En el hotel Bloxham
A la mañana siguiente, en el Bloxham, me encontraba en un estado de incómoda inquietud, sabiendo que Poirot podía llegar en cualquier momento, dispuesto a hacernos ver a los necios policías que nuestra manera de abordar la investigación de los tres asesinatos era una estupidez. Solo yo estaba al corriente de su posible aparición, y la perspectiva me ponía los nervios de punta. Su visita era responsabilidad mía, y temía que pudiera desmoralizar al equipo. En realidad, temía que pudiera desmoralizarme a mí. A la optimista luz de un día de febrero inusualmente despejado, y tras un sueño nocturno asombrosamente reparador, me costaba comprender por qué no le había prohibido a Poirot acercarse al Bloxham.
De todos modos, supuse que no me habría servido de nada; ni siquiera me habría escuchado.
Cuando llegó, yo estaba en el lujoso vestíbulo del hotel, hablando con un tal Luca Lazzari, gerente del establecimiento. Lazzari era un hombre amable, servicial y sorprendentemente entusiasta, de pelo negro rizado, voz cantarina y unos bigotes que de ningún modo podían compararse con los de Poirot. Se lo veía decidido a que mis colegas policías y yo disfrutáramos de nuestra estancia en el Bloxham tanto como sus huéspedes de pago, o en todo caso, tanto como aquellos de sus huéspedes que no acababan asesinados.
Se lo presenté a Poirot, que enseguida lo saludó con sequedad. Mi amigo parecía contrariado y no tardé en averiguar por qué.
—No he encontrado a Jennie —dijo—. He estado media mañana esperando en el café, pero no se ha presentado.
—¿Media mañana, Poirot? Seguro que no será tanto —le dije, conociendo su propensión a las exageraciones.
—Tampoco estaba mademoiselle Fee. Y las otras camareras no han sabido decirme nada.
—Mala suerte —respondí sin la menor sorpresa.
Ni por un momento había imaginado que Jennie fuera a volver al café. Me sentí culpable por no haberme esforzado un poco más para lograr que Poirot entrara en razón. La mujer había huido de él y del Pleasant, tras declarar que había sido un error depositar en él su confianza. ¿Cómo podía esperar que volviera al día siguiente para ponerse bajo su protección?
—¿Y bien? —Poirot me miró expectante—. ¿Qué puede contarme?
—Yo también estoy aquí para proporcionarle toda la información que necesite —intervino Lazzari, con una sonrisa resplandeciente—. Luca Lazzari, a sus órdenes. ¿Conocía ya el hotel Bloxham, monsieur Poirot?
—Non.
—¿No le parece magnífico? Como un palacete de la belle époque, ¿verdad? ¡Majestuoso! Espero que aprecie las admirables obras de arte que tenemos a nuestro alrededor.
—Oui. Es superior a la casa de huéspedes de la señora Blanche Unsworth, aunque la casa tiene mejores vistas —replicó Poirot con brusquedad.
Era evidente que el malhumor había calado hondo.
—¡Ah, pero tendría que conocer las vistas de mi precioso hotel! —Lazzari juntó las manos con expresión de éxtasis—. Las habitaciones que dan al jardín tienen vistas de gran belleza, y al otro lado está la maravillosa ciudad de Londres, ¡otro espectáculo espléndido! Más tarde se lo enseñaré.
—Prefiero que me enseñe las tres habitaciones donde se han cometido los asesinatos —contestó Poirot.
La réplica puso una transitoria mordaza a la sonrisa de Lazzari.
—Monsieur Poirot, le aseguro que este crimen tan horrendo (¡tres asesinatos en una sola noche, algo que hasta resulta difícil de creer!) no volverá a producirse nunca en el prestigioso hotel Bloxham, de fama mundial.
Poirot y yo intercambiamos una mirada. Lo importante en ese momento no era evitar que se repitiera, sino ocuparnos de lo que ya había ocurrido la noche anterior.
Decidí hacerme con el control de la situación e impedir que Lazzari tuviera ocasión de hablar mucho más. A Poirot ya empezaban a temblarle los bigotes de irritación.
