X. APARECE LA LLAVE

—¿Cuál es su tienda, profesor? —preguntó el policía al señor Bello.

—Tenga la bondad de seguirme, señor.

Bello condujo a los dos hombres al centro del campamento y les indicó una tienda exactamente igual a las restantes. Hasta aquel momento, nadie se había fijado en que el señor Albert, bien cubierto por una manta, permanecía atento a los acontecimientos, con su anciano criado a espaldas de su sillón.

Julio susurró por lo bajo, para Héctor:

—Cuerdas aparte, se va a producir el primer hallazgo importante de la mañana.

—¿Cómo lo sabes? —quiso saber Raúl, que también lo había oído.

—No lo sé, lo barrunto.

—Por favor, tengan cuidado con mis apuntes —les suplicó el señor Bello.

La tienda era pequeñísima y las alumnas, aunque lo hubieran deseado, tuvieron que quedarse fuera. Por una vez, Oscar estuvo a la altura de las circunstancias y, siendo ya tantos sus cargos, se arrogó uno más:

—¡Eh, pequeños, alejaos de aquí! —exigió de sus compañeros—. ¡Es una orden!

—Pero está pasando algo y queremos verlo —objetó uno de los chicos.

—Os repito que es una orden del «profe». ¡Atrás…! ¡Atrás…!

Parecía el perro del rebaño haciendo retroceder a los corderos. Y lo conseguía, con ayuda del mono, que pisaba el terreno de los pequeños. Cuando los tuvo lo suficientemente alejados, dijo:

—Quedaos aquí y no os mováis mientras yo vuelvo a recibir nuevas órdenes.

Oscar llegó junto al compacto grupo justo cuando el policía salía de la tienda del señor Bello llevando algo en la mano. De pronto, mostró aquello: se trataba de una llave grande, de hierro.

—Señora —preguntó, plantándose ante doña María—. ¿Es ésta la llave extraviada?

—¡Claro que sí! —exclamó rotundamente ella.

Ramona afirmaba también.

—Parece, profesor, que la alumna que le acusaba a usted se hallaba informada —sentó el policía, contemplando con cierto desdén al señor Bello.

—La llave estaría en mi tienda, estaba, puesto que usted la ha encontrado —se defendió éste—, pero eso no significa que yo la tuviera ni que la dejase ahí. Puesto que su trabajo es la investigación, tenga la bondad de iniciar las gestiones para aclarar quién la ha puesto.

—¡Habrase visto! —protestó la dueña de la casona—. Así que este individuo me gustaba tan poco…

Incluso la señorita Elisa parecía desorientada y miraba al profesor Bello con aire de incredulidad. ¡No hubiera

podido suponerlo! Tan inteligente, tan bondadoso y agradable…

Y todas sus alumnas debían compartir su estado de ánimo, mostrando la desagradable sorpresa que acababan de recibir. Es decir, lo de Eugenia era satisfacción. ¡Una terrible satisfacción!

Julio le lanzó un codazo antes de decir:

—¡Qué bien! ¿Verdad? Supongo que todo esto te está gustando mucho… porque nadie te ha acusado a ti… todavía…

—¿Y por qué se me había de acusar? Soy inocente y no intervengo en acciones criminales.

—Inocentísima… —ironizó el mayor de los Medina.

Se oyó al señor Albert solicitar de su criado el regreso a la casa, pues era muy pronto para él y el aire frío de la mañana podría hacerle daño.

—Será mejor que todos nos vayamos, puesto que hemos concluido —zanjó doña María.

—Perdone, señora, pero lo de concluido no es exacto —le recordó Héctor—. Cuando se encuentren los objetos robados entonces sí que estará concluido, pero de momento no, porque no han aparecido.

Julio le apoyaba con el ademán y dijo cuando el otro terminó:

Señor policía, sus indagaciones, sin perdonar casa ni tiendas, revelan su magnífico sentido del deber y supongo que las proseguirá en el interior del Parador.

—¿Estás loco? —se quejó el vigilante—. Es del Parador de donde se han robado las piezas…

—Pero si ustedes son varios, uno puede ser culpable sin que lo sospechen los demás.

—Es también una posibilidad —aceptó el policía.

—Cuantos estamos en el Parador trabajamos en equipo desde hace años —protestó el vigilante—. Varios museos nos han confiado para su restauración piezas valiosísimas y jamás ha faltado nada.

—Pero ustedes no siempre han trabajado en este lugar —les recordó el policía.

