VI. «LOS JAGUARES» PRESENCIAN LA LLEGADA DE GIANNI

Cuando la góndola estaba ya muy próxima a la «Villa Mantegazza», Oscar dijo a su hermano:

—Oye, querría regalar a Luigi uno de mis jerséis. Supongo que podrá subir conmigo a nuestra habitación para que se lo pruebe.

—Creo que no debieras hacerlo…

Aquello sí que lo entendió el gondolerillo, porque se volvió hacia el mayor de los Medina con una dignidad que no imaginaban en él.

—¡Oh, no se preocupe, «signorino»! Ya sé que no debo pisar una gran mansión. Mi sitio es la góndola.

Claro que pasaba por alto la silla del circo.

Julio sintió vergüenza, especialmente porque los demás estaban muy serios y Sara parecía reprocharle algo.

—Bueno, Luigi, no he dicho que no puedas entrar. Si quieres, puedes acompañar a mi hermano. Lo que pasa es que la señora de la casa está delicada y no querríamos molestarla.

—Pero es muy amiga mía y no le parecerá mal —sentó el pequeño.

Así que echó pie a tierra ante la escalinata de mármol arrastrando a Luigi.

—A mí ya me gustaría echar una miradita a esas suntuosidades nunca vistas —murmuró Verónica por lo bajo.

Y como Raúl estaba por darle la luna si ella la pedía, la animó:

—Anda, sube las escaleras y echa una miradita cuando abran la puerta.

—No me atrevo.

—No seas tonta; iré contigo.

Oscar se había adelantado conduciendo a Luigi y Julio les seguía, sin ver que a su vez Verónica y Raúl iban tras él.

—¿Qué hacemos aquí? —preguntó Sara a Héctor.

Resumiendo, que todos subieron los escalones de la suntuosa villa. El criado que acudió a la llamada, se hizo a un lado, suponiendo que la joven pandilla podía pasar, puesto que llegaban con los hijos del amigo del dueño.

Cuando Julio quiso darse cuenta, todos estaban dentro. Y en el mismo momento, Olivia Mantegazza apareció en el gran vestíbulo de maravillosos mármoles y fascinantes arañas, preguntando:

—¿Es él? ¿Está ya aquí?

Llevaba puesto un hermoso vestido y tanto Oscar como Luigi se la quedaron mirando como si se tratara de una aparición. Su marido acudió tras ella.

—¡Ah, sois vosotros!

Julio, algo molesto por la indiscreción de su grupo, saludó:

—Buenas tardes, señores Mantegazza. Éstos son mis amigos, pero no pensaban entrar. Nos han acompañado hasta la puerta…

—Bueno, ya que están aquí, que pasen —dijo cortésmente el señor Mantegazza, aunque se le veía nervioso, incómodo.

—Gracias, señor; ya nos íbamos —se apresuró a sentar Héctor, notando el malestar general.

Pero ninguno contaba con Oscar.

—Olivia, éstos son «Los Jaguares». Héctor es el mayor…

Como le señalara, el jefe de la pandilla se adelantó, tendiendo la mano a la señora y luego al matrimonio. Después Oscar presentó a las chicas.

—Son todavía más bonitas de lo que me habías adelantado, Oscar. Dime, ¿cuál es Sara y cuál Verónica?

Estrechó las manos de las muchachas y por último la de Raúl.

—Si no le importa, voy a llevar a Luigi a mi habitación, porque quiero regalarle una cosa. Es nuestro gondolero —explicó el menor de los Medina.

—No, claro… —repuso ella. En otras circunstancias, hubiera preguntado qué iba a hacer un gondolero en su casa, pero estaba tan nerviosa…

Antes de que Oscar diera un paso con Luigi a su lado, se escuchó la campanilla de la puerta y el criado abrió.

Julio casi dio un respingo al ver en el umbral al mismo hombre de anchas espaldas, cuello de toro y rostro muy moreno; a su lado, un muchacho de unos trece años parecía poco decidido a entrar. Tras él, una mujer le empujaba ligeramente, diciendo:

—Vamos, Gianni, no seas tímido…

El señor Mantegazza, que estaba pálido, invitó a pasar a los recién llegados, antes de ordenar al criado que se retirase.

«Los Jaguares», excepto Oscar, comprendieron que allí estaban de más, pero no encontraban de pronto la excusa ni para hacerse notar ni para retirarse.

—Señor Mantegazza, le traigo a su hijo —empezó a decir aquel hombre.

—Sí, es Gianni, mi Gianni —añadió la mujer—. Va a ser terrible separarme de él, pero sé que mi sacrificio será su felicidad.