—Las tres víctimas son la señora Harriet Sippel, la señorita Ida Gransbury y el señor Richard Negus —informé a Poirot—. Los tres eran huéspedes del hotel y cada uno de ellos era el único ocupante de su habitación.
—Veo que dice «de su habitación» y no «de sus habitaciones». Aún sabe cuándo ha de usar el plural y cuándo el singular. —Poirot se rio de su pequeña chanza y yo atribuí la rápida mejoría de su humor al hecho de que Lazzari llevara unos segundos callado—. No era mi intención interrumpirlo, Catchpool. Continúe.
—Los tres llegaron al hotel el miércoles, la víspera de los asesinatos.
—¿Llegaron juntos?
—No.
—No, nada de eso —intervino Lazzari—. Llegaron por separado, de uno en uno. Y se registraron por separado, de uno en uno.
—Y también fueron asesinados por separado, de uno en uno —dijo Poirot. Casualmente, yo estaba pensando lo mismo—. ¿Está seguro de lo que afirma? —le preguntó a Lazzari.
—No podría estar más seguro. Me lo ha dicho mi recepcionista, el señor John Goode, el hombre más digno de confianza que existe. Más tarde se lo presentaré. En el hotel Bloxham solo trabajan personas irreprochables, monsieur Poirot, y cuando mi recepcionista me dice algo, sé que puedo creerle. Aquí vienen aspirantes de todo el país y del mundo entero, deseosos de trabajar en el hotel Bloxham, pero yo solo acepto a los mejores.
Es curioso, pero no me había dado cuenta de lo mucho que había llegado a conocer a Poirot hasta ese instante, cuando noté la escasa habilidad de Lazzari en su intento de manejarlo. Si el gerente del hotel hubiera pintado un gran cartel de «sospechoso» y se lo hubiera colgado del cuello al señor John Goode, no habría logrado despertar mejor la suspicacia de Poirot hacia el recepcionista. Hércules Poirot nunca permite que nadie le dicte sus opiniones; antes prefiere creer lo opuesto de lo que le dicen, por puro afán de llevar la contraria.
—Entonces —dijo Poirot—, la coincidencia es notable, ¿verdad? Nuestras tres víctimas de asesinato, la señora Harriet Sippel, la señorita Ida Gransbury y el señor Richard Negus, llegan por separado y no parecen tener nada en común. Sin embargo, no solo coinciden en la fecha de sus respectivas muertes, que fue ayer, sino también en el día de su llegada al hotel Bloxham: el miércoles.
—¿Y eso qué tiene de notable? —objeté—. Tratándose de un hotel de estas dimensiones, seguramente el miércoles llegaron muchos huéspedes más. Me refiero a huéspedes que no han sido asesinados.
Poirot abrió tanto los ojos que por un momento pareció como si fueran a salírsele de las órbitas. Yo no creía haber dicho nada particularmente escandaloso, por lo que fingí no notar su consternación y seguí exponiéndole los hechos.
—Cada una de las víctimas fue hallada dentro de su dormitorio, con la puerta cerrada con llave —expliqué, esperando que Poirot no hiciera uno de sus comentarios sobre la conveniencia de usar el singular—. El asesino cerró las tres puertas y se llevó las llaves…
—Attendez —me interrumpió Poirot—. Querrá decir que las llaves han desaparecido. No puede saber si el asesino se las llevó, ni si aún las conserva.
Hice una inspiración profunda.
—Sospechamos que el asesino se llevó las llaves. Hemos registrado a fondo las habitaciones y allí no las hemos encontrado, ni tampoco en el resto del hotel.
—Es verdad. Mis excelentes empleados las han buscado y lo pueden confirmar —dijo Lazzari.
Poirot expresó entonces su deseo de registrar personalmente las tres habitaciones y Lazzari accedió con expresión de arrobada alegría, como si el detective acabara de proponerle ir a tomar el té y después a bailar.
