IV. PETRA HACE DE LAS SUYAS

Cuando se iba a meter en la cama, después de pasar un gran rato leyendo, Julio recordó que se había dejado la cámara fotográfica en el saloncito contiguo al comedor. Quizás los criados la guardaran por la mañana, al hacer la limpieza y no estaba porque se le perdiera un carrete tan precioso. Así que, con el batín y en zapatillas, descendió las escaleras.

A causa del silencio reinante, supuso que todos se habrían retirado ya, pero salió de su error al llegar al saloncito, al otro lado del cual se hallaba el despacho del señor Mantegazza, que hablaba con alguien… Como no oyera las respuestas, supuso, por las pausas, que lo hacía a través del teléfono. Unas palabras airadas llegaron a sus oídos:

—¡Me está usted acosando de un modo intolerable! ¡Es inadmisible!

Julio, que tantas filípicas lanzaba sobre Oscar por su manía de escuchar, decidió no quedarse más que lo preciso para recoger la cámara, pero no la encontraba. Luego de una pausa, el señor Mantegazza, indignado, barbotó:

—¡Es usted un rufián de la peor especie!

Otra pausa y luego, más calmado, aunque con acento triste, el dueño de la casa añadió:

—Estoy en sus manos, es un hecho. Pero tenga cuidado o… ¡No, no venga aquí! Iré yo a verle…

Julio, precipitadamente, se retiró, aunque no había dado con la cámara y empezó a subir las escaleras de dos en dos. Pero nadie le impedía pensar y relacionaba el nerviosismo que aquella noche observara en el dueño de la casa con la conversación telefónica que acababa de escuchar. Era indudable que tenía graves preocupaciones y estaba por afirmar que, a pesar de la amistad que le unía con su padre, no las había compartido con él.

Quiso no pensar en ello, pero le costó dormirse. Aquellas frases de «Es usted un rufián de la peor especie…» «Estoy en sus manos», permanecían fijas en su mente.

Se durmió tarde y la luz entraba a raudales por el balcón cuando Oscar le despertó con zarandeos no muy considerados.

—¡Oye, que no has venido a Venecia para dormir! Y tenemos que ir a casa de la señora Pascualina.

—¿Y papá?

—Hace ya un rato que salió para el aeropuerto. Oye, ¿no podríamos quedarnos nosotros también en casa de la señora Pascualina?

—¡De ningún modo! Sería un desaire para los Mantegazza. Que no se te vuelva a ocurrir.

Aquella mañana desayunaron los dos solos, aunque bien atendidos por el servicio. Se marcharon en seguida, advirtiendo que regresarían para la hora de comer.

—El señor me ha encargado que utilice una de sus lanchas —les hizo saber el mayordomo.

—Gracias. Dígale que sólo la utilizaremos un momento, para llegarnos a la Piazza Rizzi y que regresaremos para la hora de comer.

Mientras cruzaban el hermoso hall donde los mármoles se combinaban con gusto exquisito, Oscar, en son de queja, se volvió hacia él:

—Por lo menos, podríamos quedarnos a comer con ellos…

—Hoy no. Papá se acaba de marchar y daría la impresión de que nos sentimos a disgusto. Otro día.

Encontraron al resto de «Los Jaguares» en el recibidor de la señora Pascualina, aguardándoles. La dueña de la pensión asomó la cabeza, con una idea bien clara:

—Por favor… ¿no podrían utilizar a Luigi? Ayer se quedó sin trabajo por aguardarles. Como es tan joven, la mayor parte de los turistas no quieren subir a su góndola y el gandul de su tío le reñirá si tiene otro día en blanco.

—Si Luigi está libre, será nuestro gondolero —le prometió Héctor.

¡No había de estar libre! Libre y aguardándoles, con su cara optimista y la esperanza en sus enormes ojos, que destacaban negros y brillantes en su carita delgada.

—«Signorinas… signorinos»… ¿les llevo?

La primera respuesta la dio Petra, saltándole al hombro.

—¡Les llevo! —gritó el gondolerillo, tomando aquello como una afirmación.

—¿Qué veremos hoy? —preguntó Verónica, que llevaba un jersey nuevo, tejido por su madre y estaba muy satisfecha.

—¿Por qué no lo dejamos a elección de Luigi?

Luigi, feliz, preguntó alegremente:

—¿Vamos a la playa del Lido?

Julio le atajó en su alegría, consultando el reloj.

—¿Podremos estar de regreso para la hora de comer?

—¡Seguro! El Lido está fuera de la ciudad, pero Luigi es un buen barquero.

—Entonces, ¡adelante!

