equivocado. Hércules Poirot no se equivocaba a menudo, pero muy de vez en cuando podía confundirse y esa debía de ser una de esas raras ocasiones, porque la habitación 238 era de una pulcritud incuestionable. No había desorden, ni suciedad. Estaba tan limpia y ordenada como las habitaciones de Ida Gransbury y Harriet Sippel.

«Cerraré la ventana, a ver si noto algún cambio», se dijo Poirot.

Así lo hizo, y volvió a contemplar el territorio. Seguía habiendo algo que no cuadraba. La habitación 238 no le gustaba. Se habría sentido muy incómodo si hubiera llegado al hotel Bloxham y lo hubieran conducido a esa…

De pronto, el problema le saltó a la vista, poniendo un abrupto punto final a sus cavilaciones. ¡La chimenea! Una de las baldosas estaba torcida. No iba alineada con las demás; sobresalía un poco. Una baldosa floja. Poirot jamás habría podido dormir con un desperfecto semejante en su habitación. Se volvió hacia el cadáver de Richard Negus.

—Si me encontrara en su estado, oui —le dijo al muerto—; pero de lo contrario, jamais de la vie!

Su único propósito cuando se agachó para tocar la baldosa había sido enderezarla y empujarla un poco, para alinearla con las demás. Quería ahorrar a los futuros huéspedes el tormento de notar un fallo en la habitación y no poder localizarlo. ¡Qué gran servicio para ellos! ¡Y para el signor Lazzari, por supuesto!

Sin embargo, cuando la tocó, la baldosa se desprendió limpiamente y, con ella, cayó otra cosa: una llave con el número 238 grabado.

Sacré tonnerre! —murmuró Poirot—. Parece que, después de todo, el minucioso registro no lo ha sido tanto.

Volvió a colocar la llave donde la había encontrado y procedió a inspeccionar el resto de la habitación, centímetro a centímetro. No halló nada de interés, de modo que prosiguió con el registro de la habitación 317 y de la 121, que fue donde lo encontré cuando volví de mis recados, trayendo a mi vez interesantes novedades.

Siendo Poirot como es, no me dejó hablar, para contarme la noticia del hallazgo de la llave antes de que yo tuviera ocasión de abrir la boca. Supongo que en Bélgica no se considerará una falta de educación alardear sin límite de los propios éxitos. Parecía a punto de reventar de orgullo.

—¿Entiende lo que esto significa, mon ami? La ventana no estaba abierta porque Richard Negus la dejase así. ¡Alguien la abrió después de su muerte! Tras cerrar con llave la habitación 238 desde dentro, el asesino tenía que huir, y para ello utilizó el árbol que hay junto a la ventana, después de esconder la llave detrás de una baldosa floja de la chimenea. Quizá el propio Negus la aflojó.

—¿Qué le impedía guardarse la llave en el bolsillo, llevársela y salir de la habitación de la manera habitual? —pregunté.

—Eso mismo me he estado preguntando yo… y todavía no he podido dar con la respuesta —dijo Poirot—. He comprobado que no hay ninguna llave oculta en esta habitación, la 121, ni tampoco en la 317. El asesino debió de llevar encima dos llaves cuando salió del hotel Bloxham. ¿Por qué no una tercera? ¿Por qué trató de forma diferente a Richard Negus?

—No tengo ni la más remota idea —respondí—. Pero escuche, he estado hablando con John Goode, el recepcionista…

—El más íntegro de los recepcionistas —me corrigió Poirot con un guiño.

—El mismo. Íntegro o no, lo cierto es que ha resultado de mucho provecho para nosotros como fuente de información. Tenía usted razón: las tres víctimas están relacionadas. He visto sus direcciones. Tanto Harriet Sippel como Ida Gransbury vivían en un lugar llamado Great Holling, en Culver Valley.

Bon. ¿Y Richard Negus?

—Él no. Negus estaba domiciliado en Devon, en una localidad llamada Beaworthy. Pero también está relacionado. Fue él quien reservó las tres habitaciones, la de Ida, la de Harriet y la suya, y las pagó por adelantado.

—¡Ah! Muy interesante… —murmuró Poirot, acariciándose los bigotes.