—Puede registrar todo lo que quiera, pero no va a encontrar las llaves —le dije yo—. Es evidente que el asesino se las llevó. No sé qué habrá hecho con ellas, pero…
—Quizá se las guardó en el bolsillo del abrigo, al lado del gemelo, o de los otros tres o cinco gemelos con el mismo monograma —replicó Poirot con frialdad.
—¡Ah, ahora entiendo por qué dicen de usted que es el más espléndido de los detectives, monsieur Poirot! —exclamó Lazzari, aunque era imposible que hubiera comprendido el comentario—. ¡Dicen que tiene una mente soberbia!
—La causa de las tres muertes parece haber sido el envenenamiento —dije yo, poco propenso a detenerme demasiado en una descripción de la brillantez de Poirot—. Pensamos que ha podido ser cianuro, que en dosis suficientes actúa con gran rapidez. La autopsia nos lo dirá con seguridad, pero es casi seguro que ingirieron una bebida envenenada. En el caso de Harriet Sippel y de Ida Gransbury, la bebida fue el té. En el de Richard Negus, una copa de jerez.
—¿Cómo lo han averiguado? —preguntó Poirot—. ¿Encontraron las bebidas en las habitaciones?
—Las tazas, sí, y también la copa de Negus. De las bebidas solo quedaban unas gotas, pero es fácil distinguir el té del café. Estoy convencido de que encontraremos cianuro en esas gotas.
—¿Y la hora de los decesos?
—Según el forense, los tres fueron asesinados entre las cuatro de la tarde y las ocho y media de la noche. Por fortuna, hemos conseguido reducir el margen y centrarnos en el período comprendido entre las siete y cuarto y las ocho y diez.
—¡Ha sido una suerte, en efecto! —convino Lazzari—. Cada uno de los tres huéspedes… ejem… fallecidos… fue visto con vida a las siete y quince minutos por tres empleados de incuestionable confianza de nuestro hotel, por lo que la veracidad de sus afirmaciones queda fuera de toda duda. Yo mismo encontré a los fallecidos (¡qué tragedia tan terrible!) entre las ocho y cuarto y las ocho y veinte.
—Pero debían de estar muertos por lo menos desde las ocho y diez —le expliqué a Poirot—, porque a esa hora fue hallada en el mostrador de la recepción la nota que anunciaba los asesinatos.
—No se precipite, por favor —dijo Poirot—. Ya hablaremos de esa nota a su debido tiempo. Dígame una cosa, monsieur Lazzari: ¿de verdad es posible que un único empleado del hotel haya visto con vida a cada una de las tres víctimas exactamente a las siete y cuarto?
—Sí —dijo Lazzari, asintiendo con brío—. Es muy posible y muy cierto. Los tres huéspedes habían pedido que les subieran la cena a sus respectivas habitaciones a las siete y cuarto, y sus deseos fueron satisfechos con escrupulosa puntualidad. Es nuestra manera de trabajar en el hotel Bloxham.
Poirot se volvió hacia mí.
—Otra coincidencia gigantesque —comentó—. Harriet Sippel, Ida Gransbury y Richard Negus llegan al hotel el mismo día, la víspera de ser asesinados. Al día siguiente, el de su asesinato, los tres piden cenar en su habitación exactamente a las siete y cuarto. ¿No le parece muy poco probable?
—Poirot, no tiene sentido debatir el grado de probabilidad de un hecho que sabemos que sucedió.
—Non. Pero tiene sentido asegurarnos de que sucedió tal como nos lo han contado. Monsieur Lazzari, estoy seguro de que habrá en su hotel por lo menos un salón de grandes dimensiones. Reúna por favor a todos sus empleados allí, para que pueda hablar con ellos a la mayor brevedad. Mientras usted se ocupa de este asunto, el señor Catchpool y yo comenzaremos la inspección de las habitaciones de las tres víctimas.
—Sí, y será mejor que nos demos prisa, antes de que vengan a levantar los cadáveres —dije yo—. En circunstancias normales, ya se los habrían llevado.
No mencioné que el retraso se debía, en ese caso, a mi negligencia en el desempeño de mis obligaciones. La noche anterior, en mi precipitación por poner distancia entre el hotel Bloxham y mi persona, y en mi afán por dirigir mis pensamientos hacia cualquier cosa más agradable que los tres asesinatos, había descuidado los arreglos necesarios.