—No, desde luego. Hemos estado en París, en Teherán, en Bangkok… en diversos lugares, como expertos de fama mundial. Ahora realizamos trabajos en piezas españolas y como el director, conocido mundialmente, está delicado de salud, nos han permitido el traslado de las piezas para que este señor disfrute del aire del campo.

—Acepto sus explicaciones —dijo el policía—. De todas formas, vamos a intensificar el registro en el Parador y escuchar la opinión de los expertos.

Los dos hombres se retiraron y la señorita Elisa llamó a sus alumnas, alegando que tenían los dormitorios por arreglar. Evidentemente, el señor Bello quería comunicarle algo, pero ella se hizo la desentendida.

Cuando iban a entrar en la casa, Héctor llamó en voz alta:

—Verónica, ven, todavía no os hemos entregado los libros que trajimos para vosotras.

—¡Buena excusa para secreteos! —chilló Eugenia.

Quiso evitarlo, incordiando cerca de la señorita Elisa, pero ésta, que parecía muy disgustada, se hizo la desentendida. Verónica y Sara, ésta corriendo tras de su compañera, como si no estuviera por dejarla sola, obedecieron la llamada.

Doña María y Ramona también habían entrado en la casa y cuando pasaron junto al profesor, Julio comentó, sonriente:

—Han ido a caer en un buen avispero, ¿eh, señor Bello? Pero de estas avispas quizá no sepa mucho…

El señor Bello le miró por un momento, pero se alejó después en silencio para congregar a sus alumnos.

—¿Puede alguien explicar qué está pasando aquí? —preguntó Verónica.

—Que estáis metidas en un buen lío, tal como presentimos cuando nos contasteis vuestros planes —replicó alegremente Héctor, sin duda porque las veía muy deprimidas.

Raúl, siempre práctico, había entrado en la tienda y salió con una butaquita en cada brazo, que ofreció a las chicas. Luego se dejó caer sobre la hierba.

—Has tenido una buena idea, porque no me tengo —se lamentó Verónica.

—Una situación interesante… —murmuró Julio.

—¿Interesante? —protestó Sara—. Siento deseos de arañarte.

Verónica, tras pasear de uno en otro sus ojos muy abiertos y desamparados, confesó:

—Estoy asustada. Ya lo estaba y bastante, pero con lo de esta mañana…

—Vamos a dejar lo de esta mañana, chicas, y hablemos de la noche. ¿Qué ha sucedido? —preguntó Héctor.

Sara dudaba y apretó los labios.

—Lo de siempre —contó la otra con voz débil—. Nos despertamos muy raras y encontramos las cuerdas cortadas y la ventana abierta.

—¡Diablo! ¿No os pedimos que os vigilaseis mutuamente? —se incomodó Héctor—. ¡Sois unas irresponsables, ea!

Raúl saltó:

—Ten mucho cuidado al dirigirte a las chicas.

—Está bien, abogado defensor —aceptó el jefe de «Los Jaguares»—. Resumiendo, habéis dormido a pierna suelta.

—Yo no quería dormirme —prosiguió Verónica—. Hice esfuerzos desesperados, pero la noche es tan larga…

Héctor se encaró con Sara, ocupada en mirarse las uñas, como si fueran algo raro.

—¿Has comido lengua, Sara?

Ésta se hallaba decidida a callar. Hubiera dicho lo ocurrido de no haber mediado el dichoso robo, pero así… ¡Verónica podía llevarse un buen soponcio y después de todo, tampoco ella podía decir que hubiera sido la autora del intento (conseguido) de narcotizarla!

Sin mirar a nadie, por si se le descubría el embuste, murmuró:

—Es que… no sé nada, aparte de que esta mañana la cuerda estaba también cortada…

—¿Pero no os advertimos que debíais quitar de la habitación tijeras y objetos cortantes?

Verónica, con terrible aire de culpabilidad, miró a Sara y luego al suelo, antes de añadir:

—Ya… lo hicimos…

—Creo que la señorita Elisa se va a enfadar si tardamos. Anda, vamos.

Sara, tirando de la otra, corrió hacia la casa.

—¡Pues sí que están tontas esta mañana! —se quejó Héctor, en cuanto se alejaron ellas.

—¡Pobres, es que no es agradable lo que ocurre! —las defendió Raúl.

