Invermond, 18 de abril…
Queridos «Jaguares»: ¡Cuánto nos acordamos de vosotros y qué bien si estuvierais aquí! ¡Menudo repaso le ibais a dar al fantasma! Porque ha ocurrido una cosa rarísima que no logramos explicarnos. Anoche volvimos a verlo. Pero no era un fantasma correteante, sino ascendente y descendente y vuelta otra vez ascendente y así…
Con letra esta vez de Sara, la carta proseguía:
Le quito el bolígrafo a Verónica porque con su explicación no os haréis una idea de lo ocurrido. Veréis: salimos anoche, en la oscuridad, sin alejarnos mucho de casa de los Giles, a pesar de las recomendaciones en contra de la señora Kester y los gemidos de Petra, que no parecía sino que aquello fuera a ser el fin del mundo y… ¡zas! ¡El fantasma de Kenneth! Pero esta vez extendiendo los brazos ante el castillo, subiendo y bajando ante la torre del homenaje, desde el suelo a las almenas y desde las almenas al suelo. Aquella forma de subir y bajar, de quedarse suspendido en el aire, la verdad, nos impresionó. Y así, al pronto, nuestra reacción fue la de dar la vuelta, regresar a casa y echar la llave de la puerta, que es lo que la señora Kester suele hacer.
La linda letra de Verónica sustituía a la de la pelirroja del grupo a partir de aquí.
Vais a creer que somos unas miedosas indignas de pertenecer a «Los Jaguares», pero creo que no es así, pues si en el primer momento huimos más o menos vergonzosamente, después, al llegar a nuestra habitación, nos entró cierto arrepentimiento. Sara se está poniendo pesada con la cantinela de que si seguimos así nos acabaremos de conocer con detalle al fantasma de Kenneth. Por cierto, la señora Kester tiene mil veces más miedo que nosotras, pues este año parece ser el del aniversario, no sé si quinientos o seiscientos, de la muerte de Kenneth I, que murió asesinado a traición y en medio de un gran charco de sangre, como por lo visto mueren todos los que luego se convierten en fantasmas. Bien, a lo que iba, según la tradición, todos los aniversarios, o sea, cada cien años, sucede algo terrible en los alrededores del castillo y por eso la señora Kester cierra puertas y ventanas en cuanto anochece. El señor Giles calla, creo que por consideración a nosotras y para no alarmarnos, pero, como buen escocés, se trastorna en cuanto se menciona al tipo de ultratumba: aprieta los labios y se vela su mirada…
Letra de Sara en el siguiente renglón:
¡Ay! ¡Qué forma de expresarse la de Vec! No es que al señor Giles se le vele la mirada a causa del fantasma, pues la tiene velada de forma natural, porque sus ojos son muy parecidos a los del besugo. Y el caso es que de joven era más guapo. Precisamente ayer, la señora Kester nos pidió muy amablemente que quitásemos las telarañas del desván. ¡Ay! Ella siempre nos pide cosas de este estilo y ya podéis suponer que, telarañas aparte, no lo pasamos mal revolviendo montones de cosas viejas. Entre ellas apareció un álbum de fotografías de cuando Molly era pequeña y, como estaba con el señor Giles, por eso sabemos que cuando tenía pelo resultaba mil veces mejor. Molly era una niñita preciosa, con una cara simpática y viva. ¡Qué mala suerte que no esté aquí!
Por cierto, el único vocabulario que estamos ampliando del inglés es el que se refiere a artículos de limpieza y cocina, pues la señora Kester no nos habla más que para mandarnos hacer cosas. A mí me parece que esto no es justo, pues cuando Molly venga a nuestra casa no consentiremos que cargue con nada desagradable. Pretende que hagamos la comida nosotras. Yo, la verdad, tratando de no parecer descortés, le dije ayer que las chicas de nuestra edad todavía no estamos impuestas en cocina y ella contestó que a nuestra edad su abuela ya estaba casada. Por lo visto, las abuelas de aquí eran muy extrañas…
El resto de la carta corría a cargo de Verónica.
¡Para extrañas, las comidas que hacemos nosotras! Como la señora Kester se digna explicarnos la confección de los guisos, pero a la carrera, para marcharse de la cocina y además habla muy deprisa y… bueno, nosotras no somos tampoco ningunas académicas de la lengua de Shakespeare, resulta que no entendemos todas las palabras y al arroz con leche, en lugar de vainilla, le echamos pimienta. Nos pareció raro, pero supusimos que aquí les gustaría así y ¡hala! El señor Giles no lo pudo comer y nos miraba como si fuéramos un par de tontas. La señora Giles sí que lo tomó, pero se fue a su cuarto, diciendo que le había sentado mal y ya no la vimos hasta la siguiente comida.
A la pobre Petra no le gusta esto y no hace más que decirnos que quiere volver a casa —a su modo, claro—. ¡Si al menos Molly volviera pronto!
Bueno, queridísimos «Jaguares»; ¡cómo nos acordamos de vosotros! Hasta mañana.
