VIII. BUSCANDO LOS CUADROS DE LA MADONNA

Era el momento exacto en que los dos moros de la Torre del Reloj tenían que salir de su refugio para aporrear con sus mazas la campana de las once horas y, como todos los turistas, también «Los Jaguares» levantaron las cabezas para contemplar el espectáculo. Luego Sara, con su vaso de jugo de tomate en la mano, empezó:

—No te pedimos que nos cuentes lo que pasa en vuestra casa, Julio, pero supongo que te agradará saber lo que pensamos nosotros…

—Lo peor fue nuestra indiscreción —la interrumpió Verónica—. Estar allí sin haber sido invitados y en instantes tan delicados… Me hubiera dado una de cachetes…

—Julio —Sara se hizo con turno de hablar—. Ese chico no es el hijo de la señora Mantegazza.

—¡Sara, Sara! —se quejó el aludido, levantando los ojos al cielo—. Hay pruebas que lo confirman…

—¡Qué pruebas ni qué zarandajas! Esa mujer no lo reconoció y no me vengas con la historia de los años transcurridos, porque ella debe llevar los rasgos del niño muy grabados en su mente y, por mucho que haya cambiado… ¡Qué no, ea, que no!

—¡Cuidado que eres contundente! Bueno, no quería contar nada, pero si te pones así… El caso es que las pruebas no dejan lugar a dudas: en primer lugar, la medalla de Gianni, con el día de la fecha del nacimiento, que la señora Mantegazza reconoció como auténtica…

Sara le atajó:

—¡Valiente prueba! ¡Una medalla que puede perderse en cualquier lugar y ser encontrada por cualquiera!

—¿Me dejas hablar, pelirroja entrometida? La segunda prueba es más concluyente… La verdad, me despistó…

El acento pensativo de Julio intrigaba a todos. Ninguno se atrevía a moverse ni hablar, para no distraerlo en sus deducciones.

—Se trata de una cicatriz antigua, resultado de una herida que el niño se hizo de pequeñito, jugando en el jardín; y es una cicatriz muy especial, un triángulo al que le falta la base. Al reconocerla, la señora Mantegazza se desmoronó y… claro, tuvo que aceptar a Gianni.

—¿Así que tenéis allí a ese mastuerzo? —preguntó Héctor—. La verdad, no me extraña que esa señora se halle decepcionada; sin duda había adornado mentalmente a su hijo con todos los encantos y… su decepción es hasta lógica.

—¡Pero Gianni no es feo! —saltó Verónica.

—¿Es que te gusta? —le preguntó Raúl.

—¡Ni pizca! —replicó ella—. Se puede ser guapo y no gustar y feo y gustar.

—¡Oh, Vec, qué bien te explicas! —se burló Héctor.

Julio recordó de pronto el encargo que tenía para ellos.

—La señora Mantegazza os ha invitado a comer.

—¿De veras? ¿No se habrá creído obligada a ello? —se aseguró Héctor.

—En absoluto; más creo que le sirve de alivio rodearse de gente. Deduzco que se siente violenta con Gianni, bueno, que entre ambos no media la menor confianza ni nada en común. Anoche, la pobre, tuvo que retirarse del comedor. Cierto que los buenos Escolatti se quedaron a cenar. ¡Qué par! Ella no hace más que repetir lo bien que han cuidado a la criaturita. O mucho me equivoco, o ésos quieren sacarle producto a sus desinteresados cuidados.

—Resumiendo: que no son tan desinteresados —puntualizó Verónica—. Y que la señora Mantegazza no acaba de aceptar al chico y el señor Mantegazza sí.

Héctor, con un brazo sobre la mesa, escuchaba atentamente las impresiones de sus compañeros.

—Así es —reconoció Julio—. Él ha animado a su esposa a aceptarlo, en esto ha tomado la iniciativa, es verdad. Se encargó de mostrarle la casa al muchacho y le hizo saber que podía elegir la habitación que más le gustara —se echó a reír—. El bueno de Gianni eligió la suya, que es precisamente la que ocupaba Oscar. El señor Mantegazza le hizo saber que dispondría de ella cuando nosotros nos fuéramos y el chico se puso tozudo, exigiendo la que fue suya. Menos mal que el mico estuvo a la altura de las circunstancias y se fue con la música a otra parte.

—¡Ese borrego es un grosero! —saltó Sara—. A lo mejor le da por ponerse tonto con la protección del señor Mantegazza… Como él le reconoció en seguida…

De pronto Héctor cambió de postura para protestar:

—¿Qué es eso de que le reconoció? Yo no le entendí así: se le veía claramente decidido a aceptarlo, pero de ahí a reconocerlo…

En los ojos de Julio brilló el interés.

—¿Así que ésa es tu impresión? ¡Vaya, hombre…! Era también la mía y me resistía a darme crédito.

