X. «LOS JAGUARES» ACTÚAN COMO PICAROS

Aquella noche, Julio estuvo desvelado bastante tiempo y quizá no fuera el único de la casa que lo estaba. El señor Mantegazza, durante la cena, había debido darse cuenta de que Gianni no era un chico del campo y Julio suponía que procedía de algún barrio de los alrededores de Venecia o de cualquier otra ciudad.

El señor Mantegazza no parecía sorprendido… Y eso que él y sus detectives habrían hecho averiguaciones. Pero si sabía que no procedía de Monteforte, ¿por qué se dejaba engañar? ¿O eran sus detectives quienes le engañaban o…?

Aquella conversación telefónica sorprendida, le venía a Julio al pensamiento: «Es usted un rufián de la peor especie»; y «estoy en sus manos»… ¿Quién era su interlocutor? ¿Uno de los detectives? ¿El propio Escolatti?

Muy temprano, salió de casa con la excusa de que quería hacer unas compras y regresaría pronto. En realidad, se llegó a la cabina telefónica más cercana, marcó el número de casa de la señora Pascualina y preguntó por Héctor.

—Oye, mira, las cosas van de un modo que no me gusta. Puede que las estropeemos más, pero tenemos que actuar y rápido…

Le explicó lo que había escuchado la víspera y añadió algunas de sus deducciones. En cuanto al plan…

—Si se trata de Escolatti nos conoce, pero déjalo de mi cuenta… No lo voy a dejar ni a sol ni a sombra.

Todavía prolongaron la conversación un poco más y luego Julio, para despistar ante el conductor de la lancha de la villa, se hizo conducir a una vía comercial, donde adquirió unos calcetines y una camisa. Con el paquete en las manos, regresó a casa. Minutos después, su padre telefoneaba desde Viena, anunciándole que su estancia iba a prolongarse un par de días. Julio le dijo que estaban bien y seguían recorriendo la ciudad y los alrededores.

Mientras tanto, Oscar envió a una doncella junto a la señora Mantegazza para preguntarle si podía pasar a darle los buenos días. La contestación fue afirmativa y el chico se presentó con una idea bien firme en la cabeza, a pesar de las recomendaciones de su hermano de que no abriese la boca.

—Buenos días, Olivia. ¿No te enfadas si te digo una cosa?

Como ella sonriera, el chico se animó y de un tirón añadió:

—No me gusta Gianni ni un poco y eso de los papeles que dice que vas a hacer hoy para demostrar que es vuestro hijo, menos.

Ella miró tristemente al pequeño.

—Hoy no vamos a hacer «lo de los papeles», como dices. No, todavía no. Mi marido me aseguró el primer día que reconocía al muchacho como a nuestro Gianni, pero ahora le noto extraño, disgustado, más disgustado todavía de lo que estoy yo. Sin embargo, las pruebas… Bueno, Oscar, vamos a olvidarnos de estas cosas.

—Sí, bien… sólo me gustaría saber si cuando tu hijo era pequeñito le dabas algún nombre especial, de ésos que utilizan las madres y sólo ellas. A mí nunca me han llamado más que Oscar, aparte Julio, que tiene la mala costumbre de darme nombre de mono.

—Pero será de forma cariñosa… —Olivia sonrió—. Cuando él y yo estábamos solos, le llamaba Gigí, sólo entonces. ¿Hoy también vais a ir en la góndola de ese pequeño? El pobrecito me impresiona, tan delgado, tan… conforme con lo que tiene y con esos grandes ojos que parecen suplicar…

—¡Claro que iremos con él! Nos hemos hecho muy amigos; además, como es tan listo, en seguida le entiende a uno, no como…

Oscar se tapó la boca con una mano, antes de que se le escapara el nombre de Gianni.

Cuando los dos hermanos se reunieron, el pequeño informó al mayor que había cumplido su encargo.

—Así que Gigí… —murmuró Julio, pensativo.

Algo después, la góndola de Luigi llegaba conduciendo a las chicas y a Petra.

—¿Dónde están Héctor y Raúl? —preguntó Oscar.

—Han querido presenciar una prueba de natación —explicó Sara—; a nosotras no nos apetecía.

—Invitaron a Gianni a ir con ellos y el señor Mantegazza dijo a su hijo:

—Ve con nuestros amigos si lo deseas, muchacho. Hoy no podemos hacer nada de lo tuyo porque mamá no se encuentra bien.

—Pero es que como van a venir mis otros padres… A lo mejor me llevan, puesto que ustedes no aceptan lo establecido…

Gianni tenía una forma de hablar tan segura e, incluso, se atrevía a dirigir veladas amenazas al señor Mantegazza, que Julio se reafirmaba en la idea de que sus doce años podían ser catorce, largos.

