XI. UN LADRIDO, UNOS GRILLETES, UNA MAZMORRA…

Tratando de no hacer ruido, siempre a tientas, desenrollaron la cuerda en toda su extensión, teniendo buen cuidado de asegurar perfectamente un extremo. Raúl, con tres tirones de coloso, comprobó que se hallaba segura.

—Dejadme bajar en primer lugar —pidió—. Si resiste mi peso, todo irá bien…

—Pero ten mucho cuidado —susurró Héctor.

Cuatro manos le ayudaron a sacar el cuerpo por el lado de fuera de las almenas; en seguida, apoyando las plantas de los pies en la pared y con las dos manos en la cuerda, el muchacho empezó a descender. Los de arriba estaban sudando sus respectivos catarros a tal velocidad que ni estornudaban ya.

Al rato, con un suspiro de alivio, Héctor anunció que el cable estaba flojo y empujó a Julio para que empezara a descender. Mientras bajaba, el alto se estaba recriminando por su tonta idea de meterse en líos de fantasmas. En fin, ya no podía volverse atrás. Le acogieron las manos poderosas de Raúl, junto a la columna del puente donde se hallaba la entrada del pasadizo, lugar en el que casi no había sitio para poner los pies.

—Entra para dejar hueco a Héctor —susurró el fuertote.

Tratando de no resbalar por la piedra húmeda y musgosa, Julio alcanzó la entrada del pasadizo. Le pareció que escuchaba un rumor extraño y tuvo la intuición de que aquello o iba mal o terminaría mal… ¡Era terrible estar allí, a oscuras, sin poder encender una luz, ni hablar, ni comunicarse con sus compañeros!

De vez en cuando asomaba la cabeza para divisar la mole de Raúl en la oscuridad, aunque le era imposible mirar hacia arriba para cerciorarse de cómo iba Héctor.

Y de pronto, le encontró a su lado y se hizo atrás para dejarle sitio. Aquél murmuró en su oído:

—Perfecto, todo perfecto…

Avanzaron por el estrecho corredor de piedra, tanteando las paredes. O Julio estaba atemorizado o crecía el confuso rumor… Estaban ya al final del pasadizo… ¡No podía ser una fantasía de sus oídos! ¡Ladraba un perro en alguna parte!

Repentinamente, una intensa claridad los deslumbró. Los ladridos del perro eran estremecedores.

—¡Calla, King, calla!

Enmudeció el perro y los tres muchachos empezaron a soportar mejor la fuerte luz, luego de pasar desde la oscuridad. La linterna se hizo a un lado y el hombre que la llevaba invitó:

—Pasen ustedes… no se queden fuera…

Y… obedecieron, empujados por una mano poco amistosa y el aliento salvaje del perro. Sin que se dieran cuenta, se encontraron en una especie de mazmorra alumbrada por un quinqué.

El hombre que llevaba la linterna, el dueño de King, dijo para alguien:

—Son tus extranjeros, Ian…

Se escuchó una palabrota y el señor Giles, Ian para su compinche, apareció bajo la luz.

—¡Necios entrometidos! Pudisteis haberos ido tranquilamente a vuestra tierra y habéis preferido husmear. Pues bien: ateneos a las consecuencias.

Entonces Raúl, que sólo se sentía muy seguro de sí cuando podía utilizar la fuerza, decidió que a él no se le amenazaba así como así. Como una catapulta, se lanzó de cabeza contra el dueño de King, el mismo que llevaba las ovejas por las cercanías del castillo y el hombre fue a caer ruidosamente de espaldas. Pero pronunció una palabra:

—¡King!

El perro saltó sobre Raúl y, si sus colmillos no llegaron a hincarse en su cuello, se debió a la previsión de Héctor, que a su vez se abalanzó sobre el perrazo.

—¡Estaos quietos y King no os atacará! —prometió el señor Giles.

El perro aullaba, demostrando el placer con que utilizaría las mandíbulas, en sus ojos muy brillantes y su actitud agresiva.

Julio, por su parte, no había intentado defenderse. Pero, además, toda su cara era un grito de curiosidad, de comprensión, al mismo tiempo. Junto a la pared de la mazmorra, con un grillete en el tobillo derecho, grillete sujeto a la pared por una pesada cadena, se hallaba una muchachita de ojos claros. Tendría aproximadamente la edad de sus compañeritas y le contemplaba a él con esperanza, decepción, temor y también curiosidad…

—¿Eres Molly, verdad? —le preguntó en inglés.

