I. DONDE SE HABLA DE CIERTO FANTASMA ESCOCES

Invermond, Escocia, 16 de abril…

Queridos «Jaguares»: Bueno, pues ya estamos aquí… ¡Uy, qué principio! Eso ya lo imaginaréis vosotros. En cuanto al viaje desde Madrid, no podemos contar cosas realmente interesantes, ya que en el aire no encontramos «ovnis», ni naves espaciales, ni nada de nada, aparte nubes y más nubes, por cierto, sucias. Al menos, por el color, lo parecían.

En Londres teníamos que tomar otro avión y Verónica, ya la conocéis, se ponía nerviosa al solo pensamiento de acabar en Estocolmo y no en Glasgow (es que como los viajes importantes los hemos hecho junto a vosotros, que os ocupabais de todo…).

A partir de aquí, los renglones estaban escritos con letra distinta, más legible y bonita.

No creáis a Sara, ya que, gracias a mí, todo ha salido bien: de seguir sus sugerencias hubiéramos acabado en Edimburgo, en lugar de Glasgow. Pero, en fin, llegamos aquí, donde nos aguardaba la señora Kester, sola, lo que supuso una decepción para nosotras, pues suponíamos que también Molly estaría en el aeropuerto; y, aunque nunca hemos visto a Molly, por las cartas que nos hemos cruzado, nos caía muy bien. Resulta que ha tenido que irse a casa de su abuelo, a Aberdeen; el pobre abuelo debe estar muy malito y ojalá se cure pronto para poder conocer personalmente a Molly antes de regresar a casa. De lo contrario, este intercambio va a resultar muy soso y cuando se realice la segunda parte del mismo, o sea, la ida a Madrid de Molly, seguiremos sin conocernos y es que nuestras vacaciones de Pascua son tan limitadas…

Una exclamación impaciente interrumpió la lectura en voz alta que Héctor, el jefe de «Los Jaguares», hacía para todos:

—¡Peste! ¡Y les parecerá poco! Son unas desconsideradas. Y nosotros, ¿qué?

De alguna forma, Oscar, el menor de los hermanos Medina, expresaba el pensamiento de todos. ¡Eran tan importantes Verónica y Sara y se aburrían tanto sin ellas!

Una segunda protesta, esta vez de Julio, el mayor de los hermanos, siguió a la anterior:

—¡Cállate ya, mico! Ve a jugar y déjanos leer la carta en paz.

En realidad, ya habían querido librarse de él al entrar en casa y encontrar la primera carta de las compañeras ausentes. Pero el pequeño, que siempre tenía argumentos a su favor, replicó, dando un manotazo al aire y con un ojo tapado por el flequillo:

—La carta es para todos. ¿No dice «queridos Jaguares»? ¡Pues yo soy un «querido jaguar»!

Los otros fingieron no escucharle y Héctor prosiguió la lectura, luego de puntualizar:

—Ahora sigue con letra de Sara:

Petra está de lo más latosa. Viajar en una jaula la pone furiosa, pero Molly se había empeñado tanto en que trajéramos a mi ardilla… Y resulta que Molly no puede disfrutar de sus gracias y a la señora Kester, que es el ama de llaves o algo así, le cae fatal. Se le agria la cara con solo ver a la pobre Petra. Y ella lo sabe, naturalmente. Bueno, sigo con lo del viaje: nos dirigimos a la estación y allí tomamos un tren hasta Invermond, pero, como en seguida se hizo de noche y, además, llovía, apenas pudimos ver el paisaje luego de entrar en las Hihglands o tierras altas. En Invermond nos aguardaba el señor Giles, padre de Molly, que, según creo, administra las propiedades de un rico terrateniente. Pero dejo esto, que no os importará un rábano y voy a lo importante.

La siguiente línea estaba escrita con la bonita y clara letra de Verónica.

Sigo yo o esta carta se hará interminable. El señor Giles tenía su coche al otro lado de la estación y bajo un verdadero diluvio llegamos a él. A mí me pareció que la casa estaba muy lejos del pueblo, porque no llegábamos nunca. Aunque apenas se veía, el señor Giles hizo que mirásemos a nuestra izquierda para ver la mole del castillo de Kenneth y entonces la señora Kester dijo: «Muchachas, creo mi deber advertiros que el castillo tiene su fantasma, como todo castillo que se precie, y éste se precia…».

Resulta que Sara no hacía más que darme con el codo y a mí me entró la risa, y tengo la preocupación de que ellos, el señor Giles, que guiaba el viejo coche, y la señora Kester, que iba sentada a su lado, se dieron cuenta. Lo curioso fue el pavor que Petra demostró, chillando sin apenas aliento, como ella sabe cuando está asustada.

