III. CUATRO, Y NO TRES, LLEGAN A ESCOCIA

El avión había cobrado altura. La capital de España quedaba atrás y la azafata iba por el pasillo de la nave empujando el carrito de bebidas. Héctor, Julio y Raúl, sentados codo a codo, respiraban libremente. La acción les devolvía la alegría y todo parecía ya menos preocupante que cuando estaban en casa.

—¿Qué van a tomar? —dijo la azafata poniendo una especial simpatía en su acento al dirigirse a los tres jóvenes y espléndidos pasajeros. Pero, antes de que ellos respondiera, una cabecita rubia, procedente del asiento de delante, asomó en el pasillo, con la cara hacia atrás.

—Para mí zumo de naranja, por favor.

—¡Es Oscar! —exclamó Raúl.

—¡Mico del diablo! ¿Es que uno no puede librarse de ti?

La azafata miró con sorpresa al trío, luego al chico de delante, de nuevo al trío…

Y el trío tragó quina, mientras recogía los vasos respectivos, pero cuando la azafata se alejó, Julio, con voz baja pero terrible, anunció a su hermano:

—Ahora mismo te bajas… ¡largo!

—¡Je…! —se limitó a reír el chico, aplicándose a su zumo.

Los tres del codo a codo, puestos en pie, se inclinaban sobre el asiento delantero.

—¿Quieres explicar de qué medio te has valido para estar aquí? —exigió Julio.

—¡Je…! Del mismo que tú. Llamé a la señorita Merche, le dije que te habías equivocado y los pasajes eran cuatro y no tres, incluyendo mi autorización… ¡Je…! ¡Qué tonto eres! Ya te lo podías imaginar.

Héctor, con gesto irónico, volvió a su asiento, tirando del brazo de Julio. Le hizo una seña que podía traducirse por: «Déjalo, ya no tiene arreglo… es inevitable».

Raúl no se atrevía a reírse, por si los otros dos se enfadaban, pero se le escapaba la risa. Quizá porque quería mucho al pequeño, porque le hacía gracia o por su natural bondad, y mejor aún, por todo ello, nunca le molestaba que el menor de los Medina fuera con ellos.

En cuanto terminó su zumo, Oscar asomó nuevamente la cabeza:

—Os he traído unos mapas de Escocia, que recogí en casa.

—Si digo yo… —murmuró Héctor.

Habían tenido suerte con los pasajes y en Londres pudieron enlazar con el avión que salía para Glasgow, de modo que realizaron el mismo viaje, en cuanto a combinaciones, que el efectuado días antes por sus compañeras. Durante el trayecto en tren se hizo de noche. Y, además, estaba lloviendo.

—¿Veremos esta noche a las chicas? —había preguntado Raúl, nada más acomodarse en el tren.

—¡Seguro! —replicó el menor—. ¡Será la hora del fantasma!

La estación de Invermond les resultó un tanto inhospitalaria. No había taxis, quizá porque no se necesitaban para llegar al pueblo, que estaba a unos sesenta metros de la estación.

—¿Cómo llegaremos hasta casa de los Giles? —preguntó Raúl, que de pronto tenía la impresión de encontrarse al otro lado del mundo con respecto a sus compañeras.

—Buscaremos a alguien que nos lleve.

A lo largo de la calle principal, dieron con un bonito banderín rojo con dos espadas cruzadas. El banderín pendía de un asta colocada en horizontal y, como ya suponían, se trataba de una hostería, la de «Las Espadas Cruzadas». Después supieron que no había otra, pues el pequeño hotel no se abría hasta el verano.

Los muchachos se consultaron con las miradas. Llevaban al hombro sus bolsas de viaje y, con un gesto afirmativo, traspasaron el umbral de la hostería. No debían tener mucha costumbre de recibir huéspedes, pues tuvieron que esperar un poco antes de que llegase una señora gruesa, que les miró con cierta sorpresa.

—Buenas noches —dijo Héctor en un inglés bastante bueno—. ¿Puede proporcionarnos habitación?

—Haberla, la hay —replicó la mujer—. Por esta fecha todavía no llegan turistas. El pago es adelantado… ¿Van a quedarse mucho tiempo?

—Tres o cuatro días.

—Bien: será suficiente con el pago de tres días…

Parecía desconfiada y parecía también sopesar la capacidad económica de los clientes.