Por entonces, ninguno veía la belleza que les rodeaba, con el pensamiento en la escena contemplada la víspera.

—No me atrevería a asegurarlo, entre otras cosas, porque no conocía al señor Mantegazza, pero no sé… tengo la impresión de que a él Gianni no le agrada. Menos todavía que a su mujer; pero lo acepta… es extraño.

Julio había estado escuchando con gran interés las reflexiones de Héctor.

—Coincido contigo; sin embargo, la razón puede estar en la salud de su mujer. Quizá él quiera proporcionarle la ilusión de que ha encontrado a su hijo para que ella se sienta dichosa.

—Pero ¿cómo puede inculcarle a ella un convencimiento que él no comparte? —saltó Sara.

No le faltaba razón y todos lo reconocieron así. Bastante serio, Julio propuso olvidar un asunto que no les incumbía. En aquel momento, Luigi y Oscar regresaban pringados de helado y con aire feliz. Pero también coincidieron con un hombre que era el dueño de la góndola que estaban utilizando. Al ver al pequeño, el señor Battista se soltó en improperios.

—¡Gandul, golfo! ¿Es así cómo le sacas provecho a la barca? ¿Correteando por las calles?

—¡Pero tío Battista, estoy trabajando!

El hombre, que desprendía un sospechoso tufillo a vino a pesar de la hora, intentó darle un pescozón y Oscar se puso delante.

—¡Oiga, Luigi está diciendo la verdad! Es nuestro gondolero y guía y ahora iba a enseñarnos San Marcos.

—¡Hum…! Para eso sería necesario pagarle todas las horas de trabajo —refunfuñó el viejo gondolero.

—Así lo hacemos —dijo Héctor, plantándose ante él—. Anoche le dimos lo que él nos pidió: veinte mil liras. ¿Es que no se lo dijo?

—Sí, sí; y me las entregó íntegras, como es su obligación, que para eso le dejo capitanear la mejor góndola de Venecia.

Lo último no era del todo exacto, pero no lo discutieron. El hombre se aplacó:

—Si los «signorinis» le siguen pagando igual, no tengo nada que objetar.

—De acuerdo —dijo Julio, con una mirada despreciativa para aquel haragán, que dejaba a un chiquillo hacer el trabajo por él y, por lo que entendía, sin que se preocupara de alimentarle convenientemente.

Battista se fue y entraron en San Marcos, un poco impresionados de su belleza. Su pequeño guía se les escabulló a la carrera, recorriendo las naves para fijarse únicamente en los cuadros de firmas célebres que colgaban en profusión de las paredes.

—¡Eh, Luigi! ¿Qué mosca te ha picado? —le preguntó Julio.

El muchacho regresó hacia ellos.

—Es que busco el cuadro de la bella «Madonna»… debe estar aquí, pero no recuerdo bien dónde, «signorino».

—¿Se puede saber quién es la bella «Madonna»?

—Pues la señora de la villa.

—Mira, Luigi, mucho me temo que de arte no sabes ni una papa —se le escapó a Julio, un tanto impaciente—. En esta iglesia no existen cuadros de pintores modernos, sino de Tintoretto y otros pintores célebres de su tiempo, de modo que mal puede estar la señora pintada en ninguno de ellos.

—Pues está, está en alguna parte, que yo la he visto.

Julio, murmurando que el chiquillo no iba a servirles de nada, regresó hasta el atrio para comprar folletos explicativos, de modo que la visita les resultó provechosa.

Estuvieron allí hasta el momento de regresar a la «Villa Mantegazza», en que nuevamente ocuparon la góndola.

Cuando desembarcaban, Oscar dijo a Luigi:

—Anda, ven: anoche no te di el jersey…

—¿Veré a la «madonna»? —preguntó el gondolerillo, con gesto ilusionado.

—¡Pchs…! Eso no lo sé —contestó Oscar.

El primero en salir a recibirles fue Gianni. Indudablemente se había familiarizado bastante con la casa y se comportaba como dueño. Al ver a Luigi, cuyo sombrero denunciaba su condición, preguntó:

—¿Qué hace aquí éste?

—Viene conmigo —repuso Oscar, tirando de Luigi para adelantarse en busca de la señora de la casa. Ella acudió al encuentro de los jóvenes y se detuvo, mirando a los dos niños.

—Olivia, es Luigi, ya te he hablado de él. Quiero darle un jersey y… ¿podría darle también un bocadillo? No ha comido y como va a esperarnos…

Luigi miraba como en sueños a la señora Mantegazza.

Y ésta, sorprendida del oficio de aquel pequeño, le preguntó:

—¿De veras conduces una góndola? ¿No eres muy pequeño?

—¡Tengo ya once años!

