Capítulo 2

Asesinato en tres habitaciones

Así empezó todo, la noche del jueves 7 de febrero de 1929, con Hércules Poirot, Jennie y Fee Spring entre las estanterías combadas y atiborradas de teteras del café Pleasant.

O quizá debería decir que así pareció empezar. De hecho, no me convence la idea de que las historias de la vida real tengan un principio y un final. Si las contemplamos desde cualquier punto de vista, veremos que se extienden indefinidamente hacia el pasado y se derraman de forma inexorable hacia el futuro. Nunca se puede decir del todo «ya está» y trazar una línea.

Por fortuna, las historias reales tienen héroes y heroínas. Como no soy uno de ellos, ni tengo la menor esperanza de serlo, sé mejor que nadie que son reales.

Yo no estaba presente aquel jueves por la noche en el café. Se mencionó mi nombre —Edward Catchpool, el amigo de Poirot que trabaja en Scotland Yard y no tiene mucho más de treinta años (treinta y dos, para ser exactos)—, pero yo no estaba allí. Aun así, trataré de rellenar las lagunas de mi experiencia directa, para dejar constancia por escrito de la historia de Jennie. Por suerte, cuento con el testimonio de Hércules Poirot y no puede haber mejor testigo que él.

No escribo estas líneas para nadie, excepto para mí mismo. Cuando haya terminado la crónica, la leeré y volveré a leerla cuantas veces sea preciso, hasta ser capaz de ver estas palabras sin sentir la conmoción que experimento ahora al escribirlas, y hasta que esta sensación de «¿Cómo es posible que haya pasado?» se convierta por fin en un «Sí, así fue como pasó».

En algún momento tendré que pensar en una forma más adecuada de llamarla. «La historia de Jennie» no es gran cosa como título.

Conocí a Hércules Poirot seis semanas antes de la tarde de jueves que he descrito, cuando alquiló una habitación en una casa de huéspedes de Londres, propiedad de la señora Blanche Unsworth. Es un establecimiento espacioso y de una limpieza impecable, de fachada cuadrada y más bien severa, y un interior que no podría ser más femenino, con volantes, borlas y encajes por todas partes. A veces me invade el temor de salir una mañana hacia el trabajo y descubrir que llevo pegados en el codo o en un zapato los flecos de color lavanda de algún objeto del salón común.

A diferencia de mí, Poirot no es un inquilino permanente de la casa, sino un huésped temporal.

—Disfrutaré por lo menos de un mes de sosegada inactividad —me dijo la primera noche con firmeza, como si cupiera la posibilidad de que yo tratara de impedírselo—. Mi cabeza trabaja demasiado —añadió con su acento francés—. Siempre me están rondando muchas ideas… Creo que aquí podré tomármelo todo con más calma.

Le pregunté dónde vivía, suponiendo que me respondería «en Francia», aunque poco después me enteré de que no era francés, sino belga. Como respuesta a mi pregunta, se dirigió a la ventana, apartó los visillos de encaje y me señaló una elegante mansión de ancha fachada que debía de estar, como mucho, a trescientos metros de distancia.

—¿Ahí vive usted? —le pregunté, convencido de que sería una broma.

Oui. No quiero estar lejos de casa —me explicó—. Me resulta muy agradable poder verla. ¡Una vista espléndida!

Se puso a contemplar con orgullo la fila de edificios entre los que figuraba su casa, y por un momento llegué a preguntarme si no se habría olvidado de mí, pero enseguida dijo:

—Viajar es maravilloso. Resulta estimulante, pero uno no descansa. Sin embargo, si no me marchara de vez en cuando, ¡la pobre cabeza de Poirot jamás tendría vacances! Siempre surgiría algo que vendría a perturbar la tranquilidad. En casa es demasiado fácil encontrarme. Tarde o temprano vendría un amigo o un desconocido con algún asunto de la mayor importancia, comme toujours. ¡Todos los asuntos son de la mayor importancia! Entonces la materia gris de Poirot tendría que ponerse en marcha otra vez y no podría recargarse de energía. Por eso, hago correr la voz de que me he marchado de Londres por una temporada, y me quedo a descansar en un lugar familiar, a salvo de las interrupciones.

Mientras decía todo eso, yo asentía con la cabeza como si le encontrara algún sentido, al tiempo que me preguntaba si la gente se volvería cada vez más extravagante con la edad.

