Terminada la comida, estuvieron charlando en grupo durante un rato, a pesar de que los cinco no paraban quietos y vociferaban bastante. Héctor, entonces, propuso mostrarles la tienda que habían traído.
Se hallaba a unos veinte metros del campamento de los colegiales, oculta por un grupo de árboles, y dejó a la chiquillería con la boca abierta. ¡Aquello era un tienda de campaña! Constaba de dos compartimientos, uno que hacía de saloncito y comedor y otro de dormitorio. Buena mesa, butaquitas, inmejorable equipo… ¡Y qué bien plantada estaba!
—¡Oh! Mi hermano sabe hacerlo todo —se jactó Oscar en dirección a la chiquillería.
Por tener tenían… ¡hasta calefacción!
Amablemente, Héctor invitó a todos a comer al día siguiente, para corresponder a la gentileza recibida. El señor Bello parecía muy complacido con la camaradería que se había establecido entre los grupos.
Después, al regresar de la hermosa tienda, pasaron ante el Parador.
—No nos detengamos aquí, que por lo visto es tabú —explicó Oscar—. Ayer los gorilas nos echaron.
—A ver, mico, cuéntame mejor eso. No creo que en terreno público nadie tenga derecho a echar a nadie —dijo Julio.
En realidad, no pudieron explicarle mucho de aquella casa, pues no sabían más que lo poco que doña María les había dicho.
Los compañeros de Oscar, que eran muy aficionados a la pelota, solicitaron permiso de su profesor para practicar el fútbol y, como se les concediera, se alejaron en busca del terreno apropiado.
—Chicas —empezó Julio, dirigiéndose a Sara y Verónica— hemos traído unos encarguitos verbales para vosotras procedentes de vuestras respectivas familias, pero quizá no sea discreto transmitirlos en público…
Eugenia se picó:
—¿Quiere eso decir que estorbamos? —preguntó con avieso gesto.
—No, no; sólo querríamos un momentito para hablar.
—Por mí…
Eugenia, olímpicamente, se fue llevándose a las otras. Julio tenía desde aquel momento una enemiga. Raúl suspiró encantado.
—¿Tendremos que soportar a esa chica hasta el domingo? —preguntó.
—¡Raúl, es una preciosidad! —se burló Héctor—. No te has fijado bien en ella, despistado…
—Pero es lista. La he estado observando desde hace un rato y ella a nosotros. Ha comprendido que deseábamos hablar la pandilla a solas y ha estado tratando de impedirlo, así que no he tenido otro remedio que descararme.
—En realidad, no es de muy buena educación… —empezó Verónica. Pero Héctor la interrumpió.
—Bueno, no perdamos tiempo. Os encuentro raras: a Sara coja y…
—Bien, ya os he contado lo que ocurrió —interrumpió ahora ésta.
—Pero es que además de coja no tienes buena cara, lo que es raro después de tres días en el campo —añadió Héctor—. Cuatro con hoy. Y Verónica está ojerosa y tiene peor cara todavía.
—¿De veras? —se admiró Raúl, que siempre la veía resplandeciente.
—Y tan de veras —confirmó Julio—. Bien, chicas, empezad a confesaros antes de que la belleza del colegio venga a interrumpirnos.
—Pues… no nos pasa nada… —empezó Verónica.
—Nada… apenas nada —susurró su compañera.
Los dos mayores se miraron. ¡Ya iba saliendo!
—En realidad es una tontería nuestra, o de la ventana, no lo sabemos muy bien.
Quizá no se daban cuenta, pero los tres muchachos adoptaron la expresión de los momentos en que se hallaban ante algo que no podían descifrar. Ésa fue la razón de que Oscar, desde lejos, captara la novedad y apareciera como un sioux, para situarse cerca de ellos.
—Contad lo que sea y ya decidiremos nosotros si realmente se trata de una tontería o no —exigió Julio, la mar de mandón.
—Es que… a lo mejor no queremos contarlo… —se defendió Verónica. Le daba una vergüenza espantosa aquello de su posible sonambulismo.
Y a Sara más todavía.
—¿Así que os cerráis de banda? —preguntó Julio.
—Cosa insólita en «Los Jaguares» —añadió Héctor—. Un grupo que tiene secretos entre sus miembros es un grupo próximo a su disolución.