Y de pronto, la señora Mantegazza, que parecía de piedra, reaccionó, gritando casi:

—¡Ése no es Gianni!

Su marido trató de calmarla.

—Olivia, Olivia, por favor… no puedes decir eso todavía… por favor…

Parecía más asustado que su esposa y se volvió hacia el chicarrón de rostro coloradote:

—Ven, muchacho, deja que te mire…

Le puso las manos en los hombres, mirándole atentamente, pero la señora Mantegazza, mesándose las manos, exigió:

—¡Que se vaya! ¡No es nuestro hijo!

Oscar, sin darse cuenta de lo que hacía, fue hacia ella y le tomó una mano. Olivia apretó la del pequeño.

—No es mi hijo —susurraba.

El señor Mantegazza empujó al chico por los hombros, poniéndolo ante su mujer:

—¡Míralo bien… se parece! Grandes ojos, pelo moreno, su misma expresión…!

«Los Jaguares», impresionados, se habían ido retirando hasta disimularse tras una de las columnas, apretados unos contra otros, excepto Julio. Ni se atrevían a marcharse ni a seguir allí.

El hijo mayor del diplomático no había movido sus talones ni una pulgada y permanecía muy firme, muy erguido, como si fuera de piedra, llevando sus ojos de uno a otro. En cuanto a Luigi, se había escurrido al pie de la escalera y se disimulaba tras la revuelta de la barandilla, pero mirando entre los travesaños lo que estaba ocurriendo.

—¡Que se vayan! —repetía ella.

—Por favor, Olivia, míralo bien… ¡Han pasado casi diez años! No lo olvides.

La mujer se adelantó, enfrentándose a la señora Mantegazza.

—Señora, si usted no acepta a Gianni, me lo llevo inmediatamente; lo he criado y cuidado como a un hijo y como a tal le quiero y no deseo más que su felicidad. Pero si usted no va a darle lo que él merece, estará mejor con nosotros. Vamos, hijo mío.

El hombre de anchas espaldas, que había permanecido silencioso, intervino.

—Carla —dijo a la mujer—, por mucho que nosotros queramos a Gianni, sus verdaderos padres son éstos. ¿Es que no sabes sacrificarte por la felicidad del muchacho? Ella no quería venir —alegó, mirando a los dueños de la casa.

—Yo no les retengo —manifestó Olivia—. Pueden marcharse.

—Espera, mujer… tengo la impresión de que este muchacho es nuestro hijo…

—Fuerte y bien cuidado —manifestó Carla.

—Eso es cierto —convino el señor Mantegazza—. Es un espléndido muchacho y supongo que podremos identificarle…

—Ustedes verán, porque yo no siento el menor deseo de desprenderme de él —dijo Carla—. A nuestro lado tiene lo principal, que es cariño.

—Pero dado que los detectives ya me han informado de cómo dieron con él y…

—¿Por qué no permites que estos señores lo cuenten? —preguntó Olivia con voz dura, una voz que no parecía la suya.

—Verá, señora —empezó la mujer llamada Carla—, hace nueve años, exactamente el diecinueve de enero a las ocho de la tarde, un hombre que había sido vecino nuestro en el pueblo, quiero decir, que había nacido en él pero se hallaba casi siempre ausente, llamó a nuestra puerta para rogarnos que cuidáramos de este niño. Nosotros no habíamos tenido hijos, el pequeñín era precioso y no me pareció ninguna molestia. Aquel hombre, Floro Testi, nos confió que le buscaba la policía y que si nos encargábamos del niño por algún tiempo, él sabría agradecérnoslo. Prometió venir a recogerlo en cuanto le fuera posible, pero nunca más hemos vuelto a saber de él. A mí me extrañó el aspecto del pequeño, tan distinguido, las buenas ropas que llevaba… Y en el cuello una medalla con el nombre que Floro nos dio del niño: Gianni…

Al llegar a aquel punto, Héctor, penosamente impresionado, había decidido ya lo que le correspondía hacer. De puntillas, rodeó el hall y se llegó hasta la escalera para, tomando a Luigi por un brazo, llevárselo casi arrastras. Mientras tanto, Raúl y las dos chicas, Sara sujetando a Petra con mayor contundencia que en el circo, se habían ido deslizando hasta la puerta; la abrieron sin ruido, saliendo de uno en uno, luego de ceder el paso a Héctor, que llevaba siempre del brazo al gondolerillo.

Olivia, muy erguida, miraba fijamente al muchacho y luego a la pareja que lo recogió en su casa. Gravemente, preguntó:

—¿No tenía esa medalla una fecha?