—Y un poco desconcertante, si me permite que se lo diga —comenté—. Hay una cosa que me intriga en particular. Si iban a venir a Londres el mismo día, desde el mismo pueblo, ¿por qué no viajaron juntas Harriet Sippel e Ida Gransbury? ¿Por qué no llegaron al mismo tiempo? Se lo pregunté varias veces a John Goode, pero él está absolutamente seguro: Harriet llegó el miércoles, dos horas antes que Ida. Dos horas de reloj.

—¿Y Richard Negus?

Decidí presentarle a partir de entonces todos los detalles relativos a Richard Negus en primer lugar, para no tener que oírlo repetir: «¿Y Richard Negus? ¿Y Richard Negus?».

—Llegó una hora antes que Harriet Sippel. Fue el primero de los tres, pero no lo atendió John Goode, sino un ayudante de recepción, un tal Thomas Brignell. También descubrí que nuestras tres víctimas viajaron a Londres en tren, y no en coche. No estoy seguro de que le interese saber ese dato, pero…

—Yo necesito saberlo todo —replicó Poirot.

Sus evidentes deseos de ponerse al mando y de hacer suya la investigación me irritaban y a la vez me proporcionaban confianza.

—El Bloxham dispone de coches para recoger a sus huéspedes en la estación —le dije—. El servicio no es barato, pero el hotel lo organiza con mucho gusto. Hace tres semanas, Richard Negus le pidió a John Goode que hiciera los arreglos necesarios para recogerlos a todos ellos en la estación: a Harriet Sippel, a Ida Gransbury y a él mismo. Por separado: un coche para cada uno. Negus lo pagó todo por adelantado: las habitaciones y los coches.

—Me pregunto si sería un hombre adinerado —reflexionó Poirot en voz alta—. Con frecuencia, el móvil de un asesinato es el dinero. ¿Qué piensa, Catchpool, ahora que sabemos un poco más?

—Bueno… —Decidí arriesgar una hipótesis, ya que me lo había preguntado. Poirot me había instado a considerar todo lo posible, de modo que me dispuse a formular una teoría, utilizando los datos conocidos como punto de partida—. Richard Negus tenía que saberlo todo acerca de las tres llegadas al hotel, puesto que reservó y pagó las habitaciones; pero quizá Harriet Sippel no sabía que Ida Gransbury iba a venir al Bloxham, y tal vez Ida tampoco sabía que iba a venir Harriet.

Oui, c’est possible.

Animado, proseguí:

—A lo mejor era esencial para los planes del asesino que tanto Ida como Harriet ignoraran la presencia de la otra en el hotel. Pero si ambas la ignoraban, y si Richard Negus, por su parte, sabía que las dos mujeres y él mismo se alojarían en el Bloxham…

Me interrumpí, sintiendo que mi manantial de ideas se había agotado.

Poirot tomó el relevo:

—Veo que nuestras especulaciones siguen caminos similares, amigo mío. ¿Fue Richard Negus cómplice involuntario de su propio asesino? Quizá el criminal lo convenció para que trajera a sus víctimas al hotel Bloxham, supuestamente por otra razón, aunque desde el principio tenía planeado matarlos a los tres. La pregunta es la siguiente: ¿era vital por alguna razón que Ida y Harriet ignoraran la presencia de la otra en el hotel? Y de ser así, ¿para quién era importante? ¿Para Richard Negus, para el asesino o para ambos?

—¿Quizá Richard Negus tenía un plan y el asesino, otro?

—Puede ser —respondió Poirot—. Ahora tenemos que averiguar todo lo que podamos acerca de Harriet Sippel, Ida Gransbury y Richard Negus. ¿Quiénes eran y dónde vivían? ¿Qué esperanzas tenían, qué rencores, qué secretos…? En el pueblo de Great Holling buscaremos nuestras respuestas. Quizá encontremos también a Jennie… y a P. I. J., le mystérieux!

—No hay nadie entre los huéspedes del hotel que se llame Jennie. Ni hoy, ni ayer por la noche. Lo he comprobado.

—No me sorprende. Fee Spring, la camarera del café Pleasant, me dijo que Jennie vivía en una casa «en la otra punta de la ciudad». Eso significa que vive en Londres y no en Devon, ni tampoco en Culver Valley. Jennie no necesita alojarse en el hotel Bloxham, si vive «en la otra punta de la ciudad».

