I. «LOS JAGUARES» EN EL GRAN CANAL

El sol de Venecia resplandecía aquella mañana sobre las estatuas de mármol y los parterres cuajados de flores de los jardines de «Villa Mantegazza», pero la mujer, todavía joven y bella que descansaba en un diván, en la terraza que los dominaba, no parecía apreciar la belleza del entorno. Con el rostro demacrado y ausente la mirada, daba la impresión de desentenderse de todo.

Ni siquiera volvió la cabeza cuando se escucharon pasos en dirección a ella. Pertenecían a un hombre que llevaba puesto un elegante batín y cuya figura y rasgos estaban impregnados de distinción; era el dueño de la suntuosa mansión, Enrico Mantegazza.

—Buenos días, Olivia, ¿cómo te encuentras hoy?

Ella hizo esperar un poco la respuesta.

—Como siempre… —musitó por fin.

—Querida, ¿no podrías hacer un esfuerzo en favor de nuestros invitados? Sabes lo mucho que considero a Jorge Medina y el placer que me produjo que aceptase mi invitación. Anoche, cuando llegó con sus dos hijos, te disculpé porque era tarde, pero hoy se me haría difícil dejarte en buen lugar. Te agradarán, Olivia, ya lo verás… Además, te conviene un poco de distracción. ¿Por qué no nos acompañas a desayunar?

—Deberías saber que estoy enferma y no puedo abandonar mi butaca por cualquier motivo.

—Olivia, te lo suplico, no se trata de un capricho. Aparte de que… debes sobreponerte. Quizá todo se solucione pronto…

—Hace años que estás diciéndome lo mismo, Enrico; lo siento, ya no puedo creerte, ya no confío…

—Olivia, lo deseo tanto como tú…

—No lo dudo, pero una madre siente de otro modo… Por favor, di a tu amigo que le veré a la hora de comer. Puesto que me lo pides, acudiré al comedor.

—Gracias, querida.

Un duendecillo travieso, a su pesar, había escuchado esta extraña conversación. Era el menor de los hijos del diplomático costarricense, Jorge Medina que, fiel a su costumbre, había escapado de su habitación para hacerse una ligera idea del ambiente que le rodeaba. Oscar, que la noche anterior fue conducido directamente a su dormitorio, sentía curiosidad, y cuando la curiosidad le acuciaba… pero en seguida se arrepentía y en esta ocasión, hay que decirlo en su honor, tuvo la impresión de haber sido indiscreto. ¡Claro que estaba allí por casualidad!

Regresó a su dormitorio, donde ya le esperaba su hermano Julio, tan alto que su pandilla, conocida por «Los Jaguares», solía llamarle «Alto» o «Altísimo».

—¿Se puede saber por dónde andas? ¿No habrás ido por ahí metiendo las narices?…

—¡Oh, Jul… no empieces a tomarla conmigo! Supongo que estamos en esta casa como invitados y no como prisioneros y que puedo salir de mi habitación sin que nadie venga a comunicármelo…

—Para ya la parrafada, Catón. Y vamos al comedor, porque la doncella me ha anunciado que va a servirse el desayuno.

En la escalera encontraron a su padre y el señor Mantegazza, que les acogió con una sonrisa con la que intentaba dominar su preocupación.

—¿Qué, muchachos, os decidís a conocer Venecia hasta en sus menores detalles?

—Desde luego, señor. Dicen que Venecia es única y sabremos apreciar sus bellezas —repuso Julio.

—Bien, tu padre y yo estamos ocupados esta mañana. Nos aguardan en una reunión, pero llamaré a uno de mis secretarios para que os acompañe…

Se habían sentado en torno a una mesa servida con gusto y riqueza y Julio replicó con una sonrisa de horror.

—No, no, por favor… creo que para conocer una ciudad profundamente hay que recorrerla al azar, perderse por sus calles, hablar con las gentes y eso es lo que Oscar y yo vamos a hacer.

Oscar esperó a tragar la mermelada para añadir:

—Y otras cosas; tenemos que ir a la estación a recibir a unos amigos nuestros… Lo vamos a pasar genial.

El señor Mantegazza sonreía, admirando el entusiasmo de los muchachos. Luego dijo a su amigo:

—No sabes cómo te envidio, Jorge. Debe ser hermoso estar acompañado por los hijos propios. Ya sabes lo que nos ocurrió a nosotros, y aunque han pasado casi diez años, Olivia no acaba de encajarlo. Es más, creo que va a peor y la melancolía la está minando. Espero que sepáis disculparla. A la hora de comer nos acompañará.

—Por nosotros no debe alterar sus costumbres, Enrico —repuso el diplomático—. Espero que los muchachos no le causen molestias, especialmente si, como espero, tengo que marcharme un par de días a Viena.

—Por ese lado, puedes irte tranquilo.