—¡Figúrate! Andan con tapujos con nosotros… —Julio había ido a sentarse en una de las butaquitas. Tras ponerse un almohadón bajo la cabeza y estirar sus largas piernas, añadió—: Pero hablarán, aunque tengamos que someterlas a tormento… Raúl, busca a mi hermano y dile que quiero verlo.

Al bonísimo muchacho ni se le ocurrió protestar, Fue en busca de Oscar y quizá porque el señor Bello andaba muy distraído, tampoco pensó en prohibirlo.

—¿Querías algo, Jul?

—Tu colaboración, mico. Resulta que, después de todo, eres insustituible. Arréglatelas como quieras, pero tienes que traernos a Sara. Sólo a Sara… ¡sin Verónica!

—¡Pero Vec también es amiga nuestra!

—No preguntes y haz lo que te digo.

—¿Y si Sara no me hace caso al ver que no convoco a las dos?

—Dile que hemos descubierto algo terrible; tan terrible que Vec se asustaría mucho…

—¡Jo…! ¿Y qué es?

—Limítate a obedecer, mico.

Inmediatamente el pequeño, acompañado de Petra y León, que correteaban en torno, desapareció por entre los matorrales. No habrían transcurrido ni diez minutos cuando le vieron aparecer con unas horrendas flores amarillas del campo entre los brazos e ir a llamar en la puerta de la casona.

Ramona se encargó de atender la llamada.

—¿Eres tú?

—Le traía unas flores a doña María en agradecimiento por lo amable que es con nosotros… (¡qué cosas había que hacer en ocasiones!). ¿Puedo entregárselas?

Ramona se enterneció.

—Anda, pasa.

Al rato, la puerta de la casona se abría nuevamente, dando paso a la señorita Elisa, sus alumnas y Oscar con sus animalitos y el aire muy satisfecho. El profesor Bello y sus chicos se les reunían al instante y, juntamente, empezaban la ascensión al monte.

Sara, que se había quedado rezagada, tropezó y fue a caer de bruces.

—¿Te has hecho daño? —le preguntó la señorita Elisa.

—No mucho, pero creo que me he clavado una espina. Volveré a casa para desinfectarme y en seguida me reuniré con ustedes.

—Está bien; procura no tardar.

Sara hizo como que entraba en la casona, pero cuando ya no podían verla, emprendió carrerilla hacia el bosquecillo tras el que estaba la tienda de «Los Jaguares».

¿De dónde había salido Oscar? Nadie lo sabía, pero allí estaba, con la expectación pintada en el semblante.

—¡Ay, me muero de curiosidad! ¿Qué es eso tan terrible que habéis descubierto? —preguntó.

Héctor se echó a reír.

—No creo que hayamos descubierto nada…

—Pero me habéis llamado…

—Sí —zanjó Julio, que parecía un inquisidor—, pero para que nos digas tú a nosotros lo que te estás guardando.

—Es que… no puedo acusar sin pruebas… pruebas completas…

—Di lo que sabes; eso no es acusar.

—Pero la pobre Verónica… Debe ser ella la sonámbula… No, no os diré nada.

—Todos queremos ayudar a Verónica, si realmente tiene necesidad de ayuda, Sara —Héctor se agigantó ante ella—. Y más ahora, cuando se ha cometido un robo y nadie estamos libres de ser acusados.

Sara se decidió y fue explicando las horas vividas durante la noche, el momento en que una mano puso sobre su boca un algodón humedecido con aquel olor dulzón que ya recordaba y cómo había ladeado la cabeza y el algodón resbaló por la almohada.

—Pero, en plena oscuridad, yo no puedo asegurar que fuera Vec quien quiso narcotizarme. Seguramente, existen dos llaves de nuestra puerta. Pudo entrar alguien…

—Desde luego —convino Julio—. ¿Cerrasteis también anoche por dentro?

—¡Naturalmente! —se escandalizó ella—. Esta mañana, la llave seguía en la cerradura.

—¿Has guardado el algodón? —preguntó Héctor, con el rostro atirantado, porque lo sucedido era más grave de lo que había supuesto.

—Esta mañana no he podido encontrarlo.

—Ya. Sara, regresa con tus compañeras y abre bien los ojos. Procura animar a Verónica y, si ella no sabe lo que te ha sucedido esta noche, que es lo mismo que lo de otras noches, no se lo cuentes. Se asustaría todavía más —advirtió Julio, que también estaba muy serio.

Sara obedeció, con la esperanza de que ellos pusieran en claro la situación.