—¿Cuánto? —preguntó Héctor.

—A tres libras diarias, treinta y seis libras.

Julio sacó un fajo de billetes que la mujer miró con avidez. Puso treinta y seis libras sobre el mostrador y se guardó el resto. Se le notaba que estaba arrepentida al no haber exigido más.

—No entra más que la habitación. Las comidas son aparte.

—De acuerdo —replicó Héctor—. Dígame, señora, ¿dónde podemos encontrar un taxi?

—¡Oh, en Invermond no hay distancias!

—Es que deseamos llegarnos hasta el castillo de Kenneth.

La mujer abrió unos ojos muy redondos, muy incrédulos.

—¿Esta noche? ¿Están locos?

Se inclinó sobre el mostrador y añadió con acento confidencial.

—Me considero obligada a advertirles que el fantasma de Kenneth está muy alterado esta temporada. Ya saben, anda rondando por ahí… no es prudente desatar sus iras. Es un fantasma pacífico cuando se le deja vagar a su albedrío, pero no le gusta tropezarse con nadie y menos con forasteros. Y como ustedes son tan jóvenes…

Con risa en los ojos, Héctor replicó:

—No creo que el fantasma repare en año más, año menos, señora.

—Diga, por favor, ¿hay algún taxi en Invermond? —insistió Julio.

—Hay uno, pero no querrá llevarles.

—De todas formas, ¿quiere indicarnos dónde podríamos encontrarlo?

Aunque de mala gana, ella informó de la dirección. Luego, los muchachos dejaron su ligero equipaje en las dos frías habitaciones que se les destinaron, solicitaron un bocadillo de la patrona y, con él en la mano, salieron de la hostería, porque no deseaban perder ni un minuto.

—¿Por qué no te vas a dormir, mico? —preguntó Julio en dirección a su hermano. Realmente, más era una orden que una pregunta.

—Porque al fantasma de Kenneth no le gustan los forasteros y prefiero estar acompañado que solo en mi habitación.

—No pierdas tiempo —dijo Héctor por un lado de la boca—. Sabes que vendrá…

Calle adelante, llegaron a la vivienda del taxista. Estaba comiendo y recibió con cara hosca la petición de servicio. Cuando supo el lugar donde finalizaba la carrera, se negó en redondo.

—De noche no me llego a las cercanías del castillo.

—Le abonaremos el doble de lo que valga el servicio —insistió Julio.

—¡Vaya rareza! A nadie se le ocurre ir con una noche tan oscura a un castillo donde no vive nadie.

—Es que unas compañeras nuestras están cerca —puntualizó Raúl—, y como no saben que hemos venido… querríamos darles una sorpresa. Viven en casa del señor Giles.

—Conozco al señor Giles, una buena persona, donde las haya, sí señor —dijo el propietario del taxi.

Se rascó la cabeza. No parecía muy convencido del poder económico de los jovencísimos clientes.

—Bien mirado… he oído que el fantasma ha salido durante tres noches seguidas, de modo que esta noche le toca descansar. Kenneth siempre ha actuado así a lo largo de siglos…

—¡Pero usted debe saber que los fantasmas no existen! —opuso Héctor, un tanto cansado de aquella cantinela.

—El de Kenneth sí, amiguito. Lo sé yo y mi padre antes que yo, y el padre de mi padre, y así hasta docenas de generaciones. En Invermond todos le dirán lo mismo.

—Bueno, ¿quiere llevarnos, sí o no? —apremió Julio.

—Pago adelantado —exigió el taxista.

—Hecho.

Poco después rodaban en el coche, dejando atrás el pueblo. Pero, aunque se dejaban los ojos tratando de taladrar las tinieblas, no divisaban más que sombras alargadas, iluminadas brevemente ante ellos por los faros del coche.

No avistaron una casa en todo el trayecto, al menos próxima a los lados de la carretera, camino de segundo orden en el que no tropezaron con ningún vehículo ni viandante.

—Por favor, ¿querrá avisarnos cuando estemos cerca del castillo? —solicitó Héctor a su chófer.

Okey. No habla usted mal el inglés. Y el otro muchacho, el alto, tampoco. ¿Qué idioma habla el fuerte?

