Aquella noche, «Los Jaguares» hospedados en «Las Espadas Cruzadas» hicieron los honores debidos a cuanto la sirviente del establecimiento puso sobre su mesa.
—Hay que proveerse bien —insistía Raúl—, quizá tengamos que andar más de lo que creemos.
En aquello, quizá acertaba. Discutieron la conveniencia de llevar a Oscar o no.
—Será mejor que se vaya a dormir —decretó Julio.
En realidad, el pequeño ya lo había estado pensando, pero sentía un respeto instintivo a quedarse solo en su habitación. ¿Y si el fantasma, para vengarse de la audacia de los mayores, traspasaba la pared de su habitación para hacerle sentir en el cuello la humedad de sus largos y pegajosos dedos?
—Yo… no querría estorbar, pero os agradecería que me llevaseis con vosotros.
Tan inusitada humildad alertó a los otros. Julio se quedó con el tenedor en el aire, indeciso, y Héctor apuntó:
—Está lloviendo y hace frío. Te acordarás de tu cama.
—¡Oh! Había pensado ponerme un par de gruesos jerséis bajo el chubasquero y un gorro, y mis buenas botas…
Conclusión: Oscar fue de la partida.
La dueña de la hostería, al ver que se dirigían a la calle, exclamó sorprendida:
—¿Cómo? ¿Van a salir con este tiempo?
—Sólo daremos una vueltecita para hacer sueño, señora. Por cierto, ¿no tendría usted una linterna? Las bicicletas no tienen muy buena luz…
Obtuvieron la linterna y salieron de Invermond tratando de llamar lo menos posible la atención. Cierto que no quedaba ya nadie por la calle, pues el tiempo estaba muy desapacible.
Una vez en el camino, Héctor consultó con los otros:
—¿No os parece que la última parte del trayecto hasta el castillo deberíamos hacerla a oscuras? Así no nos verán llegar.
Oscar no dijo nada, porque recordaba su promesa de no molestar, pero Raúl objetó que no veía ni la punta de su propia nariz.
—Desde luego, debemos adoptar precauciones —aceptó Julio—. El gracioso de la sábana también tomará las suyas y, no lo olvidéis, esto es una competición.
—Sin embargo, él no nos aguarda y nosotros vamos de caza —dijo Héctor, festivo.
Todos estuvieron de acuerdo. Con semejante noche, el fantasma mal podía prever que iba a tener visitantes. Cierto que les cabía la duda de que acudiera, dada la lluvia, fina, pero pertinaz. Aquello no les hacía gracia, ya que se estaban sacrificando por darle una buena lección.
Oscar, arrebujado en su gorro y su bufanda, se había convertido en el ser más pasivo del mundo.
Al rato, Héctor hizo una señal a los otros para que apagaran las luces.
—Pégate a mi rueda —dijo el mayor de los Medina al menor.
A partir de entonces, avanzaron despacio y con precauciones. Oscar creía sentir el graznar de los cuervos y susurros siniestros, y se arrepintió de estar allí, aguantando la lluvia y el frío. Al fin, la mole sombría de Kenneth surgió a su izquierda.
—Avancemos con cuidado y desmontados —sugirió Héctor.
¡Con tal de que no tuvieran que aguardar mucho…!
—En cuanto veamos al tipo de la sábana, todos contra él. Será maravilloso enfocarlo con nuestra linterna —dijo Julio en un susurro.
El arrepentimiento de Oscar subía muchos grados. ¿Quién le mandaría a él estar allí? Como si captase su angustia —quizá oyera el entrechocar de dientes de Oscar—, Julio le preguntó al oído:
—¿Prefieres seguir con nosotros o esconderte junto a ese árbol? Supongo que no te mojas, ¿tienes bien puesto el chubasquero en la cabeza?
—Sí… sí, no me mojo…
Oscar no había pasado más miedo en su vida. Un ladrón, un maleante cualquiera, le hubiera impuesto en aquella oscuridad, pero un fantasma le dejaba al borde del terror. ¡Y si al menos supiera por dónde iba a aparecer el fantasma…!
—¿Lo has decidido ya, mico?
El chico sopesaba sus riesgos y seguridades. Todo lo encontraba horrendo. Pero tenía que decidirse y musitó:
—Me… que…do.
—Bien, no te muevas para nada. Volveremos por ti —le dijo su hermano.
El niño tumbó la bicicleta entre los matorrales y se pegó al tronco del grueso árbol como si formara, parte la corteza. Tenía una vista excepcional y pudo ver a los otros adelantarse por la explanada que mediaba entre casa de los Giles, invisible a causa de la distancia y el castillo empujando sin ruido las bicicletas.
