Los encargados de hacer averiguaciones acerca del «dottore» se dirigieron a casa de la señora Pascualina para ponerse la ropa estrafalaria. De pronto, Héctor tuvo una idea y empezó a buscar un número de teléfono en la guía.
—¿Qué haces? —le preguntó Raúl.
—Ahora verás.
Lo que hizo el jefe de «Los Jaguares» fue llamar al Colegio de Médicos de Venecia, con su voz bien timbrada que englobaba un poco para que pareciera procedente de un hombre, quejándose de haber estado muy mal atendido por el «dottore» Aldo Meneghini; quería saber si podía exigirle una indemnización por su descuido.
—El «dottore» Meneghini ya no pertenece al Colegio —le informó la secretaria—. Parece que su conducta no era precisamente la que exigimos de nuestros colegiados. Oiga, señor, ¿usted es extranjero, no?
Héctor cortó la comunicación y participó a Raúl:
—Me temo que el tal «dottore» no es un tipo muy honrado.
Se fueron a la dirección indicada por Julio, poniéndose en un portal las pelucas, gafas, barbas y bigotes. Héctor era tan alto y Raúl tan fuerte, que parecían dos individuos hechos y derechos.
El «dottore», al menos aquel día, no tenía clientela y los visitantes esperaron poco tiempo. Cuando les recibió, Héctor, seguro, expuso lo que deseaba:
—Un amigo mío, veneciano, me ha explicado que es usted un buen cirujano. Un pariente nuestro, que también es catalán, desearía que le hiciera usted una pequeña operación. Se trata de simular una pequeña cicatriz y que parezca antigua. Dígame, ¿es eso posible?
El «dottore» parecía desconfiar y alegó:
—Según… no es sencillo…
—Por el precio no debe preocuparse. Aunque mi pariente sólo le abonará lo convenido si la operación es un éxito.
—Lo será… pero mis condiciones son la mitad por adelantado…
Y marcó una cantidad ligeramente superior a la que figuraba en la factura del señor Mantegazza.
Héctor le dio un nombre, falso, naturalmente y le aseguró que ocho días después el catalán estaría en Venecia.
—¡Qué pájaro! —exclamó Raúl, cuando estuvieron fuera de la casa.
—Me temo que ése desconfía; pero ahora sabemos que la cicatriz de Gianni se ha hecho según los informes proporcionados por el propio señor Mantegazza. ¿Tú lo entiendes?
—Hombre, como su mujer tenía tanta pena por la desaparición del niño… —alegó el buenote de Raúl.
—¡Pues vaya un regalito que le ha proporcionado!
Les dio tiempo a esperar en la puerta del cine a que salieran los espectadores de aquella sesión y, a la primera ojeada, descubrieron que Oscar y Luigi parecían felices y las dos chicas a punto de explotar.
En un aparte, Verónica se quejó:
—Es la última vez que cargo con éste: nos ha estado explicando la película en voz alta, como si fuéramos tontas y, para colmo, es de los que cuando hablan escupen a la cara.
Julio, por el contrario, mostraba un semblante apacible.
—Vamos a la confitería a merendar de lo bueno —dijo Gianni.
Entonces el mayor de los Medina aceptó:
—Buena idea, chico; aprovéchate ahora que puedes…
Desde luego era un ineducado y se fue por el mostrador poco menos que poniendo el dedo en los pasteles, hasta que la camarera le llamó la atención. Héctor aprovechó para contar a Julio el resultado positivo de sus investigaciones.
Cuando los Medina regresaron a la villa en compañía de Gianni, los Escolatti estaban ya allí y demostraron su amor por el chico del modo más desagradable.
—¡Querido Gianni, cómo te echamos en falta! —dijo Carla—. Estamos tan tristes sin ti… Pero, en fin, tu felicidad es antes que la nuestra.
—Ya veo que has hecho amigos —dijo el señor Escolatti—, pero mañana no salgas, porque vamos a hacer lo del notario, ya sabes, la cuestión de tu legalización como Mantegazza.
—¡Oh, sí, claro! —fanfarroneó Gianni.
Julio y Oscar, asqueados, se retiraron, pero observando de paso que el señor Mantegazza parecía anonadado. Y no aparecieron hasta que les llamaron para la cena. La señora Mantegazza no acudió al comedor y a su marido le costó un esfuerzo visible mantenerse a la altura de las circunstancias.
Luego Gianni se fue a su habitación, donde había exigido que se le instalara un televisor y, como un favor especial, admitió que Oscar viera el programa a su lado. A Julio le trataba con desdén rayano en grosería.
Como éste observara que el señor Mantegazza se dirigía a su despacho, decidió abordarlo. Le encontró con la frente entre las manos, como un hombre que tiene gravísimas preocupaciones.
—Señor Mantegazza, ¿podría hablar con usted?
