Aquella noche Verónica parecía asustada al entrar en su dormitorio.
—No te preocupes —le dijo Sara—; Héctor y Julio me han asegurado que no sucederá nada y ya sabes lo certeros que son. Ni siquiera ataremos la ventana y mañana, ya lo verás, estará cerrada.
—Sí, sí, seguramente. Me caigo de sueño…
Parecía sumisa y adormilada, pero de pronto, más animada, dijo que iba a ir en busca de un vaso de agua, porque pasaba sed de noche.
Estuvo con él de regreso en cuestión de minutos y luego empezó a rebuscar en su maletín, hasta extraer el cepillo del pelo. Sara, mientras tanto, se cepillaba los dientes, deteniéndose más tiempo del usual para darle tiempo a acostarse en primer lugar.
Cuando ya Verónica estaba en la cama, le dio las buenas noches y, por el lado contrario de la suya, apagó la luz de la mesita de noche, aliviada de que la otra se hubiera vuelto de cara a la pared contraria. A oscuras, abrió las ropas, introdujo la almohada a lo largo, sacó la pelota con la estopa de debajo y la puso en lugar de la almohada, junto a ésta. Luego se deslizó bajo el somier, envolviéndose entre las mantas y dando unos golpecitos como si se moviera sobre el colchón.
¡A esperar! Llevaba muchas horas sin dormir, falta de sueño, especialmente tras la última, pero esperaba que la dureza del suelo le ayudara a mantenerse alerta, atenta a las horas desgranadas por el reloj. Casi en seguida dieron las diez… El tiempo se le hizo interminable hasta las once, eterno hasta las doce y desesperante después. ¿Es que nunca escucharía la campanada del nuevo día?
«¡Tam…!». De pasar algo, sería pronto. Hasta entonces, Verónica no se había movido en la cama. Pasó otro ratito, no mucho… La sintió sentarse despacio en el lecho, levantarse, cruzar a oscuras la habitación y un pequeño ruidito como si anduviera en el maletín. Luego la sintió regresar hasta las camas, hasta la suya y detenerse allí.
A Sara el corazón le daba unos golpes que la asustaban más todavía. ¡A lo mejor sufría un ataque cardíaco!
Pasados unos breves instantes, Verónica se retiró. La sintió abrir el armario y moverse después muy ligeramente. Sara había terminado por sacar la cabeza y, aunque la oscuridad era total, podía saber dónde estaba, en qué punto de la habitación en cada momento. Cuando abrió la ventana, un ligero resplandor procedente del cielo, iluminó su figura muy vagamente.
—¿Por qué tendrá la manía de abrir la ventana cuando se pone sonámbula? —se estaba preguntando. Y entonces, antes de que pudiera reaccionar, divisó su figura en otro plano superior.
¡Se había encaramado sobre el alféizar! Pensó que iba a matarse y corrió hacia allí, pero llegó tarde. Su inseparable compañera, aferrada a la pared, caminaba por un pequeño saliente, especie de friso, de escasos centímetros. Y por él llegó hasta el arco que Sara había llamado del Arzobispo.
Ésta no sabía qué hacer. ¿Y si por llamarla la asustaba y caía al vacío? Casi estuvo a punto de sufrir un síncope, viéndola hacer equilibrios sobre aquella banda estrecha de piedra, en dirección al Parador.
—¡Dios mío, Dios mío, que no se caiga…! —suplicaba Sara. ¿Cómo podría ayudarle? ¿Yendo tras ella? Sabía de antemano que en cuanto abandonara la ventana, se estrellaría contra el suelo.
Y de pronto, algo se movió cerca de allí y Verónica extendió los brazos y se tambaleó en el vacío.
• • • • •
Aquella noche, Petra se había quedado con Héctor, Raúl y Julio. Cuando se lo dijeron a Oscar le pareció bien. Siempre confiaba en la ardilla.
Los tres habían permanecido en el interior de la tienda hasta muy pasadas las diez. No se habían atrevido a salir antes por si alguien vigilaba los alrededores y empezaron a avanzar muy despacio, casi reptando, luego de recomendarle sigilo a Petra. Ella lo entendió a la perfección.
—¿Dónde nos apostaremos? —preguntó Raúl.
—Uno en el callejón formado entre los dos edificios. Tú, Raúl, tienes mucha fuerza y debes estar pendiente de la ventana que está más próxima al arco. No te distraigas ni un minuto —ordenó Héctor.