—Sí, señora: ocho de mayo de…

Olivia, con ademán nervioso, la interrumpió:

—¡Pronto! Quiero ver esa medalla!

Carla desabrochó la camisa del chicarrón, que no desplegaba los labios y mostró entre sus dedos la medalla. Inmediatamente la señora Mantegazza se apoderaba de ella para gritar a continuación:

—¡Es la de Gianni, sí! ¡Es la de mi hijo!

—¿Lo ves, Olivia? —dijo el señor Mantegazza, con expresión esperanzada, como si aceptase a su hijo en aquel desconocido.

El chicarrón permanecía siempre con los ojos bajos. La señora Mantegazza sentenció:

—La medalla sí es la de Gianni, pero eso nada significa porque este muchacho no es él.

Entonces el señor Mantegazza se volvió hacia el hombre del cuello poderoso:

—Dígame, señor Escolatti, ¿no tendrá el muchacho alguna otra identificación?

—No, creo que no… es decir…

Su mujer le arrebató la palabra:

—Eso no significará nada para ella —se refería a la señora de la casa—. Déjalo, nos llevamos a Gianni, estará mejor con nosotros que con ellos.

Pero entonces Olivia, con energía insospechada, preguntó:

—¿Tiene el muchacho alguna cicatriz?

—¿Cicatriz? Sí, puede que «eso» sea una cicatriz…

El señor Mantegazza parecía muy interesado en aquel punto y exigió ver la señal. La mujer, con disgusto, tomó el brazo derecho del muchacho y le levantó la manga de la camisa: por encima del codo, casi en la parte interna del brazo, presentaba una cicatriz formada por dos cortas líneas que en la parte alta se unían en un vértice.

—¡Dios mío! —exclamó la señora Mantegazza.

Y hubiera caído al suelo, de no acudir Julio con prontitud a sostenerla. Luego la depositó en una butaca y segundos después, ella se erguía, diciendo con voz apagada:

—Sí, la cicatriz es exacta, es igual que la herida que Gianni se hizo un día en que se cayó sobre las púas de hierro que entonces rodeaban los parterres del jardín. Tuvieron que darle varios puntos, pues la herida fue muy profunda. Recuerdo que, seguidamente, hicimos retirar aquellas púas a ras del césped…

Su marido le había tomado una mano y murmuraba entrecortadamente:

—Olivia, tenemos que rendirnos a la evidencia… Es Gianni.

La pobre señora Mantegazza parecía angustiada:

—Las pruebas son concluyentes, sí, pero la de mi corazón es contraria. Rechaza a ese muchacho… Lo siento…

—Vamos, Olivia, vamos —intervenía su marido—. Hace tantos años que nos separaron de él… Ha crecido en un ambiente distinto al nuestro, lejos de nuestra influencia…

Con voz débil, Olivia llamó al muchacho:

—Ven, acércate…

El chico obedeció y ella le estuvo contemplando atentamente, pero cada vez con mayor desaliento.

—En conjunto, puede que Gianni al crecer se hubiera convertido en una persona de estas características, pero sus rasgos no me lo recuerdan… Dime, ¿cómo te llamas?

—Gianni…

—¿Nada más…?

—Me enseñaron que me llamaba Gianni Escolatti.

—¿Y no tienes más nombres? ¿Seguro?

El chico parecía despistado. El señor Mantegazza acudió en su auxilio:

—Olivia, cuando nació le pusimos Gianni Enrico, pero nunca se utilizó ese segundo nombre.

—Pero tiene que recordar alguna cosa, aunque sea levemente… era un niño muy inteligente… Por ejemplo, tenía que recordar esta casa.

—¡Oh, yo…! —murmuró Gianni—, tengo la impresión de que la he visto como en sueños… y también como en sueños recuerdo un jardín y una jaula con pajaritos…

La señora Mantegazza afirmaba. Por último, susurró:

—Sí, así era. Gianni, quizá seas mi hijo y debas perdonar el que me cueste aceptarte, pero yo imaginaba que este momento, si llegaba, sería distinto…

Todos permanecían en silencio hasta que el señor Mantegazza, que parecía realizar un gran esfuerzo para articular las palabras, propuso:

—Olivia, ¿quieres que el muchacho se quede? Yo estoy seguro de que… de que… «debe» ser nuestro hijo. Debemos tratar de ganar su confianza y su amistad.

Entonces Carla Escolatti, con voz dura, le atajó:

—Gianni sólo se quedará si ustedes prometen tratarle como a su hijo, como a su auténtico hijo, con todas las consecuencias.

—Desde luego, desde luego… —admitió Mantegazza.

Y Gianni Escolatti o Mantegazza se quedó.