V. DONDE SE DEMUESTRA QUE OSCAR PUEDE SEL ÚTIL

Luego de un rato de amigable charla, Sara y Verónica, que creían entender al señor Giles, estaban completamente seguras de que sus compañeros le habían gustado. Jamás con ellas se mostró tan expresivo. Se interesó por todo lo que se refería a los muchachos y les contó particularidades de Escocia, demostrando una cultura realmente notable. Y, puesto que la situación se presentaba tan bien, hasta tuvieron la esperanza de que el señor Giles invitara a los muchachos a su casa. Pero pasaban los minutos y continuaban esperando la invitación.

—Es una lástima que no esté Molly —se atrevió a apuntar Sara—. ¿Sabe si va a tardar mucho en venir?

—Espero que sea en cualquier momento, hija mía, pero no te lo puedo asegurar. Ya sabes de qué depende… Desde luego, Molly se marchó muy disgustada, pensando en vuestra llegada. En fin, así son las cosas. ¡Ejem…! Supongo que ya le habréis contado a vuestros amigos todo lo relativo al fantasma de Kenneth.

—Señor Giles —Héctor fue tajante—, nosotros no creemos en fantasmas.

—Vosotros sois españoles. Preguntad en Escocia y os dirán otra cosa —repuso el hombre.

—En efecto, todos en Invermond nos han hablado ya del viejo Kenneth, y eso que acabamos de llegar —intervino Julio con una leve sonrisa. Y de pronto, mirando de frente al señor Giles, le preguntó, sin dejarle escapatoria: ¿Cuál es su opinión, señor? ¿Existe o no existe el fantasma?

El hombre pareció titubear. Después, jugueteando con su bastoncillo, dijo sin convicción:

—¿Qué quieres que te diga? Soy escocés, vivo aquí y también mis padres… He visto a Kenneth y lo vieron todos mis antepasados. A veces han ocurrido aquí cosas espantosas… Bien, valdrá más no volver sobre este asunto. Me desagrada. Supongo que volveremos a vernos.

Iba a marcharse y Sara, con audacia nueva respecto a él, le retuvo por la manga:

—Señor Giles, por favor… ¿Molly cree en el fantasma?

—Desde luego —no había titubeado—, pero es más prudente que vosotras dos y nunca sale de noche, especialmente en las épocas en que Kenneth parece sentirse atormentado y ronda por ahí. Cuando vuelva, ya hablaréis de todo con ella.

—Es que si no regresa pronto, tendremos que irnos sin verla… Ya no nos quedan muchos días de vacaciones —le recordó Verónica.

—¡Ah, sí, claro!

Se despedía amablemente, estrechando la mano de los muchachos, cuando Héctor le preguntó:

—Supongo que son ustedes los únicos habitantes de esta parte de Invermond.

—Sí, excepto cuando vienen los dueños del castillo. Más adelante, a unos cuatro kilómetros, hay un barrio, pero por aquí no vienen más que pastores.

Cuando se marchó, Raúl comentó:

—¡Qué señor tan amable y agradable!

Sara le llamó al orden, recordándole que para él todo el mundo era encantador.

—En casa, el señor Giles apenas habla. Siempre está sobre un periódico o sobre un libro —contó Verónica.

Julio recordó a todos que estaban siguiendo un plan para estudiar e interpretar los movimientos de Kenneth. Parecía un tanto intrigado de que el lugar elegido por la aparición para ascender y descender cayera sobre el foso, en cuyo fondo había agua. Así que siguieron dando la vuelta al castillo. A la espalda existía un puentecillo rústico y de ahí, en pendiente, se llegaba a un muro bastante alto, construido sin duda cuando ya el edificio tenía muchos años, tras el cual se adivinaban árboles y un parque.

—Observo que el castillo no tiene más acceso para entrar y salir que la puerta principal —razonó Héctor.

—Y dado que el fantasma es un mortal como nosotros, querría saber cómo pudo descolgarse por el muro —añadió el mayor de los Medina.

Raúl quiso saber más detalles sobre el momento en que los fríos y húmedos dedos de Kenneth apresaron el cuello de Verónica.

Las chicas explicaron que sucedió a una distancia media entre el castillo y la casa de los Giles, pero no podían decir ni por dónde llegó ni por dónde se fue.

—¿Tienes alguna teoría? —preguntó Héctor, mirando a Julio, mientras los restantes llevaban sus ojos de uno a otro.

—Salvo la aparición aérea, las demás no ofrecen dificultad, puesto que el individuo pudo estar al acecho en cualquier parte. Pero que anduviera por los aires, con un foso a los pies… creo que deberíamos iniciar la investigación a fondo desde el otro lado del muro.