La señora Unsworth no prepara cena los jueves por la noche, porque ese día acostumbra visitar a la hermana de su difunto marido. Fue así como Poirot descubrió el café Pleasant. Me dijo que no podía arriesgarse a ser visto en ninguno de los lugares que frecuentaba habitualmente, porque en teoría se había ausentado de la ciudad, y me preguntó si podía recomendarle «algún sitio adonde pueda ir una persona como usted, mon ami, y donde sin embargo la comida sea excelente». Le hablé del Pleasant, un establecimiento pequeño y un poco excéntrico, al que todos los clientes solían regresar.

Aquel jueves por la noche en particular (la noche del encuentro con Jennie), Poirot llegó a casa cuando pasaban diez minutos de las diez, mucho más tarde de lo habitual. Yo estaba en el salón, sentado cerca del fuego, pero sin conseguir entrar en calor. Unos segundos después de oír que la puerta se abría y se cerraba, distinguí que Blanche Unsworth hablaba con él entre susurros. Debió de esperarlo en el vestíbulo.

No entendí lo que estaba diciendo, pero lo supuse: estaba nerviosa y yo era la causa de su angustia. Al regresar de casa de su cuñada, a las nueve y media, había llegado a la conclusión de que yo no estaba bien. Mi aspecto era terrible —según ella misma me dijo—, como si no hubiera comido, ni fuera a dormir en toda la noche. De hecho, no sé cómo puede tener alguien aspecto de no haber comido. Quizá la señora Unsworth me notó más delgado que por la mañana, cuando me había visto tomando el desayuno.

Me inspeccionó desde diversos ángulos y me ofreció todos los remedios que le acudieron a la mente, empezando por los más obvios: comida, algo de beber y buena disposición para escuchar mis cuitas. Cuando rechacé las tres cosas con toda la amabilidad de que fui capaz, pasó a formular otras sugerencias más estrafalarias, como una almohada rellena de hierbas aromáticas o una sustancia de olor repulsivo pero supuestamente beneficiosa, contenida en un frasco azul, que yo debía echar en el agua del baño.

Agradecí su interés, aunque volví a rechazar sus remedios. Entonces se puso a buscar febrilmente por toda la habitación, hasta dar con una serie de objetos que intentó endosarme uno a uno, con la inverosímil promesa de que curarían todos mis males.

Cuando la oí susurrar a Poirot en el vestíbulo, supuse que le estaría pidiendo que me convenciera para que aceptara el frasco azul de contenido maloliente o el cojín de hierbas aromáticas.

Normalmente, los jueves por la noche, a las nueve, Poirot ya ha vuelto del Pleasant y está sentado en el salón, leyendo. Yo había regresado a las nueve y cuarto del hotel Bloxham, decidido a no pensar en lo que había visto y ansioso por encontrar a Poirot sentado en su sillón favorito, para pasar un buen rato hablando con él de intrascendencias, como solemos hacer.

Pero no lo encontré. Su ausencia hizo que me sintiera extrañamente perdido, como si de pronto el suelo se hubiera abierto bajo mis pies. Poirot es el tipo de persona metódica que se resiste a cambiar de hábitos —«Una rutina diaria invariable es esencial para una mente sosegada, Catchpool», me dijo una vez—, y sin embargo, ya se había retrasado nada menos que un cuarto de hora.

Cuando oí la puerta de la calle, a las nueve y media, esperé que fuera él, pero era Blanche Unsworth. Estuve a punto de soltar un gruñido de contrariedad. Cuando uno tiene una preocupación, lo último que desea es la compañía de alguien cuyo principal pasatiempo es hacer un mundo de cada grano de arena.

Tenía miedo de no ser capaz de reunir las fuerzas necesarias para volver al hotel Bloxham al día siguiente, aunque sabía que debía hacerlo. Era lo que intentaba apartar de mi pensamiento.

«Pero ahora Poirot ha llegado —reflexioné— y también se preocupará por mí, porque Blanche Unsworth le ha dicho que debe preocuparse».

Decidí que lo mejor sería prescindir de la compañía de ambos. Si no era posible mantener una conversación ligera y entretenida, prefería no hablar con nadie.

Poirot entró en el salón, con el abrigo y el sombrero todavía puestos, y cerró la puerta. Yo me esperaba un bombardeo de preguntas; pero en lugar de eso, me dijo con aire distraído:

—Se ha hecho tarde. Tanto caminar, tanto buscar, y lo único que consigo es que se me haga tarde.