—¡Ah, sí! Dime…
—Señor, se trata de Gianni; ya sé que no hago bien en inmiscuirme, pero es por su propio bien y el de su esposa que quiero darle mi opinión. Usted y yo sabemos que no es su hijo y que si lo acoge como a tal, en el futuro va a darles muchos disgustos.
—Julio, no tienes derecho a hablarme en ese tono.
—Lo lamento, señor. Me hubiera gustado que papá siguiera aquí y usted pudiera confiarse a él. Quizá entre los dos hallaran una solución.
Como el hombre permaneciera callado, Julio añadió:
—No comprendo la razón de que quiera confundir a su esposa y haya llevado a Gianni, el hijo de unos indeseables, a que un cirujano le haga con arte la cicatriz que lleva ahora Gianni sobre el codo.
El señor Mantegazza se alzó de su asiento, quedándose con las manos sobre la mesa.
—¿Cómo sabes eso?
—Mis amigos lo han descubierto; y también que Gianni no es de Monteforte, sino de un suburbio del distrito de Marghera. Ese Escolatti es un contrabandista que ya ha estado alguna vez en la cárcel y supongo que ahora le está haciendo chantaje a usted. ¿Es que no había otro modo de impedirlo?
—¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Estoy anonadado!
—Sea como sea, tiene que librarse de esos indeseables.
El señor Mantegazza, que se había dejado caer de nuevo en su asiento, murmuró con voz entrecortada:
—No sé cómo has podido llegar a saber todo eso, pero desgraciadamente estás en lo cierto. Me están haciendo un chantaje criminal y me presionan para que legalice la situación de Gianni, herencia incluida y una elevada suma para sus padres. Yo… lo hacía por Olivia… No resistiría verme en la cárcel.
—¿Tan grave es?
—Tan grave, Julio. Tienen pruebas contra mí que son irrefutables y… falsas. He tenido un empleado a mi lado, un tal Manissa, que me ha estado engañando durante mucho tiempo. Me ha estado haciendo firmar documentos en la empresa que eran totalmente inocentes, pero luego, por algún procedimiento proporcionado por Escolatti, borraban lo escrito y lo sustituían por contestaciones mías a una gran firma internacional, presentándome como involucrado en un negocio de compras hechas por el Estado que me han reportado millones. Esos escritos con mi firma son tan auténticos que cualquier tribunal me condenaría.
—¡Los muy canallas!
—Pero a pesar de todo, si el chico hubiera resultado honrado y buena persona, yo me lo hubiera quedado para hacer de él un hombre de bien. Tal como es, mañana mismo hablaré con Olivia, le contaré la verdad y… ¡sea lo que Dios quiera!
—Tiene que haber una solución…
—No existe más que pasar por lo que ellos proponen: que reconozca a Gianni como a nuestro legítimo heredero. Claro que, cuando lo sea, ¡vete a saber dónde querrán llegar!
—Señor Mantegazza, ¿quién guarda esos documentos, Escolatti o Manissa?
—Uno de los dos, desde luego.
—Señor Mantegazza, siga engañando a esa gente, finja que va a acceder, pero no firme nada ante notario… aguarde.
—Mañana por la mañana termina mi plazo.
—Haga creer que ha sufrido un accidente… cualquier cosa. Mientras tanto, podrá encontrar alguna solución. ¿Me permite salir?
—¿Qué vas a hacer, Julio?
—Ver a mis amigos y decirles que es usted un hombre honrado.
—Como quieras… Llévate la lancha.
Segundos después, Julio salía de casa en dirección a la de la señora Pascualina. Inmediatamente, los cinco «jaguares» mayores celebraban una grave conferencia.
—A mí no se me ocurre nada, compañeros. ¿Sabe alguno de vosotros el procedimiento para recobrar esos documentos?
Raúl, que era el que menos ideas aportaba y el más pacífico del grupo, lanzó los puños por delante.
—Eso lo sé hacer yo —dijo rotundo.
—Y maravillosamente —le aplaudió Verónica.
Este Mantegazza me parece que se pasa de bueno y caballeroso —sentó Héctor, poniéndose en pie—. Vamos, Raúl, nos toca llenarnos de pelos y entrar en acción. ¿Por quién empezamos? ¿Manissa o Escolatti?
—¡Oh! —se quejó Julio—. No soy nada partidario de andar a golpes para recuperar esos documentos, pero, claro, comprendo que estando las cosas como están…
—Quizá fuera conveniente hacer prisionero a Manissa para tenerlo inutilizado y luego ir por los Escolatti…
Sara se dio un cachete en la frente que casi la tumbó:
—No empezamos ni por uno ni por el otro. ¡Por el protagonista, chicos! ¡Por Gianni! ¡Vamos a secuestrarlo! Si sus dulces papás tienen algo de padres, soltarán los papeles a cambio del chico.