Esperaba que Poirot se comportara con menos frialdad cuando Lazzari se hubiera marchado, pero su actitud severa no experimentó ningún cambio. Me di cuenta de que quizá fuera esa su forma habitual de trabajar, lo que no dejaba de tener sus bemoles, ya que el trabajo era mío y no suyo, y su actitud no contribuía precisamente a levantarme el ánimo.
Yo disponía de una llave maestra y con ella fuimos a visitar las tres habitaciones, una a una. Mientras esperábamos a que se abrieran las ornamentadas puertas doradas del ascensor, Poirot me dijo:
—Espero que al menos estemos de acuerdo en una cosa: las afirmaciones de monsieur Lazzari respecto a los empleados del hotel no son fiables. Se refiere a ellos como si estuvieran por encima de toda sospecha, cuando en realidad no es así, porque ayer estaban aquí cuando se cometieron los asesinatos. La lealtad de monsieur Lazzari es loable, pero su ingenuidad también es enorme si piensa que todo el personal del hotel Bloxham está formado por des anges.
Había algo que me incomodaba y decidí hablar al respecto:
—Espero que no me considere un ingenuo a mí también. Lo que dije antes acerca de la cantidad de huéspedes que pudieron llegar al hotel el miércoles… fue una simpleza. Los huéspedes que llegaron el miércoles y no fueron asesinados el jueves son irrelevantes para el caso, ¿verdad? El hecho de que cualquier número de huéspedes sin relación aparente entre sí llegue al hotel en un mismo día solo es una coincidencia digna de mención si todos ellos son asesinados en una misma noche.
—Oui. —Poirot me sonrió con verdadera simpatía mientras entrábamos en el ascensor—. Acaba de devolverme la fe en su agudeza mental, amigo mío. Y pone el dedo en la llaga cuando dice «sin relación aparente». Las tres víctimas están relacionadas. Podría jurarlo ahora mismo. No han sido seleccionadas al azar entre los huéspedes del hotel. Las tres han sido asesinadas por una razón, que seguramente guarda relación con las iniciales P. I. J. Y por esa razón vinieron las tres víctimas al hotel el mismo día.
—Es casi como si hubieran recibido una invitación a su propia muerte —dije yo con una sonrisa—. La invitación decía así: «Preséntese por favor un día antes, para poder dedicar enteramente la jornada del jueves a su asesinato».
Quizá fuera una bajeza bromear al respecto, pero tengo la mala costumbre de hacer bromas cuando me siento desanimado. A veces, de ese modo, consigo convencerme de que todo va bien. Pero en esa ocasión no funcionó.
—«Dedicar enteramente…» —murmuró Poirot—. Sí, es una idea, mon ami. Ya sé que no lo ha dicho en serio, pero acaba de decir algo muy interesante.
Yo no estaba de acuerdo. Era una broma estúpida y nada más. Poirot parecía empeñado en aplaudir mis ideas más absurdas.
—Uno, dos, tres —dijo, mientras el ascensor subía—. Harriet Sippel, habitación 121. Richard Negus, habitación 238. Ida Gransbury, habitación 317. El hotel también tiene una cuarta y una quinta planta, pero nuestras tres víctimas de asesinato estaban alojadas en plantas consecutivas: la primera, la segunda y la tercera. Muy pulcro y ordenado.
Poirot solía apreciar la pulcritud, pero en este caso parecía preocupado.
Examinamos las tres habitaciones, que eran idénticas prácticamente en todos los aspectos. En las tres había una cama, armarios, un lavamanos con un vaso invertido en una esquina, varios sillones, una mesa baja, un escritorio, una chimenea revestida de baldosas, un radiador, una mesa grande junto a la ventana, una maleta, prendas de vestir, efectos personales y un cadáver.
La puerta de cada habitación se cerró con un golpe seco y yo quedé atrapado en su interior…
«Cógele la mano, Edward».
