Ramona, la cocinera, fue la encargada de ir en busca del profesor y los tres ocupantes de la tienda grande.
Bastante intrigados, el señor Bello y los tres muchachos se presentaron en la casa. Nadie supo en qué momento exacto apareció Oscar, pero allí estaba, con la ardilla en un hombro y el mono sobre la cabeza.
El policía repitió la versión de que se había robado en la casa de al lado, según todos los indicios, en dos noches consecutivas y quería saber si habían visto algo que pudiera esclarecer el hecho.
Naturalmente, no acusaba, pero se veía que estaba deseando hacerlo en cuanto tuviera oportunidad.
—No puedo estar enterado de nada, señor —alegó Andrés Bello—, porque mis alumnos y yo dormimos en la cuadra, que es la única parte de la casa que esta señora quiso cedernos. Y la cuadra está al otro lado del patio, que es la parte contraria al muro situado frente al Parador.
—¿De modo que no salen de allí? —se aseguró el policía.
—«No podemos salir», por la sencilla razón de que la única puerta que da al patio, aparte de la de la cuadra, es la de la sala y precisamente esa puerta queda cerrada por dentro durante la noche.
Doña María saltó como un gallito de pelea.
—¿Y usted cómo lo sabe? Sin duda ha intentado penetrar en la casa durante la noche.
—Señora, tengo a mi cargo catorce niños y debo velar por ellos. Así que la primera noche de nuestra estancia en ese local quise asegurarme que, de enfermar algún pequeño durante la noche o necesitar alguna cosa, podría venir aquí. Así que, efectivamente, quise comprobar si podría entrar en la casa y supe que usted nos dejaba prisioneros en la cuadra.
Bello se había expresado con absoluta claridad, pero no contaba con la temible Eugenia.
—El profesor está cambiando las cosas, él sabrá con qué propósitos —dijo con su voz chillona y aire triunfal—, porque nadie cuenta que la llave de la puerta independiente de la cuadra desapareció coincidiendo con su entrada en la casa. Y si la tiene él, cosa segura, ha podido entrar y salir por allí, siempre que haya querido, mientras los niños dormían.
—¡Eugenia! —exclamó la señorita Elisa fuera de sí—. Discúlpate inmediatamente con el señor Bello, al que has ofendido gravemente.
—Lo siento, señorita, pero no me disculparé hasta que todo se haya aclarado… y suponiendo que él no tenga nada que ver con esto de los robos.
El policía, seguido del hombre de la casa de al lado, de doña María, del señor Bello, la señorita Elisa, Héctor, Julio y Raúl, se fueron a inspeccionar la cuadra y comprobar sobre el terreno la exactitud de lo dicho.
En efecto, la puerta independiente del local se hallaba cerrada con llave y doña María aseguraba que en la casa no se encontraba la tal llave, pues Ramona la había buscado por todas partes.
Cuando regresaron en grupo al comedor, la señorita Elisa, tratando de aparentar normalidad, instaba a las chicas para que terminaran su desayuno, pero no podía negar que estaba alterada.
—Bien, no se muevan ustedes de aquí, porque, sintiéndolo mucho, tendremos que inspeccionar todas las tiendas y, si la señora lo permite, esta casa.
Doña María replicó, muy digna, que nada tenía que ocultar.
Seguidamente, el policía se volvió hacia el trío formado por Héctor, Raúl y Julio.
—¿Cuál es la razón, muchachos, de que hayan venido a acampar precisamente aquí?
El último explicó que su hermano menor era precisamente alumno del señor Bello y que los tres, como amigos de dos de las alumnas de la señorita Torres, habían decidido pasar lo que restaba de semana, desde el jueves al domingo, acampados cerca.
Se les preguntó si habían visto u observado algo sospechoso y Raúl se apresuró a negar. A Héctor se le fueron un momento los ojos hacia el lugar ocupado por Verónica y Sara y luego negó con su serenidad habitual.
—Puede que el que juega tan bien al ajedrez, el alto, sí sepa algo —precisó doña María.
—Aparte mi asombro por vernos envueltos en esto, no hay nada que pueda señalar —repuso Julio.
Y de pronto Eugenia surgió ante él con expresión maligna.
—No sé si creeros, especialmente a ti, porque siempre estáis de secreteos con Sara y Verónica, que a lo mejor saben algo… Por de pronto, ¿se puede saber qué hicisteis ayer tarde, que no quisisteis venir con todos nosotros? Si os quedasteis solos, por algo sería.
