VIII. UNA SOSPECHOSA EPIDEMIA CATARRAL

¡Cielos, qué agua más fría! Hasta Raúl, con todas sus calorías, empezó a sentir calambres. Se le escapó el clásico «¡Peste!», con que Oscar protestaba de todo y luego inquirió:

—¿Cómo salimos de aquí? Me estoy congelando…

—Y los demás… —farfulló Julio, que se sentía en deplorable forma.

—¡Ea, guardad las energías para nadar! Tendremos que llegar a la parte del lago por la que puede saltarse a la orilla —decidió Héctor, haciendo que sus brazadas fueran todo lo potentes que las circunstancias permitían.

Por abrir marcha, su cabeza fue a tropezar con algo duro, que a su vez se conmovió:

—¡El bote! —exclamó, con voz más alta de lo que hubiera deseado, a causa de la sorpresa.

En efecto, el bote estaba allí, bajo el puente, junto a la hendidura que habían estado inspeccionando aquel mismo día.

Julio no necesitó ni un instante para tomar su decisión.

—¡Formidable!

—¡Arriba! —susurró Raúl, más alto de lo que hubiera deseado.

—¡Nada de arriba, gandul! Estamos como sopas y como sopas podremos seguir un poco más, pero alguien va a sentir la jugarreta que nos ha hecho. ¿Quién tiene un instrumento cortante?

Héctor, dificultosamente, empezó a rebuscarse en los bolsillos… ¿Se le habría caído al agua la navajita plegable que aquella tarde les sirvió a todos a la hora de la merienda? Casi se le escapó un suspiro de alivio al encontrar, aunque, como estaba aturdido, ni se le ocurría qué interés podría guiar a Julio. Tanteando en la oscuridad, trató de pasársela.

—Dásela a Raúl y que agujeree este bote como pueda.

—Nos vamos a helar —protestó Raúl.

—Pues que se hiele también el tipo que va a utilizar esto para… bueno, todavía no lo sé.

Una vez más, con su fidelidad absoluta a los otros, Raúl hizo lo que se le mandaba; y no era fácil, pues la pequeña hoja era inoperante en la madera, pero logró encontrar la juntura embreada de las tablas del fondo y abrió un hueco. Luego hizo lo propio en otras junturas.

—¡Eh, que no puedo más! —les recordó Héctor.

—Creo que valdrá —susurró Raúl.

Inmediatamente, bastante juntos, los tres empezaron a nadar, ya dentro del lago, en dirección a la orilla baja. Cuando treparon por el talud, casi no podían moverse de puro ateridos.

—¡No hay que quedarse quietos! ¡A bracear! Y a correr todo lo rápidamente que podamos para reunimos con Oscar.

¡Cómo se alegraba Julio de haber apartado a su hermano de aquello! Claro que debía estar muerto de miedo… Suponiendo que los rondadores nocturnos no lo hubieran descubierto…

Las ropas chorreantes se les pegaban al cuerpo y la distancia era considerable, pues tenían que rodear el lago en una distancia de casi tres kilómetros, sin conocer bien el terreno ni ver dónde ponían el pie.

Por tres veces, Raúl cayó como un fardo: los dos restantes no sufrieron más que a caída cada uno.

La noche, bajo la lluvia, ya no podía ser más inclemente ni impresionante. Hubo un momento en que equivocaron la dirección y, cuando se dieron cuenta, tuvieron que retroceder, sin gran seguridad en marchar por el sitio debido.

—Hay que apresurarse… Oscar estará más muerto que vivo —exhortó Héctor.

Ninguno de los tres pudo calcular el tiempo que invirtieron en llegar hasta la explanada situada ante el foso y el frente del castillo de Kenneth.

Julio se adelantó en solitario y con cuidado, por si alguien andaba por allí vigilando. Cerca del árbol, junto al cual su hermano buscara refugio, susurró:

—¡Mico… mico…!

—¡Gracias a Dios! ¡Jo…! Ya no sabía ni qué hacer…

Julio comprendió que el chico, a causa del terror, quizá también del frío y el nerviosismo, se hallaba envarado y apenas podía moverse. Tiró de él, ayudándole a dar los primeros pasos y recogió su bicicleta.

Oscar pasó la hora siguiente aquejado de una mudez sospechosa: ni preguntó ni soltó ninguna de las suyas, ni siquiera cuando vio que los demás marchaban a pie, camino de Invermond y cuando luego Héctor propuso usufructuar por turno la bici del pequeño. Eso sí, tuvieron la consideración de llevarle sobre el manilla.

Al llegar a «Las Espadas Cruzadas», tenían la impresión de haber atravesado a pie todo un continente.

—¡A la cama y a quitarnos las ropas mojadas! —fue el único comentario de Héctor.