—¡Ah! Oscar, llévalo a la cocina y di a los criados que le sirvan la comida —sonrió un poco compadecida ante aquel chiquillo desmedrado y añadió—: Y adviérteles que le traten muy bien.

—Gracias, Olivia… —Oscar dudó un momento, se acercó a ella y bajando la voz, indagó—: ¿Estás contenta?

Ella hizo un mohín que no significaba nada y volvió a sonreír con esfuerzo.

Luego los dos chicos se dirigieron a la escalera y Luigi aprovechó para confiarle a Oscar:

—Es una «madonna» en todo… hasta en lo buena.

—¡No lo sabes bien!

Gianni parecía mucho más seguro cuando saludó a «Los Jaguares» que no conocía, pero ellos tuvieron la ligera impresión de que creía estar haciéndoles un favor.

Oscar regresó al momento y todos fueron a la mesa. Al principio «Los Jaguares» estaban un poco impresionados, pero sus anfitriones eran muy amables con ellos y, desde luego, sabían dominar sus preocupaciones y se esforzaban por ser atentos. Después, todos fueron sintiéndose más a gusto, aunque Gianni, cada vez que abría la boca, era para darse importancia y menospreciar a los demás.

—Papá me ha comprado la mejor bicicleta que había en la tienda —anunció en seguida.

—Si un día vienes a Madrid, te proponemos una carrera —repuso Verónica—. Pero te advierto que siempre gana Héctor. Es un atleta.

—Habrá que verlo —replicó Gianni—. No creáis que porque me he criado en un pueblo soy un ignorante.

—Estoy segura de que no, Gianni. Por cierto, nosotros queremos conocer Murano y algún otro lugar de los alrededores. ¿Cuál es tu pueblo? —dijo Sara.

Gianni, torpemente, volcó el vaso de agua.

—No está cerca.

—Bueno, pero ¿cómo se llama? —insistió Sara.

—Está cerca de Verona.

—Verona me suena romántico —siguió la pelirroja—. Pero no me has dicho el nombre del pueblo, ¿cuál es?

Indudablemente, a Gianni no le agradaba el interrogatorio, pero respondió:

—Monteforte.

El señor Mantegazza se apresuró a cambiar de conversación, interesándose por las andanzas de «Los Jaguares» durante la mañana.

Mientras ellos respondían y la charla se generalizaba, la señora Mantegazza, a su pesar, no podía por menos que comparar a su hijo con los muchachos que se sentaban a su mesa. ¡Con cuánta alegría hubiera aceptado a cualquiera de ellos! Todos eran encantadores…, alegres, inteligentes, correctísimos, vivaces… ¡El pobre Gianni era tan torpe, tan poseído al mismo tiempo! Le observaba con ojos críticos, con ojos que no eran de madre… sospechando que cuanto más le conociese, menos le iba a gustar. Pero su marido aseguraba que era Gianni, que los informes de los detectives no podían ser más exhaustivos. Aquella mañana, los detectives le habían presentado la blusita que el niño llevaba puesta cuando desapareció. Los Escolatti habían querido que ella la viera. Era una blusita azul. Casi la había olvidado, pero, con tantas cosas, no debía dudar y, no obstante, dudaba.

—Gianni, ¿querrás venir con nosotros esta tarde? —le preguntó amablemente Verónica.

—¡Oh, no me apetece! Me quedaré en mi habitación viendo libros y quizá salga a comprar alguna cosa.

Su madre le amonestó con suavidad:

—Gianni, no creo que estés muy acertado: es posible que nunca tengas la oportunidad de ser invitado por una chica tan bonita como Verónica.

—Cuando era Gianni Escolatti quizá no, pero ahora soy Gianni Mantegazza y eso lo cambia todo.

La señora Mantegazza se hizo atrás en su silla como si le hubieran dado un golpe y Julio, al comprenderlo, empezó a gastar bromas, pero observando que el amigo de su padre se hallaba tan disgustado como su mujer.

Gracias al encanto y alegría de «Los Jaguares», la comida no resultó un desastre. Después salieron al hermoso jardín y Olivia se acomodó en una butaca, silenciosa y fingiendo distracción, cuando en realidad observaba el comportamiento de su hijo hasta en sus menores detalles.

Petra se estaba portando realmente bien y dormitaba al sol, después de haber comido con arreglo a sus gustos.

—Olivia —dijo Oscar, acercándose a su butaca—, ¿no te importaría que fuera en busca de Luigi? El pobre disfrutaría mucho aquí y ya que tiene que trabajar tanto…

—Anda, no me lo preguntes y ve.

Minutos después el menor de los Medina regresaba junto al gondolerillo que miraba a todas partes absorto, tanto que caminaba como un autómata. Fue tan prudente como para ir a sentarse, sobre el césped, a cierta distancia, con Petra entre los brazos, tratando de pasar desapercibido, pero sin apartar la mirada de la señora Mantegazza.