XI. ESTRECHANDO EL CERCO

—Total, que estamos como anteriormente —se le escapó a Raúl, dando un manotón al aire, pues estaba muy fastidiado.

—Yo creo que no, ¿verdad, Julio? —preguntó Héctor.

—Exactamente: cuantas más cosas van sucediendo más luz se filtra en la oscuridad.

Raúl porfió que Verónica no era la autora de truculencias como las de narcotizar a su compañera.

—Cloroformizar —objetó Héctor que, como hijo de cirujano, entendía de aquello.

—¿De dónde iba a sacar ella el cloroformo? Sara ha tenido que equivocarse. Es decir, alguien entra por las noches en el dormitorio…

—Si entrase alguien —le replicó vivamente Julio—, la llave que dejan en la cerradura, empujada por la llave accionada desde el exterior, se caería al suelo.

No le faltaba razón, pero Raúl sentía deseos de empezar a puñetazos con ellos.

—Vamos a hacer un poco de ejercicio —propuso Héctor.

Se pusieron en marcha y, al pasar ante el Parador, salió el policía.

—¿Qué hacéis por aquí?

—Pasear; no creo que esté prohibido —le contestó Julio, con una sonrisa para borrar su descaro.

—No, desde luego.

—Señor, ¿quiere decirnos si sus indagaciones ahí han sido positivas? —le preguntó Héctor.

—Como ya esperaba, no han dado ningún resultado. Me lo figuraba, porque conozco los antecedentes de todos ellos. Ha sido alguien de fuera… alguien muy inteligente, no puede negarse.

—Entonces ya no figurarán como sospechosas todas esas pobres colegialas.

—¡Hum…!

El policía subió a un utilitario aparcado a un lado del Parador, lo puso en marcha y siguió carretera adelante. «Los Jaguares» prosiguieron también su camino.

Muy pronto, Raúl exponía sus quejas.

—No creo que estamos haciendo nada para ayudar a las chi… a Verónica.

—Lo que podemos —contestó Héctor.

Al rato, Julio propuso regresar para atender a la preparación de la comida y luego añadió:

—No nos hemos fijado mucho en las ventanas que dan por el lado del Parador, ¿verdad?

Pasaron despacio, observando que, efectivamente, como Eugenia dijera, en la pared de la casona frente a la cual se alzaba el otro edificio, no existían más que dos ventanas. ¿Cuál sería la de la señorita Elisa y cuál la de sus compañeras?

En la planta baja existían otras dos, pero enrejadas.

Se hicieron los encontradizos con colegialas y colegiales y Héctor preguntó por lo bajo a Sara, al pasar:

—¿Cuál es vuestra ventana?

—La más cercana al arco.

No cruzaron otras palabras. Se advertía que los dos profesores no demostraban la animación de otros días. La señorita Torres, con sus alumnas, entró en la casona y el señor Bello se llevó a sus niños al campamento. Julio, Héctor y Raúl marcharon a su tienda y empezaron los preparativos de la comida.

De pronto descubrieron que Petra estaba allí y les miraba con ojos tristes. Héctor le hizo cosquillas en la cabeza.

—Eres una buena chica, Petra; y tú también estás preocupada y tampoco entiendes lo que está ocurriendo…

Julio se volvió en redondo, como si de pronto le iluminara una idea.

—¿Cómo no se nos había ocurrido antes? Habréis observado que Petra ha huido del dormitorio de las chicas y eso significa que ha visto más de lo que suponemos; y lo que ha visto, por supuesto, no le ha gustado…

—Oye, es verdad —reconoció Raúl, con la sartén en la mano.

—La primera noche, Petra chilló, luego vio algo. Pero eso la perdió, porque a la noche siguiente, no dio señales de vida… ¿quién os dice que no la narcotizaron a ella también para que no alborotara nuevamente? Y a la tercera noche, Petra no quiso quedarse con su querida dueña. Al llegar la cuarta noche, Oscar la dejó en el dormitorio y lo que sucedió le gustó tan poco, que anoche esta marrullera huyó cobardemente… aunque tiene pesar por ello.

Tan atentamente seguía Raúl la explicación de Julio, que se le ladeó la sartén, sin darse cuenta, y el aceite chorreó hasta el suelo.

—¡Pedazo de atún! —protestó el último—. ¡Nos vas a dejar sin comer!

