Sara y Verónica entraron en casa del señor Giles con un cierto complejo de culpabilidad, pues la mañana se había pasado rápidamente y llegado la hora de comer. Imaginaban a la señora Kester furiosa, ya que hasta entonces se había servido de ellas para todo.
Con la cabeza baja, empezaron a poner la mesa. El señor Giles, sin despegar los labios, miraba su reloj.
—¿No será tarde, verdad? —preguntó tímidamente Verónica.
Entonces apareció la señora Kester.
—Es bastante tarde, sí; he tenido que preparar sola la comida.
Las dos chicas empezaron a disculparse. No obstante, cuando se sentaron para comer, la sequedad del ama de llaves desapareció y el señor Giles se dignó desarrugar el entrecejo.
—Muy agradables esos amigos vuestros —comentó.
Ingenuamente, Sara y Verónica se desataron a dúo contando las excelencias de «Los Jaguares».
—¡Oh, sí! Y además muy inteligentes, especialmente Héctor, el rubio, y Julio, el alto. Raúl es tan bueno que de puro bueno se cae. Y el pequeño es muy divertido… —dijo Sara de un tirón.
—Se ve, se ve… —aceptó el dueño de la casa, con un gesto muy suyo que estiraba su labio inferior—. Van por el mundo como si tal cosa… parecen muy audaces.
—¡Eso es verdad! —replicó Verónica, encantada de poder explayarse sobre las cualidades de sus compañeros—. Figúrese que están dispuestos a desenmascarar al fantasma…
La señora Kester dejó caer la cuchara sobre el plato y, con las manos extendidas sobre el mantel, exclamó horrorizada:
—¿Qué dice esta niña?
—¡Pero señora Kester, compréndalo! No existen los fantasmas y ese gracioso que se hace pasar por tal merece una lección —alegó Sara, adelantando hacia ella la barbilla—. Va a ser muy divertido.
—¡Qué locura! ¡Qué locura! Hace setenta y dos años y medio, un forastero tan irresponsable como vuestros camaradas quiso hacer lo mismo y… apareció en el foso… sin vida…
Por un momento, las dos muchachas sintieron un escalofrío. Luego la señora Kester, volviendo a tomar la cuchara, zanjó:
—Será mejor que no hagan tal locura.
—Eso creo —la apoyó el señor Giles.
Se hizo el silencio. Ni Sara ni Verónica pensaban contar el hallazgo de Oscar, pues podían acusarlas de allanar casas ajenas. Por otra parte, la estancia en aquella casa no podía decir que fuera muy agradable, aunque tampoco podía aducirse que no fueran correctos.
Al rato, la señora Kester dejó caer:
—¿Se encuentran bien vuestros camaradas en «Las Espadas Cruzadas»? A lo mejor os agradaría estar allí… comprendo que ni el señor Giles ni yo somos una compañía muy agradable, debido a nuestros años…
Ellas se creyeron en caso de protestar:
—¡No diga eso, señora Kester! Estamos deseando que Molly regrese, siquiera para conocernos antes de que ella haga el viaje a Madrid…
—Sí, sí, claro…
Terminada la comida, la señora Kester, como siempre, fue la primera en abandonar la mesa. Solía llevarse la fuente con las sobras y las dos chicas recogieron el resto del servicio. Al entrar en la cocina, la fuente, vacía, se hallaba en el fregadero. Las dos volvieron al comedor y, cuando lo dejaron arreglado, se dispusieron, con suspiros de desagrado, a entenderse con la vajilla. La señora Kester había desaparecido ya de la cocina.
Sara, que arrojaba unos desperdicios en el cubo de la basura, hizo un gesto de extrañeza. Luego susurró para Verónica:
—La Kester es muy rara; todos los días se acaba lo que queda en las fuentes cuando entra en la cocina.
—¿Cómo va a comer más? Ella come bien en la mesa…
—¿Sí, eh? He observado que el resto de la comida ha desaparecido y así todos los días… Se va a poner como una bola.
Aquel día no les resultó tan duro entenderse con los cacharros, pues habían quedado en salir con los muchachos y proseguir las investigaciones. Y, aunque no investigaran nada… siempre era fabuloso pasar la tarde juntos.
—Con tal de que no llueva… el cielo está muy encapotado —suspiró Verónica.
—Pues aunque llueva iremos por ahí con los chubasqueros.
Sobre las cuatro, cuando «Los Jaguares» llegaron con las bicicletas, ellas ya estaban en el camino, aguardándoles. Después de un cambio de impresiones, decidieron ir por la parte del lago, que en el lado oeste lindaba con el castillo. Pero, antes de nada, Raúl mencionó un tema muy de su preferencia:
—Hemos traído merienda para todos: bocadillos y pastelitos. La confitera no sabe más que hablar del fantasma.