Ella afirmó, con lágrimas en los ojos. Luego repuso, señalando hacia otro lado de la pared:

—Y ése es papá, Clinctok Giles…

Julio se dio un palmetazo en la frente:

—¡Borrico! ¡Borrico! —se insultó—. Tenía que ser eso…

Raúl, desde el suelo, con los ojos muy abiertos y cara alelada, asistió al extraño diálogo. La risa amarga de Héctor anunciaba la comprensión que experimentaba por lo que estaba viendo. Pero, como Julio, en aquel instante su estimación por sí mismo estaba a cero grados.

—Hemos venido a caer en la trampa solitos… —murmuró por fin con rabia.

—¡Ajá…! —aceptó el señor Giles que no era padre de Molly.

—¿Qué hacemos con ellos? —preguntó el falso pastor.

Con un ademán, el calvo Giles supo ser muy expresivo. Julio se imaginó con el grillete en el tobillo, antes de que se lo pusieran bajo la atenta mirada del perrazo. Muchacho y animal se miraban y hasta puede que cruzaran sus pensamientos.

Héctor, Raúl y Julio se encontraron encadenados, como lo estaban Clinctok Giles y su hija. Sólo entonces, Ian Giles dijo a su compinche:

—Debemos apresurarnos… él estará al llegar.

Salieron de la mazmorra con la seguridad de que no debían inquietarse por lo que dejaban allí. A través de la reja de la entrada, por el corredor en tinieblas, los prisioneros les vieron pasar acarreando sacos y bultos… De pronto Ian Giles debió recordar algo, porque apoyó el saco en el suelo, con sonido metálico, e introdujo la cabeza en la mazmorra.

—¿Dónde está el pequeño? Ahí fuera, ¿no?

—Camino de Glasgow y, si mañana no nos reunimos con él, revolverá Escocia entera acompañado de la Policía —contestó Julio.

El falso pastor, al escuchar aquella respuesta, murmuró algo para Ian. Los de dentro entendieron que debían darse prisa.

—¿Es que te lo has creído? —farfulló el calvo—. Éstos no son de los que se separan. Además… he decidido que sea «todo» y nos hace falta otra noche.

Se marcharon y «Los Jaguares» podían imaginarlos introduciendo en el bote los objetos robados. ¡Seguro que llenarían la frágil embarcación hasta el límite, cruzarían aquella parte del lago y cargarían las cosas en el camión que aguardaba…!

—¿Quiénes son ustedes? —preguntó Molly con voz débil.

—Amigos de Verónica y Sara —explicó Héctor en su perfecto inglés—. Vinimos a Invermond porque en sus cartas nos hablaban de la aparición de un fantasma y supusimos que algo anormal ocurría…

Clinctok Giles, que parecía acobardado, murmuró:

—No debieron venir aquí, muchachos. Habrán observado que «ellos» no retroceden ante nada. Pero lo más lamentable, lo que me acobarda, es que Ian es mi propio hermano, un truhan que desde joven se apartó del camino recto. Llevamos ya siete días prisioneros en esta mazmorra.

—¡Sara y Verónica llegaron hace siete días! —lanzó Raúl, asombrado.

—A ellas las engañaron, señor Giles, haciéndoles creer que su hermano Ian era usted…

—¡Ian ha usurpado mi lugar, aprovechándose de mi parecido y ayudado por la señora Kester! —explicó el atribulado padre de Molly.

—Así que las chicas, cuando vieron una fotografía antigua que encontraron en el desván, en la que usted aparecía con Molly, les pareció que era más guapo que en la actualidad —explicó Julio—. Y ésa es también la razón de que el señor Ian, su hermano, no se baje del coche cuando va a Invermond y lleve una gorra calada hasta los ojos y la bufanda le tape la nariz.

—Sí, mi hermano es inteligente… ¡Si hubiera escogido la senda del bien! Nos secuestraron para tener las manos libres y sólo por la noche nos traen comida. He suplicado clemencia para mi hija y ya ven… Pero con todo, lo que más siente un hombre honrado como yo es defraudar la confianza que el dueño del castillo ha puesto en mí. Soy su administrador hace muchos años y tengo que contemplar, sin poder hacer nada, la expoliación de que está siendo objeto…

—Anímese, hay una esperanza para nosotros —dijo Julio—. Mi hermano Oscar se ha quedado fuera, quizá pueda dar la alarma…

—No encontrará a nadie en los alrededores y de noche… —contestó Clinctok Giles.

Entonces Molly dejó oír su vocecilla trémula, que intentaba ser valiente:

—¡Oh, ya sé! Oscar es más pequeño que vosotros, pero os acompaña siempre. Y sé que os llamáis Héctor, Raúl y Julio… Verónica y Sara me hablaban en sus cartas de vosotros y de lo muy divertidos que sois…

—¡Divertidísimos…! —ironizó Julio, alargando el labio inferior—. Especialmente como ratones en ratonera.

