—¿De veras os vais? —preguntó Sara, con la nariz muy levantada.
—¡No seas tonta! —replicó Julio—. De momento, urge encontrar cierto bote… —Y guiñó un ojo en dirección a Héctor y Raúl por encima de su pañuelo.
Luego, mientras rodeaban el lago, explicaron con detalle lo sucedido la noche anterior.
—No sé por qué me parece que estás sospechando de la señora Kester o del señor Giles, pero estáis equivocados, porque anoche no salieron de casa —dijo Verónica.
—¡Atchiss! —Héctor aireó su pañuelo—. ¿Estáis seguras?
—¡Y tan seguras! Al entrar en casa, huyendo del fantasma, la señora Kester nos aguardaba en la escalera. Parecía un globo dentro de su camisón —informó Sara.
—Y el señor Giles estaba en su habitación. Oímos a la señora Kester hablar con él —añadió su rubia y bonita compañera.
—¡Vaya! —exclamó Julio, un tanto chasqueado—. El caso es, y esto es importante, que anoche nos aguardaban. Llegamos en silencio y en la oscuridad y se arrojaron sobre nosotros. El fantasma fue el cebo. Nos acercamos y…
—¿Se arrojaron…? ¿Es que había más de un fantasma?
—Nosotros sólo vimos al fantasma del puente, pero alguien llegó por detrás y ¡cielos, qué zancadilla! Me dejó en el suelo como un fardo… Sentí que Héctor se inclinaba sobre mí y luego lo echaban al agua. Al poco, recibí otro porrazo e hicieron lo mismo conmigo.
Julio se tocaba las caderas con dedos cuidadosos.
—Mi atacante fue el propio fantasma. Me enlazó con una cadena tan limpiamente que fui a parar al agua.
Un escalofrío le recorrió la espalda, al pensar en el frío que había pasado. Y la ardilla, que estaba muy discreta, parecía escuchar atentamente, especialmente cuando contaron que habían abierto unos agujeritos en el bote.
—Si tuviéramos la seguridad de que alguien lo utilizó anoche, las cosas se aclararían mucho…
Otro en escuchar atentamente era Oscar. No había contado nada de sí ni intentado pasar por protagonista, quizá para ocultar el pánico que estuvo pasando pegado al viejo árbol, pero entonces explotó:
—¡Pues claro que lo utilizaron…! Después del jaleo, cuando todo quedó en silencio, pero después de que Sara y Verónica salieran de la casa y… volvieran a entrar.
—¿Es que podías verlas desde tan lejos? —preguntó al vuelo su hermano.
—No, verlas precisamente, no, pero una luz muy misteriosa voló sobre la casa y entonces comprendí que algo iba a ocurrir. Al poco de aquello, sentí una voz lejana de chica, pidiendo auxilio…
Sara le miró con inquina, arrebatándole la palabra:
—Éramos nosotras, pero no acudiste…
—¡Oh, yo…! Hubiera querido, pero estaba de vigilancia…
—Pues a fuerza de vigilar nos hubieran podido hacer fosfatina —se quejó Sara.
—No me interrumpáis al mico, que iba bien —Julio le pasó el brazo por los hombros—. ¿Qué más?
—Bueno, a lo que iba… comprendí que ellas entraban en la casa y todo quedó silencioso, aunque pude seguir la sombra blanquecina… eso me dejó casi sin respiración, pues temía que me descubriera, aunque estaba muy lejos. Estuvo mucho rato quieto y yo supuse que estaba de vigilancia, como yo… De repente pasó una cosa muy rara: que la sombra blanquecina se esfumó como por arte de magia. Quizá, como los escoceses saben tanto de esto, pues… no están equivocados.
—Están equivocados, Oscar —decretó Héctor—, y el fantasma no se esfumó; simplemente, se quitó el lienzo blanco en que se envuelve, haría un montón con él y lo dejaría entre los matorrales. Bien, ¿cuándo crees haber oído ruido de remos…?
—Pues… al rato.
El chico no podía precisarlo bien y era lógico, pues en su miedo ni pensó en calcular los minutos. Luego añadió:
—Dejé de oír los remos cuando llegó el camión o el coche, o lo que fuera…
—¿Cómo…? —preguntaron todos a un tiempo.
—Es decir… creo que antes de ver los faros oí como jaleo allá por el lago. Los faros me asustaron mucho, porque supuse que iba a llegar y pasar por el camino y quizá descubrirme, pero no, se apagaron creo que cerca del lago.
—¿Puedes indicarnos aproximadamente dónde? —le preguntó Héctor.
El pequeño empezó a correr sobre la hierba embarrada y húmeda de la noche precedente, bordeando el lago, con el regocijo consiguiente de Petra, que se le subió al hombro.