A Raúl no le avergonzó que su inglés fuera tan pésimo. Aparte de que tenía noción de ello, estaba impaciente por llegar a casa del señor Giles. El resto carecía de importancia.

—A nuestra izquierda —dijo al rato el chófer—, verán aparecer la mole del castillo. Es realmente impresionante, como sólo suele ser un castillo escocés.

Cuatro cabezas anduvieron a coscorrones en su afán por ganar sitio junto a la ventanilla. Se dejaban los ojos, pero no acertaron a descubrir más que una mole de contornos recortados sobre el horizonte convertido en un gigantesco borrón. Ni una luz, ni una fantasmal silueta blanca… ¡Nada!

Instantes después, el coche se detenía ante casa de los Giles y Raúl ganaba la competición para apearse el primero. Alumbrado por los focos del coche, puso el dedo en el pulsador con tanta fuerza como si pretendiera derribar la pared.

Sara y Verónica, que acababan de poner en orden la cocina, se miraron con temor. Nunca habían escuchado tal timbrazo desde que estaban allí. Les sorprendió que Petra, muy excitada, empezase a dar saltos.

—Yo no abro —sentó Verónica, retorciendo el trapo que tenía en la mano.

Sara dudaba. ¿Por dónde andaría la señora Kester? El ininterrumpido timbrazo la atrajo muy pronto. Parecía alarmada y dijo con voz temblorosa:

—Creo que no deberíamos abrir, chicas… El fantasma la ha tomado con vosotras. Quizás sea él.

—¿Y si llamáramos al señor Giles? —apuntó Sara.

—No, no, tampoco. El pobre no se encuentra muy bien y debe estar acostado.

A los timbrazos se unían ya golpes impresionantes dados sobre la puerta con manos abiertas y poderosas.

—¡Me estremezco… me estremezco…! —murmuraba la escocesa, apretándose la cara con sus dos manos nerviosas, con lo que conseguía asustar más todavía a sus jóvenes compañeras.

Y de pronto, al ininterrumpido timbrazo, a los golpes, se unieron voces. Petra se arrancó hacia la puerta de entrada.

—¡Somos «Los Jaguares»! ¡Somos «Los Jaguares»! ¡Abran!

—¿He oído «Los Jaguares»? —preguntó Verónica en dirección a la otra muchacha.

—¡No, qué va! ¡Estás tan nerviosa! A lo mejor es que el fantasma de Kenneth tiene noche gritona…

—¡Te digo que he escuchado esas palabras!

Durante unos instantes se quedaron en suspenso, luego, en una carrera apretada, las dos chicas se lanzaron hacia la puerta, seguidas de la suplicante señora Kester, convertida en un puro alarido:

—¡No abran! ¡No abran!

Sabiendo ya, sin lugar a dudas, lo que aguardaba al otro lado de la puerta, las chicas descorrieron los cerrojos.

—¡Jaguares…!

Petra saltó sobre la cabeza de Oscar, hecha pura fiesta. En los primeros instantes, exclamaciones, saludos y el estallido de alegres frases, no fue muy coherente.

—¿No es… Kenneth…? —preguntó la señora Kester con un hilo de voz.

Sara se volvió hacia ella. En los primeros momentos empezó a dar explicaciones en castellano y, al comprender su error, quiso traducirlo, pero no encontraba las palabras. Héctor la salvó del apuro. Avanzando hacia la señora, preguntó cortésmente, con su simpática sonrisa:

—La señora Kester, supongo… Somos los compañeros de Verónica y Sara. Es un placer, señora…

Ella estaba atónita. Según Julio diría después, mucho más que si hubiera sido el propio fantasma de Kenneth quien se hubiera presentado.

—Pero… pero… ustedes viven en Madrid, ¿no es eso?

—Exactamente, señora, pero la aviación es una gran cosa… —repuso Héctor.

—Las chicas no les aguardaban, supongo…

De pronto, la señora Kester parecía ponerse a la defensiva, exteriorizando sus sospechas de que las dos chicas hubieran hecho acudir a sus amigos, pensando tener hospedaje gratuito. Y Julio caló sus intenciones.

—Señora, espero que nos autorice usted a venir algún ratito por aquí para ver a nuestras compañeras. Nos hospedamos en «Las Espadas Cruzadas».

—¡Ah! Yo…

Se humanizó un poco, pero no mucho. Parecía pensativa mientras se arreglaba el cuello del vestido.

