VII. DONDE TODOS DAN SU OPINIÓN SOBRE GIANNI

Fueron unos momentos de tensión terrible, hasta que el perfecto hombre de mundo que era el señor Mantegazza rompió el embarazoso momento, poniendo su brazo sobre los hombros de su hijo:

—Bienvenido a casa, Gianni. Espero que seas muy feliz y que comprendas que puedes contar con nosotros para todo. No debes sentirte incómodo, pues esta casa es la tuya… Aquí tendrás cuanto desees.

Gianni, siempre mirando al suelo, murmuró:

—Gracias… papá… Es usted muy bueno. Quizá yo no responda a sus deseos y… los de… la señora…

—Debes llamarla mamá —apuntó el señor Mantegazza.

—Sí, lo comprendo, pero hasta ahora yo la llamaba mamá a ella —señaló a Carla—, que es muy buena y me quiere mucho y… llamaba papá a… —señaló torpemente a Escolatti.

—No te pido que les retires tu afecto, muchacho, sino que…

Se cortó, como si se le estrangulara la voz, y Julio se le quedó mirando con curiosidad nueva. Entonces pensó que llevaban mucho tiempo allí, demasiado, y quiso disculparse.

—Señor Mantegazza, le pido permiso para retirarnos mi hermano y yo. Discúlpenos… y sepa que estoy muy contento de que hayan recuperado a su hijo.

—Gracias, Julio. Si quieres retirarte, puedes hacerlo.

La señora Mantegazza alzó la cabeza, buscando algo en torno. Al ver al menor de los hermanos, muy afectado y tratando de pasar desapercibido, le llamó:

—Oscar, ven.

El chico corrió a colocarse junto a la butaca. Y se encontró los ojos de la señora fijos en su cara:

—Dime, por favor… ¿qué te parece Gianni?

Oscar apretó los labios.

—¿Cómo? ¿No tienes nada que decirme? Nos entendíamos muy bien, éramos amigos…

Oscar afirmaba a todo y dirigió un par de rápidas miradas hacia el lado de Gianni.

—Te he pedido tu opinión, Oscar.

El chico comprendió que tenía que dar una respuesta y se aventuró a decir:

—Es… muy mayor. Me lo había imaginado más pequeño.

—¡Oh, sí, es un chicarrón espléndido! —intervino Escolatti.

Julio, con su desenfadada cachaza, puso su mano izquierda sobre Gianni, mientras le alargaba la derecha.

—Sí que eres todo un chicarrón, Gianni, yo soy Julio.

Le estrechó la mano y la tensión cedió un tanto, lo que el señor Mantegazza aprovechó para explicar al recién llegado que aquellos dos muchachos pasaban allí unos días y eran hijos de un buen amigo suyo, así como para expresar su esperanza de que hubiera un buen entendimiento entre ellos.

Aquella noche, como los Escolatti mostraran un profundo pesar por la separación, el señor Mantegazza les invitó a quedar a comer. Fue una invitación fría, obligada, pero ellos la aceptaron. Julio recordaría siempre aquella comida como la más penosa de su vida. La pareja era realmente zafia, tanto como Gianni, y se pasaron el tiempo insinuando el beneficio que habían hecho a los dueños de la villa, encargándose del chico, al que querían más que a su propia vida. Julio estaba asqueado y Oscar no pronunció una palabra. Quizá lo intentó, pero no le salía nada. ¡Increíble!

La señora Mantegazza, alegando que estaba enferma, y era indudable a juzgar por su aspecto, tuvo que retirarse. Terminada la comida, lo hicieron los Escolatti, prometiendo volver para ver si Gianni estaba contento y lanzando algunas alusiones sobre la necesidad de legalizar rápidamente su situación.

Cuando la puerta se cerró tras ellos, el señor Mantegazza propuso a su hijo que fuera con él para elegir la habitación que más le agradase.

—Yo… querría la mía —dijo tímidamente Gianni.

Nuevamente el señor Mantegazza se mostró apurado:

—Verás, unos años después de tu… marcha, la arreglamos, aunque tu madre no quería. Yo pensé que el cambiar la decoración y los muebles le sería beneficioso, que le ayudaría a olvidar y por eso ahora ya no está igual. De todas formas, la camita que había entonces ya no te serviría.

—A pesar de todo, quiero que sea ésa…

Lo había dicho sin tanta timidez y el señor Mantegazza sonrió, un tanto cortado.

—Verás, esa habitación la ocupa ahora Oscar. Cuando se vaya dentro de unos días, podrás utilizarla.

—Es una pena. Me hubiera gustado, por ser el primer día, ocupar «mi sitio» de siempre.