—A propósito de Devon, he de informarle que Henry Negus, hermano de Richard, viene en este momento hacia aquí. Richard Negus vivía con Henry y su familia. Y he reunido a algunos de mis mejores hombres para que interroguen a los huéspedes del hotel.

—Es usted muy eficiente, Catchpool —comentó Poirot, mientras me daba unas palmaditas en el brazo.

Me sentí obligado a revelarle mi único fracaso.

—El asunto de las cenas en las habitaciones está resultando peliagudo —le dije—. No he podido encontrar a nadie que haya tomado personalmente los pedidos o haya subido las bandejas a las habitaciones. Parece haber cierta confusión.

—No se preocupe —replicó Poirot—. Haré las averiguaciones necesarias cuando estemos todos reunidos en el comedor. Mientras tanto, ¿qué le parece si damos un paseo por los jardines del hotel? A veces, una caminata ligera es suficiente para hacer aflorar una nueva idea a la superficie de nuestros pensamientos.

En cuanto salimos, Poirot empezó a quejarse del tiempo, que parecía haber empeorado repentinamente.

—¿Quiere que entremos? —sugerí.

—No, no. Todavía no. El cambio de ambiente es bueno para la materia gris y puede que los árboles nos resguarden un poco del viento. No me disgusta el frío, pero existe un frío bueno y un frío malo, y le aseguro que este de hoy es el malo.

Nos detuvimos al llegar a la entrada de los jardines del Bloxham. Luca Lazzari no había exagerado al hablar de su belleza. Eso pensé cuando vi las hileras de tilos perfectamente trenzados entre sí y, al fondo, las obras más artísticas de poda ornamental que hubiera visto nunca en Londres. No era una simple domesticación de la naturaleza, sino su más completa y asombrosa subyugación. Incluso bajo el viento frío, resultaba excepcionalmente agradable a la vista.

—¿Y bien? —le pregunté a Poirot—. ¿Entramos o no?

Pensé que sería muy gratificante pasear entre los árboles por los verdes senderos, rectos como una vía romana.

—No sé —respondió Poirot frunciendo el ceño—. Este tiempo… —añadió con un estremecimiento.

—… será el mismo aquí que en los jardines —completé yo su frase con cierta impaciencia—. Hay solamente dos sitios donde podamos estar, Poirot: dentro del hotel o fuera. ¿Cuál prefiere?

—¡Tengo una idea mejor! —anunció en tono triunfal—. ¡Cogeremos un autobús!

—¿Un autobús? ¿Adónde?

—¡A cualquier lugar! ¡A ninguno! ¿Qué más da? Nos apearemos al cabo de un momento y cogeremos otro para regresar. ¡De ese modo podremos disfrutar del cambio de ambiente sin sufrir el frío! ¡Venga! Miraremos la ciudad por las ventanas del autobús. ¿Quién sabe lo que podremos descubrir?

Se puso en marcha con paso firme.

Yo lo seguí, negando con la cabeza.

—Está pensando en Jennie, ¿verdad? —dije—. Es poco probable que la veamos…

—Más probable que si nos quedamos aquí, mirando la hierba y las ramas de los árboles —replicó Poirot con un punto de ferocidad en la mirada.

Diez minutos después, estábamos dando tumbos en el interior de un autobús con los cristales tan empañados que resultaba imposible distinguir lo más mínimo a través de las ventanas. Secarlas con un pañuelo no sirvió de nada.

Intenté que Poirot entrara en razón.

—A propósito de Jennie… —empecé.

Oui?

—Es posible que corra peligro, sí, pero realmente no tiene nada que ver con nuestro caso en el Bloxham. No hay ninguna prueba de que exista una conexión entre los dos asuntos. Ninguna.

—Discrepo, amigo mío —replicó Poirot con tristeza en la voz—. Estoy más convencido que nunca de que hay una relación.

—¿De verdad? ¡Diantre, Poirot! ¿Y por qué?

—Porque las dos… hum… situaciones tienen en común dos rasgos sumamente inusuales.

—¿Y cuáles son esos dos rasgos?

—Ya los descubrirá, Catchpool. Le aseguro que no puede dejar de notarlos, si repasa con la mente abierta lo que ya sabe.