Julio se la quedó contemplando durante unos instantes con expresión regocijada. Luego, despacio, sin perder su aire festivo, declaró:
—Acertaste, preciosidad. Era por algo: por no verte a ti.
Oscar soltó la carcajada a todo trapo y las incondicionales de Eugenia le fallaron por esta vez, pues también estallaron en risas. Julio las miró y compartió sus carcajadas, con las cuales puede decirse que las ganó a su favor. Y como ellas estaban deseando atraerse la atención de los tres, especialmente de los dos mayores…
—¡Silencio! ¡Silencio! —suplicó la señorita Torres.
Por cierto, a pesar de aparecer como sospechoso número uno, el señor Bello tampoco pudo ocultar una sonrisa divertida al escuchar la respuesta de Julio.
El policía se encaró con Sara y Verónica, dejándolas amedrentadas.
—¿Es cierto que vosotras podéis saber algo?
—No. ¿Por qué? Nada de nada —dijo Sara.
—Pues la ventana de ellas da al callejón que se forma entre las dos casas y también la de la señorita Elisa —añadió la temible Eugenia—. Mi habitación está pared con pared con la de Sara y Verónica, pero la ventana da a la parte trasera de la casa. Y como por dos noches he oído estrépito en la habitación de ellas…
—¡Eugenia! —se escandalizó la señorita Torres. Luego se encaró con el policía y el hombre de la casa de al lado—. Señores, respondo en absoluto de mis alumnas, que son unas muchachas bien educadas y con un gran sentido de la moral. Aparte de eso, a su edad, no se anda allanando moradas sólidas y bien defendidas. ¡Es… ridículo, señores míos!
Había sido una intervención valiente que las chicas (las dos acusadas) no podrían olvidar.
—Pero para defenderlas a ellas, señorita Elisa, me está dejando a mí por embustera. Y sepan todos que yo no miento. La primera noche que estuvimos aquí, ellas y la ardilla armaron un estrépito espantoso…
—Porque sin querer tiré la lámpara de la mesita de noche —la rebatió Sara.
—Pues hace dos noches, sobre la una, no estabais acostadas, porque os oí —siguió la implacable Eugenia.
Raúl, Julio y Héctor permanecían tensos. El primero, a pesar de su temperamento pacífico, resistía difícilmente la tentación de propinar una buena bofetada a semejante demoníaca chica.
—Bien, iremos a ver esas ventanas y esas habitaciones —decidió el policía.
—¿Puedo ir con ustedes? —preguntó la señorita Torres.
Como el policía se encogiera de hombros, ella se puso a su lado y juntos se dirigieron al piso superior, seguidas por doña María y el de la casa de al lado.
Petra, comprendiendo que su dueña estaba en ascuas, había ido a acomodarse en su regazo y la llenaba de carantoñas. Héctor las miraba a las dos, sin perder la calma, pero muy intencionadamente, como recomendándoles tranquilidad y parecía decirles: «No os preocupéis, que para algo estamos aquí».
Raúl había ido a situarse tras la silla de Verónica y con la mano en su hombro intentaba tranquilizarla, porque la conocía muy bien y advertía su desasosiego.
Julio tomó asiento junto a la mesa, alargó la mano, se apoderó de un bollo y se comió la mitad de una sentada. En cuanto lo tragó, casi a punto de hacer desaparecer el resto del bollo, dijo, mirando a todas con aire divertido:
—¡Ea, chicas! Se os ha acabado el aburrimiento. Porque tengo la impresión de que ya estabais hartas de bichos… y usted perdone, señor Bello.
Las compañeras de Sara y Verónica afirmaron.
—No nos podíamos imaginar que iba a ocurrimos algo así… robos y… y… no estar solas, quiero decir, que hayáis venido vosotros, que sois tan simpáticos —dijo frescamente una gafosilla llamada Inés.
—¡Oh, gracias! —replicó Julio.
—Desde luego, con vosotros podemos pasarlo mejor, aunque ya queda poco de estar aquí —añadió una morenita, que no encontraba nada mal al trío, especialmente al rubio. Si la invitaran a formar parte de su pandilla…
Cuando regresaron al comedor los que habían ido a inspeccionar los dormitorios, la señorita Torres estaba grave y su rostro aparecía atirantado.
—¿Sucede algo malo, Elisa? —le preguntó el profesor, yendo hacia ella.
Pero no obtuvo respuesta y el policía se adelantó con unas cuerdas, llenas de nudos, en las manos.
—Hemos dado con esto en la habitación ocupada por Sara y Verónica, que sois vosotras dos —dijo, mirando fijamente a las interesadas.
