VII. CLOROFORMO EN ACCIÓN

Zigzagueando entre sus compañeros, Oscar había conseguido cruzar el vestíbulo y atacar las escaleras hasta el primer piso, llevando a Petra entre las manos y la cuerda junto al estómago. Ni siquiera sabía cuál de las puertas del primer piso pertenecía a sus compañeras.

Pero como no carecía de recursos, se coló de rondón en una habitación y abrió el armario. Un abrigo allí colgado lo reconoció como perteneciente a la señorita Elisa y salió a la carrera probando suerte en otra, sin resultado. En la tercera, sobre la cama, descubrió el gorro de punto de Sara y junto a él dejó la «cuerda». Soltó a Petra, recomendándole que no hiciera ruido y estuviera quieta. Le dejó unas avellanas y salió de puntillas, utilizando la barandilla de la escalera para precipitarse como una centella en el vestíbulo.

El señor Bello ya lo había echado en falta y retrocedía en su busca. En la puerta de la sala, indagó:

—¿Dónde estabas?

—Atándome la bota… se me había hecho un nudo.

—¿Y la ardilla?

—Creo que iba con Pepito.

En la sala se hallaba doña María, dispuesta a que allí no se quedasen más que sus huéspedes. Como había sucedido en las veladas precedentes, el inevitable señor Albert estaba allí con su precioso juego de ajedrez, empeñado en ganarle a Verónica. Sara andaba cerca, pero muy distraída con la partida de parchís de las demás.

Oscar consiguió hacerle una señal y ella se le acercó al momento:

—Os he dejado a Petra en la habitación y cuerda. Julio me ha encargado que atéis la ventana con nudos que no puedan soltarse.

Una hora después, todos en la casona se retiraban a sus respectivos dormitorios. Sara y Verónica se entregaron conjuntamente a un concienzudo trabajo, atando la cuerda de uno a otro lado de ventana, sujetándola a los ganchos destinados a sostener las abrazaderas de las cortinas, pasándola después por la falleba y haciendo nudo tras nudo. Luego probaron a soltarlos, sin resultado.

Petra, muy interesada, se admiraba de aquella cosa tan tonta.

—Esta noche no se abre la ventana —sentenció Sara—. Ahora cerraremos bien la puerta. ¡Vaya! Se me ha olvidado el cuaderno en la sala. Aguarda un momento.

Perdió unos minutos buscándolo, pues no recordaba el lugar exacto en que lo había puesto, hasta que apareció bajo la mesa del ajedrez. Con él en las manos, regresó al dormitorio. Verónica le aguardaba en la puerta, con ojos adormilados y Petra inmóvil y curiosa.

Con Verónica de testigo, Sara dio vuelta a la llave. Era grande y antigua, pero segura.

Se dieron ánimos, diciéndose que no iba a pasar nada y podían estar tranquilas.

—Para más seguridad, dejaremos la luz encendida —se le ocurrió a Verónica.

Pero no les valió, porque media hora después, doña María daba con los nudillos en la puerta solicitando que apagaran la luz y se vieron obligadas a obedecer.

A pesar de sus preocupaciones, se durmieron pronto. ¿Durmieron mucho…?

La voz de la señorita Elisa y los golpes que daba en la puerta con la mano abierta, las despertaron.

—Vamos, chicas, es tarde. ¿Es que no me oís…?

—¡Hum…! ¿Eh? Sí, sí, ahora vamos.

Sara sintió la lengua como si le hubiera engordado medio kilo durante la noche y escozor en los labios. Vuelta a la realidad, se incorporó en la cama para descubrir… ¡La ventana de par en par y las cuerdas en el suelo!

Llamó a la otra, casi sin voz, sin poder creerlo, cuando ya en la cama de al lado Verónica se revolvía inquieta. De un salto estuvo en el suelo, zarandeándola y al mismo tiempo, Petra abandonó su almohadón y se plantó en el centro de la habitación con ojillos alelados.

—¡No es posible! —farfullaba Verónica.

Apoyándose una en la otra, fueron hasta la ventana. Recogieron la cuerda y se miraron asustadas y temblorosas. ¡Los nudos permanecían intactos!

—¡Es-tá… coor-tada…! —dijo Sara tartamudeando.

Después permanecieron un rato en silencio, confusas y alteradas, sin recordar que estaban en camisón y podían pillar un catarrazo.

—¡Lo hemos hecho! ¡Tú o yo lo hemos hecho! ¡Ay! ¡Me siento muy rara…! —gemía Verónica.

—Yo también estoy muy rara. Tengo… una pajarera en la cabeza.

