El taxista de Invermond tenía motivos para hallarse satisfecho de los asiduos clientes que le habían salido. Terminada la comida y luego de comprar una caja de dulces para la señora Kester, salieron en dirección a casa del señor Giles. También el ama de llaves demostró satisfacción al aceptar el obsequio y, más acicalada que de ordinario, se dignó acompañar a la juvenil pandilla mientras rescataban del foso la última bicicleta.
Héctor propuso ir a jugar a la pelota para entrar en calor, hasta la hora de marchar, y la señora Kester volvió a su casa. Pero el largo palo de la escoba de los techos seguía allí.
—Tengo interés en comprobar si la silla sigue en el lago —dijo Julio—. Jugad vosotros y yo veré de llegarme hasta allí y hacer la comprobación.
Petra, que había salido a recibir a los suyos, aceptó el encargo de Sara con aire resignado: Debía avisar si alguien llegaba.
Y lo hizo bien. Con su especial sexto sentido, se puso como loca un momento antes de aparecer el señor Giles, para presenciar durante un rato el partido de pelota. Gracias al aviso del fiel animal, Julio era ya de la partida.
Cuando el hombre se retiraba, los muchachos se despidieron definitivamente de él, estrechando su mano enguantada. Luego se reintegraron al juego, pero con escasa atención, mientras Julio reía para sí, como divertido.
«Siempre se está haciendo el misterioso», pensó Verónica, lanzándole un pelotazo que, a causa de su distracción, le pilló la nariz de pleno.
Mientras se la acariciaba, se irguió ante él, exigiendo:
—¿Se puede saber qué te traes entre manos?
—¡Atchíss! Bueno, nuestra marcha a Invermond ha proporcionado a los fantasmas la ocasión que necesitaban para recuperar la silla sacándola del agua. Ya se la han llevado.
—¿Sí? —Sara levantó un hombro, desdeñosa—. ¡Vaya cosa! Una silla antediluviana que seguramente está coja.
—Una maravillosa silla —le corrigió Julio— del siglo XI, quizá del XII, que se disputarán los anticuarios… sin contar con que no sabemos exactamente qué sacaron en el bote y qué fue lo que se hundió con el bote…
Los ojos de Sara brillaban admirativos tras sus gafas. Unas veces el mayor de los Medina la sacaba de quicio, pero otras era su admiradora número uno.
—¡Jo… qué genial es Jul! —exclamó Oscar orgullosamente.
Raúl se revolvió el pelo con fuerza, como si de paso quisiera dar energías al interior de su cabeza.
—¿Supones que están robando objetos del castillo?
—No lo supongo, lo sé con seguridad —declaró Julio. Y Héctor comparte mi teoría.
Con el gesto, éste afirmó.
—El vehículo que anoche llegó hasta las orillas del lago tenía por objeto recoger lo robado. Pero como Raúl hizo un buen trabajo en el bote, cuando trasladaban las cosas, el bote se hundió. Claro que, un poco más y hubiera llegado al punto de cita. Sin duda el agua lo invadió poco a poco.
—¿Y por dónde salen con lo robado, par de sabios? —preguntó Verónica, llevando sus azules ojos de uno a otro.
—Por la puerta no, porque sería expuesto y, además, no creo que tienen llave. Esa puerta está a prueba de ladrones —dijo despacio Héctor—. Y nosotros somos tan tontos que, a pesar de haber dado con la salida secreta, no supimos verla.
—¡Claro! Se trata del pasadizo situado bajo el puente —acertó Sara, satisfecha de aportar algo.
—¡Exacto! —confirmó Héctor—. Y para que el resorte de apertura funcione mejor lo han engrasado recientemente. ¿Recordáis…? —mostró el índice, aludiendo a la grasa que recogió en él.
—Esta noche completarán el trabajo. Tienen prisa —explicó Julio—. El dueño de Kenneth, contra su costumbre, está a punto de llegar y ello ha obligado a los ladrones a apresurarse. Chicas, habéis sido muy inoportunas y alguien debe estar maldiciendo vuestra llegada. Para ahuyentaros y que les dejaseis las manos libres, inventaron lo del fantasma y llevaron sus esfuerzos hasta el punto de escalar la tapia trasera del castillo arrojando una escala de cuerda con un gancho que dejó su huella en lo alto del muro. Bueno… espero que nos salgan bien las cosas.
Se habían olvidado de la pelota y todos mostraban aspecto de preocupación. Una cosa era tratar con un bromista patoso y otra muy distinta…
—Si las cosas son como suponéis, quizá fuera conveniente avisar a la policía —murmuró Verónica, estremecida de pronto por un escalofrío.