De repente escuchó un alarido que se le antojó de ultratumba y contuvo la respiración, con los pelos de punta. Inmediatamente, por el lado donde se hallaba el puente sobre el foso, avanzó una aparición fantasmal levemente iluminada. Tuvo la impresión de que sus compañeros dejaban las bicis en el suelo y corrían hacia allí. De pronto, sus sombras se confundieron con otra sombra…
—¡A él! —había murmurado Raúl. ¡Y que no le tenía inquina ni nada! ¡Iba a ver el de los largos dedos húmedos y pegajosos!
Con arrojo admirable, se adelantó a los otros dos. Pero no fue muy lejos. Cuando iba a poner en el puente recibió un porrazo en el tobillo que le hizo perder el equilibrio.
—¿Qué es eso? —preguntó Héctor precipitándose hacia él. Cuando se inclinaba, recibió a su vez un porrazo en la cabeza y sintió unos brazos que lo arrojaban al agua. No eran brazos fantasmales ni luminosos, pues no tuvo ocasión de ver a nadie. Otro porrazo dejó aturdido a Raúl que se recuperó un tanto al contacto con el agua fría. Julio tuvo un momento de indecisión que resultó nefasto Quiso revolverse y el fantasma se arrojó sobre él, enarbolando una cadena. La usaba magistralmente, pues desde lejos hizo blanco, enrollándolo con ella, para terminar lanzándolo al agua.
Los tres golpeados «Jaguares» empezaron a chapotear para no hundirse, lanzando denuestos contra el fantasma y su compinche. Claro que quizá el fantasma no entendía aquel idioma extranjero…
—¿Estáis bien? —preguntó Raúl.
—¿Cómo diablos voy a estar bien, si el cadenazo me ha dejado molido? —protestó Julio, escupiendo agua.
Sus pies tropezaron con una cabeza y comprendió que Héctor había salido peor librado. Ya con más prudencia, llamó en voz baja a Raúl:
—¡Eh, tú! Ayúdame a mantener a flote a éste…
Entre los dos sacaron la cabeza de su compañero fuera del agua. ¡Cielos, qué fría estaba! Oyeron a Héctor tragar aire con fuerza y los dos se tranquilizaron.
—Hay que salir de aquí…
No era fácil, desde luego. Aparte de la completa oscuridad, las paredes del foso, cortadas a pico y resbaladizas, no permitían izarse. Pero tampoco podían continuar en el agua. De pronto, un ruido procedente de la orilla, los alertó y se inmovilizaron, tratando de no ser vistos.
Sí, alguien corría por arriba. De pronto, a través del aire, un objeto pesado cayó con estrépito en el agua. Inmediatamente, otro objeto pesado era arrojado después y, por último, un tercero. De forma apresurada, ganados por el pánico, los tres «Jaguares» nadaron hasta resguardarse bajo el puente de piedra, llevando en el pensamiento la decisión de salir del agua en cuanto les fuera posible. Muy pronto, el más absoluto silencio caía sobre el lugar. Por si acaso alguien estaba observando, no se atrevían ni a moverse, sujetos a uno de los basamentos de piedra.
Pero arriba, más lejos, algo iba a suceder… Y el pobre Oscar, arañándose la cara contra la corteza del árbol, estaba al borde de sus fuerzas… Se le nublaba la vista y las rodillas… El pánico iba a terminar con él.
Nadie podrá creer que, en tal situación y esperando que «Los Jaguares» fueran a enfrentarse al fantasma, Sara y Verónica estuvieran en sus camitas y en el mejor de los sueños. Se fueron a la cama, sí, pero vestidas y calzadas. Cuando la señora Kester entró un momento a desearles las buenas noches, las dos, con la ropa hasta la nariz, contestaron con voz somnolienta… ¡Como para dormir! ¡Estaban como un par de pilas eléctricas!
Cuando los pasos de la Kester dejaron de oírse, Sara levantó su roja cabeza, mirando hacia la otra cama, al tiempo que el rubio pelo de su compañera saltaba sobre la almohada.
Ellas ya habían hablado largamente de lo que podía suceder. ¿Y si sus amigos necesitaban ayuda? Pero… eran tres, sin contar al pequeño, y ¡qué tres!
—No creo que nos necesiten para nada —susurró Verónica, arrojando las mantas a un lado—, pero, la verdad, quedarnos sin ver lo que pasa…
—Eso —aprobó quedito su compañera.
Sin encender la luz, ambas rebuscaron bajo sus respectivas camas. Y fueron haciéndose con un zapato, otro zapato… un grueso palo…
—¿No deberíamos esperar un poco más? —preguntó la rubia, a cuatro manos en el suelo.
