La noche había caído sobre casa de los Giles en medio del mayor silencio. El dueño de la casa, con la excusa de su constipado, entró en la cocina para solicitar de la señora Kester que le subiera la cena a su habitación. Cuando se iba, Sara frotaba una bandeja de metal, dejándola como un espejo. Y precisamente por ello descubrió una mano vendada tomando unas patatas fritas de la fuente.
Se quedó pálida. ¿Cómo le contaría a Verónica que el fantasma golpeado por ella no era otro que el señor Giles? Ahora se explicaba la razón de que, desde que sucedió, no le viera sin guantes o con las manos en los bolsillos.
Tuvo que aguantar y disimular su nerviosismo hasta que, después de cenar, la señora Kester, sonriente pero severa, las acompañó hasta el dormitorio.
—Os encerraré por fuera, chicas, pues os atraen excesivamente los fantasmas…
Entonces, con la boca en el oído de Verónica, Sara le contó su descubrimiento. Y Petra, que había pasado una tarde muy inquieta, como si quisiera comunicarles algo, empezó a llamar la atención de las chicas para que mirasen debajo de la cama.
—¿Qué querrá decirnos? —preguntó Verónica.
Sara, a gatas, introdujo la cabeza bajo el somier y alargó la mano… Cuando la sacó, llevaba en ella el viejo álbum de fotografías.
—Esta ladronzuela lo ha tomado del desván —dijo Verónica, dándole un cachetillo.
La ardilla saltaba sobre el álbum, insistía desesperadamente para que lo mirasen.
—Petra, no tenemos el humor para fotos del año catapún —le dijo Sara—. Estamos muy preocupadas.
Como el animalito insistiera, por complacerla, Sara lo abrió al azar. Un muchacho vestido a la moda de muchos años antes apareció ante sus ojos.
—Es el señor Giles… quizá tuviera entonces doce años… Volvió la hoja pensando en «Los Jaguares» y vio de nuevo al señor Giles junto a otro muchacho ligeramente más alto.
Sara, con un grito, pegó la nariz al cartón, mientras Petra movía la cola como accionada por un motor. Intrigada, Verónica le arrebató el álbum y, pasando hojas, llegó a la conclusión, al igual que su compañera, de que el padre de Molly era el muchacho ligeramente más alto. Estaba con ella «a través del tiempo», como diría Sara.
Pero entonces… Tenían que equivocarse, por fuerza. El más feo, el que no estaba con la niña en las fotografías, era el señor Giles que conocían… Era raro que la niña apareciera en todas las fotografías con el otro, con el que debía ser su tío, a juzgar por el parecido.
—Tengo la cabeza como un salero y no comprendo nada —susurró Sara.
Estuvo un rato con los ojos cerrados, tratando de dar justa solución al rompecabezas; el fantasma… la mano vendada del señor Giles… la ausencia que ahora veía injustificada de Molly, sin que les hubiera telefoneado, la barca… la silla de la barca… el pasadizo…
—¡Esto es demasiado para mí! ¡Demasiado! No me va el «suspense», no me va…
Verónica la sujetó por los brazos, mirándola de frente.
—¿Qué estás diciendo? ¿Qué estás suponiendo? Es todo muy raro, ¿verdad? Estoy recordando lo que dijo Oscar… dijo que anoche, cuando nosotras salimos de casa y llegó el fantasma, una luz se paseaba sobre la casa, sobre esta casa…
El horror aparecía en el rostro de la graciosa pelirroja, que susurró entrecortadamente:
—Eso puede significar que todas las veces que hemos salido de noche, alguien, desde el tejado o desde el desván, avisaba con una luz y entonces el fantasma se nos venía encima…
Verónica afirmaba con golpes de barbilla. Luego añadió:
—Y cuando suponíamos que el señor Giles estaba en su habitación andaba por ahí… y cuando la señora Kester le hablaba desde el pasillo, dentro no había nadie… era una… comedia…
¡Qué asustadas estaban! Y Petra no contribuía a tranquilizarlas; durante los últimos minutos se dedicaba a arañar la ventana. Precipitadamente, ellas la abrieron para ver qué había fuera… ¡Y no percibieron más que la intensa oscuridad! Repentinamente, Petra escapó aferrada a la tubería de desagüe.
No se atrevían ni a llamarla y estuvieron temblando hasta que un rato después la sintieron llegar. Traía entre los dientes un trozo de tela.
—¡Dios mío! ¡Es del pantalón de Oscar!
¿Qué les había ocurrido a sus compañeros? ¡Petra lo sabía y las miraba… hacía gestos… quería decirlo!
Sin pensar en las consecuencias, Sara fue hacia la puerta y empezó a golpearla con manos y pies.
—¡Queremos salir! ¡Queremos salir!
