Petra, lista, salió de la estación sin hacerse notar, al igual que había salido de casa de Sara en Madrid. Estaban por asegurar que había ido hasta la estación en el mismo taxi que ellos y que cambió de tren con arte para hacerse invisible.
—¡Jo…! —comentó Oscar—. Petra debía haber sido mujer y espía. Se hubiera hecho famosa.
Raúl, como tenía por norma, llevaba el equipaje de las chicas, además del suyo. Teniéndole al lado, viajar era de lo más cómodo.
—¿Dónde vamos a alojarnos? —preguntó Verónica.
—Mira, eso aún no lo sé… —empezó Julio.
—Los Mantegazza no os han invitado; yo estaba por tirar alguna indirecta, pero papá parecía muy serio —explicó Oscar de un tirón.
—Bueno, buscaremos alguna pensión no muy cara —decidió Héctor.
Las chicas gritaron de placer cuando, al dejar atrás el edificio de la estación, vieron el Gran Canal ante ellas. Pasaban «vaporettos», algunas góndolas y barcas negras y alargadas, cuyo aspecto no ha cambiado con el paso de los siglos. Se deslizaban silenciosamente sobre el agua, llevando pasajeros y mercaderías. Sus barqueros, los famosos gondoleros, son célebres en todo el mundo. Tocados con un sombrero canotier cuyas cintas flotan al viento, iban de pie, a popa de su embarcación, que conducen con un único y largo remo.
—¡Me muero por ir en góndola! —dijo cómicamente Verónica, en el instante en que Petra, saliendo de nadie sabía dónde, es decir, por dónde, se colocaba satisfecha al lado de su ama.
En aquel momento, desde una de las góndolas amarradas que esperaban viajeros, les llamaron:
—«Signorinas… signorinas»…
El gondolero, un hombre de edad indefinible, pasó del italiano al francés y luego murmujeó algo en inglés.
—Nos está ofreciendo su barca —dijo Julio—, vamos, chicos.
En cuanto el gondolero se cercioró de que tenía clientes le pasó el remo a un muchachillo de aspecto vivaracho que había estado acurrucado en el suelo.
El muchachillo, en un italiano pintoresco, hizo una reverencia a las chicas.
—Luigi empieza bien el día —dijo (Luigi debía ser él)—. Va a conducir por la ciudad más bella del mundo a dos «ragazzas» bellas como «madonnas»…
—¡Oh, Luigi! Eso suena a poema —le contestó Sara—. Y a mí me encanta la poesía.
—Si los «signorinos» confían en Luigi, yo me quedo —repuso el gondolero.
Confiaran o no confiaran, se fue tan fresco y Luigi ofreció el asiento con los mejores almohadones de seda, a las chicas. De repente, un gato saltó sobre Petra, cuando a su vez pasaba a la embarcación y la ardilla fue a esconderse tras los almohadones.
—Tomasino, Tomasino… quieto —le aplacó Luigi, que miraba con ojos inmensos a Petra—. Un gato muy raro el suyo, «signorina», con toda esa cola…
—No es un gato, sino una ardilla —le explicó Sara.
—Parecido —sentenció el pequeño gondolero.
Los tres mayores disimulaban a duras penas la risa.
—Me gusta Tomasino —dijo Oscar, que en teniendo un animal delante no solía apreciar su belleza.
—¡Oh, qué simpático el «bambino»! —exclamó Luigi, conquistado por el piropo dirigido a su gato.
Raúl había colocado los equipajes en la góndola y Luigi preguntó:
—¿Dónde?
«Los Jaguares» se miraron, algo irresolutos, mientras Oscar se lanzaba a explicar:
—Nosotros vivimos en la «Villa Mantegazza», pero no vamos a ir ahora allí.
—¡La Villa Mantegazza! ¡«Per» Júpiter! ¡Bella mansión! ¡«Tutti» oro!
Desde luego, era un chiquillo pintoresco, aunque algo raquítico. Su cara denunciaba más años que la de Oscar, pero era ligeramente más bajo. Cierto que el menor de los Medina estaba alto para su edad. Luigi llevaba retratado en el semblante la sabiduría de la calle con la malicia del que se ve obligado a espabilar para poder comer tres veces al día.
Héctor, que le había estado considerando apreciativamente, se retrepó en su asiento y luego preguntó:
—Oye, Luigi, ¿sabes de alguna pensión, quiero decir, alojamiento para mí este compañero —indicó a Raúl— y las «signorinas»? Pero que no sea caro; eso sí, tiene que ser decentito…
Héctor se expresaba en castellano, italianizando a su modo las palabras. El joven gondolero no perdió el significado ni de media.