Verónica se había tambaleado en la silla. Raúl se dispuso a contar la razón de que ataran la ventana con cuerdas, pero en el mismo instante recibió un pisotón de Héctor realmente brutal, que le dejó mudo.
Sara, encontrando sobre sí la mirada de Julio, tranquila, pero que le enviaba un mensaje pidiéndole silencio, hizo un esfuerzo sobre sí misma para aparentar serenidad.
—Eso de las cuerdas es una tontería nuestra. La falleba cierra mal y la primera noche se abrió la ventana, de modo que después la hemos atado tan bien que por la mañana hemos tenido que cortar las cuerdas.
—¡Niña! —se indignó doña María—. En mi casa todo funciona bien, incluidas las fallebas.
—Pues ésta, con el viento, salta, se lo aseguro.
—La explicación de Sara es muy plausible, señor, y creo en ella —dijo la señorita Elisa al policía.
—De todas formas, como ésta es una casa honrada, ruego al señor policía y a mi vecino que la registren. Así no sufriré más molestias —el acento de la dueña de la casona era más bien exigente.
—Gracias, señora. Es el modo de acabar antes. De todas formas, en esta casa habitan dos personas más.
—¡Oh, sí, el señor Albert! No creo que se haya levantado todavía, pero seguramente ha escuchado el bullicio, pues su habitación se encuentra en esta planta. Además, el criado ya le ha llevado el desayuno. Voy a llamarlo.
Doña María se adentró en el comedor y casi en seguida reapareció con el anciano criado. Respondió a las preguntas del policía asegurando que él no se había enterado de que sucediera algo anormal y su señor tampoco, aunque estaba sorprendido por el alboroto que se estaba produciendo en el comedor, cuyos ecos llegaban hasta su dormitorio.
—¿Quiere preguntarle si puede recibirnos? —preguntó el policía.
El criado se marchó y diez minutos después regresaba empujando el sillón de ruedas. El señor Albert, que vestía un elegante batín, saludó cortésmente a los congregados.
Poco más o menos, su declaración fue similar a la del criado. Aseguró que no sabía nada de nada, pero que no deseaba privilegios y podían inspeccionar su dormitorio, su cuarto de baño y el ocupado por su empleado.
Resumiendo, que el policía, acompañado del vigilante del Parador, registró la casona de arriba abajo.
—¡Qué lío! ¡Pero qué lío! —repetía Oscar. Con ello atrajo la atención de su profesor.
—¿Cómo estás aquí, Oscar Medina? Tu puesto estaba junto a tus compañeros.
—Pero como han llamado a mi hermano… nosotros somos una familia muy unida, ya sabe…
Héctor hizo un gesto como diciendo: «¡Qué caradura!».
En la casona no se halló nada que pudiera dar una pista y mucho menos el producto del robo.
—Bien, vamos a ver si existe algo de interés en el campamento… Lo siento, pero es mi obligación no dejar ningún cabo suelto —alegó el policía.
Naturalmente, con él salió el vigilante y tras él la señorita Elisa junto al señor Bello, las siete alumnas de la primera, Oscar con León (Petra iba con Sara) y, cerrando marcha, los tres «jaguares» mayores.
—Trabajo inútil —susurró Héctor—. Tampoco en el campamento encontrarán nada.
—A lo mejor sí… —repuso Julio.
Y resultó que la lujosa tienda y su magnífica instalación debieron parecer bastante sospechosas al policía, porque se encaminó hacia allí, desdeñando las modestas tiendas de los colegiales.
Quien más, quien menos, todos procuraban introducir sus cabezas para ver cómo iba el registro.
—¡Eh, con cuidado! —les advirtió Julio—. No queremos quedarnos sin equipo.
Al policía le resultó altamente sospechoso encontrar tres kimonos de judo.
—¿Son judokas?
—Quizá parezca poco modesto, pero lo somos y de los buenos —replicó Raúl, que se ufanaba de su fuerza.
—¡Ah, muy interesante! Unos perfectos atletas, por lo que veo —razonó el policía, detallando a los propietarios de la tienda, de uno en uno.
—Pues si en judo son tan buenos, por fuerza ha de tratarse de gimnastas nada despreciables, en cuyo caso —alegó el vigilante del Parador— podría entrar en lo posible que hubieran descubierto el modo de escalar el edificio y entrar por alguna parte.
—Sí, amigo mío —aceptó burlonamente Julio—, por la chimenea, como Papá Noel, con ciervos y todo.
Sara y Verónica estaban que no se tenían en pie y se vieron obligadas a apoyarse la una en la otra.