V. CONFIDENCIAS Y PARA FINAL, CIRCO ACCIDENTADO

Oscar atravesó un salón que le hizo parpadear por lo suntuoso. Estaba desierto y comprendió que las abiertas cristaleras daban a la terraza.

—¿Se puede? —preguntó tímidamente.

—Pasa, Oscar —dijo la señora Mantegazza—. Tu ardilla es muy rebelde y se ha encaramado en mis gladiolos.

—¡Oh, lo siento!

Por aquella vez, el animal hizo caso de la llamada del chico y fue a posarse en su hombro con humildad cómica.

—Muchas gracias, señora, perdone la molestia…

Ya iba a salir, cuando ella le detuvo:

—Dime, ¿qué edad tienes?

—Diez, señora.

—Para tu edad estás alto y fijándose en tu estatura representas más, pero por la cara…

¡Qué rabia le daba al chico su cara! Se burlaban de él porque parecía la de un niño pequeño.

—Ya no soy un crío y siempre voy con los mayores.

La señora Mantegazza, que parecía ausente, sonrió:

Luego, vuelta a su tristeza, dijo como para sí:

—Mi pequeño Gianni, si viviera, tendría ya los doce años cumplidos, casi trece… Tenía más de tres cuando aquello ocurrió.

Ante el menor de los Medina nadie podía darse el lujo de mencionar nada por el estilo sin que él se interfiriera.

—Gianni debía ser muy guapo, especialmente si se parecía a usted…

—¡Lo era! Y alegre y simpático… y muy vivo. Le gustaba que jugara con él todo el tiempo y esconder las cosas que solía usar y luego reía cuando yo las buscaba… Sí, parecía un ángel y hablaba por los codos con una lengua tan graciosa… Era un niño gordito, lleno de vida y de salud… ¡Dios mío, no sé por qué te cuento todo esto!

—¡Oh, porque usted piensa en ello y uno se siente mejor hablando de lo que piensa! Yo… siento mucho lo de su hijito.

—¿Es que lo sabías?

—Pues… —Oscar tenía el temor de descubrirse—. Sólo que ustedes tenían un hijo que… desapareció… Bueno, que murió o algo así.

Incomprensiblemente para ella misma, Olivia Mantegazza siguió hablando de algo que nunca mencionaba más que para sí.

—Fue peor, mucho peor. Alguien se lo llevó, a mi pequeño, que tan unido a mí estaba y desde entonces pienso cómo se sentiría al no verme… No sé si murió o si… En fin, me atormenta pensar, si está en alguna parte, que no sea feliz… Perdona, Oscar, no debía hablarte de mis pesares.

—¡Pero si a mí no me importa, señora! Al contrario… Así puedo figurarme a Gianni y hasta ponerme en su lugar…

—¿De verdad…?

—¡Claro! Estoy seguro de que él se acordó mucho de usted, pero si era un chico, como dice, alegre y listo, no se habrá pasado el tiempo gimoteando tontamente. ¡Peste! Se habrá conformado con lo que tuviera…

Después de su poca académica expresión, se tapó la boca con una mano, pero la señora Mantegazza no pareció darse cuenta de ello.

—¿Tú crees que si vive habrá podido ser feliz? —le miraba ansiosamente, con sus grandes y hermosos ojos negros.

—¡Claro que sí! Yo no he conocido a mi madre y siempre he vivido contento. Será porque no la he conocido.

—¡Pero él sí conocía a la suya! Éramos dos seres con una misma alma. No sé por qué te digo estas cosas…

—¡Oh, la comprendo! La comprendo como si fuera Gianni o como si estuviera en su lugar. Yo no me acuerdo de las cosas que me ocurrieron a los tres años y supongo que su hijo tampoco. Él ni siquiera sabe lo que ha perdido suponiendo que… que…

—¿Sí, Oscar?

—Bueno, si de pronto me dijeran que tenía una mamá como usted me volvería loco de alegría y a Gianni le sucedería lo mismo, pero como nadie me lo dice ni se lo va a decir a él…

Oscar temió haber ido demasiado lejos y, no obstante, la charla parecía ser muy importante para aquella atribulada mujer que, por vez primera, hablaba sin cortapisas con un niño que podía parecerse a su hijo y sentir como él.