—¿Estás loco? ¡Es demasiado alto! No podemos escalarlo —objetó Sara.

De nuevo volvieron a la parte de atrás del castillo, con la ardilla corriendo ante ellos.

—Haría falta una escala, mejor todavía, la escalera de los bomberos —dijo Verónica.

Héctor, cachazudo, apoyó una mano en el hombro de Raúl.

—Dime, forzudo, ¿serías capaz de aguantarme en tus hombros?

—¡Seguro!

—Pero es que yo tendré en los míos los pies de Julio y sobre Julio tendrá que encaramarse Oscar.

—¡Seguro! —afirmó por segunda vez Raúl.

Se acordó formar una torre humana y, cuando todos parecían de acuerdo, Oscar decidió hacerse valer:

—¡Oh, yo…! Pensando que no queríais que viniera y que hago el viaje casi de contrabando, no veo razón para sacarle las castañas del fuego a nadie. Los chicos de mi edad, ya se sabe, corren un gran peligro rematando torres «hombreras»…

—Querrás decir humanas —corrigió su hermano.

—Es igual. Siempre me entendéis.

El chico se salió con la suya. Como el muro era muy alto y sin su colaboración nada podía hacerse, tuvo a todos suplicando en torno. Aparecía sonrosado de placer.

—Chicas, vigilad los alrededores y avisadnos si alguien anda por ahí, para que no nos sorprendan. Podrían acusarnos de allanamiento de morada —advirtió Héctor.

Verónica se fue por un lado y Sara por otro, pero sin perder de vista el lugar por donde el escalo iba a tener lugar. Raúl aguantó a Héctor sobre sus hombros y apretó los labios cuando Julio, tras un par de intentos inútiles, consiguió encaramarse sobre el jefe de «Los Jaguares». Luego Oscar, que parecía de circo, con la ayuda de varias manos, pudo izarse sobre los hombros de su hermano. Y, aunque nadie la había invitado, Petra remató la torre chillando de placer. La cabeza del pequeño sobresalía del muro, de unos seis metros aproximados de alto.

—¿Qué ves? —preguntaron los de abajo.

—Nada… un parque…

—¿Seguro que no hay ninguna escalera arrimada al muro en la parte interior?

—¡Seguro!

La ardilla, que recorría el borde de la pared de piedra con excitados chillidos, empezó a saltar sobre un punto determinado.

—¿Qué pasa por ahí arriba? —preguntó Raúl, resoplando.

—¡Je…! Petra es un lince —explicó Oscar—. La piedra está aquí como rota, como «mallada»…

—Querrás decir «mellada» —apuntó su hermano.

—¿Es que ni en una situación de emergencia podéis dejar de meteros conmigo? —explotó el chico.

—¡Oh, todo lo contrario! —soltó Raúl—. Creo que a quien se le están mellando los hombros es a mí…

—¡Lo dicho! La piedra está rota y más blanquita que el resto. Como si se hubiera roto no hace mucho —explicó el que remataba la torre.

—¿Podría la rotura haberse producido con un hierro? ¿Un gancho de hierro? —preguntó Julio.

—¡Yupi…! ¡Qué penetración! ¡Pues claro!

Petra, fuera de sí, se arrojó tras el muro. Oscar se empinó un poco más, miró hacia adentro y lanzó un grito triunfal:

—¡Qué descubrimiento! Por esta parte hay unos huecos entre piedra y piedra que pueden servir de escalones. ¿Bajo? Quiero decir, ¿lo intento?

—Si estás seguro de que no vas a romperte la crisma, sí —ordenó su hermano.

Inmediatamente Oscar le pisoteaba la cabeza del modo más lastimoso, mientras intentaba alzarse y pasar una de sus piernas sobre el muro. Le costó diez minutos encaramarse y la cara de Raúl estaba roja, pero nadie la veía ni se preocupaba por ello.

—¡Ya está! —gritó Oscar.

—No la armes —le advirtió su hermano—. Ve contando todo lo que hagas…

Se escuchaban los chillidos de Petra. Desde luego, estaba pendiente de los movimientos de Oscar.

—¡Ya he encontrado un hoyo para poner la punta de un pie… ya he puesto el otro pie…! ¡Ay! ¡Peste… casi me caigo! Hay un musguillo de lo más resbaladizo… sigo bajando… ¡Je…! ¡Soy un as! No sé qué haríais sin mí, la verdad y no es… por darme… importancia…

—¡Déjate de autobombo! —le gritó su hermano.

—Estoy obedeciéndote… ¡Ya llego al suelo! ¡Yupi! ¿Qué hago ahora? ¡Peste! Petra se ha escapado…

—¡Síguela! —ordenó Julio—. Pero no te metas en líos…

Raúl rezongó algo para su capote: era muy bonito dar órdenes cuando se estaba arriba en lugar de abajo.