En el asiento de atrás, una madre ya anciana y su hija de mediana edad discutían sobre la diferencia entre un pastel simplemente bueno y otro excelente.

—¿Lo oye, Catchpool? —me susurró Poirot—. La différence! No debemos prestar atención a las similitudes, sino a las diferencias. Ahí encontraremos las pistas que nos conduzcan a nuestro asesino.

—¿Qué diferencias? —pregunté.

—Las que hay entre dos de los asesinatos del hotel y el tercero. ¿Por qué difieren tanto los detalles circunstanciales en el caso de Richard Negus? ¿Por qué el asesino cerró la puerta desde dentro de la habitación y no lo hizo desde fuera? ¿Por qué escondió la llave detrás de la baldosa floja de la chimenea, en lugar de llevársela? ¿Por qué se marchó por la ventana y bajó por el árbol, en vez de salir por el pasillo de la manera habitual? Al principio pensé que tal vez oyó voces en el pasillo y no quiso arriesgarse a ser visto mientras salía de la habitación del señor Negus.

—Parece razonable —dije yo.

Non. No creo que fuera la razón.

—Ah. ¿Y por qué no?

—Por la posición del gemelo en la boca de Richard Negus, diferente con respecto a los otros dos casos: totalmente dentro de la boca, cerca de la garganta, y no entre los labios.

No pude reprimir un gruñido.

—¡No volvamos otra vez con eso! Ya le dije que no me parece…

—¡Oh! Espere un segundo, Catchpool. Veamos si…

El autobús se había detenido en una parada. Poirot alargó el cuello para observar a los nuevos pasajeros y dejó escapar un suspiro cuando hubo subido el último: un hombre delgado en traje de tweed, con más pelo dentro de las orejas que fuera.

—Imagino que estará decepcionado porque ninguno de ellos es Jennie —dije.

Tuve que expresarlo en voz alta, para poder creérmelo yo mismo.

Non, mon ami. Acierta en el sentimiento, pero no en la causa. Me siento decepcionado cada vez que pienso que en una ciudad tan gigantesque como Londres es muy poco probable que vuelva a ver a Jennie. Sin embargo, conservo la esperanza…

—Usted habla mucho del método científico, pero en el fondo es un soñador, ¿no?

—¿Y usted cree que la esperanza es enemiga de la ciencia y no el motor que la impulsa? Si es así, permítame que discrepe, como discrepo en lo referente al gemelo, lo cual es una diferencia significativa en el caso de Richard Negus respecto al de las dos mujeres. La diferencia de la posición del gemelo en la boca del señor Negus no se explica suponiendo que el asesino oyó voces en el pasillo y quiso eludirlas. —Poirot parecía estar hablando para sí mismo—. Por lo tanto, tiene que haber otra explicación. Y hasta que sepamos cuál es, no podemos estar seguros de que sirva para justificar también la ventana abierta, la llave oculta en la habitación y la puerta cerrada desde dentro.

Llega un momento en la mayoría de los casos —y no solo en aquellos en los que Hércules Poirot ha logrado involucrarse— en el que uno empieza a sentir que sería mucho más cómodo, y no menos eficaz, hablar exclusivamente con uno mismo y abandonar todo intento de comunicación con el mundo exterior.

Dentro de mi cabeza, ante una juiciosa y apreciativa audiencia compuesta tan solo por mí mismo, expresé en silencio la siguiente convicción: el hecho de que el gemelo se encontrara en una posición ligeramente distinta dentro de la boca de Richard Negus no tenía la menor importancia. Una boca era una boca, y no había que darle más vueltas. Lo más probable era que el asesino creyese haber hecho lo mismo con las tres víctimas: a las tres les había abierto la boca y les había colocado dentro un gemelo de oro.

No se me ocurrió ninguna explicación para la llave oculta detrás de la baldosa floja de la chimenea. Habría sido más rápido y fácil para el asesino llevársela en el bolsillo o dejarla caer en la alfombra, después de limpiarle las huellas dactilares.

Detrás de nosotros, madre e hija habían agotado el tema de los pasteles y empezaban a adentrarse en el asunto de la manteca de cerdo.

—Deberíamos pensar en ir regresando al hotel —dijo Poirot.