—Eres realmente amable y consolador, Oscar, y no sabes cuánto celebro que tu ardilla haya invadido mi terraza. No sé si… contarte algo más…

Oscar, sin darse cuenta, tomó asiento en el suelo de la terraza, junto al diván, y alzó la mirada hasta Olivia.

—Tengo la impresión de que él, ahora… podría parecerse un poco a ti. Y el caso es que tengo miedo… mucho miedo.

—¿Miedo? —se asombró el chico.

—Sí, miedo. En todos estos años no hemos dejado de indagar, sin resultado. Y, en tres ocasiones, han venido gentes con un niño, asegurando que era mi hijo, para obtener una recompensa. ¡Ha sido espantoso!

—¡Peste! ¿No era su hijo?

—No —dijo ella tristemente—. A la primera mirada yo estaba ya segura de ello. Me han hecho mucho daño…

—No piense en esas cosas, por favor, querida señora…

—Es que… quizá vuelva a suceder otra vez.

Se hizo una pausa. Luego la señora Mantegazza trató de recobrarse y se disculpó con el chico.

—Perdona, Oscar. Te estoy dando la lata y no tengo derecho a contarte mis pesares.

—Pero si a mí me interesa más que nada del mundo, se lo aseguro.

Parecía sincero y lo era absolutamente.

La mujer, con una triste sonrisa, le retiró el flequillo de los ojos.

—Eres tan comprensivo que te estoy hablando con el corazón. Tengo miedo porque han encontrado a un muchacho que dicen que es mi Gianni y lo van a traer…

No creo que lo sea, pero, a pesar de todo, la esperanza me pone fuera de mí, porque tras la esperanza ha seguido siempre la decepción.

—Sería estupendo que esta vez no hubiera decepción.

Ella añadió, con la mirada perdida en un punto del jardín:

—Aunque no la hubiera, para él sus padres son unos extraños y me aterra pensar que…

—¡Peste! ¿No le he dicho que si Gianni viene se va a sentir el chico más feliz del mundo? Yo lo sé: eso se sabe. Le encantará tener un padre como el señor Mantegazza y, sobre todo, una madre como usted. Se harán amigos a todo correr.

—¡Cómo me anima tu seguridad! ¿Sabes? Me alegro de que hayáis venido a esta casa. ¿Quieres perdonarme si hasta ahora no os he atendido muy bien?

—Supongo que ahora somos amigos y entre los amigos sobran estas cosas, señora.

—Entonces, si somos amigos, llámame Olivia.

En aquel momento, se presentó una doncella.

—El señorito Julio está buscando a su hermano, señora, y yo venía a preguntarle a usted. Están aguardándoles sus amigos.

—Ve, Oscar, no les hagas esperar —dijo la señora Mantegazza—. ¿Querrás entrar a verme cuando regreses?

—¡Seguro!

Oscar recogió a Petra, que se había hecho un ovillo al sol y salió con la impresión de ser mucho más importante que en el momento de entrar allí. ¡Bueno estaba Julio! ¡Furioso del todo!

—¿Se puede saber dónde te has metido?

—¡Oh, estaba con Olivia! Somos muy amigos…

A Julio se le iba la mano, pero delante de un criado no era cosa de empezar a remoquetes y decidió dejarlo para más tarde. En cuanto a ver allí a la ardilla… Sintió deseos de extender los remoquetes a Sara, que no sabía educarla.

La propia Sara, con su apabullante penetración, supo ver el nublado al primer vistazo.

—¡Qué mala cara tiene alguno por aquí! —comentó burlona.

—A lo mejor tiene la culpa una pelirroja descuidada. ¿Sabes que Petra ha estado aquí? ¡Claro que lo sabías! La has enviado tú…

—¡«Altísimo», no te pases! Cuando se acusa, hay que hacerlo con pruebas.

—Petra es suficiente prueba.

Luigi, con el remo en la mano, les miraba con estupor, preguntándose si aquello sería una trifulca en español.

Pero Héctor reía divertido.

—Bueno, ya no tiene remedio y todos conocemos a nuestra ardilla, así que dejadlo ya.