—Creo que estás en lo cierto respecto a Petra —aceptó Héctor—. Por indicación tuya, tu hermano llevó a esta pobre ardilla al dormitorio y al día siguiente estaba apagada, extraña, muy rara, según Oscar, que la conoce bien. ¿Será ésa la razón de que Petra no haya vuelto a alborotar después de la primera noche, cuando ha permanecido con las chicas?

Petra miraba ya a uno, ya a otro, con ojos tristísimos. Era admirable su comprensión del lenguaje. Héctor la tomó, la puso sobre sus rodillas y luego con la mano le cubrió la boca, haciendo al mismo tiempo un gesto de asco:

—Te pusieron una cosa mojada aquí, ¿verdad?

Petra movió la cola, afirmando.

—Es notable. Si no lo viéramos, no podríamos creerlo. Ella sabe todo lo ocurrido… —Héctor la acariciaba, tratando de llegar a un entendimiento—. Petra, guapa, dinos, dinos qué pasó… vamos ¿qué pasó con Sara y Verónica?

Naturalmente, el pobre animalito no podía responder, pero se tiró al suelo y echó a correr, haciéndoles arrumacos para que la siguieran. Los tres fueron tras ella, aunque Petra se limitó, tras la carrera, a detenerse en el terreno que separaba la casona del Parador, mirando hacia arriba.

—Yo no la entiendo —se quejó Raúl—. ¿Qué querrá decirnos?

—Quizá que ahí arriba está la ventana de la habitación donde pasan cosas raras… —Héctor miraba a Julio, tratando de leerle el pensamiento, pero éste permanecía silencioso.

Al regresar junto a la tienda, la sartén estaba en llamas sobre el fuego y, mientras Raúl procuraba remediar el estropicio, Héctor le confió al alto del grupo:

—Se me están yendo los pensamientos demasiado lejos, demasiado… no puede ser… resultaría terrible…

—Es terrible —le confirmó Julio.

—¿Qué podemos hacer?

—Sabes bien, lo mismo que yo, que no podemos hacer nada, por lo que resta de día…

Héctor bajó la voz y no pudo reprimir un escalofrío:

—Esta noche, sí, ¿verdad?

—Tendremos que andar listos. El cerebro que planea todo esto es de primera… especialmente por su audacia. Aunque el individuo no ignora que en el Parador van a estar al acecho, lo intentará por tercera vez.

Héctor movió la cabeza, negando. En lo último no estaba de acuerdo con Julio.

—Estamos haciendo conjeturas sin verdadera base y no creo que también esta noche vaya a arriesgarse.

—Si el individuo se cree a salvo de sospechas, se arriesgará… puedo equivocarme, pero ése es mi convencimiento.

Raúl quiso saber lo que decían, pues la mitad de las veces no llegaba a comprenderlos.

—Pero ¿quién es ese individuo del que habláis?

—El ladrón, naturalmente. Esperemos que acabe desenmascarándose.

Cuando estaban a mitad de la comida, se presentó Oscar.

—Me he escapado un momentito y no puedo quedarme mucho o se enojará el «profe», pero estaba rabiando por enterarme de vuestros descubrimientos. Estate quieto, León.

El mono le trepaba por el estómago y Petra, celosa, trató de apartarlo.

—Mico, todavía seguimos a ciegas, pero debes estar muy pendiente de todo, porque contamos contigo y puedes hacernos falta en cualquier momento…

Oscar miraba a su hermano como si fuera un oráculo.

—Antes de marcharte con las chicas esta tarde, procura venir a mi lado, por si tengo algún encargo para ti.

—¡Oh, no te fallaré! Eso, ya se sabe…

Se marchó con los dos animalitos y satisfecho de intervenir para solucionar la enredada situación.

Héctor parecía seguir aferrado a sus misterios y Raúl se sentía nervioso por momentos.

—«Eso» que tú estás pensando es demasiado complicado… —insistía en dirección a Julio.

—Pues no se me ocurre otra cosa…

¿Y yo qué hago? —preguntó Raúl.

—Ir con las chicas esta tarde, protegerlas y fijarte en todo.

El interesado aceptó el encargo con alma y vida, porque no deseaba otra cosa.

¿Y vosotros?

—Nosotros estaremos de guardia por los alrededores.

—Tendríamos que comunicarle a Sara nuestras sospechas —decidió Héctor.

—¿Con todo ese enjambre de gente en torno? Casi será mejor ponerle una nota —contestó Julio, uniendo la acción a la palabra.