Julio y él se disimularon junto a la esquina de la casa. El viento era glacial y a veces tenían que soplarse los dedos. Continuamente, Héctor consultaba la esfera luminosa de su reloj. ¡Qué lentamente pasaba el tiempo!
—Las once… las doce… doce y media… una menos cuarto…
De pronto, Héctor se encontró solo. A medias reptando, a medias a cuatro manos, Julio había emprendido el camino de los arbolillos que ocultaban la tienda, haciéndole una señal para que supiera que iba a regresar en seguida.
—¡Ese botarate! —masculló entre dientes—. ¿Por qué se habrá ido?
Los minutos se le hacían eternos. Petra, que estaba con Raúl, apareció de pronto a su lado. Con su impaciencia y su nerviosismo, le estaba pidiendo que la siguiera y fue lo que hizo. Ya en el callejón, al levantar la vista, se sintió aterrado: una figurita envuelta en un amplio ropaje, caminaba por la pared.
—¡Calla, contente… no te muevas! —le suplicó a Raúl en un susurro.
Pero Raúl, aunque en voz muy baja, expresó sus pensamientos:
—¡Ya está en el arco…! ¡Se va a caer!
Y entonces precisamente, Julio empujó a ambos por la espalda, diciéndoles algo y extendiendo una amplia tela. Era la tela de la tienda… ¡La había cortado apresuradamente con una navaja y regresaba con ella, imaginándose que podría hacer falta! Su previsión había sido magnífica y tanto Héctor como Raúl comprendieron sus propósitos… Seis manos aferraron con fuerza la lona sujetando las puntas…
Allá arriba, en la ventana, a Sara se le escapó un grito. ¡Verónica había perdido pie! ¡Caía al vacío!
Por suerte, allí estaba la lona, rebotó en ella y luego varias manos acudieron en su rescate, prestándole al mismo tiempo palabras de consuelo.
Sara gritó por segunda vez: había visto luz procedente de la casa de al lado. Con una potente linterna, varios hombres aparecieron en el callejón. Y ella se tiró escaleras abajo, descorrió los mil cerrojos y oyó:
—¡Ya tenemos a los ladrones!
—¡Muchachos, están todos detenidos! ¡Les hemos descubierto! —gritó triunfalmente el policía que conocieron aquella mañana.
—¿Qué pasa ahí? —gritó la señorita Elisa desde su ventana.
—¡Tenemos a los ladrones! —repitieron los de abajo.
Sin duda eran varias las personas preocupadas porque, cuando todos juntos entraban en el caserón, aparecieron Oscar y el señor Bello, el primero con una manta sobre el pijama y el segundo con el traje encima.
—¡No puede ser! ¡Sara y Verónica no! —exclamó la señorita Torres.
El señor Bello intentaba tranquilizarla asegurándole que todo se arreglaría, mientras Verónica, aturdida, miraba a todo y a todos sin comprender nada.
León, como una centella, se introdujo entre varios pies, en medio de los chillidos de doña María, que parecía un fantasma, con su amplia bata y la cabeza llena de papelitos.
—Señora, los ladrones se albergaban en su casa —le dijo el vigilante—. Eran estas dos audaces muchachas, auxiliadas por los tres jóvenes que vivían fuera…
¡Ay! Eugenia y sus fieles estaban al pie de la escalera, convertidas en oídos. Sara y Verónica no se atrevían a mirar en aquella dirección.
Y luego, el sillón de ruedas hizo su aparición. El señor Albert, en bata y cubierto con su sempiterna manta, preguntó:
—¿Qué barullo es éste? ¿Qué sucede aquí?
—Señor, debería volver a la cama —le dijo su criado.
Julio se adelantó, intentando llamar la atención:
—Un momento, hay un error y ni Sara y Verónica son ladronas, ni nosotros sus cómplices.
—¡Os hemos pillado con las manos en la masa! —rugió uno de los de la casa de al lado.
—Sí, pero no es lo que parece —convino Julio—, si bien no negaré que nuestra amiga era la autora material de los robos, pero autora inconsciente…
—¡Es sonámbula! —le interrumpió Sara, fuera de sí.
—¡Oh, no! —la rebatió Julio—. No es sonámbula, actuaba en estado de hipnosis.
Para el policía ya era mucho aguantar.