Llegado a un punto, pasados unos cincuenta metros más allá del puente, ya a considerable distancia de casa de los Giles, se detuvo.
—No podría asegurarlo, pero poco más o menos, a juzgar por el momento en que los faros se apagaron, debió ser por aquí.
Los seis empezaron a buscar huellas, hasta que Héctor levantó la cabeza y negó con el ademán.
—No nos molestemos; ha llovido demasiado esta noche.
—Después de detenerse el camión, también escuché cierto movimiento y como si alguien llamase y alguien contestara —añadió Oscar.
Los mayores miraban con fijeza las aguas del lago, que no se parecían en nada a las transparentes de una tarjeta postal. Quizá por la lluvia de aquellos días, estaban enfangadas.
—¡Mirad! —exclamó Raúl, señalando entre los matorrales de la orilla.
Y todos descubrieron un remo flotando en el agua, sujeto a los matorrales por la parte de la pala.
—¿Se hundiría el bote? —preguntó Raúl.
En lugar de responder, Héctor le envió en busca del paquete de cuerda que había dejado junto al seto de casa del señor Giles. Y como nunca protestaba, el buen Raúl fue y vino a la carrera, con el paquete entre las manos.
En un momento, Héctor ató el gancho a un extremo de la cuerda.
—Creo que veo algo ahí abajo… —comentó Sara, dejándose los ojos.
Héctor arrojó la cuerda con fuerza, por el extremo del gancho, y se escuchó el ruido al tropezar con un objeto sólido.
—A lo mejor es nuestra bicicleta —se le ocurrió a Raúl, pero luego apretó los labios por su despiste, pues todos sabían que las tiraron cerca del puente.
—A ver si pescas algo —repetía Verónica, muy interesada. Petra también se dejaba los ojos.
Sin embargo, cuando Héctor tiraba de la cuerda, aparecía el gancho sin nada. Hasta que, de pronto, comunicó que iba arrastrando algo. Y emergió, ante el asombro general, lo más insospechado que en un lago puede hallarse: ¡una silla!
—¿Qué hace aquí esta silla? —preguntó Sara.
Oscar explicó que, sin duda, era la del fantasma, que la utilizaría por igual en elemento sólido, líquido o gaseoso.
Pero los demás se hallaban decepcionados. ¡Una silla…! ¡Puaf!
Tras un primer gesto desdeñoso, Julio le daba vueltas entre las manos con gran interés.
—¿Qué hacemos? —preguntó Raúl.
—Volver la silla a su sitio —replicó Julio.
La tiraron de nuevo al agua, pero esta vez, el artefacto se empeñaba en flotar.
—Esto no tiene que verse —dijo Julio, haciendo que Raúl la sujetara bajo el agua, con el mismo remo como sujeción, afianzando la parte superior contra la orilla.
—¡Qué cosas más raras pasan! —comentó Raúl.
—Pero algo vamos adelantando —le recordó Héctor—. Por de pronto, sabemos que anoche nos aguardaban. ¿Por quién pudo saberse que pensábamos venir anoche en la oscuridad?
—¡Nos vigilan desde Invermond! —saltó Oscar.
Sara y Verónica intercambiaron una mirada de culpabilidad.
—Oscar puede estar en lo cierto —apuntó la última—, aunque nosotras hablamos en casa de que pensabais darle un buen rapapolvo a Kenneth…
—Bueno, no tiene importancia… sea como sea, ellos lo supieron. Tratemos ahora de sacar las bicicletas del agua.
Regresaron hacia el puente, pero no daban con el punto del fondo donde estaban las máquinas.
—Quizá con un palo largo… —apuntó Sara.
—¿No tendréis algo así por casa? —inquirió Héctor.
Julio encontró buena la idea y solicitó de las chicas que fueran a buscarlo.
—¿Le podemos contar a la señora Kester para qué queremos el palo? —preguntó Sara, temiendo no acertar.
El alto del grupo afirmó y ellas se marcharon hacia la casa. Al regresar, la señora Kester iba con las chicas y Sara llevaba entre las manos una larguísima escoba de limpiar techos.
—¡Es terrible lo que os sucedió anoche! —dijo ella, tratando de ser amable.
—Lo sé, señora; y nos lo tenemos merecido —reconoció Héctor—. Y ellas también, por meterse donde no las llaman. ¿Sabe si pasa algún autobús hacia Invermond?
La mujer consultó su reloj de pulsera.
—Pasa uno dentro de tres cuartos de hora.