Raúl, Julio y Héctor se le quedaron mirando con admiración. Luego Julio la abrazó y por último la tiró al aire en una manifestación de alegría rara en él.
—¡Pelirroja maravillosa! ¡No sé qué haríamos sin ti!
Los otros, para no ser menos, le dirigieron la misma fiesta.
—¡Eh, que no vais a dejar nada de mí! —se quejó Sara, riendo.
—Venga, secuestro inmediato y después el resto —ordenó Héctor, con prisa.
Concretaron los planes y luego Julio regresó a la lancha de la villa, donde le esperaba el conductor.
—Volvemos a casa…
Y así fue. Directamente, Julio se dirigió a la habitación de Gianni, que acababa de acostarse.
—¿Qué haces aquí?
—Me estoy aburriendo como una ostra y tú también. Se me ha ocurrido salir de tapadillo los dos y corrernos una juerga como si tuviéramos veinte años.
Inmediatamente, Gianni saltó de la cama. De haberle propuesto algo noble no hubiera obtenido más que su desdén.
—¡Estoy dispuesto! Me visto en un santiamén.
—Por dinero no te preocupes: yo tengo.
Gianni, bruto, malintencionado pero tontorrón, cayó en la trampa. Poco después, con los zapatos en la mano, los dos salían de casa, llevándose la llave de la puerta: es decir, Julio, porque el otro no preveía tales cosas y se llegaron al atracadero donde permanecían las dos embarcaciones del señor Mantegazza. Los primeros metros los recorrieron a remo, para no alertar a los de la casa. Luego Julio puso el motor en marcha y tomó por un canal estrecho y desierto, en una de cuyas encrucijadas, junto a la que existía un muelle sostenido por pilotes, se introdujo. De otro bote amarrado saltaron varias figuras sobre Gianni, que quiso gritar. Pero no le dieron tiempo y, aunque era muy fuerte, muy bruto y se defendía como un toro, resultaban demasiados contra él. Sin poder remediarlo, se encontró atado, amordazado y sin poder moverse.
—Bien, Gianni o como te llames —le dijo Héctor—. Se te acabó la herencia Mantegazza. O tus padres sueltan los papeles que ya debes conocer o ésta no la cuentas.
Trasladaron a Gianni al bote y en él lo llevaron hasta la isla de Lido, donde ya habían descubierto una pequeña abertura que iba a servirles de escondite.
—Tenemos que apresurarnos —dijo Héctor—. Este escondite sirve de noche, pero no de día. Además, antes de amanecer ha de quedar todo listo. ¿Alguien sabe la hora de la próxima pleamar?
—En la Prensa de hoy creo que he visto que sobre las cuatro de la madrugada —replicó Julio.
—No tenemos tiempo que perder. Chicas —preguntó Héctor—. ¿Seréis capaces de vigilar al prisionero?
—Si no hay otro remedio… —repuso Verónica.
Raúl les entregó a cada una un remo, como arma de ataque y defensa, aunque Gianni estaba bien amarrado.
—Venga, dadnos vuestras medias —exigió Julio.
Inmediatamente, los tres se iban en la lancha a toda velocidad. Al pasar junto al muelle donde se dejaban las basuras del mercado, Raúl recogió una gran calabaza medio podrida y una bolsa de plástico, donde la introdujo. Luego, explicó a sus compañeros:
—Será nuestra «bomba», por si acaso…
La idea era buena. Minutos después, llamaban en la puerta de Giovanni Manissa. Éste, sorprendido, se dirigió a abrir. Desde el lado de fuera, cuando preguntó quién llamaba, Héctor contestó, imitando la voz de su compinche:
—Escolatti.
El empleado del señor Mantegazza no abrió más que una rendijita, pero tres catapultas se lanzaron sobre él. En un abrir y cerrar de ojos, se encontró amordazado y atado de pies y manos a los barrotes de una cama. Los agresores llevaban las cabezas cubiertas con medias y dos de ellos parecían muy melenudos y barbudos.
Julio y Raúl permanecieron con la boca cerrada y Héctor, que estaba dominando el italiano a la perfección, se encargó de dictar las condiciones, con voz hueca y silabeante. Primero amenazó con la «bomba», conectada para dos minutos después, si no les entregaba una confesión por escrito de su participación en el chantaje contra Mantegazza, además de los documentos que obrasen en su poder.
—Sólo guardo la mitad; el resto los tiene Escolatti —repuso tembloroso y mirando hacia la bolsa de la «bomba».
—¿Dónde están?
Manissa señaló un cajón. Le soltaron una mano para que pudiera escribir y le acercaron una mesa, papel y pluma.
El individuo se plegó a todo.
—Le queda algo más por hacer… —anunció Héctor.