El cielo de Venecia reía sobre ellos. Todos se sentían felices y hasta Tomasino, el gato, se dignó acercarse un poco al lugar ocupado por Petra. Al gondolerillo parecían atraerle los alrededores de Venecia, más que sus riquezas arquitectónicas, y les propuso, para días sucesivos, llegarse a Murano, localidad próxima donde se fabrican piezas de este cotizado cristal.

—Me parece estupendo —soltó Sara—. Le compraré al comandante un vaso para los dientes.

Empezaron a reírse, pero a Julio se le cortó la risa. En uno de los tortuosos canales transversales que estaban atravesando, detenido en una acera que no tendría más de medio metro de ancha y que también podría llamarse muelle, el señor Mantegazza hablaba con un hombre muy moreno, de rostro ancho, cuello de toro y espaldas inmensas. Discutían y el dueño de «Villa Mantegazza» parecía muy disgustado. Estaba tan abstraído que no vio a los hermanos Medina pasando en la góndola.

—¿Qué te pasa? —preguntó Héctor, adelantando la cabeza hacia él, para que los otros no le oyeran—. Pareces preocupado…

—¡Eh… humm… ah! Estaba distraído.

—No es preciso que lo asegures.

Raúl no había atendido a lo que sucedía allí. Mirando la cara radiante de Verónica, tenía ya su fiesta. Y Oscar se empeñaba en que Luigi le dejara el remo, para dirigir un ratito la embarcación bajo su mando.

—Hace falta fuerza, además de habilidad —le advirtió el gondolero.

—¡Oh, yo tengo fuerza! Soy más fuerte que tú…!

—Pero yo soy mayor, tengo once años —dijo Luigi.

—¿Y qué? Yo tengo diez, pero cualquier día también cumpliré once. Y soy más alto y de fuerte… anda, tócame el brazo y verás músculos.

Sara apenas podía contener la risa.

—No es que quiera ofenderte —dijo Luigi—, pero los niños de casas ricas, al menos los que yo he visto, están muy atrasados. Siempre esperan que sus papás lo hagan todo por ellos. Los chicos como yo… ¡bah!, somos distintos.

—¿En qué? —porfió Oscar—. Tenemos la cabeza sobre los hombros de la misma manera y ojos en la cara.

Y te aseguro que yo me he visto en situaciones muy «probemáticas» y ya querría ver cómo hubieras salido tú de ellas…

—Saliendo, ¡anda éste! ¡A ver si vas a darme lecciones!

—Oscar… —Sara le tiró de la camisa, para recomendarle silencio, temiendo que se peleara con Luigi. Y, por lo que estaba viendo, Petra y Tomasino se hallaban dispuestos a intervenir en la pelea a favor de los suyos.

—De «gondolear» no, pero de otras cosas…

Tomasino por un lado y Petra por otro avanzaban. El uno había dejado de estar a proa y la otra a popa. Sara se dispuso a intervenir, antes de que se arrojaran uno contra otro.

Pero en aquel momento el menor de los Medina encontró en su bolsillo una pastilla de goma de mascar y preguntó a Luigi:

—¿Quieres la mitad?

—Bueno.

El amistoso reparto calmó a Tomasino. Petra, entre las manos de Sara, se calmó también. Entonces la chica se dio cuenta de que por allí todos estaban distraídos. Verónica admirando el azul del cielo, Raúl admirando el azul de los ojos de Verónica y a sus espaldas… ¿qué se traían entre manos Héctor y Julio?

De pronto, Luigi recordó su importante papel de guía y empezó a contarles de qué punto exacto salió Marco Polo para su maravilloso viaje por Oriente, pero mezclándolo con datos tan especiales, que nadie hubiera reconocido la verdad. Julio, que había acabado por prestarle atención, se reía bajito.

—Éste tiene un extraordinario parecido con el mico —susurró.

En la mejor armonía, llegaron al Lido. El día era magnífico y, aunque no hacía tiempo de bañarse, se descalzaron para corretear por la arena. Luigi, atraído por la pandilla, no se despegaba y tomó parte en un reñido partido de pelota. Hasta Petra y Tomasino metieron sus patitas… para fastidiar.

Cuando hicieron un alto, Oscar, con su brazo sobre el hombro del gondolero, se fue al puesto de bebidas y ambos se atracaron de aceitunas, patatas y zumos de frutas.

Viéndoles, Julio murmuró:

—¡Lo que le faltaba a mi hermano! De por sí es bastante mal hablado y si ahora copia las expresiones de Luigi…

Al momento, ambos regresaron y el menor de los Medina, con la boca llena de patatas fritas, confirmó sus augurios:

—¡«Per» Júpiter, qué bien lo estoy pasando!