La carta terminaba con las dos firmas.
Héctor, Julio y Oscar empezaron a comentar la lectura de la misiva, pero Raúl, con la imaginación lejos de allí, no recordaba más que el cariñoso final de la misma…
Invermond, 19 de abril…
Queridos «Jaguares»: ¡Los fantasmas existen! Estoy viva de milagro. Os aseguro que lo de anoche no se me olvida aunque viva cien años y, de seguir aquí, no será mucho. Figuraos que anoche nos tropezamos de frente.
Y todo por hacerle caso a Sara, que cree cuestión de honor desentrañar el misterio de Kenneth. Pero a mí que no me venga con cuestiones de éstas y que no cuente conmigo. Porque, además, cuando lo tropezamos, emprendió tal carrera que me dejó atrás. Yo también corría, menos que ella, desde luego, y bastante menos que el fantasma de Kenneth. Lo sentía pegado a mis talones y, de pronto, sus fríos y húmedos dedos de ultratumba apresaron mi cuello dejándome sin respiración… el corazón dejó de latirme y cuando aquellos dedos fríos y pegajosos me soltaron, caí como un fardo. No puedo entender cómo tuve fuerzas para levantarme y, a trompicones, llegar a casa…
Ahora sigo yo, Sara, porque Verónica está tan impresionada que cuenta las cosas con exageración. Para empezar, no estábamos sin protección, pues, para defendernos del fantasma, o sea, del gracioso, salimos las dos con una botella en cada mano y dispuestas a darle duro. Lo malo fue que al encontrarlo de frente y ver que se precipitaba hacia nosotras, las botellas se me fueron de la mano y Verónica se aturdió. Pues si realmente ella tenía a Kenneth más cerca, yo bien pude haberle descargado en la cabeza botella tras botella. Y no creáis que la abandoné, como ahora asegura. Lo que pasa es que, estando tan oscuro, no veía si corría delante o corría detrás…
Nuevo cambio de letra:
Realmente, Sara os está haciendo un relato muy parcial. No quería creer lo de los dedos húmedos y fríos, pero tuvo que rendirse a la evidencia al ver en mi cuello la señal que me dejaron. Claro que todavía insiste en la idea de que me golpeé con una rama. ¿Y el rasponazo que tengo en la rodilla de cuando me soltó el fantasma? Por suerte, Petra sabe que no exagero y trata de consolarme pasándome la cola por la cara a cada momento. La señora Kester también me apoya. Debe saber mucho de naturalezas fantasmales, pues afirma repetidamente con la cabeza cuando describo aquellos dedos. Nos ha suplicado que no salgamos más de noche y yo le he dado mi palabra.
Estoy hecha un lío, la verdad. Naturalmente, no creo en fantasmas, es decir, ya no sé si creo, pero en casa y en Invermond a pies juntillas. Ayer, en correos, nos preguntaron dónde vivíamos y al contarles que en casa de los Giler nos miraron con mucha lástima. El que vende los sellos nos contó una historia tremebunda sobre el fantasma de Kenneth, que hace cinco años dio muerte a una mujer, y eso que hace cinco años, como no era su aniversario, estaba tranquilísimo…
Sara proseguía:
Desde luego, es verdad nuestra promesa de no volver a salir de noche. La confitera de Invermond no se quería creer que hemos tenido el valor de salir solas de noche para rondar el castillo y, con voz escalofriante, nos ha recomendado prudencia y buenos cerrojos. Entonces yo le he replicado que los cerrojos sirven para las personas normales, pero no para los fantasmas, que pueden atravesar los muros, y ha reconocido que yo tenía razón. Bueno, esta noche, por lo que pueda pasar, pensamos llevarnos una colchoneta a la bañera, donde dormiremos las dos, pero dejando en la cama, bien cubiertitas, un par de almohadas que en la oscuridad puedan parecer Verónica y Sara, por si acaso… ¡Ay! Qué tabarra os estamos dando con lo del fantasma. Perdón, chicos, ya no hablaremos más de él. Claro que, en ese caso, pocas cosas tendremos que contaros, porque Invermond nos está resultando de lo más aburrido. Dice la confitera que con buen tiempo, o sea, en verano, vienen muchos turistas, pero, por el momento, nosotras somos las únicas. No me extraña, porque siempre llueve o está terriblemente nublado, son las dos únicas alternativas; y hace bastante frío. León no lo resistiría. Petra se queja a todas horas y no quiere salir de casa más que cuando vamos a tomar el autobús para echar en Invermond las cartas que os escribimos. También hemos escrito a nuestras casas, pero guardándonos lo malo, para no preocupar. Del fantasma, a ellos, ni pío. Os lo advierto por si mamá, que ya sabéis la madera de telefonista que tiene, os llamase…
Con una despedida conjunta, la carta finalizaba.