—Habéis de saber que Petra es estupenda. Gracias a ella me he hecho muy amigo de la señora Mantegazza —aireó Oscar, dándose importancia.

¿Sería verdad? Verónica le miraba con curiosidad y Héctor murmuró junto a Julio:

—Tratándose de él, todo es posible… Vamos a ver, Oscar, ¿cuáles son los encantos a los que has recurrido?

—No he necesitado ninguno. Simplemente, hemos hablado de su hijo y ella se ha sincerado conmigo.

En cierto modo, se curaba así de la superioridad de los otros. No por ello pensaba comentar nada más.

—Sospecho que, como tienes por costumbre, has sido un indiscreto —le reprochó su hermano, acomodando sus largas piernas en el espacio disponible.

—No soy indiscreto y os lo demostraré guardándome para mí solito lo que he hablado con Olivia.

—¡Oscar, encanto, no! —le animó Sara.

—¿Quieres no darle alas, pelirroja?

—¡Oh, el «Alto» manda! —ironizó ella.

«Trifulca, tal como me figuraba», pensó Luigi, con el remo en la mano, mientras salía al Gran Canal. Claro que sólo entendía a medias lo que hablaban los españolitos. Pero captaba gran cantidad de palabras que eran muy parecidas a las de su lengua natal. Lo demás se lo imaginaba.

—Bien, chicos, ¿hacemos plan para esta tarde? —preguntó Héctor.

Luigi demostró su penetración al responder:

—¡Ya lo tengo pensado, «signorinos»! ¡Iremos al circo!

—¡Pero hombre! Si podemos ver el circo todos los días —rechazó Héctor.

—¿Circo veneciano? —preguntó el gondolerillo, volviendo el rostro hacia él—. Sepan que eso es lo mejor de lo mejor… ¡Algo nunca visto ni oído!

De momento su plan no tuvo más que un seguidor: Oscar. Parecía tan ilusionado, que Sara le secundó y ésta convenció a Verónica.

—Las chicas quieren ir al circo —apuntó Raúl, que siempre se plegaba a sus deseos.

—Pongámoslo a votación —sugirió inmediatamente Oscar, que ya sabía los votos a favor con los que iba a contar—. Luigi también vota.

—¡Oh, podemos ahorrarnos la votación! Julio y yo íbamos a estar en minoría… Todavía nos quedan unos cuantos días para dedicarnos al arte.

—¿Y qué hacemos con Petra? ¿Dejarla con Tomasino?

La propuesta de Julio arrancó un grito horrorizado a Sara.

—¿Quieres que se destrocen? Tendré que llevarla conmigo, pero no te preocupes, porque la tendré bien amarradita.

Julio imitó a su hermano:

—¡Je…! —empezó, para acabar—: Amén.

«Ahora rezan», se dijo Luigi, al que no se le escapó el amén. Eran un poco raros, pero encantadores y divertidos.

La función empezaba a las cinco y tuvieron el tiempo justo para llegar a sacar las entradas.

—No olvidéis que necesitamos al guía —les recordó Oscar, cuando Julio se acercó a la taquilla.

—Si crees que vamos a perdernos entre las sillas…

El pobre Luigi no había sido más feliz en toda su vida. ¡Por fin iba a ver circo!

Se sentó codo a codo con Oscar y codo a codo empezaron a despachar un paquete de cacahuetes.

—¿Qué es lo primero que sale? —le preguntó el menor de los Medina.

—No lo sé.

Héctor, con el oído tendido, alargó la cabeza por delante de Verónica, que estaba al otro lado de Luigi.

—¿Cómo? ¡Pero si nos habías contado las excelencias del circo veneciano! Y resulta que no lo conoces…

—Mi no comprender… —replicó Luigi, sin importarle un comino lo que pensaran. Iba a ver circo por vez primera en su vida y tan grandioso acontecimiento no debía ser enturbiado con reproches de conciencia.

Salieron los músicos y empezaron a interpretar una trepidante y alegre melodía, bajo el juego combinado de las luces. Petra se revolvía en brazos de Sara y Julio, con la mirada esquinada, contemplaba severamente a ambas.