Desde el otro lado de la puerta, la señora Kester, severa, respondió que no les abriría hasta por la mañana.
Pasaba el tiempo y no pensaban en acostarse. Hacia medianoche oyeron voces y el ladrido de un perro. Cuando la puerta del dormitorio se abrió, no sólo estaba allí la señora Kester, sino también el temible perrazo del pastor, éste, el señor Giles y un desconocido de rostro brutal.
—Estas pájaras sospechan algo —dijo el señor Giles sin pizca de amabilidad—. Vamos con ellas.
Entre todos, las subieron al desván y las ataron con correas a una gruesa viga. Petra había desaparecido y cuando la luz del día se filtró por el ventanuco, todavía seguían llorando.
—Mira, un farol… ahí, sobre la mesa —dijo Verónica—. Con eso debían de hacerse señales…
Por la mañana, la señora Kester les llevó un jarro con leche y nada más. De nuevo se encontraron solas.
Hacia el mediodía, sintieron un ruidillo sobre sus cabezas, como si alguien anduviera sobre las tejas… al rato pudo escucharse un rítmico: «Ris… ras…».
A Sara se le iluminaron los ojos. ¿Sería Petra?
Hacia las cuatro, el fiel animal había logrado sus propósitos, consiguiendo hacer un agujero sobre el entramado de madera que sostenía las tejas. Cuando vieron su cola, a las dos chicas les pareció algo maravilloso.
¡Con cuánto cariño la recibieron! Un cariño interesado, claro.
Sin pérdida de tiempo, el animalito empezó a roer las correas que sujetaban a su dueña a la viga.
—¡Corre, Petra, corre…!
¡Ay! ¡Qué lentamente realizaba el trabajo! Pasada ya la media tarde, la ardilla corrió a un rincón y se escondió bajo un montón de trapos. Por la escalera se oyeron pasos. Instantes después, la señora Kester y el señor Giles aparecieron allí.
—Por favor, suéltenos… no hemos hecho nada malo —suplicó Verónica.
—¿No, eh? Hicisteis venir a esos diablos de muchachos y ahora sabemos que nos han estropeado la operación por dos noches seguidas —dijo el señor Giles con rabia ciega—. Pero esta noche os tenemos a todos a buen recaudo…
Se aseguraron de que las ligaduras seguían intactas y Sara casi se desmayó al solo pensamiento de que descubrieran el trabajo de Petra. Pero no fue así y, en cuanto cerraron la puerta tras ellos, el animal volvió a trabajar sobre las correas. Apenas se veía ya en el desván cuando Sara se encontró con las manos sueltas. En seguida, lastimándose los dedos, se soltó los tobillos y corrió hacia Verónica. Le costó casi media hora soltar sus nudos.
—¿Y ahora? —preguntó Sara. Nunca hubiera creído que su compañera fuera tan tajante y efectiva.
—Ahora, a salir de aquí por el tejado y a correr a Invermond y a la oficina de la Policía…
Se subieron a una mesa y abrieron el ventanuco. Una tras otras se izaron hasta hallarse sobre las tejas. Petra, correteando ante ellas, marchó hacia el lado que caía sobre la cocina, donde había un tubo de desagüe y salientes en las ventanas. Las dos supieron que tenían una probabilidad contra cien de llegar sanas y salvas al suelo. Pero no existía otra alternativa. Musitaron una oración y emprendieron el descenso con manos, rodillas y pies, una tras otra, seguidas atentamente por Petra.
Cuando Verónica pisó el suelo y alargó sus brazos evitándole a su compañera la caída, creía sinceramente que se había operado un milagro.
Con Petra corriendo ante ellas y marcándoles el camino por los lugares en que no podía vérselas, ganaron el camino. Pero ¡era tanta la distancia hasta Invermond…!
—Si pasara un coche, podríamos pararlo…
Sara recordó a los compañeros del señor Giles y se estremeció al susurrar:
—No: ignoramos cuántos cómplices tienen.
Corriendo durante hora y media, unas veces por el camino, otras por la cuneta, otras por barrancos, divisaron por fin los contornos del pueblo. Las rodillas se les doblaban y les faltaba el aliento.
Las calles se hallaban desiertas, pero no perdieron tiempo porque Invermond era un lugar pequeño, lo conocían y sabían dónde dirigirse.
Cuando llamaron en la oficina de Policía, un asombrado agente, con ojos de sueño, les abrió la puerta.
Se le escapó una exclamación de asombro antes de decir:
—¿No son ustedes las españolas de casa de los Giles? ¿Ocurre algo?
Lastimosamente, a causa de su excitación, perdieron unos minutos preciosos hasta lograr hacer entender con claridad al agente lo que suponían estaba ocurriendo en el castillo de Kenneth.