Raúl no decía nada. ¿A ver si entre todos, misteriosas y puntillosos, echaban a pique «Los Jaguares»?
—No es que nos gusten los secretos, pero hay cosas que… bueno, están mejor calladas —empezó Verónica.
—Además, cuando nadie puede venir a resolvérnoslas… —susurró la pelirroja.
—Eso vosotras no lo sabéis —objetó Julio.
—Me temo que nos hemos molestado para nada —añadió Héctor.
Ellas, con el corazón en un puño, se miraron apuradas.
—A nosotras no nos pasa nada —flaqueó Sara—. Es la altura…
—¿Qué altura? —quiso saber Julio, alargando el cuello hacia una y otra.
—Ésta, la del campo, supongo —dijo tímidamente la rubia.
Nadie había visto a Oscar, que dijo de pronto:
—Si no confesáis vuestros secretos no podréis pertenecer a «Los Jaguares».
Aquello fue como darles la puntilla, porque ellas se habían acostumbrado a sus amigos y sin ellos el futuro se presentaba si ningún interés. Julio protestaba de su entrometido hermano, pero como sinapismo era muy seguro y no había medio de alejarle cuando decidía adherirse.
Ante el temor de que pudieran ser expulsadas de tan gloriosa pandilla, decidieron sincerarse, con las mejillas como amapolas.
—Verónica cree que puede ser sonámbula —empezó Sara.
—Y Sara supone que la sonámbula es ella.
—¡Rayos, qué explicación! —soltó Héctor—. ¿No podíais poneros de acuerdo?
Aseguraron que, dadas las cosas tan raras que les habían sucedido, era totalmente imposible. Petra y León, que estaban en medio sin que nadie supiera cuándo habían llegado, parecían maravillarse de lo que oían, a juzgar por sus aspavientos.
—Si yo fuera sonámbula, mamá me lo hubiera dicho —dijo Verónica.
—Pues la mía no es muda y también lo sabría —objetó Sara.
—Orden y método —exigió Julio con una palmada—. Veamos, ¿cuál ha sido el primer síntoma observado?
—Pues… que la ventana se abre sola y eso que la cerramos por la noche —empezó Verónica.
Petra empezó a dar saltos, a chillar, a lanzar su cola con estrépito en todas direcciones. Sara tradujo todo su teatro asociándolo a sus recuerdos.
—En realidad, no sé si el comienzo es lo que se refiere a la ventana. Está… en el topetazo que nos dimos durante la noche.
Tuvieron que explicar lo referente al momento en que, a oscuras, las dos se levantaron yendo a chocar violentamente.
—¡Yupiii! Eso significa que las sonámbulas sois las dos —sentenció Oscar.
—Calla, mico, y déjame aclarar esto —ordenó el mandón de su hermano—. Veamos, ¿quién se levantó primero?
—Petra. Ella chillaba espantosamente y me despertó. Entonces fue cuando me levanté y fui a chocar con Verónica, me corté en el pie y todo eso —expuso Sara—. Ella dice que no oyó chillar a Petra…
—No obstante, se levantó —murmuró Héctor, pensativo.
Julio estaba tomando notas de lo que oía y Sara se enfadó de que fuera tan meticuloso como un detective en plena investigación. Luego quiso saber el motivo de la alarma de Petra, pero no pudieron explicarla debidamente.
—¿Y lo relativo a la ventana que se abre? —preguntó por último.
—La segunda noche yo la cerré, estoy segura, aunque el viento pudo abrirla —continuó Sara.
—Si había corrientes… —concedió el jefe de «Los Jaguares».
Pero ellas le explicaban que cerraban con llave su puerta.
—Las dos nos despertamos muy raras el martes por la mañana —concedió Verónica—, yo estaba como aturdida y Sara se quejaba de dolor de cabeza.
La interesada tuvo que explicar el extraño olor que sentía, una especie de gusto raro y aquella tirantez en la boca.
—Yo creo que es el fuerte olor del monte y el viento, que sopla con un ímpetu al que no estamos acostumbradas.
Verónica convino que aquel ambiente daba mucho sueño y estaba siempre como dormida.
Julio levantó la cabeza de su bloc para indagar:
—¿Eso es todo?
—Eso es… lo de menos —confesó Verónica con débil vocecilla.
Y se encontraron detallando los atadijos que Sara hiciera en la ventana y que a la mañana siguiente aparecieron en el suelo, mientras las hojas de la misma se hallaban de par en par.