—Creo que… a sus amiguitas no les conviene esta visita: ellas ya practican bastante el castellano sin necesidad de aumentar el número de practicantes.

Antes de que los demás acertaran con la respuesta, Oscar se lanzó en tromba:

—¿Se ha muerto o no se ha muerto el abuelo de Molly? ¿Vuelve o no vuelve Molly?

Oscar había tratado de utilizar su inglés, pero era tan malo que la señora Kester no entendió más que el nombre de la hija de la casa.

—¿Qué dice de Molly? —preguntó a las chicas—. ¿Por qué la menciona ese niño?

—Es que conoce el intercambio que teníamos proyectado —le explicó Verónica—. Pero realmente, ahora que se pregunta por ella, caigo en la cuenta de que Molly ni siquiera nos ha escrito unas líneas para disculparse. Es muy extraño, señora Kester. ¿Sabe usted algo de ella?

—No, realmente… yo… puede que el señor Giles tenga noticias. ¡Oh, con toda seguridad que las tiene, pero él no se relaciona con la familia de su difunta esposa! Un consejo, muchachos, respecto al señor Giles: no es delicado mencionarle Aberdeen para nada.

—Sí, sí…

Estaban allí «Los Jaguares» y el mundo volvía a ser maravilloso para Verónica y Sara, de modo que dejaron a un lado todo lo que no se relacionase con ellos y su visita. Petra, loca de alegría, saltaba de uno a otro.

—Es la primera vez que demuestra alegría desde que salimos de Madrid —dijo Sara, riendo.

—¡Ay! ¡Me temo que nos sentimos exactamente igual que Petra! —añadió Verónica—. Chicos, habéis tenido la más maravillosa idea del mundo… ¡Sois estupendos!

Realmente, los muchachos sentían la loca alegría que ellas estaban expresando.

—Ahora lo pasaréis bomba —prometió Oscar—; se acabaron los aburrimientos y los fantasmas. En cuanto lo supe, me dije: «O vas a Escocia, o esas pobres chicas van a estar perdidas…».

La frasecita hizo fruncir el entrecejo de Julio, pero ellas lo celebraron mucho.

—¿De veras, Oscar? ¿Quién dice que eres pequeño? —preguntó Sara, belicosa—. Eres grande, grande… mi mejor amigo, el más estupendo.

—¡Y el mío! —proclamó Verónica con toda la boca.

—¡Eh, que nosotros también hemos venido! —les recordó Héctor, tratando de ponerse serio, sin conseguirlo.

Desde la puerta, el taxista llamó la atención de los clientes:

—Oigan, forasteros… que está a todo llover y por los alrededores anda un fantasma. ¿Nos vamos o no?

Julio asomó la cabeza por la puerta para tranquilizarlo:

—Un momento nada más, amigo. No salga del coche y no se mojará. Y en cuanto al fantasma, no lo olvide, es su noche de descanso.

—Pero es que en el precio no entraba la espera…

—Es un momento, un momento nada más…

Volvió a entrar, cuando ya Raúl estaba planteando lo que más le quemaba:

—¿Por qué no venís con nosotros? En Invermond no hay fantasma alguno. Y en la hostería no tienen huéspedes, de modo que hay sitio…

Las chicas se miraron. Irse sería un desaire. ¿Y si Molly regresaba sin avisar? Hubiera sido agradable, claro…

La tentación de marcha hizo presa en ambas. La señora Kester, con ojos enormemente abiertos, trataba de deducir lo que hablaban los jóvenes forasteros. En su alegría, habían olvidado seguir la conversación en inglés y ella parecía muy molesta y… sospechando lo peor. ¿Hablarían de ella? ¿La estarían poniendo verde?

Raúl había entrado en el tema de los húmedos y pegajosos dedos del fantasma y Verónica se señalaba un punto de su cuello.

—Nada, no se hable más: venís con nosotros —zanjó el fuertote.

—Un momento —terció Julio—, ellas deben continuar en la casa que las acoge, lo contrario sería descortés. Y esta noche no hay Kenneth: es su día libre. Buenas noches, chicas. Vendremos mañana. Buenas noches, señora Kester…

Tirando con todas sus fuerzas de Raúl, consiguió sacarlo de allí.