Raúl y Héctor, nerviosos como si la «bomba» estuviera a punto de explotar, convencieron a Manissa de la necesidad de seguir obedeciendo. De nuevo con una mano desatada le obligaron a telefonear a Escolatti para hacerle saber que su hijo había sido raptado de la «Villa Mantegazza». Si avisaba a la Policía sería peor para ambos, pues los secuestradores tenían ya su parte de documentos falsos.
Escolatti y su mujer tenían que acudir a un determinado lugar de la isla de Lido, solitos y con los documentos restantes, antes de la subida de la marea para poder salvar al chico. De lo contrario, se ahogaría en su escondite.
En cuanto colgaron el teléfono, los tres muchachos tomaron el camino de la puerta. Una vez allí, Raúl arrojó la bolsa contra Manissa y ésta cayó al suelo, mostrando una despanzurrada calabaza.
Sin poder aguantar la risa, «Los Jaguares» regresaron a la lancha y tomaron por los canales que salían al exterior, en dirección a la isla.
Sara y Verónica ya no podían aguantar más.
—¿Todo bien? —preguntaron las chicas, que estaban como para morirse.
Héctor las tranquilizó, asegurando que la operación marchaba de primera.
—Los Escolatti no tardarán en estar aquí, con el resto de los papeles. Dentro de poco, cuando les veamos llegar, le quitaremos la mordaza a Gianni.
Se repartieron estratégicamente en torno al punto de la convocatoria, cercano a la abertura: las chicas escondidas y ellos con las medias en las cabezas. La marea iba sabiendo, subiendo y la espera se les hacía eterna. Gianni, que empezaba a mojarse, rebullía con desesperación.
Media hora después, escucharon el motor de una lancha. Sin duda los Escolatti habían realizado el camino desde Marghera en coche, pues realmente no se habían demorado. A una señal de Héctor, Sara le quitó la mordaza a Gianni.
—Escolatti, oiga a su hijo… Estamos armados y sólo si avanza y deja los papeles en el suelo lo recuperará.
Gianni llamaba desesperadamente a sus padres para que fueran a buscarlo, porque no tardaría en ahogarse. A su vez, Carla gritaba apremiando a su marido. Pero él era un hombre duro, dispuesto a todo e intentó burlar a los secuestradores. Y de pronto Héctor, con su media en la cabeza y un palo bajo la chaqueta, apuntando hacia él, se le plantó delante. Escolatti arrojó los papeles al suelo y Raúl se apoderó de ellos, enfocándolos con una linterna.
—¡Vale! —gritó.
Inmediatamente se llegaron hasta la lancha, donde a favor de la oscuridad aguardaban ya las chicas. A su vez los Escolatti entraban en la abertura y, poco después, salían con el remojado Gianni. Tras una corta carrera por tierra, regresaron a su lancha.
—¿Y si nos persiguen? —temblequeó Verónica.
Julio, que se había hecho con los mandos de la poderosa embarcación de Mantegazza, torció el rumbo. En cuestión de instantes, arremetió contra el otro bote, ya lejos de la orilla. El bote de los Escolatti salió por el aire y escucharon los gritos de Carla. Mientras huían velozmente, comprobaron que el marido y el hijo atendían a la mujer y que nadaban en dirección a la playa.
—¡Yupiii…! —gritó Sara, imitando a Oscar.
Así, sin que pudieran perseguirlos, alcanzaron la Piazza Rizzi, donde se quedaron los cuatro de casa de la señora Pascualina; Julio, con los papeles en su bolsillo, regresó a la villa. Silenciosamente fue a su cuarto, puso los papeles bajo la almohada y se quedó dormido. Eran las cinco de la mañana.
A las seis, Oscar le llamaba repetidas veces, hasta hacerse oír:
—Julio, Jul… acabo de tener un sueño muy aclaratorio.
—¡Mico insolente! ¿Qué hora es?
Como oyera que las seis, pretendió arrojarle un zapato.
—Es un sueño sobre Luigi, donde se me han aparecido cosas que había visto sin darme cuenta de que las veía…
—¡Vete con tus sueños a otra parte, demonio!
—Es que Luigi tiene una cicatriz en el brazo igual que la de Gianni, pero menos marcada… Ayer me dijo dónde debió haber escondido Gianni el collar de Olivia…
Julio saltó de la cama y empezó a zarandearlo.
—Que sí, que me dijo que el collar, como cosa pequeña, debió esconderlo en la boca del pez de la fuente central del jardín y las cosas mayores, como zapatos, en la del león… no sé por qué lo sabría él.
Aquello podía ser una invención de Luigi, que Olivia podría o no confirmar, pero el caso de la cicatriz y aquel respingo del chico cuando la señora Mantegazza pronunció el nombre de Gigí… y el que hubiera retenido el rostro de la «madonna» para buscarlo en cuadros que no existían…
—¡Pronto, Oscar, vístete! ¡Nos vamos!
Ambos se echaron la ropa encima de cualquier manera. Poco después, sin ruido, bajaban las escaleras y, por segunda vez en aquella noche, la lancha de Mantegazza avanzaba por los canales, hasta la Piazza Rizzi.