Estaban destrozados y muy pronto caían en un sueño reparador que se prolongó durante muchas horas. Hasta las diez de la mañana Raúl no abrió los ojos y fue el madrugador. Su primer acto fue estornudar con fuerza. En la cama de al lado y en sueños, Héctor estornudaba también.

Cuando ambos se reunieron con los Medina, Julio no cesaba de estornudar y se tocaba la garganta con mimo.

—Creo que he pillado un soberano catarro y estoy haciendo acopio de pañuelos —dijo lastimeramente al sentarse junto a la mesa del desayuno.

Era una persona bastante indiferente para todo, pero le preocupaba su salud y de la garganta se llevaba la mano a la frente.

—¿A ver si voy a tener fiebre?

Cuando la escocesita que servía se acercó a la mesa, le pidió una aspirina.

—Dos, por favor —solicitó Héctor.

—Mejor tres —sentó Raúl.

—¡Peste! ¿Y yo qué? ¿Es que soy de piedra? También estoy un poco malo —anunció Oscar con acento quejicoso.

Suerte que tenían fe en la aspirina y quizá por la fe se sintieron algo mejor nada más tomarla.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Raúl.

—Ir a comprar pañuelos —replicó Julio.

—Yo lo decía por lo que respecta a las chicas y el fan…

Un puntapié en la espinilla silenció a Raúl. Inclinándose sobre la mesa, Julio bisbiseó:

—Prudencia… alguien anoche nos aguardaba… y nos aguardaba porque estaba al tanto de nuestros planes.

Terminaron el desayuno fingiendo encontrarse en la mayor normalidad y Oscar tuvo que aguardar para hacer la pregunta que le quemaba los labios.

—¿Se puede saber qué hicisteis con las bicicletas?

Nadie le respondió. Julio se había disparado hacia una tiendecita donde se vendía de todo y Héctor se informaba sobre los autobuses que pasaban de vez en cuando por Invermond. Luego se volvió hacia Raúl.

—Estamos de suerte, dentro de diez minutos llega un autobús que pasa por el camino del castillo. Tenemos justo el tiempo de comprar cuerda y un gancho…

—¿Para qué? —preguntó el fuertote, con un alto para estornudar.

—¡Atchiss…! —fue lo primero que Héctor hizo sonar—. Vamos a ir de pesca.

Cuando Julio salió de la tienda, Héctor y Raúl habían entrado en una cordelería.

—¿Dónde están ésos?

—Han ido a comprar cosas para ir de pesca.

—¡Los muy chiflados! Que no cuenten conmigo —barbotó el alto muchacho.

Por suerte, un tímido sol había sustituido a la lluvia. Justo cuando salían de la cordelería con un paquete bajo el brazo llegó el autobús. Lo ocupaban campesinos cargados de paquetes y cestos, y «Los Jaguares» tuvieron que repartirse entre los demás ocupantes para poder sentarse. Fueron los únicos que se apearon en el trayecto. Todos los demás continuaban hasta el pueblo siguiente.

Las chicas debían de haber tenido su buena sesión de ventana, pues llegaron a su encuentro poco después de que ellos echaran pie a tierra.

—¿Algo positivo anoche? —preguntó Verónica, muerta de curiosidad.

Como tardaban en responder, se interfirió Sara:

—¡Lo nuestro fue emocionantísimo! Nos atacó el fantasma, pero no perdí la cabeza…

—¿Qué…? —preguntaron los cuatro chicos a un tiempo.

Después de la llamarada de alegría que había animado el rostro pecosillo de Sara en el reencuentro, ahora aparecía acusadora:

—¡Pues sí que podemos confiar en vosotros! Nos atacó sin que recibiéramos vuestra prometida ayuda…

—Quedamos en que… ¡atchiss…!, no intervendríais —les recordó Héctor.

—Pero teníamos curiosidad y salimos un momento sin alejarnos mucho de la casa —explicó Verónica—. Nos pareció oír ruidos por la parte del puente…

—¡Atchiss…! —la interrumpió Julio.

—… Y eso que pedimos socorro a gritos —añadió la linda rubita.

—¡Oh, mis pobres criatu…! ¡Atchiss! —terminó Raúl.

Sara los miraba de uno en uno con mucha desconfianza.

—Estáis tan «microbiosos» que vais a terminar con nosotras —se apartó un tanto, antes de añadir—: ¿por qué habéis utilizado el autobús en lugar de las bicicletas?

Ellos se miraron, un tanto molestos. Les costaba confesar la derrota sufrida la víspera. ¡Habían emprendido la aventura con tanta jactancia y seguridad!