—Pero no tan rara como yo…

—Mucho más rara que tú…

Lo repitieron tres o cuatro veces y al final lloraron a dúo. No se daban cuenta de que Petra había vuelto a su almohadón, lo que tampoco era normal.

Una llamada en la puerta las volvió a la realidad.

—Estamos acabando de desayunar y la señorita Elisa quiere saber qué os sucede —dijo una chica llamada Mary.

—Dile que ahora vamos.

Tuvieron que serenarse y tratar de componer un semblante normal, pero no podían ni pasar el desayuno. Petra se había deslizado al exterior, sin duda en busca de Oscar.

Humildemente, las dos retrasadas aceptaron la reprimenda de la profesora y se disculparon con palabras vagas.

Luego Verónica dijo que estaba helada y fue a ponerse un jersey más grueso. Sara la esperó y al salir de la casona encontraron a «Los Jaguares» muertos de curiosidad y con los ojos vueltos hacia ellas. Inmediatamente se les emparejaron. Por el lado izquierdo de la boca, Julio preguntó:

—¿Qué tal la vigilancia? ¿Ha dado resultado?

Héctor, por el lado derecho, indagó:

—¿Ha quedado claro quién es la sonámbula?

Por detrás, introduciendo su cabeza entre las otras, Raúl sentó:

—¡Ninguna de las dos, seguro!

Un par de suspiros, sendos gestos de desesperanza, daban una respuesta comprometida.

Decididamente, Julio se detuvo, permitiendo que alumnas, alumnos y profesores se alejaran. Claro que Oscar, ¡bueno era!, retrocedió hacia ellos.

—Petra está muy rara y León se ha dado cuenta.

Héctor no le escuchaba:

—¿No iréis a decirnos que sois sonámbulas las dos?

—No lo sabemos y, además, soy incapaz de discurrir, porque parece que tengo una hormigonera en la cabeza y el estómago muy pesado —se lamentó Sara.

—Pues yo estoy tan cansada como si hubiera pasado la noche paseando y… y…

—¡Ya! ¡Habéis abierto la ventana! —anticipó Julio.

Sara afirmó. Verónica dijo:

—Y cortando los nudos con unas tijeras, por lo que se ve.

—¡Qué lío, pero qué lío! —exclamó el pequeño.

Todos se hallaban pensativos. Héctor propuso contarle a la señorita Elisa cuanto estaba sucediendo, pero ellas se negaron. Si Eugenia llegaba a enterarse…

—¡El sonambulismo no es ningún crimen! —casi gritó Raúl.

Las chicas se mantenían en su firme postura de guardar el secreto. Pasado un rato, ambas empezaron a sentirse mejor, reanimadas por el aire límpido de la mañana.

—¿Y si regresáramos todos a casa? —propuso Raúl algún tiempo después.

A Julio se le frunció el entrecejo.

—¿Sin descifrar este enigma? Es mejor hacer frente a la situación y ver en qué queda.

A Héctor las dos proposiciones le atraían. De todas formas, disimularon lo mejor posible y se unieron a los alumnos para escuchar una detallada información sobre la vida del gorgojo de la patata. No se enteraron de nada.

Sin embargo, la hora de comer fue muy alegre, junto a la hermosa tienda de «Los Jaguares» mayores. Con sus magníficas dotes organizativas, habían ido al pueblo a encargar la comida, comilona, con tarta incluida y una camioneta llegó con ella dispuesta y todavía caliente. La vajilla era de cartón y nadie tuvo que molestarse.

El señor Bello se mostró chispeante, alegre, simpático. Parecía como si fuera de la misma edad de Héctor, y la señorita Elisa también aparecía muy animada. La chiquillería, por desgracia, en exceso gritona.

—Es muy inteligente el tal Bello —comentó después Julio—. Creo que no se le escapa una.

Resultó que la temible Eugenia se había llevado la guitarra y que no la tocaba mal. Todos cantaron y rieron. Al principio, Sara y Verónica forzadamente, pero acabaron uniéndose a la alegría general.

Sin embargo, cuando más tarde los profesores decidieron alejarse para continuar las clases prácticas uniendo el estudio de algunas plantas al de los insectos, Héctor y Julio alegaron que pensaban dedicarse a estudiar y no fueron de la partida. Raúl, tras una duda, se fue con los colegiales.

—Mira, no sé qué pensarás tú —empezó Héctor en cuanto se quedaron solos—, pero tengo la impresión de que algo en esa casa les produce pesadillas a las chicas.

El otro, absorto en sus pensamientos, tardó un poco en responder.