—Oscar te la cederá, Gianni —intervino Julio—. Y además encantado.

—¡Seguro! —confirmó el pequeño.

Así que, todos juntos, fueron hasta el dormitorio y una doncella retiró del armario las ropas de Oscar para trasladarlas a otro dormitorio.

Y si cuando los dos hermanos se quedaron solos Oscar estaba ceñudo, no se debía precisamente al cambio de habitación.

—¡Peste! Este Gianni no me gusta un rábano.

—A papá no le agrada que tengas esas expresiones.

—Ahora se trata de Gianni, que no me gusta —sentó el chico, dejándose caer sobre la cama—. ¡Peste, no puedo creer que sea hijo de Olivia y el señor Mantegazza!

—Oscar, será mejor que no opines y procures pasar lo más inadvertido posible. Para nuestros amigos ha tenido que resultar molesto tener testigos de vista en estas circunstancias, no lo olvides.

—Siempre te las estás dando de sabio y ahora te equivocas: ella quería que yo estuviera.

—¡Bueno, no tienes arreglo, mico!

Lo cierto es que los dos hermanos se hallaban muy impresionados, especialmente por la escasa alegría que reinaba en la casa, cuando debería ser todo lo contrario. ¡Durante años habían estado anhelando aquello!

Julio estaba deseando que su padre regresara, aunque tenía el secreto convencimiento de que el señor Mantegazza sentía alivio con una ausencia que le libraba de otro testigo de una situación en cierto modo desagradable.

A la mañana siguiente, el señor Medina telefoneó a sus hijos para hacerles saber que tenía necesidad de seguir en Viena algún día más.

—¡Qué le vamos a hacer! Por nosotros no te preocupes, papá.

No quiso decirle nada de las novedades de la villa, pues el relato le correspondía al señor Mantegazza.

Oscar tenía la preocupación de si tendrían que quedarse en casa por consideración a Gianni o bien salir, para reunirse con su pandilla.

Acababa de desayunar, cuando la señora de la casa le mandó llamar. Era indudable que había pasado una mala noche.

—Oscar, verás… estoy pensando en todo lo ocurrido y tengo la impresión de que Gianni no te ha gustado…

—Bueno, yo…

—Estoy en lo cierto: no te ha gustado. Y tampoco es como yo lo imaginaba. Pero si… realmente es mi hijo, tenemos que ser comprensivos y bondadosos con él: en una palabra, ayudarle. ¿Me comprendes? Y yo he supuesto que tú querrías ayudarle y también tú hermano.

—¡Claro que sí! Ya había pensado en eso.

—Gracias, Oscar. Hemos de tener presente que ha sido educado por unas personas sin duda muy buenas, pero toscas, unos campesinos sin educación y que ahora tendremos que empezar a enseñar a Gianni nuestras costumbres.

—Eso no importa nada, Olivia. Hay personas que viven humildemente y uno en seguida siente simpatía por ellas, porque, vamos, que se es igualito en todo. Por ejemplo, ese gondolero que nos conduce por los canales. Me he hecho muy amigo de él y no creo que haya vivido mejor que Gianni. ¿Podemos invitar a su hijo a venir con nosotros? Lo pasamos bomba juntos y nos reímos la mar. Ayer, en el circo, fue de morirse de risa con Petra. Claro que Gianni preferirá estar con sus padres. ¡La de cosas que tendrá que contarles!

Olivia no se atrevía a decir que ni siquiera sabía qué hablar con aquel muchacho fortachón que había conocido la víspera. Siempre había pensado en Gianni como en un niño y semejante chicarrón nada tenía de tal.

El resultado fue que Gianni también pasó a la terraza a dar los buenos días a su madre.

—¿Te gusta la casa, Gianni? —le preguntó ella.

—Mucho, mamá. Papá me la ha enseñado.

—¿No te trae recuerdos a la memoria?

—Sí, sí, el jardín sobre todo.

Oscar, por encargo de la señora, fue en busca de su hermano y éste preguntó si podrían reunirse con sus amigos. Después, tratando de mostrarse amistoso, preguntó a Gianni si quería ir con ellos o prefería quedarse con sus padres.

El otro tardaba en dar la respuesta y Julio tuvo la intuición de que ambas cosas le eran desagradables, aunque suponía que en lo relativo a sus padres, por falta de confianza.

—Bueno, me quedo… los extranjeros no me agradan mucho.

—¡Gianni! —protestó la señora Mantegazza—, ¿no podrías ser más cortés?

—¡Oh, lo siento! Quizá esta tarde…

—En tal caso, será bueno que os conozcáis antes —dijo Olivia, con falsa animación—. Julio, ¿quieres decir a tus amigos lo mucho que celebraría que nos acompañasen a comer?

