IV. LAS PRIMERAS INVESTIGACIONES

Por el camino embarrado, cuatro muchachos pedaleaban como si fueran a ganar una competición. Raúl, que iba en cabeza, se volvió hacia los otros al divisar un cruce de otro camino similar.

—¿Por dónde seguimos? Anoche no vi nada… ¡Estaba tan oscuro!

Le parecía como si nunca fuera a llegar a casa del señor Giles y, lo que era peor, como si para entonces el fantasma se hubiera apoderado ya de las chicas. Los demás se hallaban irresolutos. Se encontraban en una pequeña depresión, desde la que no se divisaban las torres del castillo. A lo lejos, sobre la colina, pastaban las ovejas. Julio llamó a su hermano:

—¡Hala, corre! ¿Ves aquel árbol alto de la colina? Súbete y luego ven a contarnos por dónde se ve el castillo y así nos orientaremos.

A Oscar no se le ocurrió protestar, tal como estaba su situación, y corrió como un gamo para luego trepar donde se le había dicho con una habilidad propia del mono que había dejado en su casa.

Aquella mañana, lo primero que «Los Jaguares» habían hecho fue buscar quien les alquilara bicicletas y ello les obligó a ir de un lugar a otro de Invermond. En todas partes les hablaron del fantasma de Kenneth.

—Tengo la sospecha de que todos aquí están orgullosos de su fantasma —había sido el comentario de Héctor.

—Sí, no quieren que los forasteros lo olvidemos —convino Julio.

Mientras aguardaban el regreso del pequeño, Raúl opuso, mostrando su impaciencia:

—Y, no obstante, anoche consentisteis dejar a las chicas en tan horrendo lugar.

—Nadie les mandó venir —replicó Julio—, pero ya que están aquí y, si hemos de descubrir al fantasma… ellas son el cebo.

Raúl se le quedó mirando con horror. ¿Cómo podía hablar así? Pero guardó la protesta, porque Oscar regresaba a la carrera.

—¡Ya está! —anunció desde lejos—. Ya he visto dónde queda el castillo y el lago, que está al otro lado del castillo, y también la casa de los Giles.

—¿No hay ninguna casa más por los alrededores? —preguntó su hermano.

—Sí, otra muy pequeña que parece una cabaña —explicó el menor.

Todos consideraban una suerte que no lloviera. A ratos salía el sol y, sin el viento que soplaba, la temperatura no hubiera estado mal.

—Seguidme —ordenó Oscar, subiendo a su bici y abriendo marcha.

Media hora después llegaban ante el castillo.

—¿No vamos a curiosearlo? —preguntó el pequeño.

Raúl protestó acaloradamente. No estaban allí para hacer turismo, sino para proteger a sus compañeras…

Julio disimulaba una sonrisita. Héctor le miraba con el rabillo del ojo. Antes de alcanzar la casa de los Giles, Verónica y Sara, que debían de haber estado atisbando el camino desde la ventana, aparecieron a la carrera, llevando gruesos jerséis, calzado fuerte y propio para caminar por caminos embarrados y gorros de punto.

Como siempre que los seis se reunían, durante los primeros minutos aquello fue un guirigay, con todos hablando a un tiempo.

—¿Así que acabáis de llegar y ya os habéis procurado transporte? —reía Sara.

Raúl preguntaba si habían pasado bien la noche, lo que venía a significar no haber sido molestadas por el fantasma. Y nadie le hacía caso, porque bajo la luz del sol los misterios de ultratumba dejaban de existir.

—Mira, no podemos estar pendientes del taxista —explicó Héctor—. Por supuesto, para alquilar las bicis hemos tenido que dejar en prenda su valor, pero ya lo recuperaremos al marcharnos. No vamos a estar mucho, chicas. Os llevaremos en el sillín.

Ellas opinaron que iba a ser incómodo.

—Un momento: podíamos rogarle al señor Giles que nos dejara la bici de Molly y también la suya, si no va a utilizarla —dijo Verónica.

Así que volvieron hacia la casa. La señora Kester explicó que el caballero había salido temprano y que, sin su autorización, no podía prestar las bicicletas.

—Por otra parte, como responsables que somos de estas muchachas, no creo que el señor Giles se sienta complacido de que vayan de un lado para otro —concluyó.

—¡Pero, señora Kester! Todos los días nos hemos llegado a Invermond y no le ha parecido mal —replicó Sara—. Le hemos dejado «el polvo hecho».

—Y pasada la aspiradora —se apresuró a añadir Verónica.