Estaba preocupado, sí, pero no por mí, ni por el hecho de que yo no hubiera comido o no fuera a comer. Sentí un gran alivio.

—¿Buscaba algo? —pregunté.

Oui. A una mujer, Jennie, que espero de todo corazón que siga viva y no haya sido asesinada.

—¿Asesinada?

Volví a tener la misma sensación de que el suelo se abría bajo mis pies. Sabía que Poirot era un detective famoso. De hecho, me había hablado de algunos de los casos que había resuelto. Sin embargo, se suponía que se estaba tomando unas vacaciones, y yo habría preferido no oírle decir precisamente esa palabra, en ese momento en concreto, cuando su mención me resultaba tan infausta.

—¿Qué aspecto tiene esa Jennie? —le pregunté—. ¿Podría describirla? Es posible que yo la haya visto, sobre todo si ha sido asesinada. He visto a dos mujeres asesinadas esta noche, y también a un hombre, por lo que es posible que esté usted de suerte. El hombre no tenía aspecto de llamarse Jennie, pero las otras dos…

Attendez, mon ami. —La voz serena de Poirot interrumpió mi nervioso desvarío. Se quitó el sombrero y empezó a desabrocharse el abrigo—. Veo que madame Blanche tenía razón. Está usted preocupado. ¿Cómo no lo he notado nada más verlo? Está muy pálido. Pero mi cabeza andaba en otra parte. ¡Mis pensamientos se las arreglan para marcharse muy lejos cuando madame Blanche se acerca! Pero ahora, por favor, debe contarle immédiatement a Poirot lo que le ocurre.

—Lo que me ocurre son tres asesinatos —dije—, los tres diferentes de todo cuanto he visto hasta ahora. Dos mujeres y un hombre. Cada uno en una habitación.

Por supuesto, ya había visto en muchas ocasiones otras muertes violentas. Llevaba casi dos años trabajando en Scotland Yard y cinco de policía, pero la mayoría de los asesinatos tenían un elemento manifiesto de pérdida de control: un golpe mortal que alguien descargaba en un acceso de ira, o un criminal que perdía los estribos tras haber bebido una copa de más. El caso del Bloxham era muy diferente. La persona que había matado tres veces en el hotel, quienquiera que fuese, lo había planeado todo de antemano, incluso durante meses, según pude deducir. Cada una de las escenas del crimen era una obra maestra de arte macabro, con un significado oculto que yo no lograba descifrar. Me estremecía la idea de no enfrentarme esta vez con uno de los caóticos rufianes que solía encontrar, sino con una mente fría y meticulosa que no se dejaría vencer con facilidad.

Mi actitud era sin duda excesivamente sombría, pero no lograba deshacerme de un negro presentimiento. Tres cadáveres relacionados entre sí… Con solo pensarlo sentía escalofríos, pero debía controlarme para que mi aversión no se convirtiera en fobia. Tenía que tratar el caso como cualquier otro, por muy diferente que me pareciera en sus aspectos superficiales.

—¿Tres asesinatos en tres habitaciones diferentes de un domicilio particular? —preguntó Poirot.

—No, en el hotel Bloxham, cerca de Piccadilly Circus. ¿Lo conoce usted?

Non.

—Yo no había entrado nunca hasta esta noche. No es el tipo de establecimiento que frecuenta un tipo como yo. Es palaciego.

Poirot estaba sentado con la espalda muy recta.

—¿Tres asesinatos, todos en el mismo hotel, pero en diferentes habitaciones? —preguntó.

—Así es, y todos ellos perpetrados esta misma noche, dentro de un breve período de tiempo.

—¿Esta noche? Y sin embargo, usted está aquí. ¿Por qué no está en el hotel? ¿Han atrapado ya al asesino?

—No, me temo que no hemos tenido esa suerte. Yo no…

Me interrumpí para aclararme la garganta. Describir las circunstancias del caso era sencillo, pero no me apetecía explicarle a Poirot lo mucho que me había afectado lo que había visto, ni revelarle que no llevaba mucho más de cinco minutos en el hotel Bloxham cuando sucumbí al poderoso impulso de marcharme.

La manera formal de colocarlos boca arriba en el suelo, con los brazos a los lados del cuerpo, las manos con las palmas hacia abajo, las piernas juntas…

«Arreglar a los muertos». La frase se abrió paso en mi mente, acompañada de la imagen de una habitación oscura que había visto muchos años antes, una habitación en la que había entrado de niño por obligación y en la que desde entonces me negaba a entrar en mis pensamientos. Tenía el firme propósito de seguir negándome por el resto de mi vida.