—Se sentirán encantados —prometió Julio.

En realidad, casi estaba por creer que todos iban a sentirse mejor, ya que la pandilla tenía al menos la virtud de aceptarlo todo con naturalidad y, muy especialmente, saber ver cosas que pasaban desapercibidas para otros.

Cuando se marchaban, Gianni fue un poco más amable, alegando que en realidad rechazaba la invitación porque «papá» le había prometido llevarlo de compras. Necesitaba varias cosas, especialmente ropa.

Julio tuvo la impresión de que lo único que le interesaba al chicarrón era tener cosas y lo lamentó por la señora Mantegazza, que evidentemente no se sentía muy feliz.

Una de las lanchas de la villa les condujo a la Piazza Rizzi. Luego Julio hizo saber al conductor que no le necesitaban. La pandilla estaba a orillas del muelle y Luigi permanecía en la góndola, mirando hacia el canal. Al verlos, mejor dicho, al ver a Oscar, demostró el gran alegrón.

—Menos mal que has venido, Oscarini… —le dijo confianzudo—. Con todo ese lío de vuestra casa temí que…

Sara se echó a reír por la confianza que reinaba entre los dos muchachos y especialmente por el nombre que Oscar se había ganado, tan cariñoso e italianizado. Por lo demás, la escena de la víspera había producido en todos una gran impresión, de la que todavía no estaban repuestos.

—¿Cómo van las cosas? —preguntó Héctor, haciendo palpable la curiosidad general.

Julio hizo un ademán vago, mientras saltaba a la góndola, y Luigi se interfirió en la conversación con ardor italiano:

—Ese Gianni es un borrego… Ni siquiera saltó de alegría al ver a su madre. ¡Y qué «maminna»! Una madonna que me tengo muy vista… no sé dónde, pero muy vista, es decir, en cuadros, no sé si en San Marcos o en Santa María del Giglio… Sí, ella está en todos los cuadros.

Cuando se volvió hacia él, Héctor aparecía severo.

—Luigi, voy a rogarte que olvides lo que presenciaste en la «Villa Mantegazza» porque no te estaba destinado, ni a nosotros tampoco. Y sobre todo, que no lo comentes con los gondoleros de la ciudad.

—¿Quién se ha creído el signorino que soy? —protestó el gondolero con gesto desdeñoso.

—Bien, llévanos a la Piazza di San Marco; todavía no hemos visto la iglesia —ordenó el mayor.

Estaba claro que los «jaguares» de casa de la señora Pascualina estaban muertos de curiosidad, pero no se atrevían a cambiar impresiones delante de Luigi, que era muy vivaracho y seguramente iría contando en todas partes lo que supiera.

Al detenerse en el muelle de la Piazza, Oscar averiguó:

—¿De verdad vais a entrar a ver la iglesia?

—¡Naturalmente! —contestó su hermano.

—Entonces, me quedo con Luigi.

Sara se llevó a Petra, por si empezaba a reñir con Tomasino y Oscar dijo al gondolero:

—¿Nos compramos un helado?

—¡Por Júpiter! Lo que quieras…

Se quitó el canotier, que dejó en la embarcación, la amarró debidamente y ambos se fueron felizmente.

Los demás encaminaron sus pasos hacia la iglesia, pero Sara se detuvo y los otros la imitaron.

—¡Ea! Si no lo digo exploto. Ni me gusta Gianni, ni me gustan esos Escolatti.

—¡Ay! ¡Opino lo mismo! No puedo dejar de pensar en ello —la apoyó su compañera.

Raúl las llamó al orden. Desde luego, se trataba de gente tosca, pero podían tener buen fondo… Para el coloso de la pandilla, la gente era siempre angelical.

—Sin desbarrar, «Jaguares» —dijo Héctor muy serio, llamándoles al orden—. Nosotros no estamos en antecedentes y no podemos opinar.

—Pero Julio sí. Julio sabe lo que ocurre en aquella casa, lo que sucedió después y… quizá algo de lo que haya presenciado antes —dijo Sara y, una vez más, el mayor de los Medina se admiró de su penetración.

—Me cuesta hablar de cosas que pertenecen a la intimidad de los amigos de papá —objetó Julio.

—Pues no hables si no quieres, pero como tenemos tiempo, preferiría que nos sentásemos un ratito en una mesa y luego entraremos en San Marcos —hizo saber Verónica.

Inmediatamente Raúl se adelantaba en busca de una mesa libre, que le ganó por carrera a una pareja de nórdicos.

Las chicas tomaron asiento con la satisfacción de estar haciendo lo que a ellas les agradaba: charlar tranquilamente con sus compañeros.