Cuando se iban, los Escolatti llegaban. Unos metros más adelante encontraban una lancha a motor con dos extraños pasajeros, barbudos ambos, cejudos ambos y bigotudos ambos. Por un lado Verónica y por otro Sara, hicieron a Julio objeto de un buen codazo de entendimiento.

Hasta sin el codazo, el muchacho había comprendido que se trataba de Héctor y Raúl. Habían andado listos para procurarse una ropa estrafalaria, adquirir pelucas y demás aditamentos pilosos para completar su disfraz. Además, llevaban gafas oscuras, sin contar con que se habían provisto de una embarcación que podían manejar sin la cooperación de nadie.

—Con tal de que no se pierdan por los canales… —susurró Julio por un lado de la boca.

Luigi debía encontrar extraña la falta de los otros dos y extraño el ambiente, porque de vez en cuando les dirigía miradas indagatorias.

—Puesto que no podemos hacer nada más, nos encargaremos nosotros de consultar la Prensa de la fecha del secuestro. El mico puede quedarse con Luigi y encargarse de Petra.

En ello se les fue la mañana. En la hemeroteca, sección de periódicos de la Biblioteca Municipal, no perdieron ni un instante hasta dar con la noticia en las fechas de la Prensa local en que Gianni fue secuestrado. Se hablaba del extraño secuestro del hijo del importante financiero Enrico Mantegazza, sucedido días antes, pero del que nada se había dicho por no entorpecer las gestiones policiales. Se daba la descripción de la ropa que llevaba el niño y las señas personales. En cuanto a la ropa, se detallaba que llevaba pantalones azul marino, chaquetita del mismo color y blusita azul claro y una medalla con la fecha de su nacimiento.

Al salir de la biblioteca, Sara comentó:

—La descripción de la ropa aparecida en la Prensa no es tan detallada como para que los Escolatti hayan podido procurarse la blusa que han mostrado a sus padres.

—Ni la de la medalla —añadió Verónica—; aparte la fecha, ¿cómo podía saber nadie la clase de medalla que era de no haberla conocido? Tampoco se menciona la cicatriz.

—Eso nos lleva a considerar dos extremos: o los Escolatti conocieron al secuestrador del verdadero Gianni o alguien les ha informado con verdadero detalle sobre la medalla, la ropa y… muy especialmente la cicatriz. De no ser el propio secuestrador, ¿quién podía saberlo?

—Algún criado de la casa —apuntó Verónica.

Sara, una vez en la calle, miraba fijamente a Julio:

—Me estoy barruntando que tienes alguna idea que te guardas para ti solito.

—Quizá, pero es tan descabellada que más valdrá guardarla bajo cerrojos.

Oscar y Luigi no se habían aburrido y hasta Petra parecía dichosa cuando se les unieron para regresar a casa.

—¿No podíamos comer juntos? —propuso Verónica.

—No, porque vosotras sois el enlace de los que faltan y nosotros debemos regresar a la villa. Si hay alguna novedad, telefoneadme. Ya nos pondremos de acuerdo para esta tarde.

Encontraron a Gianni muy disgustado, tanto que se dignó dar explicaciones a los Medina.

—Han estado mis otros padres, pero como mamá está enferma no hemos podido hacer lo del notario. Mi otro padre está enfadado, pues considera que esto es urgente.

—Realmente… no dejas de tener razón —alegó Julio, para tirarle de la lengua—. Tú eres un muchacho inteligente, por lo que veo. Y cuando hayas arreglado tu situación como hijo de los Mantegazza, podrás hacer tu vida, como la hacemos mi hermano y yo, que a veces viajamos, le pedimos a papá lo que nos apetece y cosas así.

—Es lo que pienso. Ayer papá me compró una bicicleta, pero yo quiero tener mi propia lancha, un gimnasio, mis amigos y también un yate para salir al mar… y dinero para el bolsillo.

—Claro, claro… —dijo Julio, ocultando su desdén y con ganas de darle un mamporro.

La comida no fue agradable tampoco aquel día. Gianni no desplegaba muchos esfuerzos para hacerse simpático, seguro de su situación en la familia y toda la conversación corría a cargo de los Medina, especialmente de Oscar. La pobre señora Mantegazza no pronunciaba más que monosílabos y se veía su disgusto y lo mucho que le costaba ser amable con Gianni.

Después de comer, cuando la familia estaba en el jardín, llamaron a Julio por teléfono. Cuando el criado le pasó el encargo, él se dirigió al despacho del señor Mantegazza para hablar desde allí.

—Soy Héctor: ya te habrán dicho las chicas que hemos ido a ver una competición. Ha habido algunas cosas interesantes. ¿Hay alguna novedad para esta tarde?

—Ninguna. ¿Vendréis a buscarnos?

—Dentro de media hora estaremos ahí.