—Quizá, aunque no sea exactamente así. De todas formas, creo que a los dos nos ronda la misma idea y por eso nos hemos quedado…

—Puede —afirmó Héctor.

Se entendían a la perfección. Éste añadió, pasados unos minutos:

—¿Y cómo entramos en la casa? La dueña es un cancerbero.

—Y las ventanas bajas tienen barrotes. Claro que si la señora saliera…

De momento, establecieron un puesto de observación tras el grupo de árboles en el que tenían montada la tienda. No habría transcurrido ni media hora cuando la señora de la casa salía en unión de otra mujer, supusieron que la cocinera, ésta llevando una gran cesta al brazo y ambas se alejaron sin prisa en dirección al poblado de veraneantes.

—Deben ir a comprar y eso significa que nos da tiempo a entrar en la casa…

Ya iban a abandonar su refugio, cuando la puerta del Parador se abrió y un par de individuos fuertes aparecieron en el exterior. Los dos muchachos, interesados, les seguían atentamente con la vista.

Resultó que los dos individuos estuvieron haciendo pruebas con la pesada puerta, luego de cerrada, con unos contundentes golpes con ambas manos y luego los hombros, los dos a una. La puerta no cedió.

Inmediatamente se abrió desde dentro y un tercer individuo, delgado, con gafas y grandes entradas en las sienes, se les unió.

—¿Qué estarán haciendo? —preguntó Héctor.

—Salta a la vista —replicó Julio—. Comprobar que la puerta es segura contra posibles asaltantes.

Los individuos de anchas espaldas se dirigieron a las primeras de las ventanas enrejadas y estuvieron comprobando, barrote a barrote, que era imposible sacarlos del lugar en que la argamasa los unía sólidamente a la piedra. Después hicieron lo mismo con todas y cada una de las ventanas de la planta baja y todos y cada uno de los barrotes.

—¡Mira! —dijo Héctor de pronto—. No somos los únicos curiosos…

En efecto, el señor Albert, con un grueso abrigo, seguía desde su sillón de ruedas las manipulaciones de sus vecinos. Tras él se hallaba su anciano criado.

Naturalmente, los del Parador le vieron y hasta donde se hallaban los curiosos, llegó el saludo del señor Albert a sus vecinos.

—Buenas tardes. ¿Ocurre algo?

—Buenas tardes. No, no, nada; una simple comprobación rutinaria.

Lentamente, muy lentamente, el anciano fue empujando el sillón de su dueño, iniciando así un paseo que debía ser diario, pues los del Parador no daban muestras de haberse asombrado.

Por cierto, comprobadas las ventanas de la planta baja, uno de los individuos pesados entró en el edificio para salir al momento con una escalera articulada. La apoyó contra la pared, y aunque llegaba escasamente a las rejas de la planta siguiente, las comprobó tirando de ellas y repasando todo el muro. Todavía no había terminado de efectuar el reconocimiento, cuando el inválido desapareció a lo lejos con su anciano criado.

Media hora después, la inspección exterior del Parador había terminado. Podía deducirse que sin haber hallado nada anormal. Los tres individuos, uno de ellos con la escalera, entraron en el Parador.

—Esos tipos parece que no están muy tranquilos… como si temieran un asalto… —razonó Héctor.

—Y todo porque indudablemente guardan algo de mucho valor… —añadió su compañero—. Por cierto, ahora o nunca. Vamos, camarada.

Las cosas no salieron como esperaban. Doña María debía de haber cerrado con llave.

—Tenemos que desistir, de momento, pero debemos inventar algo para poder entrar más tarde y estudiar un poco el ambiente de la casona.

Julio se echó a reír. Estuvo buscando por el suelo y luego tomó una chinita que arrojó a uno de los cristales. Era minúscula y no le hizo nada.

—¿Qué pretendes? —objetó Héctor.

—Sólo rajar el cristal, sin llegar a romperlo…

Héctor le alargó otra piedra, pero parecía demasiado grande. Luego se apoderó de una intermedia y la envolvió en el pañuelo. Entonces la arrojó con fuerza por entre los barrotes y el cristal de la ventana se rajó con estrépito que hizo temer lo peor a ambos. Pero, a fin de cuentas, el plan había salido bien.

Inmediatamente se retiraron a su refugio de los arbustos. El señor Albert y su criado por un lado y doña María con la cocinera por el otro, llegaron casi al mismo tiempo y juntos entraron en la casa.

Casi al anochecer, regresaron los colegiales. Entonces Héctor y Julio entraron en su tienda. Minutos después, Raúl estaba con ellos.