Manos inertes, palmas hacia abajo.

«Cógele la mano, Edward».

—No se preocupe, hay policías de sobra pululando por el hotel —dije precipitadamente, en voz muy alta, para conjurar la inoportuna imagen—. Ya volveré mañana por la mañana. —Al ver que Poirot esperaba de mí una respuesta más completa, añadí—: Necesitaba despejarme. Si le soy sincero, nunca había visto nada tan raro como esos tres asesinatos en toda mi vida.

—¿Raro en qué sentido?

—Cada una de las víctimas tenía algo en la boca. Los tres tenían el mismo objeto.

Non —replicó Poirot, agitando un dedo en el aire—. Eso no es posible, mon ami. El mismo objeto no puede estar en tres bocas diferentes al mismo tiempo.

—Tres objetos distintos, aunque idénticos entre sí —aclaré—. Tres gemelos, que por su aspecto deben de ser de oro macizo, los tres con un monograma y con las mismas iniciales: P. I. J. ¿Se siente bien, Poirot? Parece como si…

Mon Dieu! —Se incorporó y se puso a pasear por la habitación—. Usted no comprende lo que esto significa, mon ami. No, ya veo que no lo comprende, porque no le he contado la historia de mi encuentro con mademoiselle Jennie. Debo ponerlo rápidamente al corriente de lo sucedido, para que lo entienda.

La idea que tiene Poirot de contar una historia rápidamente no es la misma que la de la mayoría de la gente. Para él, cada detalle cuenta, ya se trate de un incendio que ha matado a trescientas personas o de una picadura de mosquito en la barbilla de un niño. No hay manera de persuadirlo para que vaya directo al grano, de modo que me acomodé en mi asiento y dejé que contara lo ocurrido a su manera. Cuando terminó, mi sensación era la misma que habría tenido si hubiera vivido de primera mano los acontecimientos; de hecho, mi experiencia era más vívida y detallada que la correspondiente a muchos episodios de mi propia vida.

—¡Qué suceso tan extraordinario! —dije—. ¡Y la misma noche de los tres asesinatos del Bloxham! Una curiosa coincidencia.

Poirot dejó escapar un suspiro.

—No creo que sea una coincidencia, amigo mío. De vez en cuando se producen coincidencias, desde luego, pero aquí tenemos una clara conexión.

—¿Se refiere a los asesinatos, por un lado, y al miedo de esa mujer a ser asesinada, por otro?

Non. Esa es una conexión, por supuesto, pero yo me refiero a algo completamente distinto. —Interrumpió sus paseos por el salón y se volvió para mirarme a la cara—. ¿Ha dicho que en la boca de sus tres víctimas fueron hallados tres gemelos de oro, con el monograma P. I. J.?

—Así es.

—Mademoiselle Jennie lo dijo claramente: «Prométame una cosa. Si me encuentran muerta, pídale a su amigo el policía que no busque al asesino. ¡Por favor, no deje que nadie abra las bocas! Este crimen no debe resolverse nunca». ¿Qué cree que quiso decir cuando me pidió: «¡Por favor, no deje que nadie abra las bocas!»?

Me pregunté si estaría bromeando, pero no lo parecía.

—Está bastante claro, ¿no? —respondí—. Temía que la asesinaran, pero no quería que castigaran a su asesino y esperaba que nadie dijera nada que pudiera delatarlo. Está convencida de que ella es quien merece el castigo.

—Veo que se decanta por el significado más obvio a primera vista —dijo Poirot. Parecía decepcionado conmigo—. Ahora pregúntese si no habrá otro significado posible. Piense en las palabras: «Por favor, no deje que nadie abra las bocas». Y recuerde esos tres gemelos de oro suyos.

—No son míos —repliqué con contundencia, deseando que fuera posible apartar de mí el caso en ese mismo instante—. De acuerdo, ya veo adónde quiere ir a parar, pero…

—¿Qué dice que ve?

—Ya veo lo que quiere decir. Esa frase, «Por favor, no deje que nadie abra las bocas», podría interpretarse, si quisiéramos, como «Por favor, no deje que nadie les abra la boca a las tres víctimas de los asesinatos del hotel Bloxham».

Me sentí un imbécil por prestarme a poner palabras a una teoría tan peregrina.