—Sí, sí, mas, a pesar de todo… —oponía la Kester.

—No nos alejaremos mucho —intervino Héctor—. Dar una vueltecita por aquí y volver, para respirar el aire de la gloriosa Escocia…

Quizá las últimas palabras convencieron a la mujer, que se alzó de hombros con resignación.

—Así se librará de Petra… —arguyó pícaramente Sara.

—Eso es verdad —reconoció la señora Kester.

La ardilla había estado chillando por la casa desde muy temprano y por dos veces estuvo a punto de hacerle rodar por la escalera.

Para tranquilizar a la mujer, dejaron las bicis apoyadas contra el muro y se alejaron despacio. Ya a una distancia prudencial, Héctor dijo bajito:

—No digo que en esa casa se pase bien, pero no se puede negar que estáis bien cuidadas.

—Si por estar bien cuidadas aludes a la vigilancia continua de la señora Kester, lo estamos —convino Sara con un cómico suspiro.

Caminaban en dirección al castillo y acabaron tomando asiento sobre lo que quedaba de un muro de piedras.

—Hemos venido a defenderos —espetó Oscar.

—¡De ningún modo! —protestó Julio, dejando escamadas a las chicas—. Hemos venido con el plan bien definido de desenmascarar a vuestro fantasma y darle su merecido.

—¡Pero si el fantasma existe! —exclamó Oscar con calor—. En Invermond lo dice todo el mundo.

Y era cierto. También ellos habían estado en la confitería y en correos, y en todas partes se escuchaba el mismo coro.

—¡Ta, ta! ¡Cuentos! —negó Julio, un poco harto de todo aquello—. ¿No os dais cuenta? El único aliciente turístico de estos alrededores es el castillo… cuyo aliciente aumenta mucho añadiéndole un fantasma. Pero a mí me carga que la gente explote estas tonterías. Os aseguro que en Invermond nadie cree en ese fantasma, aunque todos aseguren lo contrario…

—Estoy con Julio —convino Héctor— y… decidido a salir a buscarlo esta misma noche.

—¿De veras? —preguntaron a una las chicas.

¡Justo lo que habían pensado! Con ellos allí, ¡adiós aburrimiento y… paz!

Hasta Raúl se animó. Él, que no sentía inquina por nadie, se sentía arder de coraje al solo pensamiento de aquel fantasma…

—Bien: plan de operaciones. Hay que fijarse una meta con arreglo a un orden —decidió Héctor.

Petra, feliz, saltaba de uno a otro y sólo se detenía para apoderarse, de una en una, de las nueces que Oscar había llevado para ella.

—Orden, eso es —aceptó Julio—. Veamos: aparición número uno, que se produjo en el puente, ¿no es así?

Como las chicas afirmaran, Héctor se puso en pie:

—Bien, recorramos el teatro de las operaciones.

¡Qué felices estaban «Los Jaguares» en su propia salsa! Trepidantes, con ligereza, dieron la vuelta para llegar al puente tendido sobre un riachuelo, entre la entrada del castillo y la gran explanada delantera, verde y lozana, aunque bastante húmeda.

A petición de sus compañeros, Sara representó al fantasma, luego de dar una carrera de espaldas al grupo, en dirección a la puerta del castillo. Luego empezó a regresar lentamente, con los brazos extendidos y arrastrando los pies, como si le pesaran por las cadenas.

—¿De dónde salió exactamente? —puntualizó Julio.

—¿Es que no lo habéis visto? —preguntó Sara.

—Lo has hecho mal —la corrigió su compañera—. El fantasma salió de ese gran pilón de piedra que hay a la derecha.

Los otros, en grupo, cruzaron el puente, muy antiguo y muy a tono con la fábrica del castillo. El bloque de piedra que Verónica había denominado pilón, dejaba un hueco entre él y la pared, junto a la puerta.

—Es posible que quien hace de fantasma se esconda ahí; cuando ve llegar a alguien, sale… —explicó Héctor.

Para demostrar que su teoría era acertada, pasó tras el pilón. Desde el otro lado del puente era imposible verlo. Oscar se había lanzado a rastrear el suelo en busca de pistas, secundado por Petra.

—No te molestes —le aconsejó Sara—, no ha dejado de llover…

Héctor, abstraído, se acariciaba la barbilla.

—¿Seguro que el castillo está deshabitado? —preguntó, pasado un rato.

—¡Seguro! —afirmaron sus compañeras—. Echad un vistazo y veréis todas las ventanas cerradas.