—Sólo un poco más…
Fueron sin ruido hacia la puerta y pegaron el oído a la madera. No se oía nada en absoluto. Luego, con todo género de precauciones, abrieron una rendijita… Todo estaba a oscuras.
Pasito a paso se aventuraron por el pasillo, con los zapatos en la mano. Les costó diez minutos llegar a la planta baja, pero les cabía la absoluta certeza de no haber alertado a nadie. ¡Imposible que las hubieran oído!
Abrir la puerta que daba al exterior presentaba más dificultades. Con mano temblorosa, Sara empezó a descorrer el cerrojo… ¡qué alivio! Era tan silencioso como hecho para la ocasión.
Una a una, ambas salieron sin ruido, cerrando cuidadosamente la puerta a sus espaldas, es decir, dejándola vuelta, única cosa que podían efectuar desde el exterior.
—¿No nos alejaremos mucho, verdad? —susurró Verónica, mirando a todas partes con temor.
—No, podríamos fastidiarles el plan a ellos… Pero si pudiéramos verlo todo…
Decidieron despegar las espaldas de la pared de la casa y avanzaron unos quince metros, hasta ganar el seto, junto al cual se acurrucaron. Seguía lloviendo y aguantaban la lluvia bajo las capuchas del impermeable.
—¿Oyes? Creo que se escuchan ruidos por el lado del puente…
—¡«Los Jaguares» han debido encontrar al fantasma…! ¡Menudo repaso le estarán dando…! —aventuró Sara con un optimismo desorbitado.
La verdad era que no veían nada debido a la oscuridad y los ruidos, que ya les llegaron muy apagados por la distancia, habían terminado por desvanecerse totalmente.
—¡Ay! —temblequeaba Verónica—. No sé si este silencio es buen augurio o malo…
—Parecemos dos gallinas —apuntó Sara en un bisbiseo apenas audibles—. ¡Mira que si nos necesitaran…!
—Pues vayamos hacia allá, pero sólo un poquito…
Ambas se irguieron en toda su estatura y pasaron al otro lado del seto. Una sombra blanca se alzó de pronto y Verónica, dando media vuelta, corrió hacia la casa, gritando:
—¡Auxilio! ¡El fantasma!
Sara se había quedado de piedra, pero su inmovilidad no duró más que la fracción de un segundo. Aunque con terror superlativo, tuvo la serenidad suficiente, antes de dar la vuelta hacia la casa, para sacar el palo que llevaba a la espalda y descargarlo con fuerza sobre la aparición. Estaba ya corriendo, cuando sintió una exclamación ahogada.
«¡Le he dado! ¡Le he dado!», pensó con júbilo.
Al llegar a la puerta, Verónica, que ya estaba en el umbral, la tomó de un brazo con tal fuerza, que le hizo caer en el interior. Luego, cerró la puerta con prisa nerviosa y echó el cerrojo.
Inmediatamente se encendió la luz del relleno de la escalera. La señora Kester, enfundada en un amplio camisón, se erguía allí con semblante severo.
—¿Se puede saber qué sucede, chicas?
—Es… el fantasma —se defendió Verónica, mientras Sara se frotaba una rodilla.
—Os está muy bien. No sólo sois incapaces de aceptar las sugerencias de las personas mayores, sino que además nos ponéis a todos en peligro. Estoy disgustada, muy disgustada…
—Lo lamento… yo… —balbució Verónica.
Pero la señora Kester ya no la escuchaba. Tendía el oído hacia el pasillo y luego retrocedió por él, hasta la puerta del dormitorio del dueño de la casa.
—¿Llamaba usted, señor Giles? —dijo una vez junto a la puerta—. No se preocupe: son esas muchachas desobedientes y amigas de aventuras. No es necesario que se levante, señor Giles, y no se preocupe: echaré la llave a la puerta y la guardaré bajo mi almohada.
Cuando las dos muchachas pasaron ante el ama de llaves, ella se erguía magnífica, dentro de su amplio camisón, como la estatua de la Severidad.
—Bue…nas no…ches, señora Kester…
—¡Hum!
Poco después se encontraron en su habitación, cerraron la puerta por si a la imponente señora se le ocurría seguirlas y encendieron la luz, puesto que ya no era necesario guardar ningún secreto. Sus impermeables estaban chorreantes cuando tomaron asiento sobre la cama.
—Oye, ¿hemos hecho algo práctico? ¿No, verdad? ¡Nada más que tonterías!…
—¡Hum! ¡Le he dado tal garrotazo al fantasma que conservará el recuerdo!.
Verónica se animó.
—¿Estás segura?
—¡Y tan segura! ¡Ha soltado una palabrota en escocés!