—¿Permite usted que las chicas vengan a comer con nosotros a «Las Espadas Cruzadas»? —añadió Héctor—. Es para celebrar la despedida…
Ellas ocultaron su sorpresa: no habían hablado de aquello.
—Es que nos vamos esta tarde —puntualizó Julio—. Tomaremos el tren que sale a las ocho para Glasgow y esperaremos allí a Sara y Verónica para hacer el viaje de regreso todos juntos. Glasgow debe ser una ciudad muy interesante y ya que estamos cerca…
—¡Oh, sí, muy interesante! —confirmó la señora Kester.
—¿Quiere usted acompañarnos a comer? Nos agradaría mucho —le propuso Héctor, con una sonrisa.
—¡Oh, qué amable! No sabes cómo me gustaría, muchacho, pero tengo que atender al señor Giles que volverá a la hora del almuerzo.
Después de no poca dedicación, localizaron dos de las bicicletas y las extrajeron con la ayuda del gancho.
—Tendremos que volver esta tarde —dijo Héctor—, es la hora del autobús. Espero que podamos rescatar la tercera bici. ¡Ah, señora Kester! ¿Querrá hacernos un favor? Cuando este par de entrometidas se vaya a dormir, enciérrelas con llave.
A Sara no le gustó aquello y hasta Petra mostró su sorpresa.
—Ya no nos quedan más que dos días —deslizó Verónica—. Y lo peor es que quizá nos vayamos sin conocer a Molly.
—Realmente, hijitas, ha sido una mala suerte…
La señora Kester despidió amablemente a la pandilla. No les gustaba hablar en el autobús, pero entraba en lo posible que nadie, entre los campesinos que lo ocupaban supiera el castellano y Sara se aventuró:
—¿De verdad os vais esta tarde dejándonos aquí?
Héctor y Julio cambiaron una mirada que Raúl, desde luego, no descifró.
—A las ocho tomaremos el tren para Glasgow… es un hecho.
Oscar no se inquietaba por los planes que pudieran tener. Algo tramaban y sería algo emocionante, siempre que no le hicieran pasar otra noche de fantasmas…
Al llegar a «Las Espadas Cruzadas», Héctor y Julio, que habían cambiado unas breves palabras, hablaron con la dueña, anunciándole que iban a dejar las habitaciones.
—Sentimos irnos sin visitar el castillo, que debe ser impresionante por dentro…
—¡Oh, sí! Parte de él está muy bien cuidado. Es un verdadero museo… Ya saben, cuadros de gran valor, una colección de armaduras y armas antiguas casi única en el mundo, piezas de orfebrería extraordinarias y muebles riquísimos, de ésos que resisten los siglos. Si se hubieran quedado un poco más quizá pudieran haberlo visto. Los dueños llegan dentro de dos días. Lo sé porque mistress Mac Dumble, la de los ultramarinos, ha recibido ya instrucciones sobre lo que debe preparar. Traen tanta servidumbre…
Se fueron a comer y, mientras esperaban que les sirvieran, Sara susurró:
—Creo que tenéis muchas cosas en la cabeza…
—Algunas —replicó Héctor.
—Sí, sí, algunas —le apoyó Raúl, aunque con cierto despiste.
Verónica preguntó si los demás también habían visto como ella el coche del señor Giles cruzarse en la carretera con el autobús.
—Lo he visto. El pobre, con su catarro… Iba tan tapado entre la gorra y la bufanda que no sé cómo no se ha estrellado en el camino —soltó Julio.
Terminada la comida, todos salieron a la calle. De pronto, Sara recordó algo importantísimo para ella.
—¡Petra! ¿Dónde se habrá quedado?
—Con la señora Giles —respondió Verónica.
—¡Pero si no se pueden ver! Creí que nos seguía al autobús. Y es que estamos tan preocupados que nos olvidamos de lo esencial. Bueno, ahora que no nos oyen, ¿qué tejemaneje es ése de vuestra marcha? No me lo creo.
—Pues tomaremos ese tren… y nos bajaremos en la estación siguiente —dijo Julio.
A Oscar le chisporroteaban los ojos. Raúl preguntó:
—¿Y qué haremos en la estación siguiente?
—Tomar un taxi sin pérdida de tiempo, ¿no es así? —preguntó Héctor, luego de ponerse de acuerdo con Julio.
—Bueno, a mí no me hagáis cargar con fantasmas.
—En eso estoy de acuerdo —contestó su hermano—, pero no se me ocurre dónde podemos dejarte. ¡Vaya! No te preocupes, porque no habrá sorpresas. Esta vez seremos nosotros los que sorprenderemos. ¡Ah, mico! Tus informes sobre lo que viste anoche nos han resultado preciosos.
—Indispensables —apoyó Héctor.