—Eso es lo que realmente nos ha asustado, pues la sonámbula ha tenido que luchar a brazo partido con los nudos. La sonámbula lo es de verdad —acabó diciendo Sara, sin el menor rebozo.
—¿Podemos descartar que nadie entró en la habitación? —quiso asegurarse Héctor.
En aquel punto no había duda. Julio se interesó por la actitud de Petra durante las noches número dos y tres y le explicaron que dormía con los colegiales, pues nadie la quería de noche en la casa.
—Yo que vosotras no me preocuparía demasiado, puede no tener la menor importancia. A muchas personas les sucede, cuando salen del aire viciado de las ciudades al campo, que durante las primeras noches se sienten extrañas.
—No, no es cosa de preocuparse —dijo también Julio con rostro impasible—, pero por si acaso bueno será que os convirtáis cada una en vigilante de la otra.
Por primera vez, Raúl se hizo escuchar:
—¡Pobrecillas! Eso va a resultar un tormento para ellas.
—Siempre estás haciendo de padre prior —le reprochó el mayor de los Medina—. Que aguanten el tormento, que para eso son sonámbulas o… posibles sonámbulas.
Las colegiales no hacían más que mirar hacia allí y tuvieron que reunirse con el grupo. Además, el rato de recreo para los niños había concluido y se reanudó la clase hasta el oscurecer, en que cada cual se fue a su refugio, bien arrebujado en la bufanda y frotándose las manos.
Cierto que los recién llegados intentaron entrar en la sala de la casona y quedarse allí como la cosa más natural del mundo. ¡Ay! El perro guardián que parecía ser doña María introdujo su nariz por la puerta y, al divisarlos, hizo valer su autoridad, alegando que no podían quedarse.
Héctor, Julio y Raúl, bastante descontentos, se fueron a su tienda con calefacción y bien iluminada, donde se dedicaron a leer hasta la hora de acostarse. Pero los tres tenían algo entre ceja y ceja.
—¿Qué puede ser lo de las chicas? —preguntó Raúl.
Héctor dijo que todavía no había formado opinión. Quizá a la mañana siguiente, según transcurriera la noche…
Luego se quedaron mirando a Julio, que quizá tuviera algo que aportar.
—La verdad, estoy desorientado. Mi primer pensamiento ha sido que la cena que les dan es indigesta y les produce pesadillas, pero en ese caso, las pesadillas las compartirían las otras, incluyendo a su simpática profesora, de modo que estoy por olvidarme de este motivo.
—¿No podíamos hacer algo? —preguntó Raúl, el más preocupado de los tres.
—Sólo se me ocurre tratar de introducir en la escena un elemento que no ha estado durante las dos últimas noches: Petra. Ella tiene la clave, puesto que dio la alarma la primera noche. Y si pudiera hablar nos lo diría.
¿Habéis observado con cuánta preocupación ronda en torno a su dueña?
Julio había dado en el clavo. Raúl dedujo que la sonámbula era Sara, de ahí la preocupación de la ardilla.
Inesperadamente, Julio se levantó de la butaca.
—¿Dónde vas? —quiso saber Héctor.
—En busca de Oscar. Si todavía no se han ido a su dormitorio de la casona, él podrá arreglárselas para engañar a los de allí y hacer que Petra se quede esta noche con las chicas.
Sorprendieron a los colegiales cuando, muy circunspectos, iban a entrar en la casona junto al señor Bello. Julio retuvo a su hermano un momento y el chico le escuchó atentamente, lo mismo que la ardilla, que estaba en su hombro. Afirmó a todo, mientras León daba vueltas en torno a ellos. Y Héctor, que había llegado corriendo en último lugar, le entregó con disimulo un mazo de cuerda, que el pequeño escondió dentro de su gruesa cazadora.
—Di a las chicas que la utilicen para amarrar bien la ventana con nudos que no puedan soltarse con los dedos. ¿Entendido?
Oscar seguía afirmando al entrar en la casa. Sus compañeros no se habían dado cuenta de nada y posiblemente tampoco el señor Bello.
—Tendremos que esperar a mañana —dijo Julio—. Raúl, creo que te corresponde encargarte de la cena.
—¡Oh, sí, claro!
¡Cielos, qué preocupado estaba!