No conseguí reunir las fuerzas necesarias para observar de cerca los cadáveres. Los tres yacían boca arriba, con el cuerpo en línea perfectamente recta, los brazos a los costados y los pies apuntando a la puerta. Formalmente dispuestos.
(El solo hecho de escribir estas palabras para describir la postura de los cadáveres me produce una sensación intolerable. ¿Acaso es sorprendente que no lograra mirar de cerca las caras de las tres víctimas más allá de unos pocos segundos? El tono azulado de la piel, las lenguas pesadas e inertes, los labios marchitos… Pero habría preferido estudiar aquellos rostros en detalle antes que contemplar las manos exangües, y habría dado cualquier cosa por evitar preguntarme lo que me estaba preguntando: ¿habrían querido Harriet Sippel, Ida Gransbury y Richard Negus que alguien los cogiera de la mano cuando estuvieran muertos o por el contrario les habría horrorizado la idea? Por desgracia, la mente humana es un órgano perverso e incontrolable, y la consideración de ese asunto me afligía en gran medida).
Arreglar formalmente a los muertos…
Una idea me sacudió. De pronto comprendí por qué me parecían tan grotescos los tres escenarios del crimen: los tres cuerpos estaban dispuestos tal como habría colocado un médico a sus pacientes fallecidos, después de atenderlos durante meses en su enfermedad. Los cadáveres de Harriet Sippel, Ida Gransbury y Richard Negus habían sido dispuestos con meticuloso cuidado, o al menos así me lo parecía. El asesino los había atendido después de su muerte y eso volvía aún más escalofriante el hecho de que los hubiera matado a sangre fría.
En cuanto concebí esa idea, supe que estaba equivocado. Nadie había cuidado a los cadáveres, ni mucho menos. Estaba confundiendo el presente con el pasado, y mezclando los sucesos del Bloxham con mis desdichados recuerdos de infancia. Me obligué a pensar únicamente en aquello que tenía delante y en nada más. Intenté ver a través de los ojos de Poirot, sin la distorsión de mi propia experiencia.
Cada una de las víctimas asesinadas yacía entre un sillón orejero y una mesa baja. Sobre las mesas había dos tazas con sus platillos (las de Ida Gransbury y Harriet Sippel) y una copa de jerez (la de Richard Negus). En la habitación de Ida Gransbury, la 317, había una bandeja cargada de platos vacíos y otro juego de taza y platillo, sobre la mesa grande, junto a la ventana. También esa taza estaba vacía. En los platos no había nada, excepto unas migajas.
—¡Ajá! —dijo Poirot—. De modo que en esta habitación tenemos dos tazas y varios platos… Con toda seguridad, la señorita Ida Gransbury cenó acompañada. Tal vez la acompañó el asesino. Pero ¿por qué sigue esta bandeja aquí, mientras que las de Harriet Sippel y Richard Negus han sido retiradas?
—Quizá no pidieron nada de comer —sugerí—. Es posible que solo quisieran una bebida (el té y el jerez) y que no quedara ninguna bandeja en sus habitaciones. Otra particularidad es que Ida Gransbury trajo el doble de ropa que los otros dos. —Señalé con un gesto el armario, que contenía una cantidad impresionante de vestidos—. Eche un vistazo: no hay espacio ni para guardar unas enaguas, por la cantidad de prendas que había. Quería asegurarse de ir bien arreglada, desde luego.
—Tiene razón —dijo Poirot—. Lazzari ha dicho que los tres pidieron la cena, pero debemos comprobar cuál fue exactamente el pedido de cada habitación. No habría cometido el error de conformarme con una suposición de no haber sido porque Jennie ocupa mis pensamientos. Jennie, cuyo paradero desconocemos y cuya edad debe de ser más o menos la misma que la de los tres que tenemos aquí: entre cuarenta y cuarenta y cinco años, según creo.
Mientras Poirot se ocupaba de inspeccionar las bocas y los gemelos, yo le daba la espalda; mientras hacía sus observaciones y emitía exclamaciones diversas, yo fijaba la vista en la chimenea o miraba por la ventana, intentando no pensar en manos que nadie cogería nunca más y repasando mentalmente mi crucigrama y sus posibles errores. Llevaba varias semanas tratando de componer un crucigrama lo bastante bueno para que un periódico considerara su publicación, pero no había tenido éxito.
