V. LA GUERRA DE LA VENTANA

La luz de la mañana despertó lentamente a Sara. Notó algo extraño, cierta pesadez general y atontamiento de cabeza… ¿Dónde estaba? ¡Claro, en la casona!

Se había acordado de pronto y sintió un olor especial al que no estaba acostumbrada el resto de las mañanas de su vida. Un vistazo a la ventana le descubrió que estaba entreabierta, aunque recordaba perfectamente haberla cerrado antes de acostarse. Sin duda, como la falleba estaba muy desgastada, no había soportado la fuerza del viento. El olor especial se debería a alguna hierba aromática, ¿menta, quizá?

No, no era menta y le fue imposible adivinar a qué otra planta podía pertenecer.

Miró hacia la cama de al lado. Verónica permanecía inmóvil.

—Oye, debe ser tarde…

Nada: la otra ni se movía.

Sara se incorporó en la cama y consultó su reloj de pulsera, que había dejado sobre la mesita: las ocho y media.

—Verónica, Verónica… es hora de levantar…

¡Vaya leño! Tuvo que ir hacia ella y zarandearla.

—¡Déjame…! —murmuró aquélla con lengua torpe—. Me muero de sueño.

—Es que tendremos que apresurarnos para dejar lista la habitación y no llegar tarde a desayunar…

Tuvo que volver a zarandearla, aunque ella misma necesitaba ser zarandeada, pues de buena gana se hubiera vuelto a la cama. Debía de ser el aire del campo, que era la mejor adormidera.

—¡Uf! ¡Esta habitación está helada! —dijo cuando salía con la toalla en la mano en dirección a la ducha—. ¿Has abierto tú la ventana?

—¿Yo? No —replicó Verónica.

—¡Vaya una ventana! Por cierto, todavía cojeo. ¡Buen panorama!

Había amanecido un día espléndido y, aunque frío, el sol prometía calentar considerablemente.

No vieron al señor Bello y a sus alumnos hasta que salían de la casona, pues a ellos no se les habían pegado las sábanas; es decir, la mantas… o mejor aún, los sacos.

La señorita Elisa confió a doña María lo sucedido la víspera con sus vecinos.

—Son una gente tan poco amable que acabo de prohibir a las muchachas que vayan por el lado del Parador.

—Apenas los he visto, pero parecen muy raros, sí. La cocinera se ha enterado que trabajan en objetos de valor y ella cree, fíjese bien, que utilizan eso que se llama guardaespaldas…

Sara, que estaba cerca, pensó en Oscar. Si supiera aquello, empezaría a descubrir misterios en todas partes.

Petra la saludó con mil zalemas y, aposentada en su hombro, la olía, miraba y requetemiraba.

En cuanto el viento le dio en la cara, tuvo la impresión de tirantez en los labios y en torno a la boca.

—Este viento corta la piel —comentó.

—¡Ay! Cómo presumes de piel fina —se burló Eugenia.

El señor Bello había empezado a saludar ceremoniosamente a la señorita Elisa y Eugenia abandonó la observación de su compañera. Cuando se alejaban en grupo, notaron la falta de Verónica. Sara se disponía a ir en su busca, cuando la vio aparecer. Había tropezado en el escalón de la puerta e hizo un gesto de despiste.

Se dedicó la mañana al estudio de los escarabajos, que, según el señor Bello, eran los barrenderos del mundo animal, porque hacían desaparecer las inmundicias del suelo, formando bolas con ellas, que luego arrastraban hacia sus madrigueras.

Tuvieron la suerte de descubrir uno y pudieron observar su espléndido caparazón con reflejos de bronce y oro. Bello les explicó que el reborde cortante de su cabeza oficiaba de pala y sus patas posteriores, profundamente dentadas, de rastrillo. Uno de los niños, con un palito, pudo hacer marchar al escarabajo hacia su cajita, con la bola a medio formar.

—No tendrás que preocuparte por su alimentación —le dijo el profesor—. Él ya se la ha procurado.

No se olvidaba de Sara y su pie y, aunque llevaba bastón, solía atenderla en los terrenos escabrosos.

—Cuanto más se le trata más gusta —dijo después ella.

—¿A pesar de que es un tunante que ha escondido la llave de la cuadra premeditadamente para sus fines particulares? —alegó Eugenia.

—Estás hablando de lo que no sabes —contestó Sara, disgustada—. Creo que el señor Bello sería incapaz de una cosa así.

—¡Ja… ja…!

La mañana pasó muy pronto y el señor Bello lamentó no haber previsto una comida en el campo, pero la proyectó para el día siguiente.

