Estaba próxima la hora de la cena y la partida de ajedrez se hallaba en su apogeo, cuando llamaron a la puerta. Atendió la llamada la cocinera, que fue a encontrarse ante los tres muchachos que ocupaban la gran tienda.
Escuchó con cierta sorpresa lo que decían y fue luego a transmitir la información a su ama, pero sin hacerles pasar.
Doña María estaba en la sala, contemplando el juego entre el señor Albert y Verónica.
—Señora, ahí fuera están tres muchachos que dicen son amigos de los huéspedes y acaban de avisar que han visto un cristal rajado y que peligra. Se ofrecen para poner una tira de papel adhesivo.
—¡Vaya! Otro cristal…
Se trataba de una de las ventanas de la sala y comprobó que, al menor movimiento, parte de él iría a parar al suelo.
—Bien, dígales que acepto su proposición.
Héctor, Raúl y Julio saludaron a todos en general. Luego el primero sacó del bolsillo un rollito de papel transparente y empezó a medir y calcular, sobre el cristal, con bastante parsimonia.
Julio se aproximó a los jugadores, aunque no se perdía nada de cuanto estaba sucediendo en la sala. El arreglo del cristal, sujetándolo por los dos lados, duró un cuarto de hora escaso y eso a fuerza de argucias.
—Gracias, muchachos, ya pueden retirarse —ordenó la dueña de la casa, más tajante que una reina.
—Señora —Julio se inclinó ante ella con la mejor de las sonrisas—, si usted no tiene inconveniente, me gustaría, siempre que el caballero acceda, entablar una partida. Me apasiona el ajedrez.
En lo último no mentía.
Ya iba a negar doña María, cuando el señor Albert intervino:
—Nada me complacería más. ¿Contamos con su beneplácito, doña María?
La señora no pudo negarse y Verónica le cedió su puesto, aunque se quedó a su lado, interesada por el resultado, pero no tanto como Sara. Héctor acercó una silla y la señorita Elisa hizo lo propio. Las demás chicas se situaron tras los que estaban sentados.
Resultó una partida interesante en que los contendientes se observaban como dos gatos astutos. Desde luego, se alargó bastante. El señor Albert, al pronto, tenía una sonrisa complacida en los labios, pero se le fue borrando conforme el juego avanzaba. En alguna ocasión, Julio sacudió la cabeza con fuerza, luchando ostensiblemente para no dejarse vencer.
En la sala estallaron los aplausos cuando la partida terminó en tablas.
—Un contrincante muy interesante —resumió el señor Albert—. Para ser tan joven, mueves las piezas con gran maestría. Con la maestría de un veterano.
—Pero con menos que Verónica, que, según creo, le ha derrotado a usted en alguna ocasión.
—En efecto, en efecto…
La propia dueña de la casa, alegando que era la hora de la cena, acompañó a los tres visitantes hasta la puerta de la casa. Cuando se alejaron unos pasos, Raúl soltó:
—Resulta que no hemos averiguado nada importante, pero al menos hemos pasado un rato ahí dentro…
—Es curioso, pero tengo la impresión de que Sara y Verónica, muy especialmente Verónica, le temen al señor Albert —dijo Héctor—, lo que no es obstáculo para que todas las veladas acepten sus partidas.
Julio se había limitado a hacer un gesto vago.
Por aquel día, el ardid de dejar a Petra en el dormitorio de las chicas les había fallado, especialmente porque ella se había apresurado a correr hacia la cuadra. Por lo demás, Sara y Verónica tenían instrucciones sobre lo que aquella noche debían de hacer: atar nuevamente la ventana, pero antes de ello arrojar por la misma las tijeras o cualquier instrumento cortante que hubiera en la estancia.
Cuando Sara iba a tirarlas a la calle, murmuró:
—Creo que va a llover y es posible que se oxiden las tijeras. Sería preferible llevarlas a la habitación de cualquiera de nuestras compañeras o a la salita.
—Es verdad —concedió Verónica—. Yo las llevaré.
Y se marchó con ellas, mientras Sara se ocupaba en manejar una flamante cuerda, entregada por sus amigos y proceder a las mismas ataduras de la víspera. Al poco rato Verónica estaba de regreso y, en silencio, ambas se acostaron, decididas a no dejarse llevar por el sueño y aclarar lo sucedido de una vez por todas.
Verónica adoptó una incómoda posición que iba a impedirle dormir y Sara se acomodó bien, pero tenía un alfiler en la mano y con él se pinchaba el brazo, no tanto como para hacerse daño y no tan poco como para poder dormirse.