Tras inspeccionar las tres habitaciones, Poirot insistió en que regresáramos a la del segundo piso: la de Richard Negus, la número 238. Me pregunté si me resultaría más fácil si las visitaba muchas veces. Hasta ese momento, todo hacía pensar que no. Entrar una vez más en la habitación de Negus fue como obligar a mi corazón a escalar la más peligrosa de las montañas, seguro de quedar varado en cuanto llegara a la cumbre.
Poirot, desconocedor de mi consternación, que yo lograba disimular eficazmente, creo, se situó en medio de la habitación y dijo:
—Bon. Esta es la que se diferencia más de las otras, n’est-ce pas? Es cierto que la de Ida Gransbury tiene la bandeja y una taza más de té, pero aquí tenemos la copa de jerez en lugar de la taza y una ventana abierta de par en par, mientras que en las otras dos habitaciones todas las ventanas están cerradas. En la habitación del señor Negus hace un frío insoportable.
—Así estaba cuando el señor Lazzari entró y encontró muerto a Negus —dije—. Nadie ha cambiado nada.
Poirot se acercó a la ventana abierta.
—Estas son las vistas espléndidas que monsieur Lazzari me propuso enseñarme: los jardines del hotel. Tanto Harriet Sippel como Ida Gransbury se alojaban al otro lado, con vistas «a la maravillosa ciudad de Londres». ¿Ve esos árboles, Catchpool?
Le contesté que sí, preguntándome si me tomaría por un completo idiota. ¿Cómo no iba a ver los árboles, si estaban justo al otro lado de la ventana?
—Otra diferencia aquí es la posición del gemelo —prosiguió Poirot—. ¿Lo ha notado? Tanto Harriet Sippel como Ida Gransbury tienen el gemelo ligeramente asomado entre los labios, mientras que Richard Negus lo tiene mucho más atrás, casi en la garganta.
Abrí la boca para debatir ese punto y volví a cerrarla enseguida, pero ya era tarde. Poirot había notado la duda en mis ojos.
—¿Qué iba a decir? —me preguntó.
—Creo que se pierde usted en excesivas sutilezas —respondí—. Las tres víctimas tienen un gemelo en la boca con un monograma y con las mismas iniciales: P. I. J. Eso es un elemento común y no una diferencia. Da igual que el gemelo esté más cerca de un diente que de otro.
—¡Pero la diferencia es enorme! ¡Los labios y la entrada de la garganta no son lo mismo! —Poirot se me acercó hasta situarse justo delante de mí—. Catchpool, recuerde muy bien lo que voy a decirle. Cuando tres asesinatos son casi idénticos, las diferencias más nimias revisten la mayor importancia.
¿Se suponía que debía recordar sus sabias palabras aunque no estuviera de acuerdo con ellas? Pero Poirot puede estar tranquilo. Recuerdo prácticamente cada una de las palabras que dice en mi presencia, y las que recuerdo mejor son las que más me irritan.
—Los tres gemelos estaban en la boca de las víctimas —repetí con firme obstinación—. Eso es suficiente para mí.
—Ya lo veo —replicó Poirot decepcionado—. Para usted es suficiente, sí, y también lo será para cien personas tomadas al azar, y también, desde luego, para sus jefes de Scotland Yard. ¡Pero es insuficiente para Hércules Poirot!
Tuve que hacer un esfuerzo para recordar que no se refería a mí personalmente, sino a su definición de lo que podíamos considerar similar o diferente.
—¿Qué me dice de la ventana abierta, cuando las de las otras dos habitaciones están cerradas? —preguntó—. ¿Le parece esa una diferencia digna de mención?
—No creo que sea relevante —contesté—. Puede que el propio Richard Negus abriera la ventana y que el asesino no tuviera motivo para cerrarla. Usted mismo lo ha dicho en más de una ocasión, Poirot: los ingleses abrimos las ventanas en lo más crudo del invierno, porque pensamos que es bueno para nuestro carácter.