—No tenemos pruebas y… somos extranjeros. Quizá si tuviéramos más edad… Las personas mayores siempre desconfían de los jóvenes —alegó Héctor.
En voz muy baja, paseando despacito, ellas quisieron saber detalles de lo que proyectaban.
—Pues… pillarlos con las manos en la masa, digo yo… —contestó Julio—. En cuanto a vosotras, no salgáis de casa para nada. Si todo acaba bien, ya vendremos a llamar en vuestra puerta.
«Si todo acaba bien…». Sara sintió de pronto una angustia extraña y se apretó la garganta con la mano. Pero fue Verónica la que expuso sus pensamientos.
—¿Y… si… acaba mal?
—También lo sabréis.
Hacía frío y pronto los muchachos, luego de poner las bicis todo lo a punto posible, tomaron el camino de Invermond, con Oscar en la barra de la de Raúl.
—Suerte… —musitaron las chicas a dúo.
Estaban seguras de que las horas siguientes iban a ser de prueba para ellas.
Nada más llegar al pueblo, «Los Jaguares» fueron a devolver las bicicletas, recibieron el dinero de la fianza un poco mermado por el deterioro y regresaron a la hostería para recoger el equipaje. Cuando salieron con él, se dirigieron a la tienda a comprar unos sándwiches y, muy ostensiblemente, tomaron el camino de la estación, donde consultaron el mapa del itinerario.
—La primera parada es en Felfwich, a las ocho y media. Suponiendo que tengamos suerte para encontrar un taxi, serán más de las nueve cuando lleguemos al castillo…
Raúl corrigió a Héctor:
—Bastante más tarde, teniendo en cuenta que no podemos llegar hasta allí anunciando nuestra llegada con el ruido del motor. Tendremos que quedarnos lejos y seguir a pie…
Héctor se pasaba la mano por la frente con evidente preocupación. Quizá, después de todo, las chicas tenían razón. ¿Y si dieran cuenta a la policía de sus sospechas?
—Podríamos estropearlo todo… —apuntó Julio.
Raúl dudaba. Para Oscar, las opiniones de su hermano eran artículo de fe.
—Desde luego, han de vernos subir al tren… —insistía Julio.
De pronto, los ojos de Oscar lanzaron destellos tan chispeantes que podían adivinarse a través del indómito flequillo.
—Subamos por el andén y dejémonos caer por el otro lado de la vía.
Héctor miraba al cielo. Había vuelto a encapotarse y la luz no era mucha, pero, a pesar de ello, en primavera y a las ocho de la tarde la visibilidad sería buena.
—Arriesgado —sentenció lacónicamente.
A las ocho en punto, el tren entraba en la estación. Había algunos curiosos por allí que no subieron al tren. ¿Cuál de ellos estaría aliado con los ladrones?
Ostensiblemente, se dejaron ver junto a las ventanillas hasta el último momento, cuando el convoy aceleraba la velocidad. Diez minutos después, divisaron gran cantidad de piedras y luego un puentecillo, que debía estar en reparación. Iban solos en el compartimiento y Héctor dijo precipitadamente:
—¿Os dais cuenta? La velocidad está decreciendo y vamos a entrar muy lentamente en el puente. Podríamos aprovechar…
—¡Recoged los equipajes!
La orden de Julio fue prontamente cumplida. Instantes después, con el tren casi parado, se arrojaron por un talud que la abundante hierba convertía en mullido. Oscar fue el primero en levantarse, ciertamente satisfecho de sí mismo, pues estaba demostrando que podía estar a la altura de los mayores. Y Julio se lo confirmó, largándole un cariñoso coscorrón.
De todas formas, permanecieron pegados al talud hasta que el convoy se alejó.
—Bien, empecemos la marcha a pie y todo lo precipitada que nos sea posible —ordenó Héctor.
—No estoy muy orientado… —confesó Julio.
Raúl dijo que igual podía estar en Escocia que en China. Tampoco a Héctor se le veía muy seguro. Oscar, con toda calma, corrió la cremallera de su bolsa y extrajo los famosos y detallados mapas de Escocia que habían recogido del despacho de su padre, en Madrid.
Aunque nadie dijo nada, todos los ojos le miraron con alegría. Luego, siguiendo la línea del ferrocarril sobre el mapa, fijaron su situación y el camino a seguir.
—Mico, recuerda que te debo un regalo —dijo Julio, muy complaciente—. Tenemos mucho camino por delante… ¿no te cansarás?
—¡Je…! Puede que te canses tú.
Las largas piernas de los dos mayores no tenían rival y el pequeño, a pesar de su seguridad, tenía que esforzarse para acomodar su paso al de ellos. Al rato, Raúl propuso dar cuenta de los sándwiches, teniendo presente que no podían predecir si más tarde tendrían tiempo para pensar en sus estómagos.