Pasaba el tiempo… La casa quedó en el más absoluto silencio. La oscuridad era total. Sara estuvo siguiendo las campanadas del reloj del vestíbulo, no muy sonoras, pero perfectamente audibles en la calma nocturna.
Las diez… las once… las doce… la una…
«Mañana estaré como un colador», pensaba, pues había tenido que ir cambiando el alfiler de lugar. Los párpados se le cerraban, a pesar de sus esfuerzos… Llegó un momento en que los dedos que sostenían el alfiler se aflojaron… De repente, quizá por el esfuerzo que se exigía, recobró apenas la noción de sí misma. En el mismo instante, algo húmedo, pegajoso, cayó sobre su boca. Intentó luchar, al mismo tiempo que por su nariz penetraba un intenso olor dulzón… Quiso resistir y, con todas sus fuerzas, lo único que pudo hacer fue echar la cabeza a un lado. Su última noción fue que aquel objeto pegajoso resbalaba sobre la almohada.
¿Cuánto tiempo estuvo inconsciente o dormida? No hubiera podido decirlo. Al despertar, la oscuridad continuaba siendo intensa, pero el resplandor de las estrellas iluminaba muy débilmente la ventana.
¡Abierta, naturalmente!
Sara saltó de la cama y se asomó, aspirando intensamente el aire fresco de la noche, ya que estaba aturdida, mareada. Durante unos minutos procuró serenarse y pensar en lo ocurrido. Había estado despierta, pinchándose con el alfiler, pero conservaba la impresión de haberse dormido por unos instantes. Y entonces aquello pegajoso y húmedo cayó sobre su boca… Recordaba sus esfuerzos para zafarse del trapo pegajoso y de que no logró más que ladear la cabeza. No, no era un trapo, sino algodón, a juzgar por el tacto y con su movimiento resbaló por la almohada.
Regresando junto al lecho, encendió la lámpara de la mesita de noche. Verónica dormía profundamente. ¡Tenía que ser ella la autora del desaguisado! O, ¿no? Pero entonces, ¿quién había entrado allí?
Buscó el algodón húmedo entre las ropas del lecho y no pudo hallarlo. Pasando los dedos por la almohada, descubrió al tacto un corro ligeramente pegajoso y al acercar la cara percibió el mismo aroma dulzón que iba siéndole familiar. ¿Quién había retirado el algodón? ¿Lo habrían arrojado por la ventana?
Se aseguró de que la llave de la puerta seguía echada. La autora de aquello tenía que ser Verónica, pero se negaba a admitirlo. ¿De dónde iba a sacar algodón, la sustancia narcotizante y por qué razón? Sin olvidar unas tijeras para cortar las cuerdas… ¡Recordaba que salió con ellas para dejarlas en la salita! ¿Las dejó, realmente? ¿No regresaría con ellas?
—No puedo creer que Verónica haga cosas tan complicadas y tremebundas… no puedo creerlo… —se decía.
Y tampoco quería acusarla, pues no podía asegurar que fuera ella quien le había puesto el algodón en la cara.
Observó que por Oriente el cielo se teñía de una débil claridad y dedujo que no tardaría en amanecer. Además, aunque tenía mal gusto en la boca y la cabeza pesada, lo mismo que las piernas, se había despertado siendo todavía de noche y la última hora que recordaba haber escuchado era la primera de la madrugada. Los demás días la habían despertado, ya muy entrada la mañana, las llamadas en la puerta. ¿Sería porque había ladeado la cabeza y al caer el algodón había aspirado una menor cantidad de sustancia narcotizante que las otras veces?
Sí, debía de ser eso.
Estuvo por ir en busca de la señorita Elisa y contarle lo ocurrido, pero entonces todas se despertarían y pondrían en evidencia a Verónica, sin saber si realmente era culpable de algo.
«Esperaré a mañana —pensó— y a solas con la señorita Elisa le diré lo ocurrido. Ella podrá ayudarme».
Arrojó la almohada lejos, para librarse de aquel olor dulzón y se acostó, pero ya no podía dormir. Seguía pensando y pensando… y empezaba a volverse atrás de su primera intención de hablar con la profesora. Era distinto tratándose de «Los Jaguares» y aún así…
Por la mañana no había decidido lo que iba a hacer, aunque la intención de vigilar a su compañera y desentrañar lo que le ocurría era cada vez más firme.
Apenas se había dormido, cuando la señorita Elisa llamó a la puerta y entonces Verónica despertó.
—¡Dios mío! Me siento fatal… cansada hasta más no poder —dijo torpemente.
Después miró hacia la ventana y lanzó un grito de horror.
—¡Sara, has tenido que ser tú! Pero… pero… no teníamos tijera ni nada para cortar la cuerda.