—Mon ami —dijo Poirot con paciencia—, piense un poco. Es imposible que estas personas ingirieran el veneno, se cayeran de los sillones y aterrizaran de forma natural boca arriba en el suelo, con los brazos estirados a los lados del cuerpo y los dedos de los pies apuntando a la puerta. No pudo suceder así. ¿Por qué no dio ninguno de ellos un par de pasos tambaleantes por la habitación, antes de caer? ¿Por qué no cayó ninguno al otro lado del sillón? No, amigo mío. El asesino arregló los cuerpos, para que los tres quedaran en la misma posición, a igual distancia del sillón y de la mesita. Ahora bien, si el asesino se tomó el trabajo de ordenar la escena de sus tres crímenes para que los tres tuvieran exactamente el mismo aspecto, ¿por qué no cerró la ventana que tal vez hubiera abierto Richard Negus, como usted ha dicho? ¿Por qué no la cerró el asesino, para que el aspecto de esta habitación coincidiera con el de las otras dos?
No tuve más remedio que considerar el argumento. Poirot tenía razón: los cuerpos habían sido dispuestos de forma deliberada. El asesino debió de proponerse que los tres tuvieran el mismo aspecto.
Arreglar a los muertos…
—Supongo que todo depende del marco que el asesino quisiera poner a la escena del crimen —dije de manera atropellada, mientras mi mente intentaba arrastrarme una vez más a la habitación más oscura de mi infancia—. Todo depende de que el marco llegara hasta la ventana.
—¿Marco?
—Sí. No me refiero a un marco físico, sino imaginario. Quizá nuestro asesino enmarcó su creación dentro de unos límites que no llegaban a esa ventana. —Eché a andar en torno al cadáver de Richard Negus, girando cuando me pareció necesario—. ¿Lo ve? Acabo de trazar un pequeño marco en torno a Negus y he dejado fuera la ventana.
Poirot pareció querer disimular la sonrisa debajo de los bigotes.
—Un marco imaginario alrededor de la víctima. Sí, ya veo lo que quiere decir. ¿Dónde empieza y dónde acaba la escena de un crimen? Esa es la pregunta. ¿Puede ser más pequeña que la habitación que la contiene? ¡Un tema fascinante para los filósofos!
—Gracias.
—Pas du tout. Catchpool, ¿podría decirme qué cree que sucedió en el hotel Bloxham ayer por la noche? Dejemos a un lado el móvil, por el momento. Dígame lo que cree que hizo el asesino: lo primero, lo siguiente y así sucesivamente.
—No tengo ni idea.
—Intente tener alguna, Catchpool.
—Bueno… Supongo que el asesino llega al hotel, con los gemelos en los bolsillos, y visita las habitaciones, una tras otra. Probablemente empieza por la habitación de Ida Gransbury, la 317, lo mismo que nosotros, y desde allí va bajando, para poder salir del hotel con relativa rapidez tras matar a su última víctima, Harriet Sippel, alojada en la habitación 121, en el primer piso. Desde allí, solo tiene que bajar un piso para huir.
—¿Y qué cree que hace en cada una de las tres habitaciones?
Suspiré.
—Ya conoce la respuesta. Comete el asesinato y coloca el cadáver en el suelo. Después mete un gemelo en la boca de la víctima, cierra la puerta con llave y se marcha.
—¿Y en cada habitación le permiten entrar sin más? ¿En todas ellas lo está esperando una de sus víctimas, con una bebida idónea para echar el veneno, una bebida que el personal del hotel le ha servido exactamente a las siete y cuarto? ¿Se sitúa después junto a su víctima, la observa mientras ingiere la bebida y se queda un rato más, esperando a que muera? ¿Se toma su tiempo para cenar con una de ellas, Ida Gransbury, que ha tenido la amabilidad de pedir un té para él? ¿Visita todas esas habitaciones, comete todos esos asesinatos y mete los gemelos en la boca de los tres cadáveres, que además ha colocado deliberadamente con el cuerpo en línea recta y los pies apuntando a la puerta, y consigue hacerlo todo entre las siete y cuarto y las ocho y diez? Parece muy poco probable, amigo mío. Francamente improbable.