La palabra «suponer» no agració al agente. Sin embargo, la excitación de las muchachas le había impresionado. Solicitó telefónicamente ayuda a la Oficina Superior del Distrito y, cuando llegaron un par de coches, las dos chicas pretendieron salir hacia el Castillo.
—¿Así que un robo ahuyentando a los curiosos con la excusa de un fantasma? Puede ser… ha sucedido en alguna ocasión —fue el comentario del comisario.
Muy pronto los dos coches rodaban en dirección al castillo, apremiado el conductor del primero por las dos jovencitas españolas. Cerca de la explanada, los faros descubrieron la existencia de un camión con las luces apagadas. Pero, al divisar a la Policía, se puso en marcha, sin éxito, porque, con una maniobra envolvente, los recién llegados les cerraron el paso.
Inmediatamente los agentes saltaban del coche y daban el alto al acorralado conductor. En el interior del camión hallaron maravillosas arquetas antiguas, armas de museo, plata ricamente trabajada.
Sara y Verónica, convertidas en directoras de la operación, instaban a los agentes para que trataran de descubrir la entrada que sin duda ocultaba el pasadizo. Los coches policiales, en contacto con la central, solicitaron el envío urgente de un bote de goma. Antes de media hora estaba allí y cuando lo echaron al agua, se encontraron con una barca que iba a su encuentro, a tope de objetos similares a los hallados en el camión. Los ladrones, Ian Giles y el falso pastor, que tuvo que contener a su perro, fueron esposados inmediatamente.
—¿Dónde están nuestros amigos? —preguntaron las chicas, sintiendo deseos de arañarles.
El dueño de King, para no hacer más difícil su situación accedió a guiar a los agentes y Sara y Verónica se pegaron a ellos como lapas.
Es imposible describir la emoción del encuentro en la mazmorra, entre liberadores y engrilletados.
—¡Molly! ¡Tú eres Molly! ¡Un abrazo!
No irá a creerse que Petra faltaba en momento tan trascendental: de la cabeza de los agentes saltaba a la de sus amigos del alma y viceversa, quizá para que nadie pudiera olvidar el importante papel que había desempeñado en la feliz solución del secuestro y robo.
Héctor y Julio se hallaban un tanto apabullados. Habían querido solucionar todo solitos y dos chicas miedosas, aunque audaces, y una ardilla metomentodo se habían apuntado la victoria.
—Nosotras estábamos tan despistadas… —confesó entonces Verónica—. De no ser por todo lo que vosotros sospechabais y lo que descubristeis, jamás hubiéramos imaginado lo que se escondía detrás del fantasma.
Empezaba a amanecer y todavía estaban en el lugar de los sucesos, como repetía el pequeño, aunque, por su parte, se había pegado de espaldas al puente, por aquello de que le faltaba la mayor parte del pantalón.
Los agentes, amablemente, repartieron café entre todos y luego el comisario se retiró con parte de los agentes y los detenidos, entre ellos la señora Kester.
—¡Esas malditas chicas han tenido la culpa de todo! ¡Ellas y nada más que ellas! Debimos echarlas de casa a escobazos —repetía, unas veces furiosa y otras lagrimeante, aquella harpía.
Clinctok Giles le dijo entonces:
—Hace tiempo que la debí arrojar de mi casa, señora Kester. A usted y, aunque me duela, a mi hermano.
Aquella noche, es decir, madrugada, todos se retiraron a casa de Molly, por invitación de su padre. Y por la mañana temprano, cuando sintieron el motor de varios vehículos, vestidos de cualquier manera, aparecieron en la explanada. Los recién llegados eran el dueño del castillo, su familia y sus criados.
Al pobre señor casi le dio un ataque al ver sus muebles en la explanada. ¡Suerte que no llovía! Los agentes le explicaron lo ocurrido, la intervención feliz de los muchachos extranjeros y la recuperación de todo el botín.
—¡Oh, qué admirables muchachos, qué admirables! —repetía el noble escocés.
Aquella mañana, «Los Jaguares» fueron invitados a conocer el castillo, a cuyas estancias los criados habían devuelto los objetos que se intentó robar.
Los dos días que todavía permanecieron en Escocia fueron felicísimos para todos, y Molly llegó a confraternizar a tal punto con ellos que la nombraron «Jaguar Honorario».
Y cuando se marcharon, el agradecido dueño del castillo, para testimoniar su reconocimiento a los muchachos, les obsequió con aquella joya maravillosa, única, del siglo X, que era la silla encontrada en el lago.
—Como descubridor de la silla, tendrás que cargar con ella —dijo Héctor a Julio, mientras todos los demás reían.
¡Había que ver a Julio, con cara de genio, cargado con la silla de aeropuerto en aeropuerto! Para Petra debía ser un espectáculo glorioso, a juzgar por sus gestos.