No por ello se detuvieron. Tres cuartos de hora después de haber saltado del tren, avistaban el castillo de Kenneth.
—A partir de este momento hay que seguir con precauciones… —dijo Héctor, deteniéndose en una pequeña loma.
—Deberíamos acercarnos por el lago. Es más disimulado.
Se había hecho de noche, pero no noche cerrada, y la escasa luz era suficiente para apreciar que hasta los rebaños habían desaparecido de la zona. A partir de entonces, el avance se hizo más difícil, pues caminaban a cuatro manos y a veces casi reptando. Pero al fin se encontraron cerca de la orilla del lago, cubierta de abundante maleza y, aunque en alguna ocasión se desgarraron la ropa con los espinos, estaban más tranquilos en cuanto a ser descubiertos. Cuando encontraron un buen escondrijo, con la explanada del castillo frente a ellos, al otro lado del lago y el puente de piedra a la vista, permanecieron a la espera, el oído atento al menor ruido.
La escasa visibilidad fue decreciendo hasta hacerse casi nula, aunque con la vista habituada a la oscuridad, podían divisar las sombras.
A Oscar le hormigueaban las piernas.
—¿Salimos?
Le mandaron callar y trató de contenerse. No se oía más que el suave rumor del viento que hacía danzar apenas la hierba y el ramaje.
De pronto, Raúl movió sus dos codos, por turno, alertando a sus compañeros. Oscar todavía no podía escuchar nada… ¿Sería algún vehículo por el otro lado del lago…? Algo más silencioso y rítmico… ¡Ruido amortiguado de remos!
A todos les saltaba el corazón. ¡No se habían equivocado en sus deducciones!
Al rato, la sombra moviente de una embarcación pasó ante el campo visual de «Los Jaguares». Por señas, ellos se comunicaron su idea de que se dirigía hacia el puente de piedra.
—¿Cómo llegaremos nosotros allí? —preguntó Raúl, sin dudar de que iban a enfrentarse a la trama de los bandidos.
Héctor, quizá para animar a los suyos, tuvo espíritu suficiente para bromear:
—Igual que el fantasma: «aerizándonos».
Con precauciones, abandonaron su refugio y avanzaron hasta la parte de atrás del castillo. Algo después, formaban la torre humana y Oscar se encaramaba en lo alto del muro. Luego la torre se deshizo y Raúl extrajo de su bolsa la cuerda que compraron en Invermond. Oscar la recogió al vuelo, cuando se la arrojaron y ató un extremo al árbol más próximo. A una señal suya, Héctor, aferrado a la cuerda, escaló el muro y pasó al parque interior del castillo. Le siguió Julio y, por último, Raúl.
—Bien, sobre las almenas hay cuerda abundante, según el mico, la trasladaremos de sitio y nos deslizaremos sobre el puente —Julio puso sus manos en los hombros de su hermano—. Escucha, lo que vamos a hacer nosotros es algo peligroso, pero, si quieres, tú puedes hacer otra cosa, que también ofrece peligro. ¿Te atreves…?
Oscar levantó un hombro, lo que no era afirmar ni negar.
—Se trata de que vuelvas a saltar el muro y, a gatas para no dejarte ver, des la vuelta y te escondas a la espera del camión o camioneta que no tardará en llegar…
El chico se pasó la lengua por los labios. No podía olvidar sus horrores de la noche precedente.
—No te ocurrirá nada si sabes ser tan prudente como ayer —alegó Julio—. Además, prefiero verte al otro lado que descolgándote desde las alturas…
El pequeño se resignó con el gesto. Julio añadió unas instrucciones, le ayudó a trepar por el muro y sostuvo la cuerda mientras el chico se deslizaba por la parte de fuera.
A pesar de la oscuridad, les fue fácil orientarse hasta la torre que ocultaba la escalera de caracol. Y una vez en el interior, cubriéndola con un jersey, encendieron una linterna. Uno a uno, alcanzaron el pasadizo, tras las almenas y, a partir de entonces, apagaron la linterna y siguieron a tientas, hasta dar con el tronco de madera con su cuerda arrollada y una manilla de metal para accionarlo. Raúl, con toda su fuerza, se lo cargó al hombro, mientras Héctor le guiaba para evitar tropiezos.
Por un momento, la cornisa se estrechó tanto, que temieron caer al vacío. No obstante, con seguridad y valor impropio de sus años, los tres salvaban el obstáculo y alcanzaban las almenas, muy cerca del puente.
Julio se encontró envuelto en sudor. No recordaba haber pasado más miedo en su vida. Muy cerca se hallaba el bote que habían visto pasar.