El señor Giles, por su parte, se lamentaba de su credulidad y escasa energía. Llevaba más de un año disgustado con la permanencia en su casa de la señora Kester, pero no se había atrevido a despedirla. Y añadió que, unas dos semanas antes, Ian, al que hacía muchos años que no veía, se le había presentado rogándole que lo admitiese en su casa y asegurando que se había regenerado.

—Y lo creí… necesitaba creerlo… —murmuraba el pobre señor.

—Eso le honra, señor Giles —dijo Raúl.

—Pero ha surgido un imprevisto, quizá usted lo ignore: mañana o pasado, todo lo más, el dueño del castillo estará aquí. Ésa es la razón por la que estos pájaros necesitan apresurarse. Además, la pasada noche se hundió la barca en la que transportaban los objetos robados y supongo que hasta hoy o esta noche no los han recuperado por completo.

—¿De veras? ¡Es estupendo! —exclamó Molly, animada por primera vez.

—En realidad —dijo Héctor sonriendo— no se hundió sola. Raúl se las arregló para que se hundiera.

—¡Oh, Raúl…!

En la exclamación de Molly había más admiración de la que el honrado y fuertote muchacho había recibido en su vida.

Al rato, Ian y el falso pastor regresaron. Se aseguraron de que en la mazmorra todo iba bien y luego fue King el que entró, poniéndoles a todos el corazón en un puño. Poco después, bien cargados, los dos hombres se iban de nuevo acompañados por el perro.

—King me pone enferma —les confió Molly.

—¡Y a mí! —saltó Julio.

El tiempo se les hacía eterno. ¿Dónde estaría Oscar? ¿Tendría miedo? ¿Podría hacer algo por ellos?

—Los ladrones tienen un cómplice; es alguien que llega de noche con un camión o camioneta —explicó Héctor.

—Desde luego. Se están llevando hasta los muebles más valiosos y eso necesita transporte… ¡Dios mío! ¿Qué le diré al señor Hawthorne cuando le tenga frente a frente?

—Papá, será maravilloso si llegas a tenerle frente a frente… —susurró su hija.

Al rato sintieron los ladridos de King y enmudecieron. Una vocecilla gritaba:

—¡Brutos! ¡Brutos!

—¡Lo han atrapado! —exclamó Raúl con el alma en los pies.

Pasados unos segundos, el individuo alto entró en la mazmorra con Oscar pataleando sobre su hombro.

—¿Conque camino de Glasgow, eh? ¡Esto lo pagaréis! —amenazó Ian Giles—. Y que el caballerete es más dañino que una víbora. Nos ha acuchillado todas las cubiertas del camión y nuestra operación va a sufrir un serio retraso, pero cuantos están aquí son los que más van a perder con ello.

Tras los dos hombres y Oscar había entrado en la mazmorra un tercer individuo fuerte, de rostro adusto. Explotaba de ira cuando vio a tanta gente reunida allí.

—¿Qué es esto? ¿Una fiesta de Buckingham? ¡Demasiadas personas en el asunto! Y encima, críos…

—Hay que tomar las cosas como vienen, Kevin —dijo el falso pastor.

—¿Y de dónde saco yo ahora otras cubiertas para el camión? No puedo ir por ellas a Invermond. Si contrato una camioneta alguien puede entrar en sospechas. ¡Dejadme darle una paliza a ese crío!

Oscar había dejado de patalear y estaba más muerto que vivo.

—Aguarda al final. Cuando estemos seguros de que podemos levantar el vuelo te darás el gusto de zurrar al crío y a todos los que quieras.

—¿Qué hacemos? —preguntó el bruto del camión.

—Volveremos a casa a alertar a Eleonora y te vas luego en la bicicleta de Molly hasta Invermond. Trata de volver con un camión antes de que amanezca. Tú verás de dónde lo sacas.

—Y encima, ¡a viajar en una bici de niña! —protestó el bruto.

Cuando se marcharon poco después, el menor de los Medina estaba con su correspondiente grillete en el tobillo.

—¡Peste y peste! —explotó el chico, con la cara cubierta de lágrimas—. Os aseguro que lo hice muy bien, pero ese chucho espantoso me descubrió… claro que los neumáticos hacían tanto ruido al dejar escapar el aire… El chucho me atrapó por el pantalón y creo que me ha llevado un buen trozo… —hipó para poder continuar y su hermano le aseguró que todo lo había hecho magistralmente:

—Por segunda noche consecutiva, esos bandidos no pueden llevarse lo robado —concluyó.