Julio tuvo que aporrear puertas, empezando por la de la pensión, para que se le abrieran, a una hora en que todos dormían. La señora Pascualina mostraba su pasmo.
—¿Dónde vive Luigi? ¿Y para eso llaman a esta hora? ¡Oh, «madonna, píccolos» impetuosos…!
El resto de «Los Jaguares» tuvo que abandonar la cama y algunos, con las ropas puestas del revés, salieron a la calle. La señora Pascualina, muerta de curiosidad, les seguía en pantuflas y bata. Petra correteaba de uno a otro.
A escasa distancia de allí se hallaba la casa de vecindad, en cuya planta baja vivía el señor Battista, con su mujer y su sobrino. Éste fue el encargado de abrir, porque el gondolero dormía su mona y la mujer solía estar casi siempre en la cama.
—¿He hecho algo malo? —preguntó el chico, extrañado.
—Queremos hablar con tus tíos, Luigi, no te asustes, porque no has hecho nada malo.
Los cinco mayores se tiraron sobre él y le subieron la manga de la chaqueta del pijama. La cicatriz que apareció era igual a la que llevaba el que se había hecho pasar por Gianni, aunque menos marcada.
—¿Cuándo te hiciste esto? —le preguntó Julio.
Luigi no lo sabía. La señora Nicoletta, su tía, apareció quejándose de la intempestiva visita, envuelta en una manta. Y Sara, muy expeditiva, se fue a la cocina, llenó un jarro de agua y buscó al tío Battista, sobre el cual lo descargó.
—No se enfade, porque si da respuesta a lo que queremos saber, puede usted ganar una bonita cantidad.
El gondolero despabiló inmediatamente.
Y comenzó el interrogatorio de la pareja:
—¿Era realmente Luigi sobrino de ambos?
—¡Y yo qué sé! —respondió Nicoletta—. Lo traje de casa de mi hermana. Su hijo, que era un mala cabeza, apareció con el chiquillo hace nueve años o algo más, pero no dijo quién era y ni siquiera sabemos los años que tiene. Parece que el chico no se llamaba Luigi, que era el nombre que le dio el hijo de mi hermana. ¡Lo que son las cosas! El mismo día en que el hijo de mi hermana llevó este niño a casa, él murió. Aquella noche estaba ebrio, tropezó en las escaleras y se mató. Mi hermana, que estaba fuera de sí, no quiso quedarse al chiquillo, que era precioso y yo me lo traje a casa, porque no teníamos hijos y entonces no me faltaba salud.
Battista afirmaba a todo, aunque sin comprender nada.
—Si este marido mío no fuera tan amigo de la botella —añadió la mujer—, podíamos haber ido a bien, pero les aseguro que a Luigi no le ha faltado lo más necesario, dentro de nuestra pobreza.
Luigi afirmaba, completamente convencido.
—¿Guardan la ropa que Luigi llevaba puesta? ¿Algo? —preguntó Julio.
—El trajecito se lo regalé a una vecina cuando a Luigi se le quedó pequeño, pero sí que guarda una cosa: si no la hubiera escondido, Battista ya la habría vendido y eso no, porque es de Luigi.
La mujer se dirigió a un cajón de la cómoda, rebuscó bajo las ropas y extrajo una cadena con su correspondiente medalla. «Los Jaguares» se abalanzaron sobre ella y descubrieron que era réplica exacta de la del otro Gianni.
—Señores —empezó Héctor—, creo que hemos encontrado a los padres de Luigi y bueno será que se vistan todos ustedes porque vamos a ir a verlos y les aseguro que la suerte se les ha entrado por la puerta.
No muy convencidos, el gondolero, su mujer (olvidada de sus males), Luigi, con sus mejores ropas, se dispusieron a seguirles. Y si la señora Pascualina no lo hizo, a pesar de sus pantuflas, fue porque no cabía en la lancha, pero estaba muerta de curiosidad y deseaba lo mejor para el pequeño gondolero. Petra chillaba de placer.
Julio, con su llave, introdujo a todos en la villa. Después fue a llamar en la puerta del señor Mantegazza.
—¡Julio…! ¿Qué pasa? ¿No es muy temprano? —preguntó, mientras se ponía el batín.
—Sí señor, es muy temprano, pero lo que está sucediendo no puede esperar. En primer lugar, se ha librado para siempre de Gianni, que está con sus padres; en segundo lugar, aquí tiene la declaración firmada de Manissa reconociendo el chantaje a que Escolatti y él le estaban sometiendo; y en tercer lugar… puede que eso sea lo mejor. Tenga todos los documentos y, si es posible, llame a su esposa.
El señor Mantegazza no podía creer que los comprometedores documentos estuvieran en su poder, pero tras consultarlos tuvo que rendirse a la evidencia. Luego despertó a su mujer y juntos bajaron al hall, donde encontraron al crecido número de personas… amén de una entrometida ardilla.
Héctor se adelantó con Luigi y la medalla.
—¿Quiere ver esto, por favor?