—Si no tienen nada que objetar, señoritas, mañana serán nuestras invitadas. Haremos la comida en el campamento. ¿Qué responden?

La señorita Elisa se mantuvo callada. Las chicas, excepto Eugenia, aceptaron encantadas. Pero se desencantaron un tanto cuando supieron que los niños, por unanimidad, habían elegido jefe de rancho a Oscar.

—Mañana nos envenena —susurró Sara.

Al atardecer, el señor Bello se mostró bastante decepcionado por no haber sido invitado a la sala, pero doña María se mantenía en sus trece. Como sombras y de puntillas, él y sus alumnos entraron en la casa, cruzaron el patio y entraron en su dormitorio en la cuadra.

Verónica entabló otra partida de ajedrez con el señor Albert, que sólo se dejaba ver a aquella hora y… ¡le ganó! Movía las piezas con maestría asombrosa.

Después él invitó a Sara y, aunque ella trató de zafarse, no pudo lograrlo. Petra la ayudó mucho, saltando a la mesa y desbaratando las piezas en un par de ocasiones. El resultado fue que Verónica tuvo que tomar la ardilla con manos firmes, cruzar el patio e ir a llamar en la puerta de la cuadra, para entregársela a Oscar.

—Pasa y dinos qué te parece nuestro hotel —bromeó el señor Bello.

Las dotes organizativas del profesor la dejaron atónita: tenían fuego en la chimenea, los sacos de dormir sobre montones de paja y un cuarto de aseo formado con tablones y mantas, en el que funcionaba una ingeniosa ducha a partir del grifo y una vieja regadera. El orden y la limpieza eran absolutos.

—¡Pero si es estupendo! —se le escapó.

Oscar le informó que tenían clase de gimnasia antes de acostarse y por la mañana. Y lo que era mejor, todos parecían felicísimos.

—A lo mejor se duerme aquí mejor que en la casa —comentó, con lo cual satisfizo mucho al señor Bello.

Al regresar a la sala supo que el señor Albert acababa de infringir a Sara una gran paliza en el ajedrez.

Antes de acostarse, Sara le confesó que el señor Albert la ponía nerviosa y que todavía movía ante él las piezas peor de lo que tenía por costumbre.

—¡Qué raro! Yo temo empezar a jugar, pero luego me siento segura, como flotando…

—¡Le has ganado! A lo mejor tienes un talento que no te suponíamos. Por cierto, la ventanita esta noche no nos la juega, que luego por la mañana estamos heladas.

Con el cinturón de su bata y otro de Verónica, realizó unas ataduras en la falleba y de uno a otro lado de la ventana.

—¡Ajá! —dijo al acabar—. Esto queda listo…

Y se metió en la cama tan ancha. No despertó hasta la mañana siguiente y eso porque la señorita Elisa golpeó la puerta del dormitorio, diciendo desde fuera:

—Chicas, ¿no os habéis levantado?

Sara murmuró algo poco claro. Verónica dormía como un leño y ella ahogó un quejido al incorporar la cabeza. Parecía como si tuviera una grillera dentro. ¡Y aquel olor…! Además, tenía tirante la piel de la boca y se la frotó con cuidado. Pero lo que la despabiló por completo fue no sólo el frío casi glacial de la habitación, sino ver la ventana abierta y las ataduras en el suelo.

Zarandeó a Verónica, mientras le decía:

—Mira, ya me estoy hartando. No me negarás ahora que has quitado los nudos de la ventana.

—¿Qué…? ¿Qué…? —preguntaba su compañera, abriendo los ojos y mirándola como a través de una niebla.

De un empujón, Sara la puso ante la ventana.

—¡Mira lo que has hecho! ¿Para qué demonios me molesté anoche en ingeniarme, si has desbaratado mi trabajo?

—Yo… no… Te aseguro que… no he hecho nada, Sara; de verdad.

—No me vengas con cuentos. Como soy miedosa, anoche cerré con llave la puerta y lo mismo hice anteanoche.

—Te digo que yo no he sido…

Realmente la cara de Verónica aparecía lastimosa y Sara hubo de creerla. Pero entonces… ¿qué explicación tenía?

Fue a sentarse en la cama, un tanto aturdida.

—Sólo se me ocurre una solución: tú o yo somos sonámbulas; y como yo no sé que yo haya sido nunca, resulta que eres tú. Sin duda te has levantado dormida, has deshecho los nudos y abierto la ventana. O las hojas, sin sujeción, se han abierto solas.

—¡Pero si yo tampoco lo he sido nunca! ¡De verdad, Sara! ¿Por qué había de engañarte?

—¡Vaya lío! ¡Dios mío!