—¡Se acabó! —rugía—. ¡A comisaría con todos ellos!
La señorita Elisa, que no comprendía nada, suplicó:
—Por favor, permita que se explique, inspector.
—Gracias —dijo Julio—. Deben ustedes saber que Verónica estaba siendo hipnotizada desde el mismo momento de llegar a esta casa y todo con el plan premeditado del robo de las obras de arte. Incluso en ausencia del hipnotizador, ella seguía sus órdenes ciegamente. Creo que probó también hipnotizar a Sara, puesto que compartía la habitación desde la cual se pasaba al Parador, pero tiene un temperamento muy inquieto y no le resultó receptiva…
—Eso es un galimatías, joven —sentó el policía.
—Parece fantástico, pero es la realidad. El primer día, creo que el hipnotizador no tuvo otra pretensión que realizar una prueba. Antes de que Verónica subiera a su habitación, había estado frente por frente al hipnotizador. La prueba resultó, pues Verónica interpretó los mandatos del dueño de su mente, se levantó y fue a la ventana. Pero Petra se asustó y, al chillar, despertó a Sara y ésta fue a su vez a tropezar con Verónica. Ella no se acordaba de lo ocurrido antes del tropezón y eso me dio una pista, pues las personas en estado de hipnosis, al volver a la normalidad, no recuerdan lo que han hecho…
—¡Ta… ta…! Muy traído por los pelos —protestó el policía.
—Suele suceder así, señor mío —alegó el señor Bello.
—Todo estaba bien programado —dijo entonces Héctor—. Antes de dar comienzo a sus andanzas nocturnas, la hipnotizada, por orden mental del hipnotizador, aplicaba un algodón con cloroformo en la cara de su compañera de habitación y así, sin temor a ser interrumpida, podía cruzar el arco, arriesgándose a una caída y llegar hasta la claraboya del tejado del Parador…
Verónica lloraba suavemente y a Raúl no le interesaba en aquel momento más que tranquilizarla.
—¡Cuentos! —rugió una vez más el policía.
—¿Y dónde está el hipnotizador? —preguntó uno de los vigilantes.
—Podría ser el señor Albert —intervino el profesor Bello—. Su mirada siempre me ha recordado la de los hipnotizadores.
—Exacto —confirmó Julio—. Con la excusa del ajedrez, tomaba asiento frente a sus víctimas, sobre las que lanzaba los rayos de sus ojos. Fracasó con Sara, pero encontró una buena receptora en Verónica. Y ésta, que no sabe jugar, le ganaba algunas partidas para que el interés no decayera y tener una razón para continuarlas en días sucesivos. Él le enviaba un mensaje haciéndole mover la pieza oportuna. Petra, que lo sabe, le teme…
—¿Cómo? ¿Va a pretender poner a una ardilla por testigo? —se indignó el vigilante.
—La ardilla es una prueba. La segunda noche, escarmentada por lo ocurrido y contra su costumbre, no quiso permanecer con su dueña —añadió el mayor de los Medina—. Pero cuando nosotros llegamos, le pedí a Oscar que llevase al animalito a esa habitación. Pues bien, Verónica salió de ella, como todas las noches, con una excusa y el hipnotizador supo que Petra estaba allí; para evitar alborotos, le ordenó que la hipnotizara también. Nosotros les procuramos cuerdas para que ataran la ventana, pero Verónica, por orden del señor Albert, las cortaba. El segundo día, hizo como que se llevaba la tijera de la habitación, pero debió regresar con ella en la manga.
—Divertido —le interrumpió el acusado con aspecto sereno—. ¿Cómo lo probarás?
—Fácilmente —contestó Julio, sin amilanarse—. El inspector puede subir al dormitorio de las chicas y en una de las camas encontrará un monigote formado por una almohada y una pelota y sobre ésta el algodón que contiene el cloroformo. Supongo que al regresar de su peligrosa excursión, Verónica lo escondía.
La interesada miraba a Julio como alelada:
—¡Eso no es verdad! ¡Yo no me acuerdo de nada! —estaba pálida y con la mirada extraviada.
Sara, revolviéndose nerviosa, explicó:
—¡Peste, qué diría Oscar! Ahora recuerdo que todas las noches ella tenía una excusa para salir de la habitación antes de acostarse. Entonces el señor Albert o su criado debían entregarle el algodón y el cloroformo; y por las mañanas, también desaparecía un momento…
El inspector, junto a los vigilantes y doña María, tomó el camino de la escalera. Al regresar, no sólo estaban furiosos, sino dispuestos a terminar con las explicaciones de una vez por todas.