Con toda su fuerza, Raúl empujaba la puerta, pero no logró siquiera hacerla vibrar, tan pesada era.

—Es indudable que quien hace de fantasma llega de algún lado: supongamos que de Invermond… ¿podría hacerlo a pie? —preguntó Héctor, consultando los rostros que tenía en torno.

—No —Julio fue tajante—. Puede venir a pie una persona que esté interesada en llegar por algo importante, pero para dar una broma me parece una tontería. O utiliza un vehículo cualquiera o…

No completó su pensamiento y Raúl preguntó a las chicas:

—¿Seguro que antes o después de la aparición del fantasma no escuchasteis el motor de un coche o una moto?

Ellas estaban seguras de que no había sido así.

—En tal caso, el fantasma vive cerca —concluyó Julio.

—¡Pero no hay ninguna casa por los alrededores! —saltó Sara.

—Eso no es exacto —la rebatió Héctor.

Julio afirmó con el gesto.

—Pero si sólo está la del señor Giles… —susurró Raúl.

A Oscar le chisporroteaba el ojo visible. Petra, muy modosita, estaba con su nuez entre las manitas, sin moverse. De pronto, Sara saltó con viveza, echando su coleta al aire.

—¡Pues sí que vamos a llegar a conclusiones prácticas! Ni la señora Kester ni el señor Giles son el fantasma, porque los dos estaban en casa cuando se nos apareció.

Verónica afirmaba. Petra empezó a revolverse, pero no le hacían caso.

—Bien, tendremos que pensar entonces en la otra casa. Oscar ha visto una y dice que tiene aspecto de cabaña —prosiguió Héctor—. ¿Te has fijado si salía humo por la chimenea?

Como Oscar negase lo del humo, su hermano objetó que quien la habitase podía utilizar electricidad o gas para sus usos domésticos. Entonces Verónica recordó haberle oído decir a la señora Kester que los únicos vecinos de la casa eran los dueños del castillo, durante las breves temporadas en que lo habitaban: en verano y en otoño, cuando organizaban cacerías en esta última estación.

Ellas se afirmaban en su idea de que el fantasma llegaba de Invermond.

—Yo también lo creería de no ser… por su segunda aparición —explicó Héctor.

¡Qué enfrascados estaban ya todos en el dilema!

—¿Os referís a la ascendente y descendente? —aventuró Oscar—. ¡Je… qué aventura! El otro día leí en un «comic» cómo se las arreglaba un ladrón para entrar a robar en los pisos altos: tenía un aparato propulsor de su invención…

Si no terminó, no se debía a falta de deseo, sino a que su hermano le tapó la boca.

—Eso también hay que estudiarlo sobre el terreno. Vamos, chicas, llevadnos al punto exacto donde sucedió.

Ellas no se lo hicieron repetir dos veces. Su aburrimiento había quedado muy atrás y se atropellaban una contra la otra, dejando atrás el puente para llegar al ángulo que daba al Este, donde empezaron a señalar y explicarse.

—Volaba arriba y abajo justo ahí… —dijo Verónica.

—Pero no tan en la esquina… un poco más hacia la izquierda —rectificó Sara.

Todas las narices apuntaban al cielo. Petra, saltando, corría hacia el muro o volvía hacia el grupo.

—¿Qué distancia habría entre el fantasma y la pared al subir y bajar? —preguntó Julio.

—Y bajar y subir —rectificó Sara—. Bueno, no lo sé: era noche cerrada.

—Pues yo creo que iba bastante pegado a la pared…

—Pero la pared es totalmente lisa —alegó Héctor—. No se puede bajar y subir por ella, salvo que se trate de un escalador profesional.

—Un escalador profesional utilizaría una cuerda, de todas formas —especificó Julio—. Y el caso es éste: ¿pende alguna cuerda de las almenas?

En plena ebullición, «Los Jaguares» alzaban sus ojos hacia lo alto del edificio, guiñando y parpadeando en una hora en que el sol caía de plano.

—¿Queréis creer que no habíamos visto el sol hasta hoy? —exclamó Sara, fastidiada.

Una voz, a espaldas del grupo, les arrancó a la contemplación de las almenas:

—Buenos días, jovencitos…

—¡Ah, señor Giles! —replicó Sara—. Éstos son nuestros amigos: Héctor, Julio, Raúl y Oscar.

Cuatro manos estrechaban por turno la del dueño de la casa donde Sara y Verónica se hospedaban. El señor Giles parecía muy complacido y sonreía alegremente.