—¡Tengo el sitio ideal! Les llevaré a casa de la «signora» Pascualina. No está muy cerca, pero les agradará.
—Oye, ¿será limpia esa señora Pascualina?
—¡Como los chorros del oro! ¡Palabra de Luigi! Y si necesitan un guía, nadie como Luigi conoce la ciudad.
—Te aceptamos ambos ofrecimientos —zanjó Julio.
Tomasino y Petra se habían estado mirando fijamente, sin pestañear. Luego el primero dio media vuelta y, olímpicamente, fue a sentarse a proa. Una vez allí, continuaba vigilando a la ardilla con una mirada cargada de sospechas.
El joven gondolero iba señalando los lugares notables que encontraban al paso, describiéndolos con la jerga propia, muy en boga en todas las ciudades que reciben gran afluencia de forasteros. De vez en cuando intercalaba palabras en inglés, en francés y, más de tarde en tarde, en castellano. Debían ser frases que recitaba de memoria.
—He aquí, «mesdames y messieurs», que nos acercamos al corazón de Venecia, la Piazza di San Marco, la primera de las maravillas del mundo, con la hermosa iglesia de su nombre, que produce pálpitos. Y vean al Norte la Antigua Procuraduría y la Torre del Reloj, con sus famosos moros que dan la hora… Vean esas dos magníficas columnas traídas de Egipto hace siglos, coronada la una por el famoso León de bronce y la otra por la estatua de San Teodoro, sobre un cocodrilo…
Al momento, algunas veces con exageración y otras sin ella, Luigi añadía:
—Y aquí tenemos la Piazzetta, «mesdames y messieurs», y a la derecha el Palacio de los Dux, que comunica con la cárcel del Estado. ¿Ven ese arco sobre nuestras cabezas, formando una especie de galería? Pues por allí pasaban los detenidos, en tiempos de los Duxes, para ser interrogados.
—¡Debían pasar cosas tremebundas y muy misteriosas! —se le escapó a Oscar—, no como ahora, que ya no pasa nada.
Luigi se le quedó mirando como si acabara de decir una majadería.
—¡Venecia sigue siendo misteriosa, «bambino»! En estos canales suceden a diario dramas tremendos y más de una vez sus aguas se tiñen de sangre…
—Luigi… eso cuéntaselo a otros turistas, pero no a nosotros —le advirtió Julio, que no estaba porque alentasen las fantasías de su hermano—. Pero te has olvidado advertirnos que este puente que une la Prisión del Estado con el Palacio Ducal es el famoso puente de los Suspiros.
—«Tutti cierti» —replicó Luigi.
Cada vez que llegaban a una encrucijada de canales, los gondoleros se avisaban diciendo alto:
—¡Oh…! ¡Oh…!
—Tienen un claxon muy especial —susurró Sara.
Poco después tenían ocasión de admirar el segundo de los más famosos puentes venecianos, el del Rialto, que con sus veintiún metros de largo, según explicó Luigi, unía la isla de San Marcos con el barrio antiguo de Rialto.
Al rato, torciendo a la derecha por un estrecho canal, fueron a desembocar ante una plazoleta de casas viejas, inclinadas por la edad.
—Es aquí —explicó Luigi, saltando el primero a tierra y sujetando la barca a un poste—. Las «signorinas» primero.
Les tendió la mano con verdadero encanto, haciéndose el mayor y luego pretendió cargar con el equipaje. Viéndole tan desmedrado, el bueno de Raúl experimentó vergüenza.
—Deja, yo lo llevaré.
La casa de la señora Pascualina les causó mala impresión, juzgando desde el exterior, pero el interior estaba tan limpio y pintado que a «Los Jaguares» ya no les pareció nada mal.
—Yo vivo cerca —explicó Luigi—. Y si he de ser el guía, eso está bien.
La señora Pascualina, una mujer gruesa y redonda como una mesa camilla, se sintió muy complacida con sus huéspedes y supuso que, siendo tan jóvenes, no serían muy exigentes. La habitación que en el segundo piso destinó a las muchachitas, decorada con muchos cuadros de la Virgen, les encantó, con sus amplias camas y sus losetas bien refregadas. Y en el primer piso se quedaron Héctor y Raúl.
—Desde luego —comentó Oscar— estas habitaciones no se parecen en nada a las de «Villa Mantegazza» pero ¡jo…!, yo preferiría estar aquí. Ni siquiera puedo llevarme a Petra… ¡seguro que en los primeros cinco minutos rompería, media docena de objetos delicados!
—Aunque estoy muy contenta —explicó la pelirroja— te cambiaría la habitación. Debe ser impresionante dormir rodeada de rasos y abrir los ojos por la mañana esperando que dos elegantísimas doncellas se apresuren a dar cumplida satisfacción a tus deseos…
Héctor, riendo, dijo que tenía un día grande.