—Sí —dijo Julio—, pero nosotros, esta tarde, no vamos a mencionarlo, porque el tema aburre… Por lo menos, hasta la noche.
Y, en efecto, así fue, por lo menos durante algún tiempo. Rodearon el lago y desde el otro lado, contemplaron la mole del castillo de Kenneth.
—Es una lástima que no tengamos un bote —se le ocurrió a Héctor.
Petra, que se había estado pegada a Oscar, intentó llamar la atención de los muchachos con sus saltos.
—No seas pesada… —le dijo Sara, librándose con el brazo de la espesa cola que el animalito se empeñaba en pasarle por la cara.
Así desairada, Petra regresó junto a Oscar. Parecía feliz de que el mono del muchacho no estuviera allí y ser la única en recibir sus favores. Era tan expresiva, que logró su objetivo de atraerle por un sendero que bordeaba el lago, mientras los demás caminaban muy despacio, deteniéndose continuamente en tanto hablaban. Ni siquiera notaron su ausencia y sólo se dieron cuenta al rato de que le tenían a su lado y con cara de pascua. Le chisporroteaban los ojos.
—¡Je…! ¡Soy «insustituible»! —empezó.
Julio lanzó sus ojos al cielo, poniéndole por testigo del loro que le había tocado por hermano. Sin desanimarse, el pequeño añadió:
—No sé qué haríais sin mí, la verdad… ¡Pandilla de bobainas!
Petra afirmaba a todo lo que él decía, también muy alegre. Los otros, haciéndose los distraídos, proseguían la conversación. Y Oscar, con las manos en los bolsillos, se empinaba sobre los talones.
—Bueno, puesto que no quieren escucharme… Vamos, Petra, vamos tú y yo…
Si creyó que iban a detenerle se llevó chasco, pero no era tampoco de la clase de los chasqueados. Habrían pasado unos diez minutos, cuando el clásico sonido de unos remos golpeando el agua atrajo la atención del grupo.
—¡Es… Oscar! —exclamó Raúl.
En efecto, el chico llegaba al lugar de la orilla donde habían estado conversando, manejando los remos, aunque torpemente, a bordo de un bote y sin gran sentido de la dirección. Petra, poco amiga del agua, se aferraba con fuerza a su cuello.
—¿Se puede saber de dónde has sacado «eso», mico? —le preguntó su hermano.
—Uno, que es observador y tiene intuición, encuentra cosas —explicó a gritos el pequeño, con desdeñosa superioridad.
En realidad, el hallazgo del bote había sido cosa de la ardilla. Estaba escondido entre la maleza que caía sobre el agua y el mérito de Oscar fue el de seguir a Petra.
—¡A navegar! —gritó Sara, con los brazos abiertos. Y Héctor dejó escapar una carcajada, pues parecía Colón en el momento de lanzarse al descubrimiento de las Indias.
Soplaba un viento bastante desapacible, lo que no fue obstáculo para que todos saltaran al bote con ciertas precauciones, pues la orilla quedaba bastante alta. Estuvieron remando por turno y, cuando Raúl empuñó los remos, tuvo la ocurrencia de pasar bajo el puente de piedra que sustituía al levadizo que el castillo debió tener en la época de su construcción.
Y cuando estaban bajo el puente, Héctor estiró un brazo, señalando el punto existente entre las dos columnas en que se afirmaba por aquel lado. Formaba un entrante en la roca, comenzado por una especie de escalón.
—¿Qué será? —preguntó Sara con curiosidad, antes de empujar a la ardilla—. Anda, Petra, monina, ve a ver…
El animal se hizo rogar un poco, pero al fin saltó al escalón y se introdujo por la abertura. La perdieron de vista unos minutos escasos y al regresar saltó al bote como si no pensara moverse de allí.
—¿Y si fuera la entrada de un pasadizo secreto? Los grandes castillos solían tener alguna entrada disimulada —lanzó Julio.
Entonces Verónica empujó a Raúl.
—¿Por qué no vas a verlo?
Naturalmente, era cuestión de honor para el fuertote, que no pensó negarse. Desde el bote, saltó al escalón y se introdujo por la abertura. Al cabo de unos instantes, asomaba la cabeza:
—No creo que sea —dijo—, es todo de roca y no profundiza más que cuatro o cinco metros. Además, al fondo está oscuro.