Pasaba el tiempo y Oscar no daba señales de vida. Le llamaron, inútilmente. Julio, haciendo oscilar la torre, consiguió izarse despellejándose las manos en el borde del muro, pero al fin pudo mirar al otro lado.

—¡Mico del demonio! ¡Ha desaparecido! —barbotó.

—¿Y Petra? —preguntó Héctor.

—Tampoco la veo…

—¿Y si descansáramos un poco? —propuso el de abajo.

—¿Con lo impaciente que estoy? —barbotó Julio—. ¡Ni lo pienses!

—Oye… eres un puro hueso, pero de puro plomo… —protestó Héctor.

—Deberíamos descansar…

Las palabras de Raúl terminaron en catástrofe. Como resultado de un revolver de sus hombros, los dos de arriba acabaron violentamente en el suelo… ¡Suerte que estaba tapizado de abundante hierba!

—¡Podíais avisar! —protestaba Julio.

Las chicas, desde lejos, estiraban el cuello.

Transcurrió otro cuarto de hora. Estaban a punto de explotar, de nuevo en torre, cuando Julio anunció el regreso de su hermano. Trepar por la pared le costó al pequeño bastante más que descender, pero al fin, con rostro radiante y completamente empolvado, le vieron encaramarse con Petra en uno de sus hombros.

—¡Buena la hacéis si me quedo en Madrid! ¡Ya he solucionado los misterios!

—¡Rayos! ¿Has visto al fantasma? —preguntó Raúl, con renovadas energías.

—No, pero sé ahora cómo se las arreglaba para «aerizarse»…

Aparte de que el lenguaje de Oscar no tenía arreglo, se escuchó un silbido por el lado de Sara. Se deshizo la torre y los cuatro fingieron pasear y charlar amigablemente. Pero, al mismo tiempo, un perro ladrando alocadamente se dirigía hacia ellos y las chicas, asustadas, se lanzaron hacia sus compañeros. Tras él apareció un pastor conduciendo media docena de ovejas.

—¡Quieto, «King», quieto! —gritó el pastor.

El perro se inmovilizó, pero enseñando unos estremecedores colmillos a Petra. Sin duda, la especie de las ardillas le era desconocida y toda su inquina parecía dirigirse al inofensivo animalito que, de la cabeza de Oscar saltó a la de Héctor, sin duda porque allí estaba más distante del perrazo.

El pastor, un hombre todavía joven, alto, bien constituido, se quedó mirando con curiosidad a «Los Jaguares». Luego, sin prisa, se fue alejando. Por un lado de la boca, Julio se dirigió a las chicas:

—¿Conocíais a este tipo?

Ellas negaron. Lejos ya del castillo y de oídos indiscretos, Oscar susurró:

—¿Puedo contar mis descubrimientos?

Todos le daban prisa y el chico empezó:

—Ya sabéis el olfato de Petra para los misterios… Lo primero que ha hecho ha sido correr hacia unas escaleras ruinosas, de esas de caracol, que estaban como dentro de un tubo de piedra…

—Supongo que será una vieja torre… —puntualizó Héctor—. ¿Qué más?

—Las he subido todas y, una vez arriba, he visto que daba a una especie de corredor al aire, sobre la parte alta de ese lado del castillo, donde también hay almenas. ¡Je! ¡Lo que he encontrado…! ¡Je! ¡Qué aventura la de Kenneth!

Se hizo rogar un poco antes de añadir que en aquel pasillo bajo el cielo y tras las almenas había descubierto una especie de trípode con una polea y un grueso cable y que el cable estaba rematado en un gancho.

Todos se habían detenido, formando un corrillo.

—¿Hacia qué lado estaba esa polea?

—Justito sobre la pared por donde vuela el fantasma.

Se hizo un silencio tenso. ¡Por fin sabían algo!

—O sea, que el ser incorpóreo se sirve de un cable con un gancho para sujetarse de él, cable que va sujeto a una polea… —explicó Sara, siguiendo el hilo de sus pensamientos.

Héctor, achicando un ojo, apuntó hacia ella con su índice:

—Así es… lo que viene a demostrar que el fantasma no actúa solo. Quisieron asustaros y lo hicieron entre dos. Uno se hacía pasar por fantasma y otro accionaba la polea.

Estaban un tanto apabullados, con la idea confusa de que no se quería bien a las chicas en aquella parte de Escocia… Al menos, se había pretendido asustarlas.

—Muy interesante —exclamó Julio, frotándose las manos—. ¿Organizamos esta noche una expedición pro fantasma?

—¡Hecho!