Los tres, por su cuenta y razón, estaban eligiendo las palabras menos comprometidas, cuando Oscar saltó:

—¡Peste! Yo ya vi al fantasma marchar hacia vuestra casa y supuse que vosotras estabais por allí y éstos bastante tenían con salir de su remojo… Yo no lo vi, pero supuse que el fantasma los arrojó al foso como si fueran buñuelos… salieron como sopas…

Las chicas no podían creerlo. La decepción asomaba a sus ojos muy abiertos… ¡Haberles tenido por héroes para luego resultar aquello de buñuelos y sopas…!

—¿Queréis decir que un fantasma… un tipucho cobardón que no se atreve a dar la cara os acorraló? ¿A vosotros? ¡Oh…!

Verónica afirmaba con la cabeza a lo dicho por su amiga. Raúl, Héctor y Julio estaban furiosos y, para colmo, sin dejar de estornudar. Cuando ellas pasaron sus ojos a Oscar, éste se defendió:

—¡Por lo menos, nadie me despojó de mi bici! Anoche tuvimos que regresar a Invermond sin otra que la mía.

—¿También os las dejasteis quitar? Y además os daría una paliza, claro… —sentó ya Sara, ciertamente desdeñosa.

Petra, con una mímica extraordinaria, imitaba los gestos de su dueña. Para ella también los tres héroes habían caído de su pedestal.

—Bueno, si vamos a seguir así, será mejor que me vuelva a la hostería y me meta en la cama a sudar el catarro —decidió Julio, muy mortificado.

—Sería lo acertado —dijo Verónica, más conciliadora—. Parece que hay una epidemia terrible y no me gustaría que me atraparan los microbios. El señor Giles estornuda igual que vosotros. ¡También la ha atrapado!

Cosa curiosa, los tres muchachos mayores olvidaron de pronto su vergüenza. Se miraron y, sin mediar más explicaciones, a paso de carrera emprendieron el camino del lago.

Oscar y las chicas, además de Petra, les seguían sin entender sus reacciones.

—¿Es que os habéis vuelto locos? —gritó Sara a espaldas de ellos—. Por si os consuela, os diré que conseguí darle un garrotazo al fantasma. Debió ver la estrellas, porque se le escapó una palabrota que entendí a medias y no puedo repetir…

Julio se volvió hacia ella con aspecto radiante:

—¡Querida pelirroja… eso es estupendo…! Dime, ¿era un garrotazo capaz de dejar señal?

—¡Claro! —repuso ella con absoluta seguridad.

—¿Dónde? —insistió el muchacho.

—Eso nunca se sabe tratándose de un fantasma —aclaró ella—, pero creo que fue en la mano.

Verónica les hizo de pronto una seña, alertándoles de la llegada de alguien. Era el señor Giles, que salía de su casa.

—Buenos días, jovencitos… ¿Qué tal os va por Invermond? ¡At… atchisss…!

—Muy bien —repuso Raúl, de lo más disimulado.

Entonces Julio, con sonrisa un tanto cínica, se concedió un instante para estornudar; luego se guardó el pañuelo en el bolsillo y plantado ante el señor Giles le habló como si se dirigiera a un amigo:

—En realidad, no nos va nada bien, señor. Para empezar, como ya observará, estamos constipados y no por el ataque de los microbios, como parece ser su caso, sino porque anoche, por meternos en camisa de once varas, el fantasma nos atacó con tanta inteligencia que nosotros tres, uno a uno, fuimos a parar al foso.

—¡Oh, eso es terrible! —exclamó el señor Giles.

Iba muy abrigado, con una gorra calada hasta los ojos y embufandado hasta la nariz; gruesas botas y guantes de piel le protegían del frío.

Volviendo a Julio, Raúl no comprendía la razón de aquellas explicaciones.

—Así fue, señor. Por si fuera poco, el fantasma arrojó nuestras bicicletas al agua y como son alquiladas… Esto no nos gusta y hemos decidido marcharnos rápidamente. Antes, recobraremos esas bicicletas.

—Lamentable, realmente lamentable… ¡atchiss! Yo nunca he querido molestar al espíritu de Kenneth y por esa razón no me he visto incomodado, pero estas muchachitas son unas insensatas. ¿Os han contado que anoche salieron también a fisgonear? Creo que nuestro Kenneth les ha tomado ojeriza y es lástima. Son tan encantadoras… ¡atchiss!

—¡Oh, debería usted cuidarse, señor Giles! —aconsejó amablemente Verónica.

—Hoy hace un buen día y tomar el aire me aliviará. Tengo que llegarme a Invermond para efectuar unas compras. ¿Os llevo, muchachos?

—Gracias, señor, pero acabamos de llegar y como no vamos a estar mucho aquí… —declinó Julio.

Poco después, el dueño de la casa se alejaba en su viejo coche.