—Oye, Héctor, si habéis adquirido equipo en relación con la competición, no os desprendáis de él, por si se nos ocurre utilizarlo.

Héctor había comprendido que debía seguir conservando la lancha y los disfraces.

—Ya estaba en ello —dijo—. Hasta luego.

Cuando Julio ponía el auricular en la horquilla, una audaz idea atravesó su mente. El procedimiento para llevarla a cabo era despreciable, pero se disculpó porque le guiaba un fin loable. Viendo unas llaves sobre la mesa, dedujo que podían ser las de los cajones de la mesa. Al probar la segunda, con el oído tendido hacia la puerta, la cerradura cedió. Julio empezó a levantar papeles, aunque casi no sabía lo que buscaba. En realidad, lo que estaba viendo carecía de importancia, porque se trataba de facturas normales. Ya iba a dejarlas en su sitio, cuando unas líneas escritas llamaron su atención. La hoja de papel llevaba el siguiente membrete: «Dottore Aldo Meneghni»… Venía después la dirección y más abajo: «Por servicios de cirugía prestados por encargo del señor Mantegazza, 1.000.000 de liras».

Precipitadamente, Julio guardó todo en el cajón, echó la llave y puso el llavero sobre la mesa.

Había estado tentado, durante la comida, de sincerarse con el señor Mantegazza sobre lo descubierto la víspera, diciéndole que Gianni no era su hijo, pero sería mejor esperar hasta saber si realmente los descubrimientos de Héctor eran importantes. Y mientras tanto, seguiría observando. Porque ahora estaba totalmente seguro de que el señor Mantegazza sabía que Gianni no era su hijo. Pero entonces, ¿por qué razón trataba de que lo creyera así su esposa? Debería saber, por el comportamiento del muchacho, que no iba a darles ninguna felicidad

Héctor cumplió su palabra y, a la hora prometida, estaban todos ante la villa en la góndola de Luigi.

Como siempre, Gianni recibió invitación para acompañarles y aquella vez aceptó, con todo el aire de hacerles un favor, lo que resultó una verdadera contrariedad para Julio.

—Bueno, iré a cambiarme de ropa —dijo Gianni.

«Los Jaguares» se apresuraron a buscar un lugar donde cambiar impresiones, lejos de la casa y de los oídos de Luigi.

—Los Escolatti viven en un suburbio del distrito de Marghera, ya en tierra firme. Cuando han salido de aquí esta mañana nos hemos visto negros para seguirles; se han dirigido al barrio de la Mercería, donde se han juntado en el mercado con otro individuo. Cuando ellos se han separado, nosotros también. Raúl ha seguido al individuo y yo he tomado un taxi para seguir al autobús en el que iba la pareja. He tomado nota de la casa y luego me las he arreglado para entablar conversación con una vecina.

—¿Algo positivo? —preguntó Julio.

—Bastante… porque hace más de diez años que viven allí. Escolatti ha pasado algunas temporadas en la cárcel, parece que acusado de contrabando y el chico es su hijo.

—¿Y el otro individuo? —volvió a preguntar el mayor de los Medina.

—Ese vive en la parte antigua de Venecia —explicó Raúl—. ¡Peste! Perdona que hable como tu hermano, pero cuando pienso en lo que me ha sacado la portera de la casa de al lado por sus informes… Se llama Giovanni Manissa y hasta hace poco trabajaba en una empresa dirigida por el señor Mantegazza. Sin embargo, y esto es lo curioso, el tal Manissa presume en el barrio de que Mantegazza le ha trasladado a otra de sus empresas dándole un puesto de directivo.

—Ya —dijo únicamente Julio—. Tenemos que andar rápidos, por si viene Gianni. Esta tarde tenéis que volver a disfrazaros y visitar a cierto «dottore»… Tomad nota de la dirección y aunque sea a torta limpia informaos de cuál fue la operación que ha hecho recientemente por encargo del señor Mantegazza.

El resultado fue que, al regresar Gianni con su flamante traje nuevo, Héctor semejó estar preocupado y dijo que su familia debía estar disgustada, pues no había conseguido telefonearles y no sabían nada de él.

—En casa deben estar enfadados conmigo —se quejó Raúl—. Voy contigo y trataré de telefonearles.

—A mí me apetece ir al cine —dijo Verónica, imaginando que sería el mejor sistema de neutralizar a Gianni, teniéndole con la boca cerrada durante dos horas. ¡Ay! No le aguantaba.

—¿Iré yo también al cine? —preguntó por bajines Luigi a su gran amigo Oscarini.

—¡Pues claro, hombre!

—A lo mejor se te ocurre llevar alguna cosa para darle al diente… —apuntó con picardía el italiano.

—¡Seguro!

Héctor y Raúl se fueron por su lado.