Jorge Medina sonreía al recuerdo de los amigos de sus hijos que estaban por llegar.

—Presiento que van a pasarlo admirablemente con la compañía de sus amigos que llegan de España.

—Eso es formidable…

En realidad, Jorge Medina se las había arreglado para que el resto de «Los Jaguares» acudieran a Venecia. Sabía cómo les agradaba conocer juntos pueblos y ciudades de la Tierra y aquella hermosa ciudad ofrecía un amplio campo estético y cultural para la formación de los jóvenes. Pero no quiso hacer mención de que tenía que buscar alojamiento para ellos, para no violentar a Enrico, que se creería obligado a ofrecerles su casa. Quizás a su esposa, que estaba delicada, no le agradase.

Salieron los cuatro juntos, pues el señor Mantegazza quiso dejarlos en la estación, ya que no se desviaba mucho del camino que ellos debían seguir y tomaron plaza en la lancha a motor que ya utilizaron la noche anterior. Para Oscar resultó decepcionante, porque él lo que deseaba era ir en góndola.

A través de dos canales, salieron al Gran Canal, mientras el señor Mantegazza explicaba a los muchachos que la ciudad, a más de tres kilómetros de tierra, estaba asentada sobre ciento dieciocho islas, entre las que discurrían cerca de doscientos canales por un total de unos cuarenta y cinco kilómetros.

—Supongo que os gustará recorrer Venecia en góndola —dijo mirando a Oscar, como si hubiera adivinado sus pensamientos—, pero ya tendréis tiempo de hacerlo. La góndola es la embarcación preferida por los turistas, pero las gentes de la ciudad, que viven con la prisa del mundo actual, suelen utilizar los «vaporettos», que son los autobuses de la ciudad. Y muchos de los vecinos tenemos nuestra propia embarcación a motor, que nos es tan necesaria o más que el automóvil, especialmente para los que vivimos a orillas de los canales.

Pasaron por la Piazza y la Piazzetta di San Marco, por la que deambulaban gran número de turistas y donde cualquier día del año se oye hablar en las más diversas lenguas. Muchos se dedicaban a fotografiar los monumentos o las típicas palomas. Otros estaban con la cabeza levantada, mirando hacia la Torre del Reloj, esperando que diera la hora para ver salir a los dos moros de bronce que golpean la campana con sus martillos.

Cuando ellos pasaban sonó la hora y las campanas de San Marcos se echaron al vuelo y el aire empezó a vibrar, asustando a las palomas que llenaban la plaza.

—¡Es fantástico! —exclamó Julio.

—Sí, es tan fantástico que la vista de esta ciudad hizo exclamar a Napoleón: «Venecia es un salón al cual el cielo sólo es digno de servir de bóveda» —añadió el señor Medina.

Pero lo que resulta sorprendente es la ausencia de coches, que hacen los canales menos ruidosos que las calles de las ciudades con igual número de habitantes, aunque las embarcaciones a motor le van quitando un poco de aquel hermoso silencio.

Muy pronto llegaron a la estación y los muchachos quedaron en el muelle, mientras los dos hombres proseguían su camino.

—Sed puntuales para la comida —advirtió Jorge Medina a sus hijos.

—Descuida, papá —contestó Julio.

Faltaba casi una hora para la llegada del tren que aguardaban y Oscar empezó a pensar en todo lo que había escuchado aquella mañana.

—Oye, Julio, ¿tú sabes la historia de estos amigos de papá? Aunque ellos hablan el castellano y nosotros entendemos el italiano, yo no acabo de comprenderlos.

—¿Te refieres a lo que has oído durante el desayuno? Bueno, mico, no empieces a entrometerte. Yo tampoco lo sé muy bien, pero me figuro que perdieron al único hijo que tenían, según lo que hemos escuchado.

—¿Perdieron quiere decir que se murió? —puntualizó el pequeño.

Julio afirmó. Sólo que Oscar no se daba por satisfecho. Con las manos en los bolsillos se volvió en redondo hacia su hermano.

—¡Jo, qué raro! Eso lo comprendo menos todavía… sí, sí, menos… porque el señor Mantegazza parece como si estuviera esperando que su hijo resucitara.

—¡Oscar! —exclamó Julio, furioso.

—No te hagas el ogro, que no me invento nada. Resulta que esta mañana he salido un momentito al jardín y he escuchado lo que el señor Mantegazza hablaba con su mujer. Bueno, me figuro que era su mujer; le pedía que desayunara con todos nosotros y que se animara, porque posiblemente todo se iba a solucionar.

—¡Mico del demonio! Como vuelvas a escuchar las conversaciones de los demás te…

—¡Pero si no escuchaba! —le interrumpió el pequeño—. Lo oí por casualidad, que no es lo mismo. El amigo de papá le decía a su esposa que pronto se solucionaría y ella le contestó que él llevaba años diciendo lo mismo y que ya no podía creerle…

—Eres odioso. Te prohíbo, no sólo escuchar, sino venirme después con el cuento.