Recordó su extraño dolor de cabeza al levantarse y sus ojos, libres de las gafas, se clavaron en su compañera suplicantes.

—Entonces… ¿crees que soy yo? Desde luego, me siento muy rara por las mañanas…

—Es que yo también me siento muy rara…

Se miraban apuradas. Sara fue la primera en reaccionar, diciendo:

—Se me ocurre que podíamos vigilarnos mutuamente, pero sin que nadie lo sepa. ¿Te figuras a Eugenia descubriendo nuestro secreto? Desde luego, no lo entiendo… ¿será el aire del campo?

—A lo mejor. Y ni siquiera lo estamos pasando tan bien, quizá sea porque nos faltan nuestros «jaguares» mayores.

—Puede. Mira, vamos a apresurarnos para no hacer esperar.

A pesar de ello, se presentaron las últimas en el comedor y la señorita Elisa, con suave bondad, les recordó que a ambas se les pegaban las sábanas más de lo debido.

Apenas habían llegado a la puerta de la calle, cuando Oscar, con faz radiante, acompañado de sus inseparables León y Petra, aparecía ante ellas:

—¡Sorpresa, chicas! ¡A ver si sois capaces de adivinarla! ¡Por más que discurráis… quiá!

Ni siquiera tuvieron que poner en marcha su máquina adivinatoria, porque Verónica divisó a un muchachote fortachón encaminándose hacia ella y gritó en éxtasis:

—¡Están aquí!

Tras Raúl marchaban Héctor y Julio, muy alegres, atrayendo la atención del grupo femenino.

—Me estoy sospechando que se nos ha acabado el aburrimiento —murmuró Eugenia sin perderse nada. Desde luego, saltaba a la vista, aquel estupendo trío estaba allí por Sara y Verónica. ¡Qué suerte la suya!

A estas dos se les habían animado sus largos semblantes de la mañana y recibieron a «Los Jaguares» con exclamaciones de satisfacción.

—¿Cómo estáis aquí? ¿Cuándo habéis llegado?

—¿Vais a quedaros?

—Pues sí, vamos a quedarnos hasta el domingo —explicó Héctor, repartiendo apretones de manos—. Nos hemos dado un madrugón bueno, pero hasta la tienda tenemos ya armada.

—Hemos venido en el coche del señor Medina —explicó Raúl—. Para poder venir hemos tenido que apretar de firme en los estudios y rompernos los codos…

Julio, callado, reía suavemente y se le veía contento.

Oscar ya los había presentado al señor Bello y ahora las chicas lo hicieron para la señorita Torres y sus compañeras. Cuando tuvo a Eugenia delante, Julio no pudo reprimir un respingo.

—¡Mira que si la cara es el espejo del alma…! —murmuró para Héctor que estaba a su lado.

Eugenia comprendió que algo había dicho, pero no supo qué.

—Muchachos, estoy encantada de que hayáis venido a engrosar el grupo —dijo la señorita Elisa—, pero nuestra clase no puede interrumpirse.

—Entonces, permítanos tomar parte en ella —dijo Héctor, con aquella sonrisa que sabía atraerse voluntades.

—No hay más que hablar…

En cuanto se pusieron en marcha, Julio observó las novedades.

—Sara, cuando nos despedimos de ti estabas entera y ahora coja, ¿qué ha ocurrido?

Tuvo que contarles el pequeño incidente de la lámpara y asegurarles que la herida apenas si le molestaba.

Aquella mañana prosiguieron sus observaciones sobre los escarabajos y descubrieron que por la tarde podrían dedicarla a los grillos y algunas plantas. Pero, la verdad, las alumnas no permanecían muy atentas, porque aquellos muchachos altos y atractivos las distraían bastante.

El señor Bello extendió la invitación para comer a los tres recién llegados y cuando regresaron al campamento, Oscar les contó su cargo de jefe de rancho.

—Entonces, casi será mejor preparar unos bocadillos —dijo su hermano.

No obstante, pronto comprendieron que el verdadero amo del rancho era el señor Bello, aunque Oscar creyera lo contrario y, sobre el fuego del campamento, se preparó una magnífica paella y carne a la plancha.

Sí, fue una comida extraordinariamente alegre, aunque quizá Sara y Verónica no estuvieran a la altura de las circunstancias. Pasada la primera explosión de alegría al encontrarse con sus amigos, volvían sus preocupaciones sobre lo ocurrido durante la noche. Cierto que las disimulaban. Petra seguía con sus constantes carantoñas dirigidas a su dueña y se pasaba el tiempo mirándola.

El señor Bello, habiendo encontrado distracción para las temibles alumnas de la señorita Elisa, pudo dedicarse a ésta con mayor interés.