—¡No hemos encontrado nada de nada!
—¡Lo han retirado aprovechando nuestra confusión! —exclamó Sara.
«Los Jaguares» se hallaban en un momento difícil y no se les ocultaba la gravedad de la situación. Entonces Oscar, que estaba acobardado, buscó la cooperación de Petra:
—¡Oh, tú sabes muchas cosas, querida!
Inmediatamente la ardilla empezó a saltar en torno a la silla del señor Albert. Héctor cazó al vuelo su mensaje:
—Señor, por favor, no me hipnotice —le dijo con su sonrisa serena—. Es sólo un momento.
Antes de que nadie adivinara sus propósitos, tiró de la manta y, ante los ojos estupefactos de los reunidos, apareció un pelotón con su cabellera de estopa y otros aditamentos… más un algodón que olía a cloroformo.
—¿Puede explicar esto? —preguntó el policía.
—Pregunte, pero sin sostener su mirada —le recomendó Julio—. Es un gran hipnotizador.
—Me declaro inocente —declaró el señor Albert.
—Señor, diga la verdad… dígala, ya sabe cómo le aprecio, pero ha ido usted demasiado lejos en su diversión —suplicó el anciano criado, que jamás hablaba.
—¡Estúpido! —lanzó su dueño.
—¿Ha sido usted quien ha recogido esto, verdad? —preguntó el inspector dirigiéndose al anciano, que afirmó con lágrimas en los ojos.
—Entonces, era verdad —prosiguió el inspector—. Usted entregaba a la muchachita el algodón con el cloroformo y por la mañana ella se los devolvía sin estar consciente de sus actos, así como los objetos robados. Pero ¿dónde están?
—Creo que no se hallan en la casa —se interfirió Julio—. Este señor y su criado salían a dar un paseo por las tardes y supongo que bajo la manta sacaban lo robado y lo escondían en algún lugar de los alrededores, para recuperarlo en su día. Poco más o menos, sabemos el radio que puede ocupar el escondite.
Con las primeras luces del día, llevando a Petra y a León, todos se dirigieron, guiados por Héctor y Julio, hasta el lugar donde el paseante inválido y su conductor solían dar la vuelta.
—Han de estar por aquí…
Empezaron a rebuscar por el suelo, entre los matorrales… y fue Petra, saltando junto a un árbol, quien dio la alarma. Cierto que el héroe fue el olvidado y pobrecito León. Aunque muerto de frío, trepó por las ramas, que era lo suyo, y desapareció en un agujero del tronco. En aquel hueco estaban la estatuilla y la tabla románica.
El señor Albert explicó que, en su situación, se aburría desesperadamente y aquello le había servido de pasatiempo. Al final, pensaba devolver aquellos objetos.
—Un pasatiempo muy cruel —alegó la señorita Elisa, con su brazo sobre los hombros de Verónica—. Ha expuesto a esta muchachita a un peligro espantoso.
—¡Oh, no! Yo la conducía con toda seguridad desde mi ventana —aseguró el señor Albert—. Sólo la intervención de estos entrometidos ha producido la caída.
De buen grado acompañó al policía y cuando se marcharon, la señorita Elisa dispuso que todos fueran a dormir un rato. «Los Jaguares» tranquilizaban a Verónica.
—Ahora que ese hombre está lejos, ya no debes temer nada. Dentro de poco, ni recordarás lo ocurrido.
¡Ay! A Oscar se le ocurrió comentar:
—No todos los misterios están resueltos… lo de la llave… ¡peste!, nunca lo sabremos.
Eugenia sintió que una mano la arrastraba por la oreja. Julio, con faz de piedra, la puso ante la profesora.
—¡Ea, encanto, te ha llegado a ti el momento de confesar! Hazlo y entrarás en nuestra pandilla.
—Yo… fue una broma… —se atragantó Eugenia.
—¡Ajá, gracias! —repuso Julio—. Y olvídate de nuestra pandilla.
El primero en echarse a reír a carcajadas fue el señor Bello. La señorita Elisa le imitó.
—¡Caramba con el M.E.P.N.! —exclamó Héctor—. Ha resultado trepidante e interesante, ¿no?
Naturalmente, todos afirmaron.