Exactement! «Por favor, no deje que nadie abra esas bocas, para que no aparezcan los gemelos de oro con las iniciales P. I. J». ¿No es posible que fuera eso lo que quiso decir Jennie? ¿No será que estaba al tanto de los asesinatos del hotel y estaba convencida de que el asesino, fuera quien fuese, también se proponía matarla?

Sin esperar mi respuesta, Poirot prosiguió con sus elucubraciones.

—Y las letras P. I. J… La persona con esas iniciales es muy importante en esta historia, n’est-ce pas? Jennie lo sabe. Sabe que si usted encuentra esas letras, dispondrá de una pista para descubrir al asesino, y ella quiere evitarlo. Alors, amigo mío, debe atrapar a ese hombre antes de que sea demasiado tarde para Jennie, ¡porque de lo contrario yo, Hércules Poirot, jamás podría perdonármelo!

Me resultó alarmante oírlo. Sentía sobre mis hombros la enorme responsabilidad de atrapar al asesino y no quería ser el culpable de que Poirot no pudiera perdonárselo. ¿De verdad vería él en mí a un hombre capaz de atrapar a un criminal con esa clase de mentalidad: una mente donde cabía la idea de colocar gemelos con monogramas en la boca de los muertos? Yo siempre he sido una persona sencilla y directa, y trabajo mejor cuando los casos son sencillos y directos.

—Creo que debería volver usted al hotel —dijo Poirot.

De inmediato, quería decir.

Sentí un escalofrío al recordar aquellas tres habitaciones.

—Bastará con que vaya mañana a primera hora —repliqué, haciendo un esfuerzo por evitar su mirada brillante—. Debo advertirle que no pienso hacer el ridículo mencionando a esa tal Jennie. Solo serviría para sembrar confusión. Usted ha interpretado las palabras de esa mujer de una manera y yo de otra. Su interpretación es más interesante, pero la mía tiene veinte veces más probabilidades de ser la correcta.

—No es cierto —repuso Poirot.

—Permítame que discrepe —dije yo con firmeza—. Si preguntáramos a cien personas tomadas al azar, todas me darían la razón a mí y no a usted.

—Yo también lo sospecho —suspiró Poirot—. Pero intentaré convencerlo. Hace un momento, refiriéndose a los asesinatos en el hotel, usted me ha dicho: «Cada una de las víctimas tenía algo en la boca», ¿no es así?

Convine que así era.

—No me ha dicho «en las bocas», sino «en la boca», porque es un hombre instruido y sabe cuándo ha de usar el plural y cuándo el singular. Se expresa con corrección y por eso ha dicho «en la boca». Mademoiselle Jennie es una doncella de servicio, pero tiene el vocabulario y la manera de expresarse de una señora. Refiriéndose a su muerte, a su asesinato, utilizó la palabra «inexorable». Y después me dijo: «No hay posibilidad alguna de ayuda. Y aunque la hubiera, yo tampoco la merecería». Es una mujer que habla con absoluta corrección. Por lo tanto, mon ami… —Poirot se incorporó y empezó otra vez a pasear por la habitación—. Si usted está en lo cierto y Jennie dijo: «Por favor, no deje que nadie abra las bocas», en el sentido de «Por favor, no deje que nadie proporcione información a la policía», entonces ¿por qué no dijo «Por favor, no deje que nadie abra la boca»? Alguien que se expresa correctamente jamás habría dicho «las bocas» sino «la boca», ¡porque esa locución exige el singular y no el plural!

Me lo quedé mirando desde mi asiento, con el cuello dolorido, demasiado perplejo y cansado para responderle. ¿Acaso no me había dicho él mismo que Jennie estaba aterrorizada? Por mi experiencia, yo sabía perfectamente que las personas en estado de pánico no suelen ser demasiado rigurosas con la gramática.

Siempre había considerado a Poirot uno de los hombres más inteligentes que conocía, pero quizá me había equivocado. Si tenía por costumbre proferir ese tipo de insensateces, entonces no me sorprendía que hubiera creído necesario ofrecerle a su mente una cura de reposo.

—Naturalmente, ahora me dirá usted que Jennie estaba alterada y que por lo tanto no prestaba atención al lenguaje —prosiguió Poirot—. Sin embargo, le recuerdo que se expresó con absoluta corrección, salvo ese único detalle aislado… A menos que yo esté en lo cierto y usted se equivoque, porque si es así, entonces Jennie no cometió ningún error.