Con la medalla en la mano, el señor Mantegazza dijo:
—¡Es la auténtica medalla de Gianni, de nuestro hijo! La otra la mandé fabricar yo por lo que me acordaba de ella.
Héctor, que había levantado la manga del brazo derecho del íntimo de Oscar, mostraba la cicatriz.
—¡Dios mío! Tiene que ser… —murmuró la señora con voz desfallecida.
—Gigí… —completó el chico—. Pero sería demasiado bonito.
La señora Nicoletta explicó en qué fecha exacta se había hecho cargo del pequeño y en qué circunstancias. Luigi miraba con el alma en los ojos al señor Mantegazza y, especialmente, a Olivia, que no podían apartar los suyos de él.
—Señora —intervino Julio—, cuando usted el otro día, para probar al chico Escolatti pronunció el nombre de Gigí, vi a Luigi levantar la cabeza sorprendido y me extrañó. Ésa es la razón de que Oscar le preguntara por el diminutivo de su hijo. Tenemos la medalla, que puede ser una falsificación e incluso la cicatriz, pero usted ahora va a darle a Luigi una cosa pequeñita para que la esconda y otra mayor…
—Su cara… su cara… me ha impresionado desde que le vi, pero está tan delgado… creí que mi Gianni tenía que estar más desarrollado…
La señora Mantegazza puso en manos de Luigi una sortija y una tabaquera.
—¿Quieres esconderlos donde siempre? —le preguntó.
Luigi, sin ninguna vacilación, se dirigió hacia las cristaleras que comunicaban con el jardín, las abrió y, a la luz blanca de la mañana, fue a poner la sortija en la boca del pez de la fuente y la tabaquera en la del león.
—¡Gianni, hijo mío! Eso sólo lo sabíamos tú y yo… —exclamó la señora Mantegazza, llorando.
—Lo recordé el otro día, cuando usted le dijo al chico grandón que escondiera su collar. Y su cara la he estado viendo siempre…
—Eso es cierto —confirmó Julio—, pero Luigi, es decir, Gianni, se confundía creyendo que era en los cuadros de las iglesias…
—Ahora ya no —dijo el hijo auténtico de los Mantegazza—, ahora sé que la recordaba como unos ojos que miraban y unos labios que hablaban. Yo creía recordar que mi mamá un día me regaló un pajarito con una cola muy larga…
—Sí, te lo regalé y tenía una cola muy larga… Nos lo trajeron del Brasil —confirmó Olivia.
Y ya no esperó más para abrazar a su hijo, con lágrimas en los ojos, mientras el señor Mantegazza los abrazaba a ambos. Aquél era un auténtico reencuentro y no el otro, como dirían más tarde «Los Jaguares».
—Vamos a dejar solos a los Mantegazza durante estos primeros instantes —sugirió Néstor. Entonces Julio guió a todos, incluidos el gondolero y su mujer, a un salón próximo.
—¿Y ahora qué pasará? —se apuraba Nicoletta.
—Que todos estarán más contentos —le anunció Sara—, usted porque parece buena y quiere al pequeño y le agradará saber que ya no le falta nada; y su marido… creo que podrá comprarse alguna que otra botellita.
Media hora después, con los ojos rojos de llorar, pero enormemente felices, apareció el matrimonio y su hijo. Cierto que el que más había llorado era Oscar y que, en aquella ocasión, ni le importó que por ello le tildaran de crío.
—Oscarini, todo te lo debemos a ti —fue lo primero que dijo Luigi-Gianni—; bueno y también a todos «Los Jaguares».
Justo cuando más tarde «Los Jaguares» iban a contar las incidencias de la noche, llegó el señor Medina procedente del aeropuerto y todos disfrutaron mucho, especialmente con aquel relato sobre la flamante calabaza y el remojón de los Escolatti.
—Ojalá mi Gianni se parezca a «Los Jaguares» —murmuró el señor Mantegazza.
Nicoletta se disculpó por lo desmedrado que estaba el pequeño. Eran tan pobres… y su marido tan gandul…
—Como bueno, mi Battista es muy bueno, pero le pierden sus amigotes de taberna —concluyó.
—Amiga mía —dijo Olivia suavemente—, le han dado lo que tenían y nadie puede exigir más. Gianni ha tenido un hogar y eso no es poco; gracias a ustedes, hoy puedo recuperarlo…
«Los Jaguares», en compañía del señor Medina, regresaron a España dos días después y muy pronto empezaron a llegarles cartas procedentes de «Villa Mantegazza», unas de Gianni para todos y otras muy largas para el «querido Oscarini», llenas de felicidad. Su padre también escribía largo y tendido a su amigo Medina y a sus jóvenes benefactores, explayándose en la inteligencia de Gianni, en lo pronto que aprendía, en cómo crecía y se desarrollaba, en el perfecto entendimiento que reinaba entre los tres. Olivia había recobrado totalmente la salud y estaba orgullosa de su hijo.
La propia Olivia les anunció la próxima visita de los tres, porque su feliz familia jamás olvidaría a «Los Jaguares», a los que debían su dicha presente.