—¡Pero si acabamos de subir al autobús! —protesté.

Oui, c’est vrai, pero no debemos alejarnos demasiado del Bloxham. Dentro de muy poco se requerirá nuestra presencia en el comedor.

Exhalé el aire lentamente, sabiendo que habría sido inútil preguntarle por qué, en ese caso, había considerado necesario salir del hotel.

—Tenemos que apearnos de este autobús y coger otro —dijo—. Quizá la vista sea mejor en el siguiente.

Y así fue. Poirot no divisó el menor rastro de Jennie, para su gran consternación; pero yo vi varias cosas agradables y divertidas que me hicieron recordar una vez más lo mucho que me gusta Londres: un hombre vestido de payaso que intentaba hacer juegos malabares con el mayor desacierto y aun así conseguía que los transeúntes le arrojaran monedas; un perro de aguas cuya cara me recordó las facciones de un político importante; y un vagabundo sentado en el suelo, con una maleta abierta a su lado, que se servía comida de su interior como si de un puesto ambulante se tratara.

—¡Mire, Poirot! —dije—. A ese tipo no le preocupa el frío. Está más feliz que el gato que se comió la nata; pensándolo bien, puede que sea el vagabundo que se comió la nata. ¡Mire ese chucho, Poirot! ¿No le recuerda a alguien? Alguien famoso. Fíjese bien. ¡Seguro que lo nota!

—Catchpool —me dijo Poirot con expresión severa—, vaya poniéndose de pie o nos pasaremos de parada. Usted siempre está mirando hacia otro lado, siempre está buscando algo para distraerse…

Me levanté, y cuando nos apeamos del autobús le dije:

—Ha sido usted quien se ha empeñado en hacer este paseo inútil por la ciudad. No puede reprocharme que me distraiga viendo cosas interesantes.

Poirot se paró en seco.

—Dígame algo. ¿Por qué elude mirar los tres cadáveres del hotel? ¿Qué le resulta tan insoportable de ver?

—Nada. He mirado los cadáveres tanto como usted. De hecho, ya los había mirado bastante antes de que usted llegara.

—Si no quiere hablar del tema conmigo, no tiene más que decirlo, mon ami.

—No hay nada que decir. No conozco a nadie que se pare a mirar un cadáver por más tiempo del estrictamente necesario. Eso es todo y no hay más.

Non —me contradijo Poirot con serenidad—. No es todo.

Imagino que debería habérselo contado, pero todavía no sé por qué razón no lo hice. Mi abuelo murió cuando yo tenía cinco años. Su agonía fue muy prolongada y pasó todo el tiempo en una habitación de nuestra casa. Me desagradaba profundamente visitarlo a diario en su dormitorio, pero mis padres insistían en que era importante para mi abuelo, de modo que yo lo hacía para complacerlos a ellos, y también por él. De ese modo, pude ver cómo su piel se volvía cada vez más amarilla, su respiración más superficial y su mirada se perdía. No creo que se tratara de miedo lo que sentía yo entonces, aunque recuerdo perfectamente que todos los días contaba los segundos que debía permanecer en su habitación, sabiendo que al cabo de un tiempo podría marcharme, cerrar la puerta tras de mí y dejar de contar.

Cuando murió, me sentí como si por fin hubiera cumplido una larga condena de cárcel y pudiera salir en libertad. Se lo llevarían y la muerte ya no habitaría en nuestra casa. Entonces mi madre me dijo que debía entrar en la habitación, para ver a mi abuelo por última vez. Me dijo que ella vendría conmigo y que todo iría bien.

El médico había dispuesto el cadáver sobre la cama. Mi madre me explicó que era preciso arreglar a los muertos. Yo contaba los segundos en silencio. Fueron más segundos que de costumbre, ciento treinta por lo menos, de pie junto a mi madre, contemplando el cuerpo inanimado y mustio de mi abuelo.

«Cógele la mano, Edward», me dijo mi madre. Cuando me negué, ella se echó a llorar como si no fuera a parar nunca.

Entonces cogí la mano huesuda del abuelo. Habría dado cualquier cosa por soltarla y salir corriendo, pero la sostuve hasta que mi madre dejó de llorar y dijo que ya podíamos bajar al salón.

«Cógele la mano, Edward. Cógele la mano».