«Ya le daré yo a éste cuando estemos solos…», pensaba el hermano mayor, disgustado de que sus compañeros le rieran las «gracias».

De pronto, al consultar su reloj, se admiró de que fuera tan tarde.

—¡Las doce y media! —exclamó—. Vamos, Luigi, tenemos que ir a casa.

Regresaron hacia la góndola y en el camino de regreso se turnaron en la utilización del remo, bajo la dirección del pequeño gondolero. Incluso, en las encrucijadas, lanzaban como veteranos la consabida consigna: «¡Oh!» En la «Villa Mantegazza» se quedaron los Medina, luego de convenir que antes de las cuatro los otros pasaran a recogerlos con la góndola. Bueno, también se quedó Petra. Cuando se dieron cuenta, estaban ya en la Piazza Rizzi.

—¿Qué hacemos? —consultó Sara.

Raúl se ofreció para ir a buscarla.

—No, déjalo —dijo Héctor—. Ya se las arreglará Oscar con ella. Mucho me temo que es el culpable de que se haya quedado en la Villa.

Aquel día, la señora Mantegazza no se presentó en el comedor y los tres comensales, el dueño de la casa y los dos hermanos, se sentían un tanto incómodos para mantener la conversación, aunque por parte de Oscar la incomodidad no era mucho y habló por los codos.

«El señor Mantegazza está preocupado y trata de disimular», pensaba Julio.

Terminada la comida, Oscar solicitó permiso para salir al jardín y Julio se fue a su habitación, con un libro que le dejó el dueño de la casa y que iba a ayudarle a pasar el tiempo hasta la llegada de «su» góndola.

Nada más salir al jardín, Oscar divisó a Petra, correteando entre los parterres.

—¡Petra… ven! ¡Petra…!

La ardilla, con aire gozoso, hizo todo lo contrario, con la secreta esperanza de que el chico corriera tras ella. Y como no se movía, decidió darle una bonita lección. La ardilla tenía su malicia. Con unos cuantos lanzamientos de cola para llamar la atención de Oscar, trepó hasta la terraza.

—¡Buena la ha hecho! ¡Chits… chits… Petra, baja…!

El animal no obedecía y ni siquiera podía verla. Oscar dudó un poco, frotándose la coronilla. ¡Tendría que ir por ella y rescatarla!

Se le presentó la duda sobre el camino a seguir… El mismo de la ardilla, decidió: es el más corto.

Y empezó a encaramarse por una de las columnas de mármol que formaban el porche y sobre las que se apoyaba la terraza, afianzando los pies sobre las guirnaldas de flores esculpidas en ellas.

Cuando estaba a la mitad, le llegó la voz del señor Mantegazza:

—Olivia, tienes que ser razonable y aceptar al muchacho. Por lo menos, verlo y hablar con él…

—Enrico, tengo miedo, me siento decepcionada, lo sabes. Las otras veces, me había ilusionado tanto… Y luego, ¿qué resultó? Siempre se trataba de personas que querían negociar con nuestros sentimientos y eso es ya una burla intolerable. Ahora también será así.

—No, Olivia, te lo aseguro. El corazón me dice que esta vez la identificación va a ser posible. He tenido trabajando, sin que tú lo supieras, a un par de buenos detectives, le han seguido la pista, comprobados todos los extremos, no hay duda…

—¿No hay duda? ¿Tú lo has visto?

—No, el muchacho fue llevado a un pueblecito, cerca de Verona, donde ha permanecido hasta ahora…

Se escuchó un grito de la señora Mantegazza.

—¿Qué es eso?

—¿Eso? ¡Una ardilla! —exclamó el dueño de la casa—. ¿No mencionaron los hijos de Medina una ardilla perteneciente a sus amigos? Puede que…

Oscar no escuchó más. Con reflejos admirables, se deslizó columna abajo y, alejándose, gritó:

—¡Petra, Petra, ven!

El señor Mantegazza se inclinó sobre la balaustrada.

—Oscar, por aquí corretea una ardilla, pero no puedo atraparla. ¿Es tuya?

—Lo siento, señor, ha debido entrar en la casa sin que la viéramos. Precisamente (a veces mentía como un consumado maestro) me ha parecido sentirla chillar por el jardín y la buscaba.

—Pues no está en el jardín, sino en la terraza, y a mí no me hace caso. Anda, sube a buscarla.

Oscar se pasó la lengua por los labios. ¡Vaya apuro! ¿Qué pensarían? Armándose de valor, entró en la casa y se dirigió al primer piso. En una de las puertas que daban al corredor, le aguardaba el señor Mantegazza.

—Tu ardilla es una corredora de primera; a ver si la cazas.

Oscar entró en la estancia, pero el hombre se marchó.