—Pues ya ves, está cortada, lo mismo que ayer. ¿No recuerdas nada de lo que haya podido suceder esta noche?
La otra negó, mientras se llevaba las manos a las sienes.
—No, no me acuerdo de nada. Es decir, anoche tenía el firme propósito de no dormirme para vigilarte y sin embargo… creo que sí, que me dormí en seguida y es que estos días me siento cansada…
Sara no se atrevía a contarle lo del algodón humedecido. Iba a darle un susto de muerte. Por otra parte, no la creía culpable de nada. Casi estaba por creer que alguien poseía otra llave de aquella puerta y llegaba por la noche.
—Anda, bajemos a desayunar.
Sí, sí, desayunar…
En el comedor, para asombro de sus compañeras, la señorita Elisa y doña María, había aparecido un desconocido acompañado de uno de los hombres que habitaban en el Parador.
—Señoritas, pertenezco a la Policía —dijo, dejándolas a todas temblorosas, pálidas y estupefactas—. Se ha cometido un robo en la casa de al lado, en el Parador, durante la noche y como todas ustedes son las vecinas más próximas, hemos pensado que quizá sepan algo…
Las presentes se apresuraron a negar.
El policía fue recorriendo aquellos rostros que tenía ante sí, de uno en uno, y Sara no pudo evitar un estremecimiento cuando le llegó el turno.
—Parece que esta jovencita se halla asustada. Diga, ¿sabe algo que pueda orientarnos?
Con temblores en la voz Sara negó.
El vecino, uno de los individuos de anchas espaldas, tenía algo que objetar a lo dicho por el policía.
—En realidad no se trata de un robo, sino de dos.
En el Parador, ahora ya no podemos callar, se están restaurando objetos de arte únicos. La noche anterior desapareció una tabla románica de gran valor, pero todavía quisimos aferramos a la idea de que la hubieran cambiado de lugar en el momento de retirar las cajas en que venían embaladas. Sin embargo, una inspección concienzuda, nos ha confirmado en la idea de su desaparición. Y esta noche ha sido una valiosa estatuilla hindú de oro.
—Mis alumnas no saben nada de esto, señor —pronunció con firmeza la señorita Elisa—. Y yo tampoco.
—Ramona y yo menos —sentó doña María, refiriéndose a la cocinera.
—¿Quién más vive aquí? —preguntó el policía.
—El inválido —le informó el hombre de la casa de al lado— y su criado, ya muy ancianito.
—Respondo por el señor Albert —intervino doña María—. No es la primera vez que pasa aquí una temporada y les aseguro que se trata de una persona respetable; todo un caballero. En cambio, no me fío nada de ese profesor que se queda con sus alumnos en la cuadra. Siempre anda por aquí husmeando y creo que fue él quien se las arregló para que las tiendas de campaña no soportaran el viento y poder entrar en «La Residencia».
—Señora, está usted acusando al señor Bello sobre suposiciones —le defendió la señorita Elisa—. Les aseguro que es una gran persona.
—¡Como para fiarse de las grandes personas! De todas formas, no es el único sospechoso, porque anteayer llegaron tres jóvenes que no me gustan nada —añadió doña María—. Son de esos jóvenes modernos que no se detienen ante nada y desde luego uno de ellos es listo como un diablo. ¡Con decirles que anoche casi le gana al ajedrez al señor Albert, que es una autoridad en la materia!
—Y también suele ganarle una de mis alumnas —porfió la señorita Elisa—, de modo que eso me parece una tontería.
—¿Cuál de sus alumnas, señorita? —preguntó el policía.
La señorita Torres señaló a Verónica, que enrojeció, palideció, volvió a enrojecer… todo en un instante. Por suerte, aquella criatura de aspecto angelical, la más bonita de todas, parecía muy poco segura de sí misma y bastante asustada. No, no podía ser ella quien hubiera allanado aquella fortaleza inexpugnable que venía a ser el Parador.
—¿No sabe usted nada de lo que estamos tratando, jovencita?
—No… yo no… Palabra que no —replicó Verónica.
—¿Seguro que no ha visto cualquier cosa, por casualidad, que pueda ser útil a mis investigaciones? —prosiguió el policía.
—Seguro —negó Verónica.
—Será mejor que investigue cerca de todos ésos —le aconsejó la dueña de la casona—. De todas formas, no comprendo cómo han podido entrar en el Parador. Las ventanas en su totalidad están provistas de rejas y la puerta es fuerte…
—Y uno de nosotros hace guardia tras esa puerta —dijo el hombre de la casa de al lado—. Realmente, es un misterio.