Pero, claro, seguramente no será por el fantasma, ya que la señora Kester habla inglés y Petra no (quiero decir, comprender). A lo mejor la impresionó la mole sombría del castillo… salvo que tuviera frío, porque el tiempo está muy desapacible. León no lo resistiría…

León, el pequeño monito de Oscar, palmoteo encantado al oírse nombrar. Vestía unos pantalones verdes y un jersey colorado, según los gustos de su dueño, un tanto circenses.

El renglón siguiente estaba escrito por la mano impaciente de la pelirroja Sara.

Lo primero que hacemos, nada más desayunar, es escribiros. Os mandaremos la carta por avión y con sello de urgencia para que os llegue en seguida. Por cierto, mucho me temo que nuestro inglés no va a salir muy beneficiado de nuestra estancia en Escocia, porque la señora Kester anda por la casa y Vec y yo charlamos todo el tiempo por los codos en nuestro sonoro castellano de siempre. Ahora saldremos para llevar la carta a la oficina de correos de Invermond, utilizando un autobús que pasa cerca de la casa. Y, de paso, nos ambientaremos… ¡Ah! Sigue lloviendo. Hasta mañana, que volveremos a escribiros, un abrazo de

Sara y Verónica

P.D.—También para León.

Al oírse nombrar, el monito palmoteo por segunda vez y empezó a pasear contoneándose sobre sus cortas piernecillas.

Raúl, que había estado absorto mientras escuchaba, dijo con acento malhumorado, raro en él:

—No sé para qué tenían que marcharse… el inglés se puede aprender en cualquier parte, también aquí, y en cuanto al fantasma ese… ¡me da mala espina, ea!

—¿Serás papanatas? —protestó Julio—. ¿No sabes que en las Islas Británicas un castillo sin fantasma no existe? Quiero decir, que estaría como desposeído de algo tan esencial como el pendón que en su tiempo ondeaba sobre la torre del homenaje.

—Sí, lo comprendo, pero pensando que las chicas son vecinas de ese castillo…

Entonces Héctor, que comprendía a Raúl, intentó cambiar amablemente de conversación. ¡Ay! Oscar estaba allí:

—¡Oh! Me hago cargo. Aunque no hubiera fantasmas, te sentirías igual de disgustado… Ya se sabe… todos los días te gusta ir a ver a Vec y claro…

La mano de Julio cayó sobre su coronilla y con escasas contemplaciones. Lo que no sería obstáculo para que, en adelante, el chico diera su opinión aunque no viniera a cuento.

—Los ingleses, y más particularmente los escoceses, están muy apegados a sus tradiciones —concluyó Héctor, dando por acabado el tema.

Aquella tarde se fueron al cine. Intentaron dar esquinazo a Oscar, pero no les resultó.

—Es como las paperas y el sarampión —dijo su hermano—. Por más que hagas, tienes que cargar con ellas.

A pesar de que la película no estaba mal, se aburrieron. ¡Era todo tan aburrido sin Sara y Verónica…! Cierto que Raúl no animaba el grupo, pues no despegó los labios en todo el día.

Resultó que al día siguiente, los cuatro estaban en casa de los Medina, mucho tiempo antes del lógico para la llegada del correo.

—¡Yupi…! ¡Carta! —gritó Oscar, echando a correr en dirección a la puerta, en plena competición con el mono, en cuanto sonó el timbre.

Rasgaron el sobre varias manos a la vez y Julio comentó:

—También esta vez escriben al alimón.

Héctor no cedió a nadie el pliego. Era un tanto mandón en aquello de la jefatura y empezó a leer:

Invermond, 17 de abril…

Queridos «Jaguares»: ¡Hemos visto al fantasma!

—¿Qué? —Raúl dio tal respingo que se cargó una de las figuritas de porcelana que adornaban la mesa.

Julio y Héctor protestaron. ¿Es que iba a interrumpir a cada momento? El último, tras la protesta, prosiguió la lectura:

Pues sí, lo vimos anoche. Iba por el puente levadizo arrastrando cadenas o algo así (el puente levadizo es hoy un puente fijo de piedra). Nosotras no nos asustamos mucho, pero la pobre Petra se llevó un susto de muerte. Escapó y no la encontramos hasta bastante después debajo de mi cama. Se había envuelto en la cola y no quería ni abrir los ojos, como si temiera ver aparecer al fantasma en nuestra habitación. No creáis que lo del fantasma es imaginación nuestra… lo vimos de verdad.

En el renglón siguiente, la letra picuda de Sara sustituía a la de su compañera.