—Una vez escrita, la nota era ésta:

Sara, aunque te mueras de sueño, esta noche tienes que hacer la heroicidad de estar despierta y sin dejarte cloroformizar. Arréglatelas para engañar a V. y acostarte debajo de la cama, en lugar de encima, pero dejando la almohada entre las ropas. Oscar te entregará un pelotón que reemplazará tu cabeza. Ya veremos de encontrarle pelo. Si lo haces bien, es posible que todo se arregle. Nosotros vigilaremos vuestra ventana y no debes preocuparte, porque tomaremos las medidas oportunas. Confiamos en ti.

J.

Aquella tarde, como era habitual, las colegialas y su profesora abandonaron la casona para sus lecciones campestres y en seguida el señor Bello y sus alumnos se unieron a ellas. Oscar se había escapado a la carrera para ponerse en comunicación con su hermano. Él le entregó la nota para Sara y le dio unas cuantas instrucciones.

—Puedes estar tranquilo. Nadie me verá darle el papel.

Raúl pidió permiso para acompañar al grupo y estuvo escuchando, sin enterarse, explicaciones sobre las especies vegetales típicas del monte.

Los restantes componentes del grupo también andaban distraídos y sin la alegría de días precedentes. Resultaba evidente que al señor Bello le había disgustado bastante el hallazgo de la famosa llave en su tienda y la señorita Torres, aunque cortés, no le ocultaba cierta frialdad.

Por el contrario, Oscar se mantenía con su viveza habitual y pudo entregar a Sara la nota, poniéndosela en su mano sin que los demás se percatasen. Quizá Eugenia encontrara sospechosa su aproximación, pero seguramente se calló porque, ¿de qué podía acusarles? Eran libres para confiarse cosas a la chita callando.

Y mientras tanto, al abrigo de los árboles, los dos «jaguares» mayores espiaban.

Los del Parador salieron en una ocasión para hacer una revisión de los muros, similar a la de la víspera. Debían de andar bastante despistados y se les notaba. Ni por asomo se les ocurría cuál era el medio utilizado por el ladrón para entrar en la casa.

Cuando ellos entraron en el Parador, salió el señor Albert para dar su acostumbrado paseo, en compañía de su anciano empleado. Como siempre, iba bien abrigado, con una manta cubriéndole las piernas. Y doña María y Ramona salieron tras él y, tras cambiar unas palabras, se dirigieron en dirección contraria, hacia el pueblo.

—¿Quién se queda y quién sigue? —preguntó Héctor.

Julio, que era comodón, no lo pensó ni un segundo:

—Ve tú y yo me quedo.

Héctor aguardó un rato prudencial, hasta que el inválido estuvo lejos y luego fue tras él, escondiéndose, ya entre los árboles o los matorrales. A veces el terreno aparecía pelado y tenía que reptar o dar un salto para ocultarse a tiempo.

El paseo del señor Albert no fue largo. Cuando Héctor se reunió con su compañero, explicó:

—Nada interesante… aunque los he tenido casi siempre al alcance de la vista.

—Pero sabrás hasta dónde han llegado.

—Sí, eso sí. ¿Y tú?

—Por aquí todo está tranquilo. Mira, ya vuelven la dueña y la cocinera.

—Julio… ¿y si nuestras sospechas están equivocadas? Esas dos mujeres pueden saber más de lo que aparentan.

—Entra en lo posible.

Vieron regresar al grupo juvenil, pero no intentaron acercarse. Cuando ellas iban a entrar en la casona, Oscar llamó a Sara:

—¿Quieres guardarme el balón? Esos pequeñarras me van a dejar sin él.

Ella lo tomó y se dirigió directamente a su habitación. Junto al balón, el pequeño le había hecho entrega de un puñado de estopa y un tubo de pegamín. Pegó la estopa en la pelota como si fuera el pelo de una cabeza y luego fue recortando una goma de borrar hasta darle cierta similitud con una nariz. Con el resto, compuso algo que a la luz no podría pasar por unos labios, pero que en la oscuridad quizá confundiera y los adhirió con el pegamín en el correspondiente lugar. Por último, con el resto de la estopa, añadió lo que podrían ser un par de hirsutas cejas.

—¡Uf, si Sara fuera así! —murmuró al completar su obra.

Acto seguido deshizo la cama y puso las mantas extendidas bajo ella y encima el balón-cabeza.

—Esperemos que salga bien, porque de lo contrario… Estas camas antiguas, tan altas, son malas para caerse de ellas, pero buenas para esconderse debajo.