—En efecto, lo parece. ¿Tiene alguna idea mejor, Poirot? Para eso ha venido, ¿no? Para tener mejores ideas que yo. ¡Adelante! Empiece cuando quiera.
Antes de terminar la frase, ya estaba lamentando mi estallido nervioso.
—Hace tiempo que he empezado —dijo Poirot, que por fortuna no se ofendió—. Dijo usted que el asesino dejó una nota en el mostrador de la recepción, en la que informaba de sus crímenes. Enséñemela.
La saqué del bolsillo y se le tendí. John Goode, la perfección en forma de empleado de hotel según Lazzari, la había encontrado en el mostrador de la recepción a las ocho y diez. Decía lo siguiente:
QUE NUNCA JAMÁS DESCANSEN EN PAZ. 121. 238. 317.
—Esto significa que el asesino, o un cómplice suyo, tuvo el descaro de acercarse al mostrador (el mostrador principal del vestíbulo del hotel) con una nota que lo habría incriminado si alguien lo hubiese visto dejarla —comentó Poirot—. Es audaz. Confiado. No se esfumó en las sombras, ni huyó por la puerta trasera.
—Cuando Lazzari leyó la nota, fue a inspeccionar las tres habitaciones y encontró los cadáveres —dije yo—. Después recorrió el resto de las habitaciones del hotel, como él mismo me dijo lleno de orgullo, y por fortuna no halló ningún otro fiambre.
Sabía que no era correcto decir vulgaridades, pero por alguna causa me hacían sentir mejor. Si Poirot hubiera sido inglés como yo, probablemente me habría controlado un poco más.
—¿Y no se le ocurrió a monsieur Lazzari que uno de sus huéspedes aún con vida podía ser el asesino? Non. No se le ocurrió. ¡Cualquier persona que escoja el hotel Bloxham para alojarse es un ejemplo de virtud y de integridad moral!
Tosí e incliné la cabeza hacia la puerta. Poirot se volvió y vio a Lazzari, que se había acercado a la habitación y estaba en el pasillo. Parecía radiante de felicidad.
—¡Qué gran verdad acaba de decir, monsieur Poirot! —exclamó.
—Todas y cada una de las personas que hayan estado el jueves en este hotel deben hablar con el señor Catchpool y explicarle sus movimientos —le dijo Poirot con expresión severa—. Todos los huéspedes y todos los empleados del hotel. Todos sin excepción.
—Con el mayor placer. Puede hablar usted con quien quiera, señor Catchpool. —Lazzari hizo una reverencia—. Nuestro comedor quedará muy pronto a su disposición, en cuanto hayamos levantado toda la… ¿cómo dicen ustedes?, ¡ah, sí!, en cuanto hayamos levantado toda la «parafernalia» del desayuno y hayamos reunido al personal.
—Merci. Mientras tanto, registraré a fondo las tres habitaciones —dijo Poirot.
Para mí fue una sorpresa, porque pensaba precisamente que acabábamos de registrarlas.
—Catchpool —añadió—, averigüe las direcciones de Harriet Sippel, Ida Gransbury y Richard Negus. Investigue qué empleado del hotel los atendió, qué platos y bebidas pidieron para cenar en sus habitaciones y cuándo los pidieron. ¡Ah, y también quién los retiró!
Empecé a desplazarme hacia la puerta, temiendo que Poirot no dejara de añadir tareas a la lista de mis obligaciones.
Pero él no se interrumpió:
—Averigüe si en el hotel se aloja una persona llamada Jennie, o si alguna de las empleadas tiene ese nombre.
—En el Bloxham no hay ninguna empleada llamada Jennie, monsieur Poirot —dijo Lazzari—. En lugar de preguntárselo al señor Catchpool, debería habérmelo preguntado a mí. Yo conozco a todos mis empleados. ¡Somos una familia grande y feliz, aquí en el hotel Bloxham!