Seguidamente Julio empezó a curiosear en el puesto de revistas. Pero ni siquiera las miraba, pues en realidad confrontaba las explicaciones del señor Mantegazza durante ti desayuno con aquella historia de Oscar y, desde luego, no concordaban. O su hermano había oído mal o se trataba de dos cosas distintas.

Se encogió de hombros, pensando que a él no le incumbía y compró una revista, aunque no le dirigió más que una ojeada. De pronto, la inminente llegada de sus compañeros le devolvió la alegría. ¡Qué maravillosos días en perspectiva! Su padre había sido muy bueno al pensar en la pandilla y él procuraría que Oscar, con sus indiscreciones, no le causara la menor preocupación.

Fue a sacar billete de andén para los dos y estuvieron paseando un tiempo que se les hizo eterno, hasta que los altavoces anunciaron la llegada del convoy.

—Los veremos en seguida —anunció Oscar—. Sus cabezas serán las primeras que asomarán —añadió, refiriéndose a los componentes de la pandilla.

Y fue profético. Una melena rubia escapando por una ventanilla y un pelo rojo saltando hacia el cielo, denunciaron la presencia de las chicas, Verónica y Sara. Pero antes de que el tren se detuviera, el enorme corpachón de Raúl apareció junto a la puerta.

—¡Corre! ¡Ya están ahí! —gritó Oscar, fuera de sí.

Julio, con parsimonia, le dejó adelantarse. Raúl saltó al suelo y se volvió para tender su mano a las chicas. Siempre era con ellas exquisitamente cortés y las trataba como si fueran de porcelana. Debido a la anchura de su cuerpo parecía tosco, pero la apariencia no concordaba con la realidad.

Oscar se tiró a abrazar a las chicas enredándose en el pelo de Sara, a la que no le importó. ¡Estaba tan contenta…!

—¡Oscar…! ¡Altísimo! ¡Qué maravilla!

Julio no solía enfadarse por el mote y su leve sonrisa no demostraba la satisfacción que estaba experimentando.

En cuanto a Verónica, muy bonita con un vestido azul, no le salían las palabras de tanta como era su emoción.

El último en apearse fue Héctor, el atlético jefe de la pandilla, que abrazó a los que aguardaban con tremendos palmetazos en la espalda.

—¡Yupiii…! —lanzaba Oscar—. Empiezan las sensacionales aventuras de «Los Jaguares» en Venecia…

Sara le amenazó con el índice:

—¡Oh, no! Eso de aventura olvídalo. Comúnmente nos pasan algunas cosas raras, pero en Venecia no… ¡Todo será plácido y hermoso!

—¡Qué lírica viene ésta! —ironizó Julio.

—¿Qué tal os ha ido a vosotros por aquí? —preguntó Verónica.

—Pues… no hemos hecho más que pasar una noche —explicó Julio.

—Pero pasar una noche en la «Villa Mantegazza» es como pasarla en «La Ciudad Encantada» —se interfirió el pequeño—. Uno está rodeado de estatuas de mármol y cosas así, pero me da un tufillo de misterio…

Un revés en pleno cogote le redujo al silencio y empezó a frotárselo con el ceño fruncido.

—Sara, ¿qué has hecho de la inefable Petra? —preguntó Julio, escapándosele la risa al recuerdo de la ardilla.

—Se la he dejado a mamá. No era cosa de andar con ella por todas partes. La pobre lanzaba unos gemidos que partían el alma.

—Desde luego, como nos acompaña a todas partes, yo he creído verla saltar del tren en París —contó Raúl—. Pero naturalmente, serían figuraciones mías. Además, era de noche…

—¿Conque figuraciones? —saltó Héctor—. ¡La muy liante! ¡Ya la tenemos aquí!

En efecto, una ardillita modosa y que parecía pedir gracia con su actitud, apareció junto a «Los Jaguares», procedente de algún lugar del tren. Un empleado, que había corrido tras ella, preguntó:

—¿De dónde ha salido ese animal?

Con reflejos envidiables, Sara tomó la iniciativa.

—Oh, mí no conocer —dijo tan fresca.

Petra se esfumó entre el gentío.

—¿Por qué mientes? —le preguntó Julio.

—En primer lugar, porque «yo no la he traído», nos ha seguido sólita; y en segundo lugar, porque a lo mejor no me dejan salir de la estación y me exigen los certificados del veterinario y todas esas cosas. Desde luego, mamá no es de fiar en cuestión de encargos: le rogué que encerrase a Petra.

—Ya… —dijeron a dúo Héctor y Julio, con mucho retintín.