Héctor plegó el pliego despacio y levantó la cabeza, mostrando un semblante serio. Taladraba con sus ojos a los demás y descubrió a Julio absorto en sus pensamientos y a Raúl tembloroso.
—Las chicas no pueden seguir ahí ni un día más… ni un día más… ¡Dios mío, no lo resistiría!
—¡Peste, qué intercambio! —exclamó Oscar—. A lo mejor, con tanto susto, Sara y Verónica se trastornan y vienen de aquí… —con el índice se tocaba la sien.
—Bueno, nosotros, al menos, no creemos en fantasmas… —expuso Héctor, mirando a los otros tres de uno en uno.
—¡Oh, yo en el de Kenneth sí! —gritó Oscar.
Pero nadie le hizo caso. Y Raúl, con las mejillas rojas y mostrando una gran preocupación, alegó con calor:
—¡Ellas no pueden estar allí! ¡No pueden! ¡Tienen que venir inmediatamente!
Julio recogió sus largas piernas, que tenía siempre por delante, y dijo despacio:
—Pues yo tampoco creo en fantasmas, pero sí en la existencia de un patoso que se ha propuesto amargarles la estancia en Invermond a dos jovencitas extranjeras. Chicos, ¿qué debe hacerse con un patoso…?
¿Qué insinuaba? Raúl se le quedó mirando con esperanza y Héctor movió la cabeza como afirmando. Luego Julio alargó el brazo, sin moverse de la silla, acercó el teléfono y marcó un número.
—¿A quién llamas? —le preguntó Raúl.
—A la secretaria de mi padre.
Del otro lado del hilo alguien respondía:
—¿Señorita Merche? Habla con Julio. ¿Podría localizar a papá?
La contestación debía ser afirmativa, porque añadió:
—En ese caso, dígale que queremos ir a pasar el fin de semana a Escocia. Mis amigos y yo. Por favor, señorita Merche, ¿quiere ocuparse de nuestros papeles y billetes de avión? Vuelo a Londres, en el primero que salga y de Londres a Glasgow. Tres pasajes, por favor…
La señorita Merche, que, como secretaria de un diplomático muy acreditado en el mundo entero, debía de estar muy acostumbrada a encargos de tal índole, prometió tener todo resuelto en un par de horas.
—Gracias, señorita Merche; es usted un ángel.
Julio colgó el teléfono y dijo con naturalidad, volviéndose hacia los otros.
—Bueno, ya está. A preparar lo necesario para unos días.
A su vez, Héctor se apoderó del teléfono. Iba a llamar a la consulta de su padre, cirujano famoso y hombre comprensivo, que confiaba plenamente en su hijo. Raúl supo que Héctor no tendría problemas. Pero él… ¡Tendría que quedarse! Y experimentó, por vez primera en su vida, un ciego rencor contra el mundo entero por ser pobre. Tenía entre los dedos la única moneda que llevaba en el bolsillo. ¡Vaya cosa! ¡Veinticinco pesetas!
—¡Daría… no sé lo que daría! —dijo, mordiendo las palabras—. ¡Pero bien sabe Dios que hubiera querido ir con vosotros!
Julio le miró con tanta sorpresa como si hubiera escuchado algo incomprensible.
—¡Es que vienes con nosotros! —dijo al fin.
—Pero yo no tengo dinero…
—Tú siempre en la luna, despistado. Se ha dicho que vienes y vienes. Y si tu padre no te da el permiso, iremos todos y lo convenceremos.
Héctor estaba hablando ya con la consulta. Oscar se contaba los dedos. De pronto levantó la cabeza y contempló a su hermano con un ojo lleno de sospechas (con el único que el flequillo le dejaba libre) y aventuró:
—Oye, ¿quién se queda? Has pedido tres pasajes y somos cuatro.
—Mico, te quedas tú —zanjó su hermano.
—¿Yo…? ¿Qué me quedo yo que tantas cosas os he «resolvido»?
—Sí, mico; y estudiando las conjugaciones. ¡Hala, vete a buscar la gramática!
—Esto lo sabrá papá. Sabrá lo mandón que eres y lo que te gusta martirizarme. Pues para que lo sepas, pienso ir a Escocia.
—Vamos a ver, ¿tú has visto que nosotros pretendamos ir con chicos de tu edad? ¿Por qué te has de pegar a nosotros como una lapa? —protestó su hermano—. ¿Es que no tienes más amigos que nosotros? ¿Dónde están los chicos de diez años?
—A ésos sus mamás les tienen que limpiar las narices, pero a mí no.
Aquélla fue la última palabra de Oscar y Julio fue en busca de una bolsa de viaje, que llenó con lo más imprescindible. De allí se iban a las otras dos casas y ya al aeropuerto.
—Hasta la vuelta, mico; procura pasarlo bien —dijo Julio desde la puerta.
El pequeño no contestó, limitándose a tirarle de una oreja al mono. Pero nada más cerrarse la puerta, se precipitó al teléfono. Marcó un número con el ojo chisporroteante de malicia.
—¿Señorita Merche…?