Debo aclarar que casi esperábamos verlo y, ¡para que veáis nuestro valor!, salimos a intento con esa esperanza. Suponemos que se trata de algún gracioso de Invermond o de la comarca, pues ayer, cuando estuvimos en el pueblo, nos hablaron del fantasma de Kenneth, que aparece a temporadas. Ésta es una de ellas… Vamos, que el fantasma aparece cuando surge el gracioso dispuesto a divertirse a costa de los demás. Por de pronto, la señora Kester cree en él a pies juntillas y en cuanto anochece cierra puertas y ventanas a piedra y lodo. Yo le rogué que nos permitiera salir al parque, puesto que no llovía, aunque, eso sí, estaba muy oscuro, porque, la verdad, estar en Escocia y no ver fantasma alguno no tiene ni pizca de gracia. ¿Qué va una a contar después? Así que, dejando estupefacta a la señora Kester, nos fuimos a dar una vuelta por el parque del castillo. Lo malo es que a cuenta de la carrera que dimos al divisar la aparición, pisé mal y hoy me duele un poco el tobillo derecho, y Verónica perdió un zapato…

Las carcajadas de Julio, contagiadas a Héctor y Oscar, interrumpieron la lectura, a pesar del apremio de Raúl, dando prisa para saber el resto.

—¡Yupi…! ¡Qué valor más cobarde! —exclamó Oscar, entre golpes de risa.

La carta seguía con letra de Verónica.

Irnos de allí fue una reacción realmente tonta, ya que habíamos salido a descubrir el fantasma. Sara quiere que esta noche, ya más acostumbrada, volvamos al parque. Bueno, ya veremos…

Volvía la letra picuda.

Ni veremos ni nada: ¡Iremos! Y os advierto que pienso tirar de la sábana del fantasma —siempre que se olvide la cadena en su tumba, claro—. A lo mejor, cuando nos vayamos de aquí, levantan una estatua en Invermond en honor al valor de dos chicas españolas, porque os aseguro que, a pesar de lo acostumbrada que la gente de las Highlands debe de estar a la presencia de seres de ultratumba, lo cierto es que se santiguan cuando se menciona uno y parece que todos son tan prudentes como la señora Kester, y no salen de sus casas en cuanto anochece. ¡De no creer!

La línea siguiente llevaba la letra de Verónica.

Ya no hablamos más del fantasma ¡ea!, porque sois muy mal pensados y creeréis que tenemos miedo. Después de todo, ayer lo pasamos bastante peor en la cocina de la señora Kester. Nos pidió que le preparásemos a ella y al señor Giles una cena a base de platos típicos de nuestro país. Nos quedamos pálidas como difuntas, pues ni Sara ni yo sabemos nada de cocina. Y ya, después de mucho hacernos rogar y por aquello de quedar bien en el plano internacional, decidimos lanzarnos y salir con algo realmente sensacional, así preparamos la cena a base de huevos fritos y patatas fritas. Va a seguir Sara, porque me corté pelando las patatas y se me resiente el dedo.

—¡Dios mío! ¿Y si se le infecta? —gritó Raúl, con el alma en los labios.

Los otros, que estaban a carcajada limpia, casi no se enteraron. Pasados unos minutos, Héctor pudo reanudar la lectura.

Esta señora Kester es un poco seca —decía Sara—. Resulta que sacamos las patatas fritas y los huevos fritos a la mesa, tan huecas, y va la señora Kester y dice: «¿Así que éste es el plato cumbre de ustedes? ¡Vaya cosa! ¡Si al menos hubiera sido un rosbif!». El señor Giles empezó a comer y, antes de tragar la primera patata, dijo: «A este plato escocés nosotros le ponemos sal». ¿No os fastidia que se nos había olvidado la sal? Casi nos atragantamos de rabia. En fin, ellos no son muy simpáticos, pero tampoco se portan mal. El señor Giles es muy amable y nos cuenta cosas de la región y especialmente del castillo de Kenneth, que debe ser impresionante por dentro, vamos, algo así como un frasquito atiborrado de historia. Tenemos la mala suerte de que sólo se abre en verano, que es cuando vienen por aquí los turistas, y entonces el dueño entrega las llaves al señor Giles para que enseñe parte de él al público (pagando entrada, naturalmente). Los dueños vienen de vez en cuando con servidumbre para limpiarlo. El señor Giles nos ha prometido que si vienen antes de que nos vayamos, solicitará permiso para enseñárnoslo. ¡Ojalá tengamos suerte! Y buena falta que nos hace. Con Molly lo hubiéramos podido pasar bien, pues en sus cartas era encantadora. Yo me había figurado a su padre de otra manera, más distinguido, más interesante… en fin, algo así. Después de todo, quedarse calvo debe ser normal, con los años.

El tiempo se nos hace algo largo. Hoy ha estado lloviznando, para colmo de males. Suerte que Verónica y yo siempre tenemos cosas que contarnos, aunque sea en español y os nombramos mucho.

Hemos oído decir que hay un lago no lejos de Kenneth. A lo mejor también tiene monstruo. Bueno, ya veremos.

Se me olvidaba deciros que Petra no quiso salir anoche, cuando nos fuimos a rondar al fantasma. Ella tiene sus ideas fijas y es tan terca… Y si sólo le tuviera ojeriza a la aparición… se pasa el día fastidiando a la señora Kester, así que, claro, a ésta tampoco Petra le cae simpática…

Mañana también os escribiremos…