Héctor pidió una cerilla. Nadie llevaba, pero Oscar, rebuscando entre los cachivaches de su bolsillo, encontró una caja y el propio Héctor saltó a tierra y se internó en el pasadizo. Julio asomaba la cabeza. La abertura debía seguir un recodo, porque el leve resplandor de la llamita de la cerilla se perdió.
Los que seguían en el bote se hallaban muy intrigados.
—¡A que salen llenos de telarañas! —aventuró Verónica.
Raúl fue el primero en aparecer, mirando algo que llevaba en la mano. Después salió Héctor, mirándose el índice y el pulgar de la mano derecha.
—Es un pasadizo ciego, sin embargo, había una mancha en el suelo y yo diría que es aceite… o grasa…
Mostró dos dedos manchados de los que las chicas se apartaron con repugnancia. Petra ya estaba en el bote y no parecía dispuesta a aventurarse por el pasadizo.
—He recogido una colilla del suelo… parece reciente —dijo Raúl, alargando la mano para que los otros la vieran.
Julio, que ya había tocado el índice de Héctor, recogió la colilla y la acercó a sus ojos.
—Sí, es reciente —confirmó—, es tabaco rubio de la marca Benson & Hedges.
—A lo mejor ese hueco es el refugio de un vagabundo —se le ocurrió a Sara. Y Julio la miró con burla.
—¿Tú crees que los vagabundos fuman tabaco caro?
—Entonces, puede que sea el fantasma… bueno, el que se hace pasar por fantasma —dijo Verónica.
Pero Julio movió la cabeza.
—Si se trata del fantasma parece absurdo que dé un rodeo hasta aquí… Con el frío que hace, a nadie le apetece meterse en el agua y para aparecer donde ha aparecido, el recorrido es largo, salvo que utilice el bote que, no lo dudéis, hace ruido con el chapoteo de los remos.
—Cabe la posibilidad de que el gracioso se esconda ahí antes de anochecer para salir en la oscuridad —le rebatió Héctor.
Seguían bajo el puente, inmovilizados, y Julio concretó:
—En cualquier caso, parece que el bromista se esfuerza bastante para que su representación sea perfecta.
El más descontento era Oscar. De pronto se le ocurría que si el dueño del bote les echaba la vista encima, podía acusarles de haberlo robado. Y teniendo en cuenta que fue el primero en utilizarlo…
—¡Vámonos! —empezó a repetir. Y Petra parecía ser de su opinión.
A fuerza de empujar a Raúl, éste recordó los remos y empezó a manejarlos, regresando por el mismo lugar del lago por el que habían llegado.
—Quizá el señor Giles conozca la existencia de este bote —dijo Héctor—. Es el vecino más próximo.
Sara replicó que podía preguntárselo.
—No, no, déjalo —repuso Julio—; después de todo, lo hemos tomado sin permiso y no es cosa de quedar por lo que no somos. Reconozco que estoy decepcionado, luego de creer que podíamos haber hallado la entrada secreta del castillo.
—Bueno, a nosotros no nos va ni nos viene que la tenga o no la tenga —reconoció Verónica, calándose mejor la gorra de punto.
—Eso es cierto. Y ya que nos hemos dado el placer de navegar, llevaremos el bote al sitio donde estaba. Oscar, tendrás que dejarlo tal como lo encontraste.
Lo hicieron así, hasta encajarlo entre el ramaje que caía sobre el agua. Luego Héctor, aferrándose a los arbustos, trepó hasta la orilla y, ya desde allí, alargó la mano a las chicas para ayudarles a salir.
—Desde luego —comentó cuando todos estuvieron en tierra—, es imposible ver el bote de no saber dónde se guarda.
—¡Je…! —rió Oscar—. Para Petra no es imposible.
Empezaba a lloviznar y tuvieron que apresurarse a buscar cobijo junto a la casa del señor Giles, lanzándose a la carrera hacia ella. Por suerte pasó en seguida y se apartaron un tanto de la casa.
—¿Vais a volver a Invermond? —preguntó Verónica.
—Sí. Antes de salir de aventuras hay que comer —dijo Héctor, desenvolviendo uno de los bocadillos que llevaban en las bicicletas.
—¡Pero si ya estás comiendo!
—¡Oh, se trata de un tentempié! —puntualizó Raúl.
Las chicas querían formar parte de la expedición nocturna y, al mismo tiempo, sentían el secreto anhelo de que ellos no lo permitieran… Verónica se acariciaba el cuello con desagrado.
—Lo haremos solos —decidió Raúl, mandón—. Vosotras os quedaréis en casa.
—Esta noche alguien atrapará un catarro —auguró Julio.
—Si sólo es un catarro… —deslizó Verónica.