—Antes de regresar a «Villa Mantegazza» tenemos todavía un poco de tiempo —recordó Julio, consultando su reloj—. Podíamos ir a la calle de la Mercería, una verdadera calle, según he oído. Parece que atraviesa la ciudad, vamos, que pisaremos tierra firme y es una auténtica vía comercial, donde se vende de todo.
—Oye, yo no pienso comprar nada —le recordó Sara—, el sueldo del comandante (llamaba así a su padre, por su graduación militar) no da para alegrías compradoras.
—Bueno, yo tampoco, aunque me gustaría llevarle una cosita a mamá —anticipó Verónica.
Raúl mantuvo cerrado el pico, pues su bolsillo siempre era el más anémico del grupo.
Cuando se iban, la gruesa señora Pascualina salió a despedirles. Con las manos en las caderas, preguntó:
—Supongo que será Luigi quien les lleve por ahí…
Y les aseguro que pueden confiar en él; parece un chiquillo, pero es muy responsable. Su tío Battista, el dueño de la góndola, es un gandul y un borracho y gracias a Luigi van tirando. Lo malo es que, como se le ve tan desmedrado, los turistas no suelen contratarle.
—¡Oh, kilo más, kilo menos, a nosotros nos es igual! —se apresuró a tranquilizarle Oscar.
—¡Simpático «bambino»…! Bueno, no se arrepentirán; a pesar de sus pocos años, Luigi conoce bien Venecia. Está en la calle y los canales desde que era así…
Se inclinó para poner su mano muy cerca del suelo y Héctor, intrigado, preguntó:
—¿Es que no va a la escuela?
—Sí, va algunas veces, pero como es el único que trabaja en casa… Su tía, la pobre, es un desastre; siempre está enferma. De verdad o de no verdad, lo cierto es que lo está.
Cuando salían, Héctor bromeó a cuenta del pequeño gondolero:
—Este Luigi parece el protagonista de una tragedia italiana.
—Y a lo mejor, su tío Battista ni es gandul ni borracho y su tía tiene una salud espléndida. Ya se sabe cómo se aprovecha la gente para atraer el interés de los turistas, y sacarles el dinero —completó Julio.
Cruzaron la plazoleta y cerca del canal, el mismo Luigi les salió al paso, preguntando con ojos brillantes y ansiosos:
—«Signorinos», ¿les llevo?
—Sí hombre, sí —replicó Héctor.
Al ocupar por segunda vez la misma góndola, observaron que los almohadones de raso se abrían por algunas partes y que la de Battista era una de las góndolas más modestas que surcaban los canales. Pero, eso sí, estaba muy limpia.
—¿Se han entendido con la señora Pascualina? —preguntó Luigi.
Julio supuso que percibiría una pequeña comisión por llevar clientes y afirmó con el gesto.
—Mira, es tan limpia como tú nos habías dicho —contestó Verónica, a quien la figurilla desmedrada del gondolerillo había impresionado.
—Y muy buena. A veces me guarda un plato de raviolis.
Le pidieron a su guía que les condujera a la Mercería y poco después, el propio Luigi, tras atar a un poste la barca, se adelantaba por tierra para seguir la mencionada calle comercial, especie de corredor estrecho y tortuoso, un verdadero laberinto que discurre entre hileras de casas que acusan el paso de los siglos. En las plantas bajas de las mismas se veían las tiendas más diversas y Petra chillaba de placer, pues era muy amiga del bullicio, los cacharros y los objetos exóticos.
Por todas ellas reinaba una gran animación y algunos comerciantes, situados en las puertas, hablaban con los vecinos u ofrecían sus gangas a los turistas. A través de la Mercería llegaron al puente del Rialto, que es a la vez mercado. Entonces se dieron cuenta de que Petra partía unas avellanas que nadie había comprado.
—¿A ver si vamos a ir a parar a la cárcel? —se alarmó Verónica.
Julio consultaba con frecuencia su reloj.
—Vamos, mico, tenemos que regresar a casa.
Volvieron a la góndola y Luigi la condujo a la «Villa Mantegazza», donde se quedaron los Medina. Los otros regresaron a casa de la señora Pascualina, escuchando las mil historias que Luigi tenía que contarles sobre las casas que flanqueaban los canales.
Petra y Tomasino continuaban mirándose con malos ojos, el uno a proa, la otra a popa, pero su hostilidad no pasó a mayores.
—¿Siempre vas con tu gato a todas partes?
—Y ustedes, ¿siempre van con ese… ese gato-ardilla?
—A veces querríamos librarnos del gato-ardilla —repuso Héctor—, pero no siempre lo conseguimos.