Sara apretaba a Petra… la sentía rebullir y como no anduviera lista… También fingía no observar la mirada de enojada advertencia que caía sobre ella.

Aparecieron en la pista preciosos caballos blancos con sus lindas amazonas vestidas de raso verde y tanto Oscar como Luigi se rompían las manos aplaudiendo.

¡Ay! Los payasos arrancaron a ambos carcajadas de tal calibre que Héctor, contagiado, reía también. Sara se rebullía, inquieta por momentos. Raúl era feliz, porque Verónica lo era y parecía divertirse mucho.

Se fueron los payasos y aparecieron dos hombres con unos aros y muchos monos. Las monerías de los tales eran de ver. Y Petra no aguantó más: fuera de sí, saltó de los brazos de su dueña para ir a parar lindamente a la pista. Fue empujando mono tras mono, haciéndoles caer y el número resultó un desastre, porque los animalitos, incomodados, no atendían las órdenes de los instructores y corrían por la pista, persiguiendo a su enemiga. Petra driblaba, se revolvía, los burlaba… Colgada de la cola sobre uno de los cables, daba continuas volteretas. La gente, que había empezado protestando, aplaudía entre atronadoras carcajadas. Y, desde luego, los que más aplaudían eran Luigi y el menor de los Medina. Y si Héctor no soltaba la carcajada a todo trapo era por no enfurecer más a Julio. Pero Raúl y Verónica encontraban muy divertido el incidente.

—¡Hala, vete a recoger a Petra! —ordenó el mayor de los Medina, con un codazo a Sara.

—¿Estás loco? ¡Qué vergüenza!

—No haberla traído.

Empujada por él, tímida y torpemente, tuvo que pasar a la pista, empezando por tropezar en la alfombra. Con la cara roja, empezó a llamar a la ardilla y no consiguió tenerla en sus manos hasta pasados sus buenos cinco minutos. Después, con la cabeza baja y estallándole las mejillas, volvió a su asiento.

—Buen numerito, ¿eh? —apuntilló el «alto».

Los entrenadores se hicieron a duras penas con sus alborotados monos, que pretendían arrojarse sobre la ardilla y el espectáculo siguió su curso. Por si fuera poco el sofoco que había pasado Sara, el director ordenó a los acomodadores que a ardilla y dueña las pusieran en la calle.

La pobre Sara con Petra entre las manos y los brazos bien sujetos por un par de acomodadores, tuvo que atravesar el pasillo central, entre las risotadas de los espectadores.

—¡Pobrecita Sara! Debe estar frita —murmuró Verónica—. Me voy con ella.

Inmediatamente ¡cómo no!, Raúl se levantó para darle escolta. Y como Héctor pretendiera hacer lo mismo, Julio lo retuvo por un brazo.

—Déjala, se merece la lección. Además, mi hermano y el gondolero disfrutan como dos angelitos.

Total, que se quedaron, pero imaginando lo que estaría sucediendo fuera de la carpa. Verónica consolando a Sara y Raúl consolando a ambas.

—No me negarás que ha sido divertido —dijo Héctor, riendo francamente.

—Ahora que ya ha pasado, sí —reconoció Julio—. Pero los vamos a dejar que esperen.

La función se prolongó todavía durante media hora larga. Al salir, sus compañeros no estaban y siguieron hacia el muelle, donde habían dejado la góndola, mientras Oscar y Luigi comentaban encantados lo que habían visto.

En la góndola, con cara de pocos amigos, hallaron a Sara; Verónica mantenía la naricilla hacia el cielo, pues consideraba un desaire que las hubieran dejado ir solas. Raúl quería contemporizar… e intentaba que todos se amigasen.

—¡Eh!, bueno… nosotros hubiéramos querido salir cuando han echado a Sara, pero temimos molestar a los espectadores —alegó Héctor, un tanto caradura.

—¡Hipócrita! —le lanzó Sara.

—¡Oh, cómo me duele! —se quejó Héctor—. Verónica, bonita, ¿también tú me consideras hipócrita?

Verónica quiso hacerse la enfadada, pero era tan gracioso cuando sonreía así… Y le perdonó.