Entrelazó los dedos de ambas manos y pareció tan satisfecho con su anuncio, que me vi impulsado a decir con cierta brusquedad:

—¡Maravilloso, Poirot! Un hombre y dos mujeres han sido asesinados y yo tengo la responsabilidad de resolver el caso, pero gracias a usted he podido observar complacido que una tal Jennie, a quien no conozco ni deseo conocer, no ha cometido ninguna incorrección en el uso del lenguaje.

—También Poirot lo ha podido observar complacido —dijo mi amigo, que no se desalentaba fácilmente—, porque hemos hecho un pequeño progreso, un pequeño descubrimiento. Non. —Su sonrisa se desvaneció y su expresión se volvió más grave—. Mademoiselle Jennie no cometió ningún error. Lo que quiso decir fue: «Por favor, no deje que nadie abra las bocas de las tres víctimas de los asesinatos». ¡Que nadie abra las bocas!

—Si usted insiste —mascullé.

—Mañana, después del desayuno, volverá usted al hotel Bloxham —dijo Poirot—. Yo me reuniré allí con usted un poco más tarde, después de buscar a Jennie.

—¿En el hotel? —pregunté bastante alterado.

Varias frases de protesta se formaron en mi mente, pero sabía que jamás llegarían a oídos de Poirot. Pese a su fama como detective, sus ideas acerca del caso habían sido hasta ese momento francamente ridículas; sin embargo, si me ofrecía su compañía, yo no pensaba rechazarla. Mi amigo tenía confianza en sí mismo y yo no; a eso se reducía todo. De hecho, el interés que se estaba tomando por el caso me hacía sentirme un poco más animado.

Oui —contestó—. Se han cometido tres crímenes con un elemento extremadamente inusual en común: los gemelos con monograma hallados en la boca de los cadáveres. ¡Desde luego que iré al hotel Bloxham!

—¿No habíamos quedado en que había decidido evitar todo estímulo, para así poder reposar la mente? —pregunté.

Oui. Précisément. —Poirot me miró con severidad—. No me proporcionará ningún reposo quedarme aquí sentado todo el día, pensando que usted estará omitiendo toda mención a mi encuentro con mademoiselle Jennie, ¡un detalle de la mayor importancia! Ni tampoco me brindará ningún sosiego pensar que Jennie anda por las calles de Londres, ofreciendo al asesino la oportunidad de matarla y de ponerle en la boca el cuarto gemelo.

Poirot se inclinó hacia delante en el asiento y continuó:

—Por favor, dígame que al menos se ha fijado en eso. Los gemelos se venden por pares, ¿no es así? Usted tiene tres, hallados en la boca de los muertos del hotel Bloxham. ¿No cree que el cuarto podría estar en el bolsillo del criminal, listo para ocupar la boca de mademoiselle Jennie, en cuanto haya sido asesinada?

Me temo que en ese momento me eché a reír.

—¡Poirot, eso es una tontería! Sí, es cierto, los gemelos suelen ir de dos en dos; pero la respuesta es sencilla: el asesino quería matar a tres personas, de modo que usó solamente tres gemelos. No puede invocar un cuarto gemelo imaginario para demostrar su teoría, ni mucho menos para relacionar los asesinatos del hotel con esa tal Jennie.

Noté una sombra de empecinamiento en la expresión de Poirot.

—Cuando un asesino decide utilizar de esa forma unos gemelos, mon ami, nos está invitando a pensar por pares. ¡Ha sido el propio asesino, y no Hércules Poirot, quien ha invocado la idea del cuarto gemelo y, por ende, de la cuarta víctima!

—Pero… ¿cómo podemos saber que no son seis las víctimas que tiene en la mira, o tal vez ocho? ¿Quién puede asegurar que no hay cinco gemelos más en el bolsillo del asesino, todos ellos con el monograma P. I. J.?

Para mi sorpresa, Poirot asintió y dijo:

—Buena observación.

—No, Poirot, no es una buena observación —repliqué yo con desánimo—. Es la primera tontería que se me ha ocurrido. Puede que a usted le hagan gracia mis ideas fantasiosas, pero le aseguro que a mis jefes de Scotland Yard, no.

—¿A sus jefes no les gusta que considere todas las posibilidades? No, por supuesto que no —se apresuró a responderse el propio Poirot—. ¡Y esos son los encargados de atrapar al asesino! ¡Ellos y usted! Bon. Precisamente por eso